El reloj marcaba las seis menos cinco. Como era sábado, la mayor parte de los despachos estaban vacíos y no se veía animación alguna en el amplio pasillo donde un hombre solo, al fondo, titubeó ante la puerta de un despacho, preguntándose si se le habría olvidado algo. El director de la P. J. acababa de marcharse, después de haber venido a estrechar la mano de Maigret.
—¿Va a intentarlo esta noche?
—Cuanto antes, mejor. Mañana llegarán otros miembros de la familia, más o menos alejados, para asistir al entierro. El lunes son los funerales y, decentemente, no puedo escoger un día así…
A aquellas alturas, Maigret llevaba ya una hora recorriendo a zancadas la habitación, con las manos detrás de la espalda, fumando pipa tras pipa y preparando lo que, en su opinión, sería el fin de aquel endemoniado; asunto. No le gustaba la palabra «poner en escena»; prefería «poner en su sitio», como en los restaurantes, cuidando hasta de los menores detalles.
A las cinco y media, después de dar las últimas instrucciones, bajó a tomarse una caña a la cervecería Dauphine. Continuaba lloviendo. El cielo estaba gris. A decir verdad, se bebió dos vasos de un trago, como si previera que después iba a pasar un buen rato sin hacerlo.
De regreso al despacho, no pudo hacer otra cosa que esperar. Por fin llamó alguien a la puerta. Era Torrence, que llegaba el primero, con aire excitado y dándose importancia, como siempre que se le encomendaba una misión delicada. Cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas y anunció, con el mismo tono de voz que habría empleado para referirse a un éxito profesional:
—¡Están ahí!
—¿En la sala de espera?
—Sí. Han venido a solas. Parecen muy asombradas, la madre sobre todo, de que usted no las haya recibido inmediatamente. Creo que se sienten un poco ofendidas.
—¿Cómo han ido las cosas?
—Cuando llegué a su casa, me abrió la puerta la asistenta. Dije quién era y le oí murmurar:
»—¡Todavía!
»La puerta del salón estaba cerrada. Me hicieron esperar bastante tiempo en el vestíbulo, oyendo sus cuchicheos, pero sin entender lo que decían.
»Por fin, después de un cuarto de hora largo, se abrió la puerta y apareció un sacerdote, al que la señora Josselin guió hasta la escalera.
»Me miró como si se esforzara en reconocerme y después me rogó que la siguiera. La hija estaba en el salón y tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
—¿Qué dijo al ver la citación?
—La releyó un par de veces. La mano le temblaba un poco. Después se la tendió a la hija, que la leyó y miró a su madre como a punto de decir:
»—Estaba segura. Te previne…
»Todo esto pasó muy despacio y yo no me encontraba precisamente a gusto.
»—¿Es imprescindible que vayamos allí? —preguntó la señora Josselin.
»Le dije que sí. La madre insistió:
»—¿Con usted?
»—Tengo un coche abajo. Pero, desde luego, si prefieren tomar un taxi…
»Entonces se pusieron a hablar a media voz, parecieron tomar una decisión y me pidieron que esperara unos minutos.
»Me quedé solo en el salón y pasó un buen rato antes de que se prepararan. Antes habían llamado a una vieja que estaba en el comedor y que las siguió al dormitorio.
»Cuando volvieron, las dos llevaban sombrero, se habían echado un abrigo por los hombros y venían poniéndose los guantes.
»La asistenta preguntó si debía esperarlas para la cena. La señora Josselin contestó, entre dientes, que ella no sabía nada…
»Se instalaron en la parte de atrás del coche y no abrieron la boca en todo el trayecto. Podía ver a la hija por el retrovisor y me pareció que estaba más inquieta que su madre. ¿Qué hago ahora?
—Nada. Espéreme en el despacho.
Entonces le tocó el turno a Émile, el camarero de la cervecería. Vestido con americana e impermeable, representaba más años.
—Quiero que espere en la habitación de al lado.
—¿No será muy largo, jefe? Los sábados por la tarde hay mucho trabajo y los compañeros no me perdonarían que les dejara todo el trabajo a ellos…
—Cuando le llame, nos bastarán unos instantes.
—¿Y no me veré obligado a declarar delante de un tribunal? ¿Prometido?
—Prometido.
Maigret, una hora antes, había telefoneado al doctor Fabre. Éste le había escuchado en silencio y había dicho:
—Haré lo posible para estar ahí a las seis. Depende de la consulta…
Llegó a las seis y cinco, y seguramente vio a su mujer y a su suegra en la sala de espera. Maigret, un poco antes, también había ¡do a echar un vistazo desde lejos a aquella habitación de butacas verdes, donde las fotografías de los policías muertos en acto de servicio cubrían tres paredes.
La luz eléctrica brillaba allí todo el día. La atmósfera era pesada, deprimente. Maigret se acordó de ciertos sospechosos a los que había hecho esperar en aquellas butacas durante varias horas, como si se hubiera olvidado de ellos, con la intención de quebrantar su resistencia.
La señora Josselin estaba muy erguida en una silla e inmóvil, pero su hija no hacía más que levantarse y volverse a sentar.
—Entre, señor Fabre…
Éste, evidentemente, esperaba un nuevo planteamiento del asunto y tenía aire de inquietud.
—He venido lo más de prisa posible —dijo.
No llevaba sombrero, ni abrigo, ni impermeable. Debía haber dejado la cartera con el instrumental en el coche.
—Siéntese… No le retendré mucho tiempo…
Maigret se colocó detrás de la mesa, frente a él, encendió una pipa que acababa de cargar y dijo con voz dulce, en la que vibraba un acento de reproche:
—¿Por qué no me había dicho que su mujer tiene un tío?
Fabre debía esperar la pregunta, pero a pesar de ello, sus orejas adquirieron un tono escarlata.
—No me lo preguntó… —contestó, esforzándose en sostener la mirada del comisario.
—Le pregunté por las personas que frecuentaban el apartamento de sus suegros…
—Él no lo frecuentaba.
—¿Eso significa que usted jamás lo ha visto?
—Sí.
—¿No asistió a su matrimonio?
—No. Conocía su existencia porque mi mujer me había hablado de él, pero jamás se le mencionaba, por lo menos delante de mí, en la calle Notre-Dame-des-Champs.
—Sea sincero, señor Fabre… Cuando se enteró de que su suegro había sido asesinado, cuando supo que habían utilizado el revólver de Josselin y que se trataba, por consiguiente, de alguien que conocía a fondo la casa, ¿no pensó inmediatamente en el tío de su mujer?
—Inmediatamente, no.
—¿Qué le hizo pensar?
—La actitud de mi suegra y de mi mujer…
—¿No aludió su mujer a él, cuando se quedaron solos?
Fabre reflexionó unos instantes.
—Prácticamente no hemos estado solos desde que empezó todo esto…
—Pero, ¿no le ha dicho nada?
—Me dijo que tenía miedo…
—¿De qué?
—No lo precisó… Pensaba sobre todo en su madre… Yo, al fin y al cabo, sólo soy su yerno… Me han aceptado con los brazos abiertos en la familia, pero no formo parte sustancial de ella… Mi suegro se mostró muy generoso conmigo… La señora Josselin adora a mis hijos… Pero siguen existiendo cosas que no me conciernen…
—¿Cree usted que, después de su matrimonio, el tío de su mujer no volvió a poner los pies en el apartamento de Notre-Dame-des-Champs?
—Todo lo que sé es que hubo una desavenencia y que a partir de ese momento, por razones que ignoro, no se le volvió a admitir en el apartamento, aunque mis suegros y mi mujer se lamentaban de ello… Mi mujer, especialmente, habla de su tío como de una especie de desgraciado, de un individuo medio loco, más digno de lástima que de otra cosa…
—¿No sabe más sobre el asunto?
—Nada más. ¿Va usted a interrogar a la señora Josselin?
—No tengo más remedio.
—No sea demasiado duro con ella. Parece dueña de sí misma y mucha gente la considera llena de fortaleza. Pero se equivocan. Tiene una sensibilidad a flor de piel, aunque es incapaz de exteriorizarla. Desde la muerte de su marido, estoy esperando que se produzca una crisis nerviosa…
—La trataré con la mayor consideración posible…
—Muchas gracias… ¿Algo más?
—Le devuelvo a sus enfermos…
—¿Puedo decirle una palabra a mi mujer al salir?
—Preferiría que no hablara con ella y, menos aún, con su madre…
—En este caso, dígale que, si no me encuentra en casa al volver, estaré en el hospital… Me han telefoneado justo en el momento de venir hacia aquí y es probable que me vea obligado a operar…
Ya en la puerta, se acordó de algo y volvió sobre sus pasos.
—Le presento mis excusas por haberle recibido tan mal antes… Hágase cargo de mi situación… Me han acogido generosamente en una familia que no es la mía… En una familia que, como todas, tiene su garbanzo negro… No creí conveniente mezclarme en…
—Le comprendo, señor Fabre…
Una buena persona, sin la menor duda. O algo más que una buena persona, de creer a los que le conocían bien.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Maigret fue hacia el despacho de los inspectores y le abrió la puerta a Émile.
—¿Qué tengo que hacer?
—Nada. Quédese ahí, al lado de la ventana. Le preguntaré algo y usted me contestará…
—¿Aunque no sea la respuesta que espera?
—Diga la verdad.
Maigret fue a buscar a la señora Josselin, que se levantó al mismo tiempo que su hija.
—Si hace el favor de venir conmigo… Usted sola… Después me ocuparé de la señora Fabre…
La señora Josselin llevaba un traje negro con algunas pinceladas grises, un sombrero también negro, adornado con unas diminutas plumas blancas, y un abrigo muy ligero, de pelo de camello.
Maigret la hizo pasar delante, para que viera sin aviso previo al hombre que estaba de pie junto a la ventana y que manoseaba su sombrero con embarazo. La señora Josselin pareció sorprendida, se volvió al comisario y, al ver que éste no hablaba ni hacía ademán de ello, se decidió a preguntar:
—¿Quién es?
—¿No lo reconoce?
Lo observó con más atención y sacudió la cabeza.
—No…
—¿Y usted, Émile, reconoce a esta señora?
Con la voz enronquecida por la emoción, el camarero contestó:
—Sí, señor comisario. Es ella.
—¿La persona que tenía una cita, el martes o el miércoles de esta semana, en la cervecería Franco-Italiana, después de comer, con un hombre de unos cuarenta años de edad? ¿Está usted seguro?
—Llevaba el mismo traje y el mismo sombrero… Se lo he dicho esta mañana…
—Muchas gracias, Émile. Ya puede irse.
El camarero dirigió a la señora Josselin una mirada con la que parecía querer excusarse de lo que acababa de hacer.
—¿No me necesita?
—Creo que no.
Maigret y la señora Josselin se quedaron solos. El comisario señaló una butaca que había enfrente de la mesa y se colocó detrás de ésta, sin sentarse.
—¿Sabe dónde está su hermano?
La señora Josselin le miró cara a cara, con los ojos a un tiempo sombríos y brillantes, igual que los tenía en Notre-Dame-des-Champs. Pero se la notaba menos tensa, como si repentinamente algo hubiera venido a aliviarla. Esto se percibió aún más cuando se decidió a tomar asiento. Era como si, con aquel gesto, consintiera en deponer una actitud que hasta entonces se hubiera esforzado en sostener por encima de todo.
—¿Qué le ha dicho mi yerno? —preguntó, contestando a la pregunta de Maigret con otra pregunta.
—Poca cosa… Simplemente me ha confirmado que tiene usted un hermano, de lo cual, por otra parte, ya estaba al corriente…
—¿Por quién?
—Por una viejísima mujer, casi nonagenaria, que continua viviendo en la calle Dareau, en la misma casa…
—Tenía que suceder… —dijo la señora Josselin entre dientes.
Maigret volvió a la carga.
—¿Sabe dónde se encuentra actualmente?
La mujer sacudió la cabeza.
—No. Y le juro que estoy diciendo la verdad. Hasta el miércoles, yo misma no tenía la menor duda de que estaba lejos de París…
—¿Nunca le escribe?
—Desde el matrimonio de mi hija, no.
—¿Supo en seguida que era él quien había asesinado a su marido?
—Aún no estoy segura de eso… Me resisto a creerlo… Comprendo que todo le acusa, pero…
—¿Por qué se ha esforzado, callándose y obligando a su hija a callarse, en salvarle a cualquier precio…?
—En primer lugar, porque es mi hermano y un desgraciado… Después, porque hasta cierto punto me considero responsable…
Sacó un pañuelo del bolso, pero no con la intención de enjugarse unas lágrimas que no brotaban de sus ojos, secos y siempre brillantes, como animados por una fiebre interior. Maquinalmente, sus dedos comenzaron a arrugarlo y desarrugarlo, mientras respondía a las preguntas del comisario.
—Ahora estoy dispuesta a decirle…
—¿Cómo se llama su hermano?
—Philippe… Philippe de Lancieux… Tiene ocho años menos que yo…
—Si no me equivoco, pasó una parte de la adolescencia en un sanatorio de alta montaña…
—De su adolescencia, no. Descubrimos su enfermedad cuando tenía cinco años. Los médicos le enviaron a la Alta Saboya, donde permaneció hasta los doce…
—¿Había muerto ya su madre?
—Murió algunos días después de su nacimiento… Eso explica muchas cosas… Supongo que todas mis palabras saldrán mañana en los periódicos…
—Le prometo que no. ¿Qué es lo que explica la muerte de su madre?
—La actitud de papá hacia Philippe e incluso durante la segunda parte de su vida… Desde la muerte de mi madre, se convirtió en un hombre distinto y estoy segura de que siempre vio en Philippe, a pesar suyo, al verdadero responsable de lo ocurrido…
»Para acabarlo de arreglar, empezó a beber… Fue por entonces cuando presentó su dimisión en el ejército, aunque carecía de fortuna… Tuvimos que vivir con muchos apuros…
—Mientras su hermano estaba en la montaña, ¿usted se quedó sola en la calle Dareau con su padre?
—No. Hasta el final vivió con nosotros una antigua criada, que ya ha muerto…
—¿Y al regreso de Philippe?
—Mi padre le colocó en una institución religiosa de Montmorency que se dedicaba a la educación… Sólo lo veíamos durante las vacaciones… A los catorce años se escapó y, diez días después, lo encontraron en El Havre, adonde había llegado en auto-stop…
»Decía a la gente que tenía mucha prisa, porque su madre estaba agonizando… Se había acostumbrado a inventar historias de ese tipo… Y todos las creían, porque él mismo terminaba convencido de ellas…
»Como el colegio de Montmorency no quiso readmitirlo, mi padre lo llevó a un establecimiento análogo, cerca de Versalles…
»Por aquella época conocí a René Josselin… Yo tenía veintidós años…
El pañuelo había adquirido la forma de una cuerda, que la señora Josselin estiraba con las manos crispadas, y Maigret, sin darse cuenta, había dejado apagarse la pipa.
—Entonces cometí una falta de la que siempre me he arrepentido… Sólo pensé en mí…
—¿Dudó usted en casarse?
La señora Josselin le miró titubeando, como si le costara encontrar las palabras adecuadas.
—Es la primera vez que hablo de estas cosas… La vida con mi padre era bastante penosa, sobre todo teniendo en cuenta que ya estaba enfermo… Comprendí que no viviría mucho y que Philippe, un día u otro, me necesitaría… No hubiera debido casarme… Se lo dije a René…
—¿Trabajaba usted en algo?
—Mi padre no me lo permitía, porque una oficina, en su opinión, no era lugar adecuado para una chica joven. Sin embargo, tenía la intención de hacerlo más tarde, cuando me quedara sola con mi hermano… Pero René insistió en casarse… Él tenía treinta y cinco años… Era un hombre en plena madurez y yo confiaba en él…
»Me dijo que, ocurriera lo que ocurriera, se ocuparía de Philippe, que lo consideraría como un hijo, y terminé por ceder…
»No hubiera debido… Era la solución fácil… De la noche a la mañana, me libraba de la atmósfera opresiva de aquella casa y me quedaba libre de responsabilidades…
»Pero tenía un presentimiento…
—¿Estaba enamorada de su marido?
Le miró a los ojos y dijo, con una especie de desafío en la voz:
—Sí, señor comisario. Lo estuve hasta el final. Era el hombre…
Por primera vez, se le estranguló la voz y volvió ligeramente la cabeza.
—Pero, a pesar de ello, siempre he pensado que hice mal al no sacrificarme… Cuando, dos meses después de mi matrimonio, el médico me anunció que mi padre padecía un cáncer incurable, lo consideré como un castigo…
—¿Se lo dijo a su marido?
—No. Hasta hoy nunca había hablado de todo esto… Y si ahora lo hago, es porque me parece la única manera de ayudar a mi hermano, suponiendo que tenga usted razón al sospechar de él… En caso de necesidad, lo repetiría ante un tribunal… A pesar de lo que pueda pensar, me importa muy poco la opinión de la gente…
Se había excitado visiblemente y sus manos se movían cada vez más. Abrió el bolso y sacó de él una cajita de metal.
—¿No tendría un vaso de agua?… Conviene que tome una medicina que el doctor Larue me ha recetado…
Maigret se dirigió hacia un armario empotrado, donde había una jarra, un vaso e incluso una botella de coñac, que no siempre era inútil.
—Muchas gracias… Tengo que hacer un gran esfuerzo para conservar la tranquilidad… Siempre me he creído muy fuerte, sin sospechar el precio que estaba pagando por esa apariencia… ¿Qué decía usted?
—Hablábamos de su matrimonio… Su hermano estaba entonces en Versalles… Su padre…
—Sí… Mi hermano sólo se quedó un año en Versalles… Lo expulsaron…
—¿Se había fugado otra vez?
—No, pero era muy indisciplinado y sus profesores no conseguían hacer carrera de él… Nunca convivimos lo suficiente para que yo llegara a conocerle a fondo… Estoy segura de que no es malo… Pero su imaginación le empuja…
»Tal vez todo se deba a los siete años que permaneció en el sanatorio. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, como si estuviera aislado del mundo.
»Recuerdo algo que me dijo cierto día… Llevaba un buen rato buscándole por todas partes y finalmente lo encontré tumbado en el suelo del desván. Le pregunté lo que hacía y contestó:
»—Me cuento historias…
»Desgraciadamente se las contaba también a los demás. Propuse a mi padre que le dejara venirse a vivir con nosotros. René estaba de acuerdo. Fue el primero en hablar de ello. Pero mi padre se negó y volvió a meterlo en otro internado… En París, esta vez…
»Philippe venía a vernos todas las semanas a Notre-Dame-des-Champs… Ya vivíamos allí… Mi marido lo trataba como a un hijo… Sin embargo, nació Véronique…
Una calle tranquila y equilibrada, un apartamento acogedor, rodeado de conventos y a dos pasos de los jardines de Luxemburgo. Buenas personas. Una industria próspera. Una familia feliz…
—Entonces mi padre hizo lo que usted sabe…
—¿Dónde sucedió la cosa?
—En la calle Dareau. En su butaca. Se puso el uniforme y colocó delante de él mi retrato y el de mi madre. El de Philippe, no…
—¿Qué fue de éste?
—Continuó sus estudios a trompicones. Lo tuvimos dos años en casa. Era evidente que jamás terminaría el bachillerato y René tenía intención de introducirlo en el negocio…
—¿Qué tipo de relaciones existían entre su hermano y su marido?
—René tenía una paciencia infinita… Me escondía las faenas de Philippe y éste se aprovechaba de ello… No soportaba la disciplina ni las reconvenciones… Con frecuencia no venía a casa a comer y le veíamos aparecer a altas horas de la noche, siempre con una hermosa historia que contar.
»Entonces estalló la guerra. Enviamos a Philippe a una última escuela… Mi marido y yo, sin decírnoslo, estábamos cada vez más preocupados por él…
»Creo que también René sintió luego remordimientos… Tal vez si me hubiera quedado en la calle Dareau…
—No es ésta mi opinión —dijo gravemente Maigret—. Puede estar segura de que su matrimonio no cambió el curso de las cosas…
—¿De verdad lo piensa?
—A lo largo de mi carrera he tropezado con docenas de casos análogos al de su hermano, que no tenían las mismas excusas que él.
La señora Josselin quería creerle, evidentemente, pero no terminaba de decidirse.
—¿Qué le sucedió durante la guerra?
—Philippe se enroló en el ejército. Acababa de cumplir dieciocho años, pero insistió tanto que no tuvimos más remedio que ceder.
»En mayo de 1940 fue hecho prisionero en las Ardenas y estuvimos mucho tiempo sin recibir noticias de él.
»Pasó toda la guerra en Alemania, al principio en un campo de concentración y después en una granja, cerca de Munich…
»A su retorno, esperábamos encontrarnos con un hombre diferente.
—¿Y volvió igual?
—Físicamente, no. Apenas pude reconocerlo. Era un hombre hecho y derecho. La vida al aire libre le había sentado muy bien. Pero, en cuanto empezó a hablar, comprendimos que continuaba siendo el muchacho que se escapaba y contaba historias peregrinas…
»A juzgar por lo que decía, había corrido las aventuras más extraordinarias, fugándose tres o cuatro veces en circunstancias rocambolescas…
»Pretendía haber vivido, lo cual es muy posible, como marido y mujer con la granjera que le había caído en suerte y haber engendrado dos hijos… Ella tenía otro de su marido…
»Éste, según Philippe, había caído en el frente ruso. Mi hermano habló de volver allí, de casarse con la granjera, de quedarse a vivir en Alemania…
»Pero un mes más tarde ya tenía otros proyectos… Le tentaban los Estados Unidos… Afirmaba haber conocido a agentes del servicio secreto que requerían sus servicios…
—¿No trabajaba en nada?
—Mi marido le dio un puesto en el negocio…
—¿Vivía con ustedes?
—Durante tres semanas se quedó en casa. Después se fue a vivir con una camarera de restaurante a Saint-Germain-des-Prés… Nuevamente habló de casarse. En cuanto tenía una aventura, hacía proyectos de matrimonio.
—Compréndelo, espera un hijo y si no me casara con ella, sería un desaprensivo…
»Los hijos que pretende haber tenido por todas partes son innumerables.
—¿No existen?
—Mi marido, de vez en cuando, intentó comprobar lo que había de verdad en ello. Nunca consiguió pruebas convincentes. Se trataba de simples trucos para sacarle dinero.
»Yo descubrí muy pronto que jugaba a dos paños. Venía a hacerme sus confidencias y me pedía ayuda. Siempre el mismo cantar: necesitaba algo de dinero para zafarse del asunto y después todo iría bien…
—¿Usted le hacía caso?
—Casi siempre. Él sabía que yo apenas tenía dinero. Mi marido no me negaba nada. Me daba sin regatear lo que le pedía para la casa y jamás reclamaba… Sin embargo, yo no podía disponer de cantidades importantes sin hablar con él…
»Entonces, Philippe, con su astucia habitual, le veía a mis espaldas… Le contaba la misma historia, u otra, y le suplicaba que no me dijera nada…
—¿Por qué se fue de la calle Saint-Gothard?
—René descubrió algunas indelicadezas… Tanto más graves porque iba a ver a clientes importantes en nombre de mi marido…
—¿Y a éste se le acabó la paciencia?
—Tuvo una larga entrevista con él. Y, en lugar de entregarle algún dinero y desentenderse del asunto, decidió pasarle una mensualidad suficiente para vivir… Supongo que adivina el resto…
—Volvió a la carga…
—Y siempre le perdonábamos. Tenía la habilidad de hacernos creer en la sinceridad de sus intenciones… Le abríamos de nuevo la puerta de nuestra casa… Después, tras hacer una de las suyas, desaparecía y vuelta a empezar…
»Se fue a Burdeos… Él jura y perjura que se casó y que tiene un hijo, una hija, mejor dicho, pero jamás nos dio otra prueba de ello que un retrato de mujer… En cualquier caso, la abandonó en seguida y se largó a Bruselas…
»Allí estuvo a punto —utilizo su versión— de dar con sus huesos en la cárcel, y mi marido le remitió una nueva suma…
»No sé si lo comprende… Resulta difícil, sin conocerle… Siempre daba la sensación de ser sincero e, incluso, continúo preguntándome si no lo era… No tiene mal fondo…
—Lo cual no le ha impedido asesinar a su marido…
—Mientras no haya pruebas concluyentes y él no lo confiese, seguiré negándome a creerlo… Y, aun en el caso de que usted tenga razón, siempre me quedará la duda de si no fue por mi culpa…
—¿Cuánto tiempo lleva sin aparecer por Notre-Dame-des-Champs?
—¿Quiere decir por el apartamento?
—No comprendo la diferencia.
—En el apartamento no ha entrado durante los últimos siete años… Desde después de lo de Bruselas y antes de lo de Marsella… Véronique aún no se había casado… Hasta entonces, Philippe siempre había vestido bien, porque era muy elegante y se cuidaba mucho de su aspecto… Pero aquella vez parecía un vagabundo y saltaba a la vista que llevaba mucho tiempo sin comer caliente…
»Nunca se había mostrado tan arrepentido y humilde. Le tuvimos algunos días entre nosotros y, como pretendía tener un empleo esperándole en Gabón, mi marido atendió una vez más a sus necesidades…
»No volvimos a oír hablar de él durante casi dos años… Después, una mañana, cuando yo iba a hacer la compra, le encontré esperándome en la acera, en la esquina de la calle…
»No le cansaré con sus nuevas invenciones… Le di algunos billetes…
»Esto se reprodujo varias veces en el curso de los últimos años… Él me juraba que no había vuelto a ver a René y que jamás le pediría nada…
—¿Y, al mismo tiempo, se las arreglaba para poder verlo?
—Sí. Como le dije antes, continuaba jugando a dos paños. Ayer me convencí de ello.
—¿Cómo?
—Tenía un presentimiento… Supuse que, cualquier día, usted se enteraría de la existencia de Philippe y me plantearía una serie de cuestiones precisas…
—¿Confiaba en que fuera lo más tarde posible, para dar tiempo a su hermano a marcharse al extranjero?
—¿No habría hecho usted lo mismo?… ¿O, por ejemplo, su mujer…?
—Se trata del asesino de su marido.
—Aunque consiga probarlo, no dejará de ser mi hermano… Ni René resucitará por el hecho de que se pase la vida en la cárcel… Conozco bien a Philippe… Pero si algún día tuviera que contar ante un jurado lo que acabo de decirle, no me creerían… Es un desgraciado, no un criminal.
¿Para qué discutir? De todos modos tenía razón al pensar que Philippe de Lancieux estaba marcado por la fatalidad.
—Como le iba diciendo, ayer examiné los papeles de mi marido, sobre todo sus talonarios de cheques… Tenía dos cajones llenos, escrupulosamente clasificados, porque era un hombre muy meticuloso…
»Así me enteré de que Philippe, siempre que venía a verme, se entrevistaba también con René… Al principio en la calle Saint-Gothard; después, no lo sé… Tal vez le esperaba en la calle, como a mi…
—¿Nunca le habló su marido de ello?
—No quería preocuparme. Y a mí me pasaba lo mismo. Probablemente nada habría pasado si hubiéramos sido francos el uno con el otro. He reflexionado mucho sobre el asunto. El miércoles, un poco antes del mediodía, me llamaron por teléfono e inmediatamente reconocí la voz de Philippe…
¿Tal vez estaba aún en la cervecería Franco-Italiana, donde acababa de ver a Josselin? Era probable y fácil de comprobar. Seguramente la cajera se acordaría de haberle dado una ficha.
—Me dijo que necesitaba verme sin falta, que era una cuestión de vida o muerte y que después ya no volveríamos a oír hablar de él… Me citó en el sitio que usted sabe. Fui allí y luego pasé por la peluquería…
—Un momento. ¿Le dijo a su hermano dónde iba?
—Sí… Quería explicarle la razón de mi prisa…
—¿Y le habló también del teatro?
—Espere… Estoy casi segura… Debí decirle:
—Tengo que ir un rato a la peluquería porque esta noche voy al teatro con Véronique…
»Parecía aún más preocupado que las otras veces… Me confesó que se había metido en un mal asunto… Necesitaba una fuerte suma para marcharse a América del Sur… Le di todo el dinero que llevaba en el bolso…
»No comprendo qué motivo tenía para, unas horas después, venir a matar a René…
—¿Conocía la existencia del revólver y el lugar donde se guardaba?
—El revólver llevaba en el cajón de la cómoda quince años… En aquella época, Philippe vivía con nosotros…
—También conocía, por supuesto, el sitio de la llave en la cocina…
—Pero no se llevó el dinero… Lo había en la cartera de mi marido y en su escritorio… No se le ocurrió tocarlo… También estaban las joyas en mi alcoba…
—¿Firmó su marido algún cheque a nombre de Philippe el día de su muerte?
—No.
Hubo un instante de silencio, durante el cual Maigret y la señora Josselin intercambiaron una larga mirada.
—Creo —suspiró Maigret—que ésta es la explicación.
—¿Se negó mi marido a ayudarle?
—Probablemente.
¿O se había contentado con darle algunos billetes?
—¿Su marido llevaba encima el talonario de cheques?
En caso contrario, podía haberle dado una cita a Philippe para la noche.
—Jamás salía sin él.
¿Era entonces el propio Lancieux quien, al no tener éxito por la mañana, decidió probar fortuna otra vez? ¿Estaba ya decidido a matarle? ¿Confiaba en que su hermana, al disponer de la fortuna de Josselin, le ayudaría sin restricciones?
Maigret no intentaba llegar tan lejos. Había esclarecido ya las cosas en la medida de lo posible. El resto era asunto de los jueces.
—¿Sabe si llevaba mucho tiempo en París?
—Le juro que no tengo ni la menor idea. Lo único que espero, lo confieso, es que le haya dado tiempo a marcharse al extranjero y que no volvamos a tener noticias suyas.
—¿Y si cualquier día recibe un telegrama de Bruselas, de Suiza o de cualquier otra parte, diciendo que le envíe un giro?
—No le…
La señora Josselin no terminó la frase. Por primera vez, bajó los ojos y balbució:
—Creo que no digo la verdad…
Se hizo un largo silencio. El comisario empezó a manosear una de sus pipas y finalmente se decidió a cargarla y encenderla, cosa que no se había atrevido a hacer en toda la entrevista.
No había nada que añadir y los dos se daban cuenta de ello. La señora Josselin abrió el bolso una vez más, para guardar el pañuelo, y volvió a cerrarlo con un ruido seco. Aquello fue como una señal. Tras un último titubeo, se levantó con menos rigidez que al entrar.
—¿No me necesita?
—Por el momento, no.
—Supongo que va a hacerlo buscar…
Maigret se limitó a bajar los párpados. Después, dirigiéndose hacia la puerta, hizo notar:
—Ni siquiera tengo su fotografía.
—Sé que no va a creerme, pero las únicas que yo conservo son de antes de la guerra, cuando era sólo un adolescente.
Ante la puerta, que Maigret había entreabierto, se pararon los dos, un poco embarazados, como si no supieran despedirse.
—¿Va a interrogar a mi hija?
—Ya no es necesario.
—Seguramente es quien peor lo ha pasado… También mi yerno, supongo… Ellos no tenían razones tan poderosas como las mías para callarse… Lo han hecho por mí…
—No se lo reprocho…
Maigret tendió tímidamente la mano y la señora Josselin, que acababa de ponerse los guantes, se la estrechó.
—No puedo desearle buena suerte…
Después, sin volverse, fue hacia la sala de espera, donde una Véronique anhelante le salió al encuentro.