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Maigret se sentó a la mesa, delante de la ventana abierta, y, sin saber la razón, se fijó en un gesto que su mujer hacía a diario: el de quitarse el delantal y ahuecarse un poco el pelo con las manos antes de empezar a comer.

Ellos también podrían tener una criada. Era la señora Maigret quien siempre se había negado a ello, afirmando que se sentiría una inútil si dejaba de ocuparse de la casa. Únicamente toleraba la colaboración de una asistenta en las faenas más pesadas, pero con frecuencia rehacía personalmente el trabajo de ella.

¿Era ése el caso de la señora Josselin? No por completo, desde luego. Se trataba de una mujer meticulosa y preocupada por el aspecto externo de su casa, pero seguramente no experimentaba la necesidad de hacerlo todo con sus propias manos.

¿Por qué se dedicó Maigret, mientras comía, a comparar mentalmente a aquellas dos mujeres, que no tenían nada de común entre sí?

En ese momento, sin duda, la señora Josselin y su hija comían frente a frente en Notre-Dame-des-Champs. Maigret las imaginaba observándose furtivamente. ¿O tal vez se dedicaban a discutir detalles más concretos?

Lo más probable era que el doctor Fabre, al volver a casa, se hubiera encontrado solo con los niños. No tenían más que una criada para ocuparse de ellos y de la casa. En cuanto terminara de comer, se encerraría en la consulta y el desfile de jóvenes enfermos y de madres alarmadas se prolongaría durante toda la tarde. ¿Había encontrado ya a alguien que se quedara en Notre-Darne-des-Champs con su suegra? ¿Aceptaría ésta la presencia de una extraña en su casa?

Maigret ignoraba la razón que le llevaba a preocuparse de detalles tan íntimos, como si se tratara de personas de su familia. René Josselin había muerto y no bastaba con desenmascarar a un asesino. Los que dejaba atrás, debían reorganizar su existencia poco a poco.

Le habría gustado pasarse por el bulevar Brune y tomar contacto, de alguna forma, con el marco en que vivían los Fabre. Le habían dicho que su apartamento estaba en uno de los edificios recientemente construidos junto a la Ciudad Universitaria y Maigret reconstruía mentalmente aquellos bloques anónimos que más de una vez había visto al "pasar y que siempre le habían parecido trampas para hombres. Una fachada desnuda y blanca, ya deslucida por la humedad. Hileras de ventanas uniformes y, desde el último piso al primero, los mismos dormitorios, los mismos cuartos de baño, las mismas cocinas, separadas entre sí por tabiques demasiado estrechos, que dejaban pasar todos los ruidos.

Maigret estaba seguro de que en el domicilio de los Fabre no reinaba el mismo orden que en Notre-Dame-des-Champs. La vida sería menos regular, el horario de las comidas seguiría por normas más caprichosas y todo ello se debería tanto al carácter de Fabre como a la negligencia o torpeza de su mujer.

Ésta era la clásica niña mimada. Su madre venía a verla casi todos los días, vigilaba a los críos y se llevaba al mayor de paseo. ¿Acaso intentaba poner un poco de orden en aquella existencia que debía parecerle demasiado bohemia?

¿Se daban cuenta las dos mujeres, sentadas a la mesa, que hasta entonces el único sospechoso era Paul Fabre? Al fin y al cabo, se trataba de la última persona que había visto a Josselin con vida.

No podía haber llamado personalmente de parte del enfermo de la calle Julie, pero existía mucha gente, en el hospital por ejemplo, lo suficientemente devota a él para hacerlo. Y, por añadidura, conocía el lugar del arma.

En rigor, ni siquiera le faltaba el móvil. Era cierto que no le interesaba el dinero, pero sin la intervención de su suegro no se hubiera cargado de clientela privada y hubiera podido consagrar todo su tiempo al hospital que le debía parecer su verdadero hogar.

¿Y Véronique? ¿No comenzaba a arrepentirse de su matrimonio con un hombre al que todo el mundo consideraba un santo? ¿No tenía ganas de llevar una vida más variada? ¿Y no se resentía su humor, sobre todo cuando estaba en casa, de todo aquello?

Tras la muerte de Josselin, los Fabre recibirían, sin duda alguna, su parte de la herencia.

Maigret se esforzaba por reconstruir la escena: los dos hombres delante del tablero de ajedrez, silenciosos y graves, como todos los aficionados a ese juego; el doctor, en un momento dado, levantándose y caminando hacia el mueble, en uno de cuyos cajones estaba la pistola…

Sacudió la cabeza. Aquello no conducía a nada. No podía imaginarse a Fabre volviéndose hacia su suegro, con el dedo en el gatillo…

¿Tal vez una riña, una discusión en términos agrios, que les hiciera perder los estribos?

A pesar de sus esfuerzos, no conseguía creerlo. Aquello tampoco encajaba con el temperamento de los protagonistas.

Y, por otra parte, ¿no estaba también el misterioso visitante del que hablaba la portera y que había dicho al pasar el nombre de Aresco?

—Ha llamado Francine Pardon… —dijo de golpe la señora Maigret, tal vez con la intención de distraer a su marido.

Éste se hallaba tan abstraído en sus profundos pensamientos, que al principio la miró con aire de no comprender.

—Han vuelto el lunes de Italia. ¿Te acuerdas de lo mucho que disfrutaban al hablar incansablemente de estas vacaciones?

Era la primera vez, durante los últimos veinte años, que los Pardon salían de viaje solos. Se habían ¡do en coche con la intención de visitar Florencia, Roma y Nápoles, volviendo por Venecia y Milán y parándose donde les apeteciera.

—Quieren saber si podemos cenar con ellos el próximo miércoles.

—¿Por qué no?

¿No se trataba de una tradición? Aquella cena hubiera debido celebrarse el primer miércoles del mes, pero se había retrasado a causa de las vacaciones.

—Parece que el viaje ha sido agobiante, que en las carreteras había casi tanta circulación como en los Campos Elíseos y que, todas las noches, tenían que perder una hora o dos para encontrar habitación.

—¿Cómo está su hija?

—Bien. El crío es magnífico…

También la señora Pardon iba casi todas las tardes a casa de su hija, que se había casado el año anterior y que tenía un niño de algunos meses.

Si los Maigret hubieran tenido algún hijo, estaría ya casado o a punto de casarse, y la señora Maigret, como las otras…

—¿Sabes lo que han decidido?

—No.

—Comprar un chalet en la playa o en el campo, para pasar las vacaciones con su hija, su yerno y el niño…

Los Josselin también tenían un chalet en La Baule y vivían allí un mes al año, tal vez más, en compañía de Véronique y de sus nietos. René Josselin podía hacerlo, porque se había retirado de los negocios.

En todo aquello había algo raro. Josselin había sido toda su vida un hombre activo, que se pasaba el día en la calle Saint-Gothard y que a menudo continuaba trabajando cuando los empleados habían dejado de hacerlo.

Sólo veía a su mujer a la hora de las comidas y durante una parte de la noche.

Y repentinamente, por una crisis cardíaca sin importancia, había cedido su negocio casi de la noche a la mañana.

¿A qué se dedicaría Maigret, si cuando lo jubilaran, tuviera que pasarse todo el día con su mujer en el apartamento? Estaba ya decidido que irían a vivir al campo, donde se habían comprado una casa.

Pero, ¿y si se viera obligado a permanecer en París?

Todas las mañanas, Josselin salía de casa a las nueve en punto, tan puntual como si fuera a la oficina. Y, según la portera, se dirigía hacia los jardines de Luxemburgo, con el paso regular y vacilante de los cardíacos o de los que se creen amenazados por un ataque al corazón.

El hecho de que los Josselin no tuvieran perro le parecía raro al comisario. Se imaginaba muy bien a René Josselin llevando al animal de la correa. Tampoco había gato en el apartamento.

En algún punto de su trayecto, Josselin compraba los periódicos. ¿Se sentaba en un banco para leerlos? ¿Iniciaba alguna conversación con sus vecinos? ¿Acostumbraba encontrarse siempre con la misma persona, hombre o mujer?

Maigret, por jugar una carta al azar, le había dicho a Lapointe que pidiera una fotografía del asesinado en la calle Notre-Dame-des-Champs y que intentara, preguntando a los comerciantes y a los guardas de los jardines de Luxemburgo, reconstruir las costumbres matinales de la víctima.

¿Serviría para algo? Era mejor no continuar dándole vueltas. Aquel hombre muerto, al que Maigret jamás había visto en vida, aquella familia de la cual no había oído hablar veinticuatro horas antes, estaban convirtiéndose en una verdadera obsesión.

—¿Volverás a cenar?

—Espero que sí.

Fue a esperar el autobús a la esquina del bulevar Richard-Lenoir y se quedó en la plataforma, fumando su pipa y contemplando, en torno a él, el ir y venir de las gentes, que continuaban su vida cotidiana como si los Josselin no existieran y como si en París no hubiera ningún hombre que —Dios sabía la razón—había matado a otro.

Una vez en su despacho, se entregó de lleno a la resolución de desagradables necesidades administrativas, expresamente, porque, alrededor de las tres, se sorprendió al descolgar el teléfono y escuchar por él la voz excitada de Torrence.

—Sigo en el barrio, jefe…

Maigret tuvo que preguntar:

—¿En qué barrio?

—He creído preferible telefonear en vez de ir hasta el Quai, porque es posible que decida venir usted mismo… He descubierto algo nuevo…

—¿Siguen las dos mujeres en el apartamento?

—Las tres. La señora Manu también está.

—¿Qué ha ocurrido?

—He examinado con un cerrajero todas las puertas, incluyendo las que dan a la escalera de servicio. Ninguna parecía haber sido forzada. Pero no nos hemos parado en el quinto. Hemos subido también al sexto, donde están las habitaciones de las criadas.

—¿Y qué?

—Espere. La mayor parte estaban cerradas. Acabábamos de inclinarnos sobre una de las cerraduras, cuando se abrió la puerta de al lado y apareció una chica completamente desnuda, que se puso a mirarnos con curiosidad. No parecía molesta. Era muy guapa, morena, con unos ojos como platos… De tipo español o sudamericano…

Maigret escuchaba, dibujando maquinalmente en su secante un busto femenino.

—Le pregunté lo que hacía allí y me contestó, en un francés muy malo, que era su hora de reposo y que trabajaba como criada en casa de los Aresco.

»—¿Por qué intenta abrir esa puerta? —me preguntó entonces ella con tono desafiante.

»Y después añadió, sin que la hipótesis pareciera emocionarla excesivamente:

»—¿Son ustedes rateros?

»Le expliqué lo que éramos. No sabía que uno de los vecinos de la casa hubiera sido asesinado por la noche.

»—¿Ese señor grueso y tan amable, que siempre me sonreía por la escalera?

»Después dijo:

»—¿No habrá sido su nueva criada?

»Yo no comprendía una palabra. Debíamos formar un grupo grotesco y estuve a punto de decirle que se pusiera cualquier cosa encima.

»—¿Qué nueva criada?

»—Deben tener una, porque esta noche he oído ruido en la habitación de al lado…

Maigret, ahogando una exclamación, dejó de garabatear. Estaba furioso por no haberlo pensado antes. O, más exactamente, por haberlo pensado y olvidado. Hubo un momento, la noche anterior, en que aquella idea empezó a tomar forma en su cabeza y en que estuvo a punto de encontrar una pista, como le había dicho a Lapointe. Pero alguien, el comisario Saint-Hubert o el juez de instrucción, le hicieron una pregunta y, después de contestarla, fue incapaz de volver a coger el hilo de sus pensamientos.

La portera afirmaba que un desconocido había entrado en el edificio poco después que el doctor Fabre saliera de él. Y que había dado el nombre de Aresco, mientras los Aresco pretendían no haber tenido ninguna visita y no haber salido a la calle.

Maigret, al ordenar el interrogatorio de los vecinos, se había olvidado de las dependencias ajenas a la casa, es decir, del piso de las criadas.

—¿Comprende, jefe?… ¡Espere!… Aún no he terminado… Esa cerradura tampoco había sido forzada… Entonces bajé al tercero por la escalera de servicio y le pedí a la señora Manu la llave de la habitación de arriba… Extendió el brazo hacia un gancho clavado junto a una estantería y se paró en seco, mientras miraba la pared con asombro.

»—¡Anda! ¡No está!

»A continuación me explicó que siempre había visto la llave del sexto colgada en aquel clavo…

»—¿Ayer también? —insistí.

»—No puedo jurarlo, pero estoy casi segura… Sólo he subido arriba una vez, con la señora, recién llegada a la casa, para limpiar las sábanas y las mantas y colocar papeles en las rendijas de la ventana…

La virtud principal de Torrence era que, en cuanto conseguía una pista, la seguía como un verdadero perro de caza.

—Subí otra vez al sexto, donde me estaba esperando el cerrajero. La hora de reposo de la española, que se llama Dolores, debía haber terminado, porque no volví a verla.

»La cerradura era corriente. Al cerrajero no le costó ningún trabajo abrirla.

—¿Le pidió autorización a la señora Josselin? —preguntó Maigret.

—No. No la he visto. Usted me recomendó que sólo la molestara en caso de necesidad. Y, desde luego, no la necesitábamos. ¡Bueno, jefe! ¡Al fin podemos agarrarnos a algo! Alguien ha pasado por lo menos una parte de la noche en esa habitación. Los papeles están rotos y la ventana abierta. Aún seguía así, cuando entramos nosotros. Además, se ve perfectamente que un hombre se ha acostado sobre el colchón y ha apoyado la cabeza en la almohada. En el suelo había varias colillas aplastadas. Si hablo de un hombre, es porque no había restos de carmín.

»Le estoy telefoneando desde un bar, el Clairon, en la calle Vauvin. Pensé que usted querría ver…

—¡Voy hacia allá!

Lo único que le servía a Maigret de consuelo era su pertinaz negativa a aceptar al doctor Fabre como sospechoso. Aparentemente, todo había cambiado. La portera había dicho la verdad. En la casa había entrado alguien, que no sólo conocía el lugar del revólver, sino también la existencia de la habitación de la criada y el sitio donde estaba la llave.

Así pues, la noche precedente, mientras la investigación se atascaba en el tercero, el asesino se encontraba probablemente en el sexto, tumbado sobre un colchón y fumando cigarrillo tras cigarrillo, en espera de que se hiciera de día y se despejara el camino.

¿Se había instalado una vigilancia permanente en el portal? Maigret lo ignoraba. Aquello era asunto de la comisaría del barrio. Desde luego, había una guardia municipal cuando regresó de la calle Saint-Gothard, pero era el marido de la portera quien lo había solicitado para luchar contra la invasión de periodistas y fotógrafos.

De todas maneras, por las mañanas hay siempre un cierto número de idas y venidas inevitables, aunque sólo sean las de los repartidores. La portera había tenido que ocuparse del correo, del bebé y de los periodistas, varios de los cuales, sin embargo, habían conseguido llegar al tercero.

Maigret llamó a la Identidad Judicial.

—¿Moers? ¿Quiere enviarme a uno de sus hombres con el instrumental de huellas digitales? Tal vez haya otros indicios que tener en cuenta. Sí, conviene que se lleve todo el material… Lo espero en mi despacho…

El inspector Baron llamó a la puerta.

—Por fin he podido localizar al secretario general de la Madeleine, jefe. Efectivamente, anoche tenía dos butacas reservadas a nombre de la señora Josselin. Las dos estuvieron ocupadas toda la función, aunque naturalmente no sabe por quién. Había casi lleno y nadie salió de la sala durante la representación. Por supuesto, están los entreactos.

—¿Cuántos?

—Dos. El primero sólo dura unos minutos y muy poca gente se mueve de su sitio. El segundo es más largo, por lo menos media hora, porque no se puede cambiar el decorado en menos tiempo.

—¿A qué hora suele caer?

—A las diez. Tengo el nombre de la pareja que estaba detrás del 97 y el 99. Son también clientes habituales del teatro y siempre encargan la misma localidad… El señor y la señora Démaillé, que viven en la calle de la Pompe, en Passy. ¿Los interrogo?

—Será lo mejor…

No quería dejar nada al azar. El especialista de la Identidad Judicial llegó un momento después, tan cargado de cachivaches como un fotógrafo de revista escandalosa.

—¿Pido un coche?

Maigret hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le siguió.

A Torrence lo encontraron acodado ante un vaso de cerveza, aún en compañía del cerrajero, al que todo aquel asunto parecía divertir mucho.

—Ya no tenemos necesidad de usted —dijo el comisario—. Muchas gracias.

—¿Cómo van a entrar sin mí? He vuelto a cerrar la puerta por orden de su inspector…

—No quería correr ningún riesgo… —murmuró Torrence.

Maigret pidió también una caña y se la bebió casi de un trago.

—Es preferible que me esperen aquí los tres.

Atravesó la calle, se metió en el ascensor y llamó en la puerta de los Josselin. La señora Manu abrió sin quitar la cadena, como había hecho por la mañana, reconoció inmediatamente al visitante y le dejó entrar.

—¿A cuál de las dos señoras desea ver?

—A la mayor. A no ser que esté descansando…

—No. El doctor, que acaba de marcharse, ha insistido en que debía acostarse, pero ella se ha negado. No va con su modo de ser pasarse el día en la cama sin estar enferma…

—¿No ha venido nadie?

—Únicamente el señor Jouane, que sólo se ha quedado unos minutos. Después su inspector, el gordo, que me ha pedido la llave del sexto. Le juro que no sé nada de ella. Nunca he conseguido entender para qué estaba en la cocina, puesto que nadie utilizaba la habitación del servicio.

—¿Nadie se ha alojado en ella desde que usted trabaja en la casa?

—¿Quién iba a hacerlo?

—Tal vez algún amigo de los señores, sólo por una noche.

—De haber tenido algún huésped, supongo que le habrían dado la habitación de su hija… Voy a avisar a la señora Josselin…

—¿Qué está haciendo ahora?

—Creo que la lista de los recordatorios con la señora Fabre.

No estaban en el salón. Al cabo de cierto rato, Maigret las vio aparecer juntas y tuvo la curiosa impresión de que no se separaban por mutua desconfianza.

—Les presento mis excusas por esta nueva interrupción. Supongo que la señora Manu las ha puesto ya al corriente.

Se observaron, antes de abrir la boca al mismo tiempo, pero fue la señora Josselin quien habló.

—Nunca se me ha pasado por la cabeza cambiar de sitio esa llave, de la cual ni había vuelto a acordarme. ¿Qué significa su desaparición? ¿Quién ha podido cogerla y para qué?

Tenía los ojos aún más estáticos y sombríos que por la mañana.

Las manos traicionaban su nerviosismo.

—El inspector Torrence —explicó Maigret—ha entrado en la habitación sin pedirles permiso, para no molestarlas. Les ruego que le perdonen. Sobre todo, teniendo en cuenta que esto ha dado una nueva orientación al asunto.

Al decir esto, la observó cuidadosamente, pero ningún signo externo vino a delatar sus pensamientos.

—Le escucho.

—¿Cuánto tiempo lleva usted sin ir al sexto?

—Varios meses. Cuando la señora Manu entró en la casa, subí una vez con ella, porque la última criada lo había dejado todo en un grado de suciedad inimaginable.

—¿Hace, entonces, alrededor de seis meses?

—Sí.

—¿Nunca ha vuelto después? ¿Ni su marido?

—Mi marido no ha subido al sexto en su vida. ¿Para qué iba a hacerlo?

—¿Y usted, señora? —preguntó Maigret, dirigiéndose a la señora Fabre.

—Llevo años sin aparecer por allí. Desde que se fue Olga, que era muy simpática conmigo. Muchas veces subía a verla… ¿Te acuerdas, mamá? Hace cerca de ocho años…

—Según tengo entendido, colocaron papeles en las rendijas de la ventana…

—Sí. Para que no entrara polvo.

—Ahora están rotos y la ventana abierta de par en par. Alguien ha pasado la noche encima del colchón, un hombre, sin duda, porque hay bastantes colillas sin manchas de carmín.

—¿Está usted seguro de que fue la noche última?

—Aún no. Vengo a pedirle permiso para subir con mis hombres y a examinar el lugar a fondo.

—Creo que no lo necesita…

—Naturalmente, si desea asistir a…

La señora Josselin le interrumpió con un movimiento seco de la cabeza.

—¿Tenía algún amante su última criada?

—No, que yo sepa. Era una chica muy juiciosa. Nos dejó para casarse.

Maigret se dirigió hacia la puerta. Nuevamente le pareció percibir cierta desconfianza o animosidad entre la madre y la hija.

Hubiera dado cualquier cosa por oír lo que decían en cuanto él franqueara la puerta. La señora Josselin había conservado la sangre fría, pero Maigret estaba seguro de que su revelación la había afectado.

Y, al mismo tiempo, parecía como si todo aquel asunto del cuarto de la criada la sorprendiera a ella mucho menos que a él. La misma Véronique, al enterarse, se había vuelto bruscamente hacia su madre con una especie de interrogación en la mirada.

¿Qué iba a decir cuando su madre la interrumpió?

Maigret se unió a los tres hombres del Clairon y se tomó una segunda caña antes de dirigirse con ellos hacia la escalera interior del edificio. El cerrajero abrió la puerta. Después les costó bastante trabajo desembarazarse de él; el hombre intentaba hacerse útil por todos los medios.

—¿Cómo van a cerrarla sin mí?

—La sellaremos…

—Mire usted, jefe… —dio Torrence señalando la cama, la ventana aún abierta y cinco o seis colillas en el suelo.

—Lo que más me interesa saber es si esos cigarrillos se han fumado recientemente.

—No hay problema…

El perito recogió una colilla, la olió, rompió con cuidado el papel y aplastó las briznas de tabaco entre sus dedos.

—En el laboratorio podría ser más preciso. Pero desde luego no hace mucho tiempo que se han fumado. Además, en la habitación, a pesar de la ventana abierta, aún queda olor a tabaco.

El especialista desplegó su instrumental con los gestos lentos y minuciosos que caracterizan a todos los empleados del laboratorio. Para ellos no existían muertos o, mejor dicho, los muertos carecían de identidad, de familia, de personalidad. Un crimen era un simple problema científico. Sólo se ocupaban de cosas precisas, de huellas, de indicios, de signos imperceptibles, de cenizas.

—Es una suerte que la habitación llevara tanto tiempo sin limpiarse.

Después, volviéndose hacia Torrence, preguntó imperativamente:

—¿Ha andado usted mucho por el cuarto? ¿Ha tocado alguna cosa?

—Nada, excepto una de las colillas. Nos hemos quedado los dos en la puerta.

—Estupendo.

—¿Pasará luego por mi despacho para comunicarme el resultado de su examen? —preguntó Maigret, que no sabía dónde meterse.

—¿Y yo qué hago? —dijo Torrence.

—Usted vuelva al Quai.

—¿Puedo quedarme unos minutos para saber si hay huellas digitales?

—Si se empeña…

Maigret bajó lentamente la escalera y, al pasar ante la puerta de servicio del tercero, estuvo a punto de tocar el timbre. Guardaba una impresión muy desagradable e imprecisa de su última entrevista con las dos mujeres. Le parecía que la conversación no se había desarrollado de la forma más conveniente.

Nada ocurría con normalidad. ¿Pero puede hablarse de normalidad, referida a personas entre las cuales acaba de cometerse un crimen inesperado? Suponiendo que la víctima hubiera sido un hombre como Pardon, por ejemplo…, ¿cuáles habrían sido las reacciones de su mujer, de su hija y de su yerno?

Maigret no conseguía imaginarlas, a pesar de que conocía a los Pardon desde hacía muchos años y de que eran sus mejores amigos.

Acababa de anunciar a aquellas dos mujeres que un hombre había cogido la llave de la habitación del sexto, que se había encerrado en ella durante varias horas y que había seguido allí, sin duda alguna, después de la marcha de la policía, mientras ellas se quedaban solas en el tercero.

¿Y cuál había sido su reacción? La señora Josselin ni siquiera se movió. Véronique, en cambio, miró inmediatamente a su madre y estuvo a punto de cortarle la palabra.

Había un hecho evidente: el asesino no era una ladrón. Y, hasta el momento, Maigret no conocía a nadie que aparentemente pudiera estar interesado en la muerte de Josselin.

Ésta no introducía ningún cambio en la situación financiera de Jouane y su socio. Por otro lado, ¿cómo iba a conocer Jouane, que sólo había entrado media docena de veces en la casa, la existencia de la automática, el lugar donde se colgaba la llave y la distribución de las habitaciones del sexto piso?

Era probable que Fabre no hubiera subido jamás a él. Por otra parte, no tenía ningún motivo para esconderse allí. Y no lo había hecho, desde luego, puesto que lo habían localizado en el hospital, al principio, y después prestado declaración en el apartamento.

Al llegar a la planta baja, Maigret se metió repentinamente en el ascensor, subió al primero y llamó a la puerta de los Aresco. Tras ella se oían músicas, voces, un verdadero estrépito. Al abrirse, aparecieron dos niños que corrían uno detrás de otro y una gruesa mujer en bata que se esforzaba en atraparlos.

—¿Es usted Dolores? —le preguntó a la muchacha que había abierto y que permanecía ante él, con un uniforme azul claro y una cofia del mismo color sobre su pelo negro.

Tenía una sonrisa de oreja a oreja. En aquella casa, todo el mundo parecía reírse sin descanso y vivir de la mañana a la noche en un alegre barullo.

—Sí, señor [1]

—¿Habla usted francés?

—Sí …

La mujer gruesa se dirigió a la criada en su lengua, mientras observaba a Maigret descaradamente.

—¿No comprende el francés?

La muchacha sacudió la cabeza y se echó a reír.

—Dígale que soy de la policía, como el inspector que usted ha visto arriba, y que quiero hacerle algunas preguntas…

Dolores tradujo, hablando a una velocidad extraordinaria, y la mujer cogió a uno de los niños por el brazo y se lo llevó a una habitación con puerta de cristal, que cerró tras sí. La música continuaba y Dolores seguía de pie ante Maigret, sin invitarle a entrar. Se abrió otra puerta y por ella apareció la cara de un hombre con los ojos muy oscuros, que desapareció un instante después.

—¿A qué hora subió usted anoche a acostarse?

—A las diez y media, más o menos… No lo miré.

—¿Estaba usted sola?

—Sí, señor.

—¿No se encontró a nadie en la escalera?

—A nadie.

—¿A qué hora oyó ruido en la habitación de al lado?

—A las seis de la mañana, cuando me levanté.

—¿Pasos?

—¿De qué no?[2]

Dolores no comprendía la pregunta y el comisario hizo ademán de caminar, lo que provocó nuevamente las risas de la muchacha.

—Sí… sí.

—¿No vio usted al hombre que los daba? ¿No se abrió la puerta?

—¿Era un hombre?

—¿Cuántas personas duermen en el sexto piso?

Tardaba algún tiempo en comprender el significado de cada frase. Era como si tuviera que traducirlas palabra por palabra.

Enseñó los dedos, diciendo:

—Solamente dos… La criada del cuarto…

—¿De los Meurat?

—No lo sé… ¿Los Meurat, están a la izquierda o a la derecha?

—A la izquierda.

—Entonces, no. De los otros… Se han ido con fusiles… Vi cómo los metían ayer en el coche…

—¿Se marchó su criada con ellos?

—No. Pero no ha venido a dormir. Tiene un amante.

—¿Entonces ha pasado la noche sola en el sexto?

Aquello la divertía. Todo la divertía. Parecía no darse cuenta de haber dormido separada por un simple tabique del hombre que, casi con toda seguridad, había asesinado al señor Josselin.

—Completamente sola… Sin amante…

—Muchas gracias…

¿Había caras, ojos oscuros, detrás de la cortina de la puerta de cristales, e iban a estallar nuevas risas en cuanto Maigret desapareciera?

Se detuvo ante la portería. La señora Bonnet no estaba; en lugar suyo se veía a un hombre en tirantes, que acunaba al bebé entre sus brazos y que, apresurándose a dejarlo en la cuna, se presentó:

—Guardia municipal Bonnet… Entre, señor comisario… Mi mujer ha ido a hacer algunas compras… Aprovecha que esta semana tengo servicio nocturno…

—Únicamente quería decirle que no estaba equivocada; que, al parecer, alguien entró anoche en el edificio y no volvió a salir hasta el día siguiente…

—¿Lo han encontrado? ¿Dónde?

—No lo hemos encontrado, pero sí sus huellas en una de las habitaciones de las criadas… Ha debido salir esta mañana, mientras su mujer se las entendía con los periodistas…

—¿Es culpa de ella?

—No, no…

Sin las prolongadas vacaciones que se tomaban la mayor parte de los vecinos, hubiera habido cinco o seis criadas en el sexto, piso y, posiblemente, alguna de ellas habría visto al asesino.

Maigret titubeó antes de atravesar la calle y entrar una vez más en el Clairon. Finalmente lo hizo, justificándose interiormente:

—Sólo una caña…

Un instante más tarde, vio salir de la casa a Torrence, que al parecer se había cansado ya de ver trabajar al perito y había tenido la misma idea que su jefe.

—¿Usted aquí, patrón?

—He estado interrogando a Dolores.

—¿Ha sacado algo en limpio? ¿Estaba vestida, por lo menos?

Torrence seguía orgulloso y feliz por su descubrimiento. No comprendía que Maigret estuviera aún más preocupado que por la mañana.

—Tenemos una buena pista, ¿sabe? Huellas por todas partes… El perito está más contento que unas pascuas. Con tal de que el asesino tenga ficha…

—Estoy convencido de que no será así —suspiró Maigret, vaciando el vaso.

Dos horas más tarde, efectivamente, la consulta a los ficheros proporcionó una respuesta negativa. Las huellas digitales de Notre-Dame-des-Champs no correspondían a nadie que se las hubiera visto anteriormente con la justicia.

Lapointe, por su parte, perdió la mañana enseñando la fotografía de René Josselin a los comerciantes del barrio, a los guardas del parque y a los habituales de los bancos. Algunos lo reconocían, otros no.

—Se le veía pasar todas las mañanas, siempre con el mismo paso…

—Miraba jugar a los niños…

—Colocaba los periódicos a un lado y comenzaba a leerlos, fumando de vez en cuando un cigarro…

—¡Tenía pinta de ser muy buena persona…!

—¡Vaya por Dios!