La calle era tranquila y provinciana, con una acera soleada y otra en sombra, dos perros que se husmeaban en medio de la calzada y unas cuantas mujeres haciendo la compra. Tres hermanitas de la Caridad, con su amplia falda y las alas de la cofia temblando como pájaros, se dirigían hacia los jardines de Luxemburgo, y Maigret las miró de lejos sin pensar en nada. Después frunció el ceño al descubrir la presencia, delante del domicilio de los Josselin, de un guardia municipal uniformado y de aproximadamente media docena de periodistas y fotógrafos.
Estaba acostumbrado a ello y hubiera debido esperarlo. Acababa de anunciarle a Jouane que los periódicos vespertinos se referirían al caso. René Josselin había sido asesinado y la gente asesinada se convierte automáticamente en patrimonio público. Dentro de algunas horas, la vida íntima de aquella familia sería expuesta en sus detalles más íntimos, verdaderos o falsos, y todo el mundo se creería con derecho a emitir hipótesis.
¿Por qué, entonces, se asombraba al encontrar aquella escena? Era un asombro irritante. Maigret tenía la impresión de haberse dejado ganar por la edificante atmósfera burguesa que parecía rodear a los Josselin, a aquellas «buenas personas», como todo el mundo decía.
Los fotógrafos le enfocaron al bajar del taxi y, mientras pagaba al chófer, se vio rodeado por los sabuesos de la prensa.
—¿Cuál es su opinión, comisario?
Maigret los apartó con un gesto, murmurando:
—Cuando tenga algo que decir, les convocaré. Arriba hay mujeres que sufren y sería más decente dejarlas en paz.
Pero tampoco él iba a hacerlo. Saludó al guardia uniformado y entró en el edificio, alegre y claro, que veía por vez primera a la luz del sol.
Pasó de largo ante la portería, con sus visillos de tul colgados al otro lado de la puerta de vidrio, pero casi instantáneamente se arrepintió, regresando para dar unos leves golpes en el cristal y tocar el timbre.
La cabina, como solía suceder en los barrios caros, era una especie de saloncito con muebles encerados. Una voz preguntó:
—¿Quién es?
—El comisario Maigret.
—Entre, señor comisario.
La voz venía de una cocina con las paredes pintadas de blanco, donde la portera, con los brazos desnudos hasta los codos y un delantal claro sobre su traje negro, se dedicaba a esterilizar biberones.
Era joven y de buen ver. En su cuerpo aún se percibían las huellas de la reciente maternidad. Señalando una puerta, dijo a media voz:
—No hable demasiado fuerte. Mi marido duerme…
Maigret recordó que el marido era guardia municipal y que había estado de servicio la noche anterior.
—Llevo toda la mañana bregando con los periodistas. Algunos, aprovechándose de que estaba de espaldas, han conseguido subir al piso. Por fin, mi marido ha telefoneado a la comisaría para que enviaran a uno de sus colegas…
El bebé dormía en una canastilla de mimbre cubierta de volantes amarillos.
—¿Algo nuevo? —preguntó la mujer.
Maigret movió negativamente la cabeza.
—Supongo —dijo a su vez—que está usted segura de sus declaraciones de ayer. ¿No salió nadie después del doctor Fabre?
—Nadie, señor comisario. Se lo he repetido esta mañana a uno de sus hombres, de cara colorada… El inspector Torrence, creo. Se ha pasado una hora en el edificio interrogando a los inquilinos. Aunque no hay muchos en este momento. La mayor parte siguen de vacaciones. Los Tupler aún no han regresado de los Estados Unidos. La casa está medio vacía…
—¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí?
—Seis años. Vine para sustituir a una de mis tías, que llevaba cuarenta años de portera.
—¿Los Josselin tenían muchas visitas?
—No. Eran personas tranquilas y muy amables con todo el mundo, que llevaban una vida absolutamente regular. El doctor Larue y su mujer venían de vez en cuando a cenar. Y los Josselin, en correspondencia, también cenaban algunas veces en casa de ellos…
Como los Maigret y los Pardon. Maigret se preguntó si también ellos tenían un día fijo para aquellas invitaciones.
—Por la mañana, hacia las nueve, mientras la señora Manu arreglaba la casa, el señor Josselin bajaba a dar un paseo. Era tan puntual que se podía poner en hora el reloj al verlo pasar. Entraba en la portería, me decía algunas palabras sobre el tiempo, cogía el correo, que se guardaba en el bolsillo después de echar un vistazo a los sobres, y se iba muy despacio hacia los jardines de Luxemburgo, siempre con el mismo paso.
—¿Recibía muchas cartas?
—Pocas. Más tarde, alrededor de las diez, bajaba su mujer, de punta en blanco. Siempre va muy arreglada, aunque sólo sea para hacer la compra. Nunca la he visto salir a la calle sin sombrero.
—¿A qué hora regresaba el señor Josselin?
—Según el tiempo. Si era bueno, no volvía hasta las once y media o doce. Cuando llovía, estaba menos tiempo, pero, eso sí, nunca dejaba de dar su paseo.
—¿Y después de comer?
La mujer había terminado de hervir los biberones y estaba colocándolos en el refrigerador.
—Una o dos veces por semana salían juntos. La señora Fabre venía a verlos con bastante frecuencia. Antes del nacimiento de su segundo hijo, solía traer con ella al mayor.
—¿Se llevaba bien con su madre?
—Creo que sí. Muchas veces iban al teatro juntas, como anoche.
—¿Notó usted, durante los últimos tiempos, si el señor Josselin recibía cartas con una escritura diferente a las habituales?
—No.
—¿Nadie venía a visitarle, por ejemplo, cuando se quedaba solo en el apartamento?
—No. Pensé en todas estas cosas anoche, suponiendo que me las iban a preguntar. Mire usted, señor comisario, los Josselin son gente de la que apenas se puede decir nada…
—¿Frecuentaban a otros inquilinos?
—No, que yo sepa. En París es raro que los vecinos se conozcan, excepto en los barrios populares. Todo el mundo vive su vida sin saber a quién tiene enfrente.
—¿Ha regresado ya la señora Fabre?
—Hace unos minutos.
—Muchas gracias.
El ascensor se detuvo en el tercero, donde había dos puertas con unas amplias esteras bordeadas de rojo delante. Maigret llamó en la de la derecha y, tras una especie de titubeo, el batiente se movió, dibujándose una rendija de claridad, muy estrecha porque estaba puesta la cadena de seguridad.
—¿Quién es? —preguntó una voz poco cordial.
—El comisario Maigret.
Una cara de rasgos muy acusados, que pertenecía a una mujer de unos cincuenta años de edad, se inclinó para examinar al visitante con desconfianza.
—¡Bueno! ¡Le creo! Han venido tantos periodistas esta mañana…
Retiró la cadena y Maigret pudo ver el apartamento a la luz de lo que, evidentemente, constituía su aspecto habitual, con todos los objetos en su sitio y el sol entrando por las dos ventanas.
—Si desea ver a la señora Josselin…
Lo introdujo en el salón, donde ya no quedaba ninguna huella de los sucesos y el desorden de la noche precedente. Inmediatamente se abrió una puerta y Véronique, vestida con un traje chaqueta azul marino, apareció por ella y dio algunos pasos hacia delante.
Su cansancio era visible y Maigret descubrió en su mirada una especie de vacilación y de búsqueda. Sus ojos, al detenerse sobre los objetos o sobre el rostro del comisario parecían buscar un punto de apoyo o la respuesta a una pregunta.
—¿Ha descubierto algo? —murmuró sin esperanza.
—¿Cómo está su madre?
—Acabo de volver. He ido a ver a mis hijos y a cambiarme. Creo que ya se lo han dicho por teléfono. No sé cómo está mamá. Ha dormido durante toda la noche y, al despertarse, no ha dicho una palabra. He conseguido que se tomara una taza de café, pero se ha negado de plano a comer y a seguir acostada. Ahora está vistiéndose.
Véronique miró nuevamente alrededor de ella, evitando la butaca donde su padre había muerto. El ajedrez ya no estaba sobre el velador. Un puro a medio fumar, que Maigret había visto la noche anterior en un cenicero, también había desaparecido.
—¿No ha dicho absolutamente nada?
—Se limita a afirmar y negar con la cabeza. Conserva toda su lucidez, pero parece obsesionada por un solo pensamiento. ¿Ha venido usted a verla?
—Si es posible…
—Estará lista en algunos minutos. No la atormente demasiado, por favor. Todo el mundo cree que es una mujer muy serena, porque está acostumbrada a dominarse. Pero, en realidad, tiene un nerviosismo malsano. Simplemente, no lo exterioriza…
—¿Usted la ha visto con frecuencia bajo los efectos de una fuerte emoción?
—Depende de lo que entienda por fuerte. Cuando yo era niña, por ejemplo, a veces llegaba a exasperarla, como les sucede a todas las madres. Entonces, en lugar de darme un bofetón o de gritarme, se quedaba pálida, sin decir una sola palabra. Casi siempre reaccionaba encerrándose en su cuarto, lo cual me daba mucho miedo…
—¿Y su padre?
—A mi padre no había manera de enfadarlo. Cuando yo agarraba una rabieta, se limitaba a sonreír como si se estuviera burlando de mí.
—¿Está su marido en el hospital?
—Desde las siete de la mañana. He dejado a los niños con la criada, porque no me atrevía a traerlos aquí. No tengo ni idea de cómo vamos a arreglar esto. No me hace ninguna gracia la idea de dejar a mamá sola en el apartamento. Pero en nuestra casa no hay sitio y, por otra parte, ella se negaría a venir…
—¿No puede pasar la señora Manu aquí las noches?
—No. Tiene un hijo de veinticuatro años, más exigente que un marido celoso, que le organiza un escándalo cada vez que llega un poco más tarde de lo previsto. No habrá más remedio que buscar a una enfermera… Mamá protestará, pero… Desde luego, yo pasaré aquí todo el tiempo posible…
A pesar de la regularidad de sus facciones, enmarcadas por un pelo rojizo, Véronique no era excesivamente bonita. Le faltaba algo.
—Creo que viene mamá…
Efectivamente, la puerta se abrió y Maigret se llevó una sorpresa al ver ante él una mujer de aspecto muy juvenil. Estaba al tanto de que tenía quince años menos que su marido, pero inconscientemente esperaba encontrarse con una abuela.
Incluso su figura, enfundada en un traje negro muy sencillo, resultaba más joven que la de su hija. Tenía el pelo oscuro y los ojos muy negros y brillantes. A pesar del drama y de su estado, se había maquillado cuidadosamente y a su atuendo no le faltaba ningún detalle.
—Comisario Maigret… —se presentó.
Ella pestañeó, miró alrededor y terminó por clavar los ojos en su hija, que preguntó:
—Tal vez prefiere que los deje solos…
Maigret no dijo ni que sí ni que no y la madre no hizo gesto alguno para retenerla. Véronique salió de la habitación sin ruido. Todas las idas y venidas del apartamento se apagaban en la espesa moqueta, cubierta, a su vez, por algunas alfombras diseminadas.
—Siéntese… —dijo la viuda de René Josselin, que estaba de pie junto a la butaca de su marido.
Maigret dudó y terminó obedeciéndola, mientras ella iba a sentarse en otra butaca, probablemente su favorita, al lado del costurero. Allí se mantuvo muy tiesa, sin apoyarse en el respaldo, como esas mujeres que han sido educadas en un convento. Su boca era delgada, sin duda a causa de la edad, y sus manos un poco descarnadas, pero aún bellas.
—Le pido perdón por estar aquí, señora Josselin, y confieso que todavía no sé muy bien cuáles van a ser mis preguntas. Me doy cuenta de su abatimiento y de su tristeza.
Ella le miraba sin un pestañeo, tan inmóvil que Maigret se preguntó si realmente le estaba escuchando o si se limitaba a continuar su monólogo interior.
—Su marido ha sido víctima de un crimen que parece inexplicable y tengo la obligación de no pasar por alto nada que pueda darme una pista.
La señora Josselin movió ligeramente la cabeza de arriba abajo, como si aprobara sus palabras.
—Usted, anoche, estaba en la Madeleine con su hija. El asesino de su marido debía saber que lo iba a encontrar solo. ¿Cuándo decidieron ustedes ir al teatro?
Contestó casi sin mover los labios:
—Hace tres o cuatro días. Creo que el sábado o el domingo.
—¿De quién salió la idea?
—De mí. Tenía ganas de ver esa obra, de la cual han hablado mucho los periódicos.
Maigret se quedó sorprendido al oírla responder con tanta calma y precisión, sobre todo sabiendo cuál había sido su estado desde las cuatro de la mañana hasta aquel momento.
—Hablamos de la velada de anoche con mi hija y ella telefoneó a su marido para preguntarle si vendría con nosotras.
—¿Salían con frecuencia los tres juntos?
—Muy rara vez. Mi yerno sólo se interesa por la medicina y sus enfermos.
—¿Y su marido?
—A veces íbamos juntos al cine o a un music-hall. Las revistas le gustaban mucho.
Tenía una voz carente de timbre y de pasión, y se limitaba a recitar, sin apartar un momento la mirada del rostro de Maigret, como si éste la estuviera examinando de alguna asignatura.
—¿Reservó sus localidades por teléfono?
—Sí. Las butacas 97 y 99. Me acuerdo, porque siempre insisto en que me las den al borde del pasillo central.
—¿Quién sabía que usted no iba a estar en casa anoche?
—Mi marido, mi yerno y la asistenta.
—¿Nadie más?
—Mi peluquero. Estuve en su establecimiento ayer por la tarde.
—¿Su marido fumaba?
Maigret saltaba de una idea a otra y, en aquel momento, acababa de acordarse del habano que estaba en el cenicero.
—Poco. Un cigarro después de las comidas. Y otro, a veces, durante su paseo matinal.
—Perdone que le haga una pregunta ridícula. ¿Usted le conocía algún enemigo?
No hizo gesto alguno de protesta.
—No.
—¿Nunca le dio la impresión de esconderle algo, una parte más o menos secreta de su vida?
—No.
—¿Qué pensó usted, ayer por la noche, al encontrarlo muerto en su butaca?
La señora Josselin tragó saliva y contestó simplemente:
—Eso. Que estaba muerto.
Su rostro se endureció aún más y Maigret, por un momento, creyó que se le iban a saltar las lágrimas.
—¿No se preguntó quién le habría matado?
Hubo una especie de vacilación, casi imperceptible.
—No.
—¿Por qué no telefoneó inmediatamente a la policía?
La señora Josselin tardó en responder algunos segundos, mientras su mirada rehuía la del comisario.
—No lo sé.
—¿Llamó antes a su yerno?
—Yo no llamé a nadie. Fue Véronique quien telefoneó a su casa, inquieta al ver que su marido no estaba aquí.
—¿No se quedó sorprendida al comprobar que tampoco sabían nada de él en el bulevar Brune?
—No lo sé.
—¿Quién pensó en el doctor Larue?
—Creo que fui yo. Necesitábamos que alguien se ocupara de todo esto.
—¿No tiene ninguna sospecha, señora Josselin?
—Ninguna.
—¿Por qué se ha levantado esta mañana?
—Porque no había ninguna razón para que siguiera acostada.
—¿Está usted segura de que no ha desaparecido nada de la casa?
—Fue mi hija la que se preocupó de eso. Conoce el sitio de las cosas tan bien como yo. Aparte del revólver…
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Hace algunos días, aunque no lo sé con exactitud.
—¿Sabía que estaba cargado?
—Sí. Mi marido siempre tenía una pistola cargada en la casa. Durante los primeros tiempos de nuestro matrimonio la guardaba en un cajón de su mesilla de noche. Después, por miedo a que Véronique la tocara, y como ningún mueble de nuestra alcoba tenía llave, la trasladó al salón. Durante mucho tiempo, el cajón de la cómoda estuvo cerrado. Pero desde que mi hija se hizo una persona mayor y se casó…
—¿Temía algo su marido?
—No.
—¿Había dinero en la casa?
—Muy poco. Casi todo lo pagamos con cheques.
—¿Alguna vez, al regresar aquí, ha encontrado a su marido con una persona a la que no conociera?
—No.
—¿Nunca ha visto a su marido en compañía de algún extraño?
—Nunca, señor comisario.
—Muchas gracias.
Maigret tenía calor. Acababa de llevar a cabo uno de los más penosos interrogatorios de su carrera. Algo así como disparar a un blanco inexistente. Tenía la impresión de que sus preguntas no tocaban ningún punto sensible, que se detenían en la superficie y que, consecuentemente, las respuestas que recibía eran neutras, inanimadas.
La señora Josselin no había eludido ninguna contestación, pero tampoco había puesto nada de su cosecha.
Y en aquel momento, terminado el interrogatorio, no se le ocurría levantarse para que él pudiera hacerlo también. Seguía tiesa en su butaca, y Maigret se sentía incapaz de leer en sus ojos, tan vivos por otra parte.
—Le ruego que me excuse por esta intromisión.
No hizo gesto alguno de protesta. Simplemente esperó a que él se hubiera levantado para hacerlo a su vez y a que se dirigiera torpemente hacia la puerta para acompañarlo.
—Si se le ocurre algo, una idea, un recuerdo, una sospecha…
La señora Josselin respondió con un ligero movimiento de los párpados.
—Un guardia municipal está de vigilancia en la puerta… Espero que no la importunen los periodistas.
—La señora Manu me ha dicho que ya han venido.
—¿La conoce desde hace mucho tiempo?
—Alrededor de seis meses.
—¿Tiene llave del apartamento?
—Sí. Ordené que le hicieran una.
—Y, aparte de ella, ¿quién más tenía llave?
—Mi marido y yo. También Véronique. Ha conservado la suya de soltera.
—¿Nadie más?
—Existe una quinta llave, que llamo de seguridad y que guardo en mi tocador.
—¿Continúa allí?
—Acabo de verla.
—¿Puedo hacerle una última pregunta a su hija?
Fue hacia una puerta, desapareció tras ella y regresó al cabo de unos instantes con Véronique Fabre, que miró a su madre y al comisario Maigret sucesivamente.
—Su madre me ha dicho que usted tiene una llave del apartamento. Querría asegurarme de que sigue en su poder…
Véronique fue hacia la cómoda y cogió su bolso. Después, acercándose a ellos, lo abrió y sacó de él un llavín plano.
—¿Se lo llevó anoche al teatro?
—No. Iba con un bolso de noche, mucho más pequeño que éste, y casi no me cabía nada.
—¿De manera que la llave se quedó en su apartamento del bulevar Brune?
Eso era todo. Maigret ya no podía, dentro de los límites de la decencia, formular más preguntas. Por otra parte, tenía ganas de abandonar aquel universo acolchado, donde tan poco a gusto se encontraba.
—Les doy las gracias por su amabilidad…
Bajó a pie, para desentumecer las piernas, y en cuanto dobló el primer recodo, dejó escapar un profundo suspiro. Los periodistas habían desaparecido de la acera, que el agente municipal recorría a grandes y lentas zancadas, pero estaban en el mostrador del bar de enfrente y se precipitaron hacia él.
—¿Ha interrogado a las dos mujeres? Maigret los miró un poco a la manera de la señora Josselin, como si pudiera ver a través de sus caras.
—¿Es verdad que la viuda está enferma y se niega a responder?
—No tengo nada que declarar, señores.
—¿Cuándo espera…?
Hizo un gesto vago y se dirigió al bulevar Raspail en busca de un taxi. Como los periodistas, en lugar de seguirle, se incorporaron nuevamente a su puesto de guardia, aprovechó para tomarse una caña en el bar de la noche precedente.
Eran cerca de las doce cuando entró en su despacho del Quai des Orfèvres. Un instante después, a través de la puerta abierta de la sección de inspectores, descubrió a Lapointe en compañía de Torrence.
—Vengan a mi despacho los dos.
Se sentó pesadamente al otro lado de la mesa y escogió la más voluminosa de sus pipas.
—¿Qué has hecho tú? —le preguntó al joven Lapointe.
—Me pasé por la calle Julie para lo de las verificaciones. Interrogué a los porteros y los tres contestaron que anoche, efectivamente, un individuo llamó a sus respectivos portales, preguntando si había un niño enfermo en la casa. A uno de ellos le pareció que la persona en cuestión no tenía aire de ser un verdadero médico, porque vestía muy mal. Y estuvo a punto de avisar a la policía.
—¿A qué hora fue todo eso?
—Entre diez y media y once.
—¿Y en el hospital?
—Eso fue más difícil. Llegué en pleno guirigay. El profesor y los médicos recorrían en aquel momento las salas. Todo el mundo iba de cabeza. Vi al doctor Fabre de lejos y estoy seguro de que me reconoció.
—¿No hizo nada?
—No. Iba entre un grupo de médicos jóvenes, todos con bata blanca y gorro. El gran jefe los precedía.
—¿Le reclaman con frecuencia en el hospital por la noche?
—Parece que no sólo a él, sino también a sus compañeros, cuando se plantea un problema urgente o cuando se le solicita para una consulta. Sin embargo, el doctor Fabre es el que va más a menudo. He podido atrapar a dos o tres enfermeras al vuelo. Todas se refieren a él de la misma forma. Hablan como si fuera un santo.
—¿Estuvo todo el tiempo a la cabecera de su paciente?
—No. Entró en varias salas y charló bastante tiempo con un interno…
—¿Saben allí lo sucedido?
—No lo creo. Me miraban con desconfianza. Sobre todo una mujer joven, enfermera o ayudante, supongo, que me dijo muy enfadada: «Si quiere hacer preguntas indiscretas, vaya a ver al propio doctor Fabre…»
—¿Se sabe algo del forense?
Éste, después de realizar una autopsia, solía dar un telefonazo al Quai des Orfèvres, antes de enviar el informe oficial, que siempre llevaba algún tiempo.
—Ha extraído las dos balas. Una de ellas estaba alojada en la aorta y era suficiente para provocar la muerte.
—¿A qué hora cree que se produjo?
—Entre las nueve y las once. El doctor Ledent necesitaría saber, para ser más preciso, a qué hora comió Josselin por última vez.
—Telefonea luego a la asistenta para preguntárselo y transmite la respuesta al doctor.
Durante todo ese tiempo, Torrence, plantado ante la ventana, miraba pasar a los barcos por el Sena.
—Aparte de eso, ¿qué hago? —preguntó Lapointe.
—De momento, nada más. En cuanto a usted, Torrence…
No lo tuteaba, aunque lo conocía desde mucho antes que a Lapointe. Pero éste se parecía más a un joven estudiante que a un inspector del Quai.
—¿Qué hay de los inquilinos?
—He trazado un pequeño plano del edificio. Así será más fácil explicárselo.
Lo colocó sobre la mesa, se puso detrás de Maigret y tendió el dedo para señalar uno de los apartamentos que estaban toscamente dibujados en el papel.
—Vamos a empezar por la planta baja. Sin duda ya sabe que el marido de la portera es guardia municipal y que anoche estuvo de servicio. Volvió a las siete de la mañana y durante su recorrido no tuvo que pasar ni una sola vez por delante de su casa.
—Siga…
—A la izquierda vive una solterona, la señorita Nolan, al parecer bastante rica y muy avara. Vio la televisión hasta las once y luego se acostó. No oyó nada ni recibió ninguna visita.
—¿Y a la derecha?
—Un tal Davey. Es viudo y vive solo. Trabaja como subdirector en una compañía de seguros. Cenó en la ciudad, como es su costumbre, y volvió a las nueve y cuarto. Por lo que he podido enterarme, hay una mujer joven y bastante guapa que de vez en cuando lo acompaña, pero anoche no. Leyó los periódicos y se durmió hacia las diez y media, sin haber oído nada anormal. No se despertó hasta que los hombres de la Identidad Judicial entraron en la casa con sus aparatos. Entonces se levantó y fue a preguntar al agente que estaba de guardia en la puerta lo que pasaba.
—¿Cuál fue su reacción?
—Ninguna. Volvió a acostarse.
—¿Conocía a los Josselin?
—Sólo de vista. En el primer piso, a la izquierda, está el apartamento de los Aresco. Son seis o siete, todos morenos y corpulentos. Las mujeres, bastante bonitas. Hablan con mucho acento. A ver si me acuerdo de todos: el padre, la madre, una cuñada, la hija mayor de veinte años y dos o tres críos. No salieron ayer.
—¿Está seguro? La portera sostiene que…
—Ya lo sé. Me ha repetido el disco. Alguien entró, poco después de que el doctor Fabre saliera, y dijo el nombre de Aresco al pasar por delante de la portería… El señor Aresco está indignado… Jugaron a las cartas en familia y jura que nadie salió del apartamento…
—¿Qué contesta a eso la portera?
—Que está casi segura de que oyó ese nombre y que incluso le pareció reconocer el acento.
—Casi segura… —repitió Maigret—. Le pareció reconocer… ¿A qué se dedican los Aresco?
—Tienen grandes intereses en América del Sur, donde viven una parte del año. También poseen una casa en Suiza. Hace quince días estaban aún allí…
—¿Conocen a los Josselin?
—Pretenden ignorar hasta su nombre.
—Continúe.
—Ala derecha, enfrente de ellos, vive un crítico de arte, Joseph Merillon, actualmente realizando una misión para el Gobierno en Atenas…
—¿En el segundo?
—Todo el piso está ocupado por los Tupler, de viaje por los Estados Unidos.
—¿No hay servicio doméstico?
—Al marcharse, cerraron el apartamento por tres meses… No quedan ni las alfombras, que enviaron a limpiar.
—¿En el tercero?
—Nadie, anoche, aparte de los Josselin. Los Delille, una pareja de cierta edad, con varios hijos casados, están en la Costa Azul y no volverán hasta primeros de octubre. Toda esa gente toma vacaciones largas, jefe…
—¿En el cuarto?
—Encima de los Josselin, los Meurat… Es decir, un arquitecto, su mujer y su hija de doce años. No salieron. El arquitecto trabajó hasta medianoche y no oyó nada. Tenía la ventana abierta. Enfrente vive un industrial con su mujer, los Blanchon, que ayer mismo se fueron a cazar a Sologne. En el quinto, una mujer sola, la señora Schwartz, que recibe con frecuencia la visita de una amiga. Anoche se pasó la velada sola y se acostó temprano. Y, por fin, una pareja joven, casada hace un mes, que ahora pasa sus vacaciones en la Nievre, en casa de los padres de ella. En el sexto sólo están las habitaciones del servicio…
Maigret observó melancólicamente el plano. Más de la mitad de los inquilinos continuaban fuera de París, en el mar, el campo o el extranjero. Y los pocos que habían pasado la noche en el edificio, se dedicaron a jugar a las cartas, a ver la televisión, a leer el periódico o a dormir. Uno de ellos trabajó hasta tarde. La portera no había vuelto a dormirse después de la salida del doctor Fabre.
Y, sin embargo, habían sonado dos disparos y un hombre había muerto como consecuencia de ellos en uno de los apartamentos, sin que nada viniese a perturbar la vida cotidiana de sus vecinos. Apenas podía creerse.
—Son buenas personas…
Sí. Todos los inquilinos eran, sin la menor duda, buenas personas, con medios de subsistencia conocidos y con una vida acomodada y carente de misterios.
¿Se había dormido la portera, después de tirar del cordón para el doctor Fabre, más profundamente de lo que creía? Su buena fe no podía ser puesta en duda. Era una mujer inteligente, que comprendía la importancia de su declaración.
Y, a pesar de ello, insistía en que alguien había entrado a las diez y había utilizado al pasar el nombre de los Aresco.
Pero éstos juraban que ninguna persona había salido o entrado, en toda la noche, de su apartamento. Y que ni siquiera conocían a los Josselin, lo cual era muy posible. En los grandes edificios, sobre todo si están habitados por miembros de la alta burguesía, nadie suele preocuparse de sus vecinos.
—¿Por qué diablos un individuo que vuelve a su casa va a dar el nombre de otro?
—¿Y si no fue nadie de la casa?
—Según la portera, no habría podido salir sin ser visto…
Maigret frunció las cejas.
—Parece una tontería —gruñó —. Y, sin embargo, desde cualquier punto de vista que se mire, no hay otra explicación.
—¿Alguien que se quedara en el edificio?
—Por lo menos hasta la mañana… De día debe ser fácil ir y venir sin que nadie se dé cuenta.
—¿Quiere usted decir que el asesino estaba allí, a dos pasos de la policía, durante las diligencias del juzgado y mientras los hombres de la Identidad Judicial levantaban el cadáver?
—Hay bastantes apartamentos vacíos… Va usted a coger un cerrajero y a examinar todas las cerraduras…
—Supongo que sin entrar…
—Naturalmente.
—¿Eso es todo?
—Por el momento. ¿Qué más podemos hacer?
Torrence reflexionó un instante y concluyó:
—Nada, claro…
Existía un crimen, puesto que un hombre había aparecido muerto. Pero no un crimen vulgar, porque la víctima no era vulgar.
—¡Una buena persona! —repitió Maigret casi con ira.
¿Quién podía tener una razón para matar a aquella buena persona?
Un poco más y el comisario empezaría a detestar a las buenas personas.