5

¿Había llovido mucho durante la noche? Maigret no lo sabía, pero se alegró al despertarse y encontrar las aceras húmedas, con algunos charcos donde se reflejaban verdaderas nubes; no las nubes ligeras y rosadas de los días precedentes, sino gruesos nubarrones de bordes oscuros, rebosantes de agua.

Tenía ganas de que terminaran las vacaciones y de que todo el mundo se reintegrara al trabajo. Cada vez que veía por las calles a alguna muchacha con el pantalón ceñido de las playas, pisoteando descuidadamente el pavimento de París con sus pies desnudos, morenos y enfundados en sandalias, Maigret fruncía el ceño.

Era sábado. El comisario tenía la intención de ir, nada más levantarse, a la calle Saint-Gothard, para sostener una nueva charla con Jouane, sin saber exactamente la razón que le movía a ello. En realidad, no quería formular preguntas concretas, sino empaparse del ambiente donde había transcurrido la laboriosa vida de René Josselin.

Seguía existiendo algo, un detalle, que se le escapaba. El descubrimiento del sexto piso parecía indicar que el asesino había venido de la calle, lo cual ampliaba mucho el campo de posibilidades. ¿Pero lo ampliaba de Verdad o sólo en apariencia? Lo único evidente era que la persona en cuestión había cogido la pistola de la cómoda, la llave de su gancho en la cocina y, al llegar al sexto, no se había confundido de habitación.

Maigret no se dirigió andando a su despacho porque ésta fuera su costumbre; lo hizo con intención, como si quisiera ganar tiempo. El aire era más fresco aquella mañana. Todo el mundo parecía ya menos moreno y las caras comenzaban a recuperar la fisonomía de la vida habitual.

Llegó al Quai con el tiempo justo para el informe y encontró a los tres jefes de servicio, todos con sus expedientes bajo el brazo, en el despacho del director, poniéndole al corriente de los últimos asuntos. El jefe de la «Mundana», por ejemplo, aconsejó el cierre de un cabaret que casi todos los días era objeto de alguna denuncia o queja. En cuanto a Darrui, que se ocupaba de las «Buenas Costumbres», había organizado una expedición nocturna por los Campos Elíseos y, como consecuencia, tres o cuatro docenas de damas de dudosa virtud esperaban en la Prisión Central a que se decretara su puesta en libertad.

—¿Y usted, Maigret?

—Chapoteo en una historia de buenas personas —gruñó con evidente mal humor.

—¿Algún sospechoso?

—Aún no. Sólo una respetable cantidad de huellas digitales que no corresponden a nuestras fichas… Probablemente de otra buena persona.

Se había cometido un nuevo crimen durante la noche, casi una carnicería. Y Lucas, recién llegado de vacaciones, se ocupaba de él. En aquellos momentos estaba encerrado en su despacho con el asesino, intentando comprender sus explicaciones.

La cosa había sucedido entre polacos, en un cuchitril vecino a la Puerta de Italia. El sujeto en cuestión era un bracero canijo y enclenque, llamado Stéphane, no había manera humana de pronunciar su apellido, que hablaba muy mal el francés y que vivía, por lo que hasta entonces se había conseguido descifrar, con una mujer y cuatro niños de poca edad.

Lucas había visto a la mujer antes de que se la llevaran al hospital y afirmaba que era una criatura espléndida.

No estaba casada con Stéphane, sino con uno de sus compatriotas, un tal Majewski, que llevaba tres años trabajando como obrero agrícola en las granjas del Norte.

Los dos niños mayores eran de Majewski y lo que había pasado tres años antes entre aquellas personas, resultaba difícil de comprender.

—Él me la dio… —repetía obstinadamente Stéphane.

Una sola vez dijo:

—Me la vendió…

De todo lo cual se deducía que, tres años antes, el raquítico Stéphane había adquirido, por cesión o venta, el puesto de su compañero en el cuchitril y en el lecho de su atractiva esposa. El verdadero marido se había marchado, consintiendo en la sustitución. Dos niños más habían nacido desde entonces, y todos vivían en la misma habitación, como los gitanos en su carromato.

A Majewski, repentinamente, se le había ocurrido volver y, mientras su sustituto estaba fuera, trabajando, se incautó con toda naturalidad de su antiguo puesto.

¿Qué había pasado entre los dos hombres al retorno de Stéphane? Lucas se esforzaba en averiguarlo, lo cual no era empresa fácil, teniendo en cuenta que su cliente hablaba un francés casi idéntico al de la criada española o sudamericana a la que Maigret había interrogado la víspera.

Stéphane, al parecer, se había ido, dedicándose a deambular por el barrio durante veinticuatro horas, sin dormir en ninguna parte y visitando un elevado número de bistrots; en alguna parte se había procurado un buen cuchillo de carnicero.

Después, en el curso de la noche precedente, se introdujo subrepticiamente en la habitación, donde todo el mundo dormía, y liquidó al marido con cuatro o cinco cuchilladas, precipitándose a continuación sobre la mujer, que gritaba, despechugada, y propinándole dos o tres cortes. Pero los vecinos acudieron antes de que consiguiera terminar también con ella.

Luego se dejó detener sin resistencia.

Maigret, a la salida del informe, asistió a una parte del interrogatorio en el despacho de Lucas, que tecleaba lentamente las preguntas y las respuestas.

El polaco, sentado en una silla, fumaba un cigarrillo que le acababan de dar. Cerca de él se veía una taza vacía de café. Los vecinos le habían maltratado ligeramente. Tenía el cuello de la camisa desgarrado, el pelo en desorden y unos cuantos arañazos en la cara.

Escuchaba a Lucas, con el ceño fruncido, haciendo un enorme esfuerzo para comprender, y después reflexionaba, balanceando la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

—Me la había dado… —repetía—. No tenía ningún derecho a volver por ella…

Le parecía natural haber matado a su antiguo camarada. Y hubiera matado también a la mujer, de no habérselo impedido los vecinos. ¿Se habría atrevido también con los niños?

El polaco dejaba sin contestación esta pregunta, tal vez porque ni siquiera él mismo sabía la respuesta. No lo había pensado.

Tenía previsto cargarse a Majewski y a la mujer… Pero a los demás…

Maigret regresó a su despacho. Encima de él vio una nota, donde Baron le decía que el matrimonio de la calle Pompe recordaba perfectamente a las dos mujeres sentadas delante de ellos en el teatro. Las Josselin, al parecer, salieron durante el segundo entreacto, al terminar el cual y antes de que volviera a levantarse el telón, se reintegraron a sus asientos. No habían abandonado la sala en el curso de la representación.

—¿Qué hago, jefe? —vino a preguntarle Lapointe.

—Lo mismo que ayer por la tarde.

Es decir: recorrer nuevamente el camino que René Josselin seguía todas las mañanas y continuar preguntando a la gente.

—Forzosamente tenía que hablar con alguien. Inténtalo de nuevo, a la misma hora que él… ¿Tienes otra fotografía? Dámela…

Maigret se la guardó en el bolsillo, por si acaso. Después tomó un autobús en dirección al bulevar Montparnasse y se vio obligado a apagar la pipa, porque era un autobús sin plataforma.

Sentía la necesidad de no perder contacto con el edificio de Notre-Dame-des-Champs. Muchos, en el Quai, decían que Maigret no estaba contento si no lo hacía todo por sí mismo, incluyendo engorrosas vigilancias, como si no confiara en sus inspectores. No comprendían que aquello se debía al deseo de observar en su propia salsa el modo de vivir de las personas, con objeto de situarlas en su verdadero lugar.

Si fuera posible, se instalaría en el apartamento de los Josselin, se sentaría a la mesa con las dos mujeres y acompañaría a Véronique a su casa para analizar su manera de comportarse con el doctor Fabre y con los niños. Tenía ganas de dar él mismo el paseo matinal de Josselin, de ver lo mismo que él veía, de descansar en los mismos bancos.

Era nuevamente la hora en que la portera, con delantal blanco, esterilizaba los biberones de su hijo.

—Acaban de subir el cadáver —dijo al ver al comisario, aún impresionada.

—¿Está arriba la hija?

—Ha llegado hace una media hora. La ha traído su marido en el coche.

—¿Ha subido también él?

—No. Parecía tener prisa.

—¿No hay nadie más en el apartamento?

—Los empleados de la Funeraria. Ya han traído las cosas para la capilla ardiente.

—¿La señora Josselin ha pasado la noche sola?

—No. Su yerno vino hacia las ocho de la tarde con una señora de cierta edad, que llevaba un maletín y que se quedó arriba. Supongo que era una enfermera o una vigilante. La señora Manu llegó a las siete de la mañana, como de costumbre. Ahora anda por el barrio, haciendo la compra.

Maigret no recordaba si había formulado anteriormente la pregunta o, en el caso de que así fuera, por qué continuaba dándole vueltas en la cabeza.

—¿Ha notado usted, sobre todo en los últimos tiempos, si alguna persona solía esperar por los alrededores de la casa?

Ella sacudió la cabeza.

—¿La señora Josselin nunca ha recibido a nadie en ausencia de su marido?

—No, por lo menos durante los seis años que yo llevo aquí.

—¿Y él? Generalmente se quedaba solo por las tardes. ¿Nadie venía a verlo? ¿Nunca salía, aunque sólo fuera durante unos minutos?

—No, que yo sepa… Y supongo que me habría dado cuenta… Desde luego, cuando no pasa nada anormal, una no piensa en esas cosas… Yo, hasta ahora, no me fijaba más en ellos que en otros inquilinos… Tal vez menos, precisamente porque los Josselin jamás daban motivos para…

—¿Sabe usted por qué lado de la calle regresaba de su paseo el señor Josselin?

—Eso dependía. Generalmente del lado de los jardines de Luxemburgo, pero a veces daba la vuelta por el cruce de Montparnasse y por la calle Vauvin… No era un autómata, ¿sabe?

—¿Siempre solo?

—Siempre solo.

—¿Ha vuelto alguna vez el doctor Larue?

—Pasó por aquí ayer, a última hora de la tarde, y se quedó un buen rato.

El médico era una de las personas que a Maigret le hubiera gustado ver de nuevo. Le parecía que todo el mundo podía enseñarle aún alguna cosa. No es que considerara a los Josselin o al doctor Larue sospechosos de mentira, sino que los creía, conscientemente o no, capaces de esconderle una parte de la verdad.

A la señora Josselin, sobre todo. En ningún momento se había comportado con naturalidad. Se la notaba permanentemente en guardia, esforzándose por adivinar de antemano las preguntas que él le iba a formular y preparando mentalmente las respuestas.

—Le agradezco la información, señora Bonnet. ¿Cómo va el crío? ¿Ha dormido bien esta noche?

—Sólo se ha despertado una vez y ha vuelto a dormirse en seguida. Es curioso que anteanoche estuviera tan agitado… Como si presintiera algo de lo que pasaba…

Eran las diez y media de la mañana. Lapointe, en aquellos momentos, debía estar interrogando a la gente en los jardines de Luxemburgo y enseñándoles la fotografía. Los interpelados mirarían con atención y sacudirían gravemente la cabeza.

Maigret decidió intentarlo personalmente en el bulevar Montparnasse y después, tal vez, en el bulevar Saint-Michel. Para empezar, entró en el pequeño bar donde se había tomado tres cañas la víspera.

El camarero le preguntó, como si se tratara de un antiguo cliente:

—¿Lo mismo?

Maigret, sin reflexionar, hizo un gesto afirmativo, a pesar de que no tenía ninguna gana de cerveza.

—¿Conocía usted al señor Josselin?

—De nombre, no. Pero cuando vi la foto en los periódicos, me acordé de él. Hace tiempo tenía un perro, un viejo perro lobo baldado por el reuma, que iba siempre pegado a sus talones, con la cabeza baja… Le hablo de hace siete u ocho años… Yo llevo quince en la casa…

—¿Qué fue del perro?

—Debió morirse de viejo. Creo que era de la señorita… Me acuerdo muy bien de ella…

—¿Vio alguna vez al señor Josselin acompañado? ¿Nunca tuvo la impresión de que alguien le esperaba al salir de casa?

—No… Yo sólo lo conocía de vista… Él jamás entró aquí… Una mañana que yo estaba en el bulevar Saint-Michel, lo vi salir del P. M. U… Eso me sorprendió… Yo tengo la costumbre de jugar todos los domingos una triple gemela, pero me pareció raro que un hombre como él apostara…

—¿Sólo lo vio en el P. M. U. aquella vez?

—Sí… Aunque casi nunca voy a esa hora…

—Muchas gracias…

Al lado había una tienda de ultramarinos y Maigret entró en ella con la fotografía en la mano.

—¿Lo conocía?

—¡Naturalmente! Es el señor Josselin.

—¿Compraba aquí?

—Él no. Su mujer. Desde hace quince años…

—¿Hacía siempre la compra personalmente?

—Venía a decirnos lo que necesitaba y se lo enviábamos un poco después… Alguna vez enviaba a la criada… Y, antes de que se casara, también a su hija…

—¿La ha visto alguna vez en compañía de un hombre?

—¿A la señora Josselin?

Le miraron con estupor y reproche.

—No era el tipo de mujer que tiene citas, y menos aún en su propio barrio…

¡Tanto peor! De todos modos, Maigret no pensaba dejar de preguntarlo. Entró en una carnicería.

—¿Conocían ustedes…?

Los Josselin no eran clientes de aquel establecimiento y los dueños respondieron a sus preguntas con evidente sequedad.

Un nuevo bar. Maigret entró y, después de pedir una caña, sacó la fotografía del bolsillo.

—Creo que es alguien del barrio…

¿Cuántas personas, entre Lapointe y él, iban a ser interrogadas de la misma forma? Y, sin embargo, aquello equivalía a confiar en un golpe de suerte. Aunque, verdaderamente, la suerte ya había comenzado a intervenir. Maigret sabía ahora que René Josselin tenía una pasión, por anodina que fuera, una manía, un hábito: apostar a las carreras.

¿Jugaba fuerte? ¿O lo hacía sólo para divertirse, arriesgando sumas modestas? ¿Estaba su mujer al corriente? Maigret hubiera jurado que no. Aquello no encajaba con el apartamento de Notre-Dame-des-Champs ni con las personas que lo habitaban.

En la sólida apariencia de aquella familia había ya una imperceptible mácula. ¿Por qué no iban a existir otras?

—Perdón, señora… ¿Conoce…?

La foto, una vez más. Un signo negativo con la cabeza. Vuelta a empezar, más allá, en otra carnicería… La adecuada, esta vez, porque en ella se servían la señora Josselin y la señora Manu.

—Se le veía pasar, casi siempre a la misma hora…

—¿Solo?

—Excepto cuando se encontraba con su esposa al volver del paseo.

—¿Y ella? ¿También iba sola?

—Una vez apareció con un crío que casi no sabía andar, su nieto…

Maigret entró en una cervecería del bulevar de Montparnasse. A aquella hora, el salón estaba casi vacío. El camarero limpiaba el mostrador.

—Una copa de cualquier cosa que no sea cerveza —pidió.

—¿Un aperitivo? ¿Anís?

Y allí, donde menos lo esperaba, sonó la flauta.

—Lo conozco, sí. En cuanto vi su retrato en el periódico, pensé en él. Aunque últimamente no estaba tan gordo…

—¿Solía entrar aquí?

—Casi nunca… Lo hizo, todo lo más, cinco o seis veces, siempre cuando no había nadie… Por eso me fijé en él…

—¿A esta misma hora?

—Aproximadamente… Tal vez algo más tarde…

—¿Venía solo?

—No. Acompañado… siempre se sentaban al fondo de la sala…

—¿Por una mujer?

—Por un hombre.

—¿Qué clase de hombre?

—Bien vestido, aún joven… Yo le calculaba de cuarenta a cuarenta y cinco años…

—¿Parecían discutir?

—Hablaban en voz baja y nunca pude oír lo que decían.

—¿Cuándo vinieron por última vez?

—Hace tres o cuatro días…

Maigret casi no podía creerlo.

—¿Está completamente seguro de que hablamos de la misma persona?

Enseñó una vez más la fotografía. El camarero se resignó a mirarla con más atención.

—¡Como se lo digo! Llevaba varios periódicos en la mano, tres o cuatro como mínimo, y la última vez, cuando se fue, tuve que salir corriendo detrás de él porque se los había dejado…

—¿Podría reconocer al individuo que le acompañaba?

—A lo mejor. Era alto, con el pelo oscuro… Llevaba un traje de chaqueta claro, de una tela ligera y bien cortada…

—¿Discutían?

—No. Estaban serios, pero no discutían.

—¿Qué bebieron?

—El gordo, el señor Josselin, un vittel y el otro un whisky. Debía hacerlo a menudo, porque especificó la marca. Y, como no la tenía, dijo otra…

—¿Cuánto tiempo estuvieron aquí?

—Veinte minutos… Tal vez algo más…

—¿Los había visto juntos con anterioridad?

—Juraría que cuando el señor Josselin vino hace varios meses, antes de las vacaciones, lo hizo acompañado de la misma persona… De todas formas, volví a ver a su compañero…

—¿Cuándo?

—Aquel mismo día… Por la tarde… ¿O tal vez al día siguiente…? ¡No! estoy seguro de que era el mismo día…

—Entonces, ¿esta semana?

—Seguramente esta semana… el martes o el miércoles.

—¿Volvió solo?

—Sí. Y se pasó aquí un buen rato, leyendo un periódico de la tarde… Me pidió el mismo whisky que por la mañana… Después se le unió una mujer…

—¿La conocía usted?

—No.

—¿Una mujer joven?

—De cierta edad. Ni joven ni vieja. Una señora bien.

—¿Parecían conocerse?

—Sí… Ella parecía tener prisa… Se sentó a su lado y, cuando me acercaba para ver lo que quería, me indicó con un gesto que no iba a tomar nada…

—¿Se quedaron mucho tiempo?

—Diez minutos… Pero no se fueron juntos… La mujer salió primero… El hombre tomó otra copa antes de marcharse…

—¿Está usted seguro de que era la misma persona que acompañaba al señor Josselin por la mañana?

—Absolutamente seguro… Pidió el mismo whisky

—¿Le dio la impresión de ser un bebedor habitual?

—De ser un hombre que bebía, pero que sabía pararse a tiempo… No era, por decirlo así, un borracho, pero tenía bolsas bajo los ojos… ¿Comprende?

—¿Es la única vez que vio al hombre y a la mujer juntos?

—La única que recuerdo… A algunas horas no se presta tanta atención… Hay otros camareros en el establecimiento…

Maigret pagó su consumición y se encontró nuevamente en la acera, preguntándose lo que iba a hacer. Estuvo tentado de volver inmediatamente a Notre-Dame-des-Champs, pero le repugnaba la idea de aparecer precisamente entonces, cuando acababan de devolverle el cuerpo a la familia y ésta se dedicaba a la instalación de la capilla ardiente.

Prefirió continuar su camino hacia la Puerta de las Lilas, entrando de vez en cuando en alguna tienda y exhibiendo la fotografía, ya sin demasiada convicción.

Por este procedimiento conoció a la verdulera de los Josselin, al remendón que les arreglaba los zapatos y a la pastelería donde se surtían.

Después, al desembocar en el bulevar Saint-Michel, decidió bajar hasta la entrada principal de los jardines de Luxemburgo, completando el paseo cotidiano de Josselin en dirección contraria. Frente a la verja descubrió el quiosco donde todas las mañanas compraba sus periódicos.

Exhibición de la fotografía. Preguntas, siempre las mismas. De un momento a otro esperaba ver aparecer al joven Lapointe en sentido inverso.

—Desde luego se trata de él… Yo le guardaba los periódicos y semanarios.

—¿Siempre venía solo?

La vieja reflexionó.

—Una o dos veces, creo que…

En una ocasión, por lo menos, al ver que junto al señor Josselin había otra persona, la vendedora había preguntado:

—¿Y para usted?…

Y el hombre había respondido:

—Estoy con el señor…

Era un individuo alto y moreno, por lo que podía recordar.

—¿Cuándo fue eso?

—En la primavera, cuando los castaños estaban ya en flor.

—¿No lo había visto hasta entonces?

—Por lo menos no me di cuenta…

Y fue en el bistrot con taquillas del P. M. U. donde Maigret encontró a Lapointe.

—¿También te lo han dicho…?

—¿El qué?

—Que Josselin apostaba aquí…

Lapointe había interrogado ya al patrón. No conocía el nombre de Josselin, pero sí su cara.

—Venía dos o tres veces por semana y jugaba cinco mil francos cada vez…

¡No! Josselin no tenía aspecto de corredor profesional. No llevaba revistas hípicas en la mano. No estudiaba las cotizaciones.

—Hay muchos como él, que no saben a qué yeguada pertenece un caballo y que desconocen el significado de la palabra handicap… Hacen sus combinaciones como si fuera la lotería… Pidiendo un boleto que termine en tal o cual cifra…

—¿Consiguió ganar alguna vez?

—Una o dos…

Maigret y Lapointe atravesaron juntos los jardines de Luxemburgo, contemplando distraídamente las sillas metálicas ocupadas por estudiantes abismados en sus libros y por parejas cogidas del hombro, que miraban —sin ver—los juegos de los niños bajo la vigilancia de madres y criadas.

—¿Cree usted que Josselin apostaba a escondidas de su mujer?

—Me da esa impresión. En seguida lo sabré…

—¿Piensa preguntárselo? ¿Le acompaño?

—Prefiero que estés presente, sí.

La furgoneta de la funeraria ya no estaba parada frente al portal. Maigret y Lapointe cogieron el ascensor, llamaron a la puerta de los Josselin y la señora Manu, una vez más, entreabrió sin quitar el seguro…

—¡Ah! Es usted…

Los introdujo en el salón, donde nada había cambiado. La puerta del comedor estaba abierta y una señora de edad, sentada junto a la ventana, hacía punto. Se trataba, sin duda, de la enfermera que había traído el doctor Fabre.

—La señora Fabre acaba de regresar a su casa. ¿Aviso a la señora Josselin?

Y, en voz muy baja, añadió:

—El señor está aquí…

Señaló hacia la antigua habitación de Véronique y se fue a llamar a su patrona. Ésta no se hallaba en la capilla ardiente, sino en su alcoba, y vino en seguida, vestida de negro, como la víspera, y con unas perlas grises alrededor del cuello y en las orejas.

Continuaba dando la impresión de no haber derramado una sola lágrima. Sus ojos seguían clavados en un punto indefinido del horizonte y el ardor de su mirada no se había apagado.

—Creo que desea hablarme…

Dirigió una mirada de curiosidad a Lapointe.

—Uno de mis inspectores… —murmuró Maigret—. Lamento tener que molestarla otra vez…

No les invitó a sentarse, como si supiera que la visita iba a ser corta. Tampoco formuló ninguna pregunta, limitándose a esperar las del comisario con los ojos clavados en él.

—Le va a parecer una tontería, pero quería saber si su marido era jugador.

Ni un sobresalto. A Maigret, incluso, le pareció como si su interlocutora experimentara cierto alivio, mientras sus labios se relajaban un poco para decir:

—Jugaba al ajedrez, generalmente con nuestro yerno y a veces, casi nunca, con el doctor Larue…

—¿No especulaba en la Bolsa?

—¡Jamás! Tenía santo horror a la especulación. Hace algunos años propusieron convertir su negocio en sociedad anónima para ampliar el capital, y rehusó, indignado.

—¿Compraba billetes de lotería?

—Nunca he visto uno en esta casa…

—¿Apostaba a las carreras?

—Creo que fuimos a Longchamp o a Auteuil algo así como diez veces en nuestra vida, para echar un vistazo… En cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, me llevó a ver el premio de Diana, en Chantilly, pero ni se acercó a las taquillas.

—Podía jugar en el P. M. U…

—¿Qué es eso?

—Existen, en París y en provincias, sucursales, casi siempre en cafés, donde se aceptan apuestas…

—Mi marido no frecuentaba cafés.

En su voz vibraba una nota de desprecio.

—¿Supongo que usted tampoco?

La mirada de la mujer se hizo más dura y Maigret temió que estallara de indignación.

—¿Por qué me pregunta eso?

Maigret titubeó antes de decidirse a llevar hasta el final el interrogatorio, preguntándose si era eso lo más conveniente o si resultaba preferible no dar aún la señal de alarma. El silencio comenzaba a pesar sobre ellos.

Por discreción, la enfermera o vigilante había cerrado la puerta del comedor.

Detrás de otra puerta, en aquella misma casa, había un muerto, rodeado de colgaduras negras y de velas encendidas, y con una brizna de boj empapándose en agua bendita.

La mujer que Maigret tenía ante sí, era su viuda, y él no podía olvidarlo.

Estaba en el teatro, con su hija, cuando asesinaron a su marido.

—Permítame preguntarle si, esta semana, el martes o el miércoles, ha entrado usted en algún café… En un café del barrio…

—Fuimos a tomar un refresco mi hija y yo al salir del teatro. Véronique tenía mucha sed… Pero estuvimos muy poco tiempo…

—¿Dónde fue eso?

—En la calle Royal…

—No. Yo me refiero a una cervecería del barrio…

—No veo dónde quiere ir a parar…

A Maigret no le agradaba el papel que se estaba viendo obligado a representar. Tenía la impresión, aunque no la certeza, de que su interlocutora había acusado el golpe y había hecho uso de toda su energía para no perder los estribos.

Aquello duró sólo una fracción de segundo y la mirada de la señora Josselin no se apartó de él.

—Alguien, por una razón cualquiera, ha podido citarla cerca de aquí, en el bulevar Montparnasse, por ejemplo…

—Nadie me ha citado…

—¿Querría darme una fotografía suya?

La señora Josselin estuvo a punto de preguntar:

—¿Para qué?

Pero se dominó a tiempo, limitándose a decir entre dientes:

—Supongo que no puedo negarme…

—Era, en cierto modo, como si las hostilidades acabaran de comenzar. La mujer salió de la habitación, entró en el dormitorio, sin molestarse en cerrar la puerta, y se la oyó revolver en un cajón que debía estar lleno de papeles.

Cuando volvió, traía en la mano una foto de pasaporte de cuatro o cinco años atrás.

—Espero que sea suficiente…

Maigret la deslizó en su cartera.

—Su marido apostaba en el P. M. U. —afirmó al mismo tiempo.

—En ese caso, era a mis espaldas. ¿Está prohibido?

—No está prohibido, señora, pero si queremos descubrir al asesino, necesitamos saberlo todo. Yo, hace tres días, no conocía esta casa, ni conocía a su marido, ni la conocía a usted. He solicitado su colaboración…

—¿No le he respondido a todas las preguntas?

—Me gustaría oírla añadir algo por cuenta propia…

Puesto que la guerra había sido declarada, Maigret se empleó a fondo.

—La noche del drama no insistí en verla, porque el doctor Larue me dijo que sufría un fuerte ataque de estupor… Ayer, vine…

—Y yo le recibí.

—¿Y qué me dijo?

—Lo que podía decirle.

—¿Y eso significa…?

—Lo que sé.

—¿Está segura de habérmelo dicho todo? ¿Está segura de que su hija, su yerno o usted no me esconden nada?

—¿Nos está acusando de mentirosos?

Sus labios temblaron un poco. Evidentemente ejercía un violento esfuerzo sobre sí misma para conservar su entereza y dignidad frente a un Maigret que había enrojecido ligeramente. Lapointe, molesto, no sabía dónde mirar.

—No exactamente de mentir, sino de ocultar algunas cosas… Por ejemplo: tengo la certidumbre de que su marido apostaba en el P. M. U.

—¿Y para qué le sirve ese descubrimiento?

—Si usted no lo sabía, si jamás lo había sospechado, ese descubrimiento quiere decir que su marido era capaz de ocultarle algo. Y si le ocultaba algo…

—Tal vez no se le ocurrió hablarme de ello.

—Eso podría aceptarse si hubiera jugado una o dos veces, por casualidad, pero era un habitual que invertía en las carreras millares de francos cada semana…

—¿Dónde quiere ir a parar?

—Usted me había dado la impresión, fomentada intencionadamente, de saberlo todo de él y de que él lo sabía todo de usted.

—No comprendo qué tiene que ver esto con…

—Supongamos que, el martes o el miércoles por la mañana, su marido estuviera citado con alguien en una cervecería del bulevar de Montparnasse…

—¿Le han visto allí?

—Hay por lo menos un testigo que lo afirma.

—Tal vez se encontró a un viejo camarada o a un antiguo empleado del taller, y le invitó a un refresco…

—Usted afirmó hace unos momentos que jamás iba al café…

—En una ocasión así…

—¿Le habló de ello?

—No.

—¿No le dijo, al entrar: «Por cierto, me he encontrado a fulano…»?

—No lo recuerdo.

—Si lo hubiera hecho, ¿se acordaría?

—Probablemente.

—¿Y si usted, por su parte, se hubiera encontrado por la tarde con ese mismo hombre, al que conocía lo suficiente para sentarse con él en un café y quedarse diez minutos a su lado, mientras bebía un whisky?…

Tenía la frente perlada de sudor y manoseaba, como con mala intención, su pipa apagada.

—Continúo sin comprender…

—Discúlpeme por haberla molestado… Sin duda, tendré que volver… Le pido que reflexione… Alguien ha matado a su marido y anda por ahí en libertad… Posiblemente siga matando…

La señora Josselin estaba muy pálida, pero no hizo movimiento alguno, limitándose a caminar hacia la puerta y despidiendo a los dos policías con una seca inclinación de cabeza. Después cerró tras ellos.

Maigret, ya en el ascensor, se secó la frente con el pañuelo. Parecía evitar la mirada de Lapointe, como si temiera leer en ella algún reproche, y balbució:

—Era necesario…