17

La voz de Mary Anne le llegó fresca y apacible:

—Están intentando manipular la realidad, Pete. Usan la misma facultad con que nos trajeron hasta Titán. ¿Hago lo que pueda?

—Sí —le gruñó Pete.

No podía verla; estaba en una profunda oscuridad, como sumergido en un estanque, donde no existiese materia alguna, sino más bien una total ausencia de ella. ¿Dónde estaban los otros? Esparcidos seguramente por todas partes; tal vez en millones de kilómetros de espacio vacío, en un vacío carente de significado. O quizás en milenios de espacio-tiempo.

Todo estaba en silencio.

—Mary —llamó Pete en voz alta. No obtuvo ninguna respuesta.

—¡Mary! —gritó Pete desesperadamente, tratando de asirse a algo en la oscuridad—. ¿Has desaparecido también? —Siguió escuchando, pero sin la menor respuesta a su llamada.

Transcurrido un tiempo que no pudo calcular, le pareció oír —o, más bien sentir— algo. En la oscuridad, un ente vivo sondeaba en su dirección. Una extensión sensorial de aquel ser viviente, o un dispositivo que tanteaba su camino. Y era consciente de la presencia de Pete. Sentía curiosidad por éste de un modo confuso y limitado, pero astuto.

Era un ser aún más antiguo que el vug contra el que había estado jugando. «Debe ser algo que vive entre los mundos —pensó Pete—. Entre las capas de realidad que constituyen nuestra experiencia, nuestra y de los vugs». «Vete, aléjate de mí», pensó, afanándose para repeler aquella cosa de algún modo, o al menos huir de su presencia.

Aquella criatura, cada vez más interesada, se había aproximado mucho más.

—¡Joe Schilling! ¡Ayúdame! —gritó.

—Yo soy Joe Schilling —dijo la misteriosa criatura. Y se dirigió hacia él más de prisa aún, desplegándose y estirándose ávidamente—. Ambición y temor —dijo—. Una mala combinación.

—¡Al diablo con que tú eres Joe Schilling! —gritó Pete en el colmo del terror, golpeando a la criatura y tratando de escapar de allí.

—La ambición por sí sola —continuó diciendo aquella cosa— no es en sí tan mala; es el primer motor que impulsa al ser, psicológicamente hablando.

Pete cerró los ojos. ¡Santo Dios! Era Joe Schilling. ¿Qué habían hecho los vugs con él?

¿En qué se habían transformado él y Joe en aquella oscuridad? ¿Lo habrían hecho los vugs? ¿O acaso sería así como la realidad aparecía ante ellos?

Se inclinó, encontró el pie y febrilmente se desató un zapato; se lo sacó y golpeó con toda su fuerza a la cosa que tenía delante.

—¡Humm! —dijo aquella cosa—. Tendré que meditar en esto. —Y se retiró. Jadeando, aguardó su retorno.

Tenía la seguridad de que volvería.

Joe Schilling, dando traspiés en aquel inmenso vacío, se tambaleó, pareció que iba a caer a un abismo y recuperó el equilibrio. Sintió que se ahogaba con el humo del cigarro y luchó por respirar.

—¡Pete! —gritó en voz alta. Escuchó. No existía dirección determinada, ni la sensación de arriba o abajo, ni el menor sentido de quién era o dejaba de ser; ninguna división entre el yo y el no-yo.

Silencio.

—Pete Garden —dijo de nuevo, y esta vez creyó sentir algo, aunque aún no lo oía realmente—. ¿Eres tú?

—Sí, soy yo —respondieron. Y era Pete Garden. Pero, con todo, no lo era.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo Joe—. ¿Qué maldita cosa nos hace esto? Estamos cayendo a un kilómetro por minuto, ¿no es cierto? Pero conseguiremos volver a la Tierra; tengo fe en que encontraremos el camino de vuelta. Después de todo, vencimos en La Partida, ¿verdad? —Escuchó de nuevo. Se oyó la voz de Pete:

—Acércate más.

—No —respondió Joe—. Por cierta condenada razón, yo… no me fío de ti. De todos modos, ¿cómo puedo acercarme más? No hago más que dar vueltas en el vacío… ¿Y tú también?

—Acércate más —repetía la voz monótonamente.

«No», se dijo Joe a sí mismo. No creyó en la voz; se sentía aterrado.

—¡Márchate! —gritó y, como paralizado, aguardó. La voz no se alejó.

Envuelta en la oscuridad reinante, Freya rumiaba furiosa: «Nos han traicionado… Hemos vencido, hemos ganado La Partida y no hemos conseguido nada… Aquel bastardo organismo… Nunca debimos haber confiado, ni poner fe alguna en la idea de Pete Garden para jugar con él. Lo odio. Suya ha sido la culpa y de Joe Schilling. Los mataré a los dos. —Con las manos intentó encontrar algo a que asirse pensando en que ya podía matar a alguno de ellos—. ¡Quiero matar!».

Mary Anne trató de llamar a Pete Garden:

—Escucha, Pete, nos han desprovisto de cualquier forma de aprehender la realidad. Somos nosotros los que hemos cambiado. Estoy segura. ¿Puedes oírme?

Ninguna respuesta. Ni el menor sonido.

«Nos han atomizado —siguió pensando Mary—, como si nos hallásemos cada uno de nosotros en estado de una extrema psicosis, aislados de todo lo demás y de cualquier atributo familiar de nuestros métodos de percibir la sensación de tiempo y espacio. Éste es un espantoso y terrible aislamiento… Tiene que ser eso. ¿Qué otra cosa, si no? Pero no puede ser real… Tal vez ésta sea la realidad fundamental, la que existe bajo las capas conscientes de la psique; quizás éste sea el modo en que nosotros somos, realmente. Ellos nos están mostrando esto, y nos están matando con la verdad acerca de nosotros mismos… con su facultad telepática y su capacidad de moldear y reformar la mente, de infiltrarse en ella…».

Rechazó tales pensamientos.

Y entonces, bajo ella, vio algo que vivía y se movía.

Eran unas criaturas encanijadas, extrañas, fantásticas, retorcidas por enormes fuerzas en unas formas mal conformadas y distorsionadas; comprimidas hasta volverse diminutas y ciegas. Mary Anne miró con detenimiento. La luz de un enorme sol poniente iluminó la escena hasta que, pocos momentos después, se fue diluyendo en una roja oscuridad y finalmente en la negrura de la noche. Ligeramente luminosos, como organismos de una vasta profundidad, las encanijadas criaturas seguían viviendo. No era agradable contemplar aquello.

Mary Anne las reconoció:

«Sí, somos nosotros, los terrestres, tal y como nos ven los vugs. Cerca del Sol, sujetos a fuerzas de gravitación inmensas». Mary Anne cerró los ojos.

«Sí, ahora comprendo —continuó pensando la chica—. No es de extrañar que nos combatan; para ellos, somos una raza vieja y decrépita a la que hay que forzar a abandonar la escena, pues su época ya pasó». Después, allí estaban los vugs. Unas criaturas resplandecientes, ingrávidas, que se deslizaban en lo alto, lejos del alcance de la agobiadora presión de las torpes y moribundas criaturas, sobre una pequeña luna, muy lejos del viejo Sol. «Queréis mostrarnos esto… Así es como la realidad aparece ante vosotros y es tan real como nuestra propia forma de verla. Pero no más real».

—¿Entiendes eso? —preguntó Mary Anne a la presencia resplandeciente y ligera que como una espiral se contorneaba frente a ella; la de un titanio—. ¿Qué nuestra visión de la situación es igualmente verdadera? Vuestra apreciación no puede reemplazar a la nuestra.

¿O sí ha de ser? ¿Es esto lo que deseáis?

La joven esperó la respuesta, con los ojos cerrados por el miedo.

—Idealmente —le llegó un pensamiento en forma telepática—, ambas visiones pueden coincidir. Sin embargo, en la práctica, la coincidencia verdadera es imposible.

Abriendo los ojos, vio una enorme burbuja de protoplasma gelatinoso, que ostentaba ridículamente un nombre bordado en hilo rojo sobre la frente: «E. B. Black».

—¿Qué? —preguntó Mary Anne, y miró a su alrededor. El vug E. B. Black radió a la joven sus pensamientos:

—Existen dificultades. No hemos terminado de resolverlas; de aquí las contradicciones existentes dentro de nuestra propia cultura. He prevalecido sobre los jugadores contra los que han luchado ustedes en su grupo. Usted se halla en este momento en la Tierra, en el apartamento de su familia, en San Rafael, donde estoy llevando a cabo mis investigaciones criminales.

La luz y la fuerza de la gravedad terrestre actuaban rápidamente sobre Mary Anne. Se incorporó con cautela.

—Vi… —comenzó a decir.

—Usted vio lo que nos tiene obsesionados —interrumpió el vug—. Es algo que no podemos desechar. —El vug se aproximó más a la joven, ansioso de que sus pensamientos se hicieran más claros para Mary Anne—. Nos damos cuenta que esto es parcial y que es injusto para ustedes, los terrestres, ya que como ha dicho, también tienen una visión opuesta y totalmente válida de nosotros. Sin embargo, nosotros continuamos percibiendo tal como usted acaba de experimentar. Habría sido injusto permitir que hubiesen ustedes continuado por más tiempo en ese esquema de referencia.

—Vencimos en La Partida, contra ustedes —dijo Mary Anne.

—Nuestros ciudadanos lo saben. Nosotros repudiamos los esfuerzos punitivos de nuestros jugadores derrotados. Lógicamente, habiendo vencido, ustedes debían retornar a la Tierra. Cualquier otra cosa sería inimaginable. Excepto, claro está, para nuestra facción de extremistas.

—¿Sus jugadores?

—No serán castigados. Están demasiado altamente situados en nuestra cultura. Dése por contenta de encontrarse aquí, señorita Mc Clain —concluyó el vug con tono duro.

—¿Y los otros miembros del grupo nuestro? —preguntó la joven—. ¿Dónde están en este momento? —No se hallaban en San Rafael, por supuesto—. ¿Están en Carmel?

—Se hallan esparcidos —dijo E. B. Black con tono irritado. Mary Anne no pudo distinguir si la rabia era contra ella, contra los miembros del Pretty Blue Fox o contra sus conciudadanos, los vugs. La situación general, en sí, era lo que parecía tenerlo molesto—. Los verá de nuevo, señorita Mc Clain. Ahora vuelvo a mis investigaciones…

El vug se aproximó y ella se retiró, sintiendo horror de algún contacto físico con la criatura de Titán. E. B. Black le recordaba mucho al otro, aquel vug contra el que habían jugado y ganado, y que había falseado su victoria.

—No han falseado nada —dijo telepáticamente el vug E. B. Black, contradiciéndola—. Su victoria ha sido simplemente… retenida. Sigue perteneciéndoles y de hecho la disfrutarán… a su debido tiempo. —En la voz del vug se notaba un cierto dejo de satisfacción. E. B. Black no parecía entristecido en absoluto por la situación de los miembros del Pretty Blue Fox ni por el hecho que sus componentes estuviesen esparcidos, aterrados y confusos. En el caos.

—¿Puedo ir a Carmel? —preguntó la joven.

—Por supuesto que puede usted ir a donde le plazca, señorita Mc Clain. Pero Joe Schilling no está en Carmel. Tendrá usted que ir a buscarlo a cualquier otra parte.

—Sí que lo haré. Lo buscaré hasta encontrarlo, y a Pete Garden también.

«Hasta que el grupo se encuentre reunido de nuevo —pensó la joven—. Como cuando nos encontrábamos sentados alrededor de la mesa de La Partida, frente a los titanios, y como lo estábamos en Carmel, hasta hace poco tiempo atrás».

Tan poco tiempo y parecía una eternidad… Mary Anne salió decididamente de su apartamento, sin volver la vista atrás.

Una voz impaciente y quejumbrosa pareció aguijonear a Joe Schilling, y éste trató de huir de ella; pero finalmente la tuvo literalmente encima.

—Oh, oiga, señor Schilling, espere un momento —farfulló la voz. En la oscuridad en que se hallaba le pareció flotar más cerca, cada vez más cerca hasta que la cosa estuvo sobre él, ahogándolo, impidiéndole respirar—. Lo retendré un rato. ¿De acuerdo? —Se produjo una pausa—. Bien, —continuó aquella voz—, le diré a usted lo que me gustaría. Puesto que está aquí, visitándonos, ello supone realmente un honor distinto, ya comprenderá. No es fácil verle en Portland.

—Márchense lejos de mí —repuso Schilling. Intentó empujarla con las manos pero le pareció que se le enredaban en unas redes pegajosas de materia invisible. Su intento fue inútil.

La voz continuó:

—Uh… He aquí lo que Es y yo queremos preguntarle. Quiero decir, usted rara vez viene a Portland, ¿no es verdad? De modo que, por casualidad, ¿tiene usted el disco de Erna Berger de… cómo se llama…? Ah, sí, «Die Zauberflote», ya sabe usted.

Respirando pesadamente, Joe Schilling respondió:

—El aria de «La Reina de la Noche».

—¡Sí, eso es! —La voz seguía acercándose ansiosamente, presionando inexorablemente; parecía que nunca se apartaría de su lado.

—Da dum-dum DUM da-di di, da-da dum dum —cantó otra voz, esta vez la de una mujer a coro con la del hombre.

—Sí, lo tengo —contestó Joe—. Es una grabación suiza de «La Voz de Su Amo». Las dos arias de «La Reina de la Noche». Por ambas caras.

—¿Podemos comprarla? —dijeron ambas voces casi al unísono.

—Sí.

La luz, gris y fragmentada revoloteaba ante sus ojos, y trató por todos los medios de incorporarse. ¿Estaba en su tienda de discos de Nuevo México?, se preguntó a sí mismo. No. Las voces aquellas habían dicho que estaba en Portland, en Oregón. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Por qué el vug lo habría dejado en aquel sitio?

Miró a su alrededor. Se encontraba en una sala de estar desconocida, perteneciente a un viejo edificio, con suaves pisos de madera, frente a un viejo y apolillado sofá rojo y blanco en el que estaban sentaban dos figuras familiares, pequeñas y achaparradas con los cabellos mal cortados: un hombre y una mujer que lo miraban con ansiedad.

—¿No tendrá ese disco con usted, por casualidad? —preguntó Es Sibley. Junto a él, los ojos de su mujer, Les Sibley, brillaban excitados.

En un rincón un fonógrafo tocaba a todo volumen «The Cherrey Duet»; Joe Schilling, por una vez en su vida, hubiera deseado taparse los oídos y suprimir aquellos espantosos ruidos. Resultaban demasiado chillones, demasiado estridentes; le producían dolor de cabeza y tomó aire profundamente.

—No —dijo al fin—. Está en mi tienda. —Sintió un terrible deseo de tomarse un buen café o una taza de té.

—¿Se encuentra bien, señor Schilling? —preguntó Es Sibley.

—Sí, gracias. —Joe se preguntó en aquel instante qué habría sido del resto del grupo; ¿los habrían dispersado como hojas secas sobre las llanuras de la Tierra? Así habría sucedido, con toda seguridad. Los titanios no podían darse por vencidos. Pero, al menos, el grupo estaba de regreso. La Partida había terminado.

—Escuchen —dijo Joe Schilling acentuando cada palabra—. Mi… coche… ¿está… ahí… fuera? —Esperaba que así fuese y rogó para que fuese cierto.

—No —contestó Les Sibley—. Lo recogimos y lo trajimos hasta aquí; ¿es que no lo recuerda? —A su lado, Es lanzó una risita mostrando sus grandes dientes. Su marido se volvió hacia ella—. No recuerda cómo llegó aquí. —Ambos rieron con ganas.

—Quisiera llamar a Max —dijo Schilling—. Tengo que irme. Lo siento. —Se puso en pie, tambaleante—. Hasta la vista.

—¡Pero… y el disco de Erna Berger! —protestó Es Sibley, consternada.

—Lo enviaré por correo. —Se dirigió muy despacio hacia la puerta de la casa. Tenía una vaga idea de dónde se encontraba—. Tengo que encontrar un vidífono y llamar a Max.

—Puede usted llamar desde aquí —le dijo Les Sibley conduciéndolo al comedor—. Si quiere, podría descansar un rato y…

—No, gracias. —Y acercándose al aparato marcó el número correspondiente.

—¿Sí? —Era la voz de su viejo coche auto-auto Max.

—Soy Joe Schilling. Ven a recogerme.

Joe le dio la dirección y volvió a la sala de estar. Se acomodó en un butacón, pensativo, y tanteó sus bolsillos con la esperanza de encontrar un cigarro, o al menos, su pipa. La música continuaba más fuerte aún que antes, esordeciéndolo. Se encogió en su asiento, con las manos cruzadas, y aguardó. Cada minuto que transcurría lo hacía sentirse mejor, y darse cuenta de cuanto les había sucedido.

De pie en un boscaje de eucaliptus, Pete Garden comprendió enseguida dónde se hallaba. Los vugs lo habían dejado en libertad y estaba en Berkeley. En su vieja y antigua circunscripción, que había perdido frente a Walt Remington, quien a su vez la pasó a manos de Pendletton Associates, y de aquí a manos de Jerome Luckman, que ahora estaba muerto.

En un banco rústico, de troncos, se hallaba sentada una mujer joven que lo miraba sin hacer el menor movimiento. Era su esposa, Carol Holt.

—Carol, ¿te encuentras bien?

—Sí, Pete —aprobó con un gesto, pensativamente—. Estoy aquí desde hace bastante tiempo, pensando en tantas cosas como tengo en la cabeza. Ahora comprendo que tuvimos mucha suerte al tener a nuestro lado a esa chica, Mary Anne Mc Clain.

—Sí, tienes razón —convino Pete. Se dirigió hacia ella, vaciló, y terminó por sentarse a su lado. Se hallaba realmente contento de volver a verla.

—¿Tienes idea de lo que habría podido sucedernos, de haber sido una criatura malévola respecto a nosotros? Te lo diré, Pete. Podría haber arrebatado a nuestro hijo de mi seno. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Sí, es verdad —admitió Pete Garden, y sintió que el corazón se le encogía por el temor.

—No tengas miedo, Pete —dijo ella—. Mary Anne no lo hará. Así como tú no vas con tu coche a la caza de gente, intentando matarlos. Después de todo, podrías hacerlo. Y, como notario, lo harías impunemente —agregó con una sonrisa—. Ya no es ningún peligro para nosotros dos. En muchos aspectos, creo que esa chica es más sensible de lo que lo somos nosotros. Y muy razonable y madura. He pensado mucho en eso, mientras estaba aquí. Me ha parecido que han transcurrido años.

Pete golpeó cariñosamente el hombro de su mujer, y después se inclinó y la besó.

—Espero que puedas conseguir que te restituyan Berkeley de nuevo, Pete. Supongo que Dotty Luckman lo tiene ahora; pero no será muy difícil recuperarlo. Ella no es muy buena jugadora.

—Espero que Dotty pueda precindir de él. Ahora está en posesión de todos los títulos de propiedad que Jerome Luckman le dejó al morir.

—¿Crees que podremos retener a Mary Anne en el grupo?

—No.

—Es una lástima. —Carol miró a su alrededor, hacia los altos eucaliptus que los rodeaban—. Es delicioso estar aquí, en Berkeley. Me doy cuenta de por qué te has sentido tan desgraciado al perderlo. Luckman no gozó realmente al ganarlo, por la ciudad en sí; yo creo que fue sólo el placer de ganarlo frente a vosotros. —Carol hizo una breve pausa—. Pete, estoy pensando que, ahora que se ha vencido a los titanios, el índice de natalidad en nuestro mundo quizá vuelva a ser normal…

—Dios nos ayude —repuso Pete—, si no ocurre así…

—Tiene que ser —afirmó Carol—. Algo me dice el corazón que así será. Yo soy la primera de muchas mujeres. Llámalo talento psiónico o premonición de mi parte, pero sé positivamente que sucederá de esa forma. ¿Cómo le pondremos a nuestro hijo?

—Creo que eso dependerá, según sea chico o chica.

—Puede que sean un par de mellizos —sonrió Carol.

—En ese caso, Freya habría tenido razón, a su manera esquizoide, cuando dijo que esperaba que fuese una criatura, implicando con ello que no estaba segura que fuese así.

—Muy bien podrían ser gemelos. ¿Cuándo ha sido el último caso de unos gemelos? Pete se sabía la respuesta de memoria.

—Hace cuarenta y dos años —dijo—. En Cleveland. Los señores Toby Perata.

—Nosotros muy bien podríamos ser los próximos —insinuó Carol.

—No es probable.

—Pero hemos ganado, ¿recuerdas?

—Sí que lo recuerdo. —Pete puso los brazos alrededor del cuerpo de su mujer y la abrazó.

Dando tumbos en la oscuridad, sobre lo que parecía ser el bordillo de una acera, Dave Mutreaux llegó hasta la calle principal de una pequeña ciudad de Kansas, en donde se encontró de pronto. Delante de él vio las luces de la ciudad, suspiró con alivio y se dio prisa por llegar.

Lo que necesitaba era un coche; no quería molestarse en llamar al suyo. Dios sabría dónde estaría en aquel momento y cuánto debería esperar hasta que llegase, presumiendo que pudiera tomar contacto con él. Se adentró en la ciudad por la calle principal del pueblo —de nombre Fernley—, hasta llegar a una agencia de coches voladores. Alquiló uno, salió con él y se detuvo un momento sentado en el interior, haciendo acopio de su energía.

Se dirigió al efecto Rushmore del coche y le preguntó:

—Escucha bien esto: ¿soy un vug o un terrestre?

—Veamos —respondió el circuito Rushmore—. Usted es el señor David Mutreaux, de Kansas City. Es usted un terrestre, señor Mutreaux. ¿Responde esto bien a su pregunta?

—Gracias a Dios —dijo Mutreaux con un suspiro de alivio—. Sí, es una respuesta magnífica.

Puso el coche volador en marcha, y alzó el vuelo hacia la costa occidental, en dirección a Carmel, en California.

«Será para mí lo más seguro volver con ellos —reflexionó Mutreaux—. Sí, estaré seguro con las gentes del Pretty Blue Fox, ahora que me he deshecho de las autoridades titanias. El doctor Philipson está en Titán, Nats fue aniquilado por el poder telekinético de Mary Anne Mc Clain y la organización, subvertida desde su comienzo, ha quedado reducida prácticamente a cero. Nada tengo que temer. De hecho, yo ayudé a ganar La Partida. Y creo que lo hice bastante bien».

Se representó la recepción que le harían. Sí, allí estarían; uno tras otro irían apareciendo, provenientes de los distintos puntos de la Tierra donde los titanios los hubieran depositado. Se reunirían otra vez y abrirían una botella de whisky «Jack Daniel’s» y otra de whisky canadiense. Le pareció, conforme se aproximaba a Carmel, que ya oía las voces de sus compañeros, celebrando la victoria obtenida. Todos estarían allí. Al menos, casi todos. Era suficiente para él.

Dando tumbos por el inmenso desierto de Nevada, Freya Gaines se dio cuenta que le llevaría mucho tiempo llegar hasta el apartamento de La Partida en Carmel.

De todas formas —pensó—, ¿qué importancia tenía la cosa? ¿Qué esperaba de ello? Los pensamientos que había tenido mientras se encontraba en las regiones intermedias donde los titanios la habían lanzado… «Yo no repudiaré estos sentimientos», se dijo a sí misma, llena de veneno. Pete ya tenía a su mujer embarazada; ya nunca volvería a poner su atención en ella en toda su vida.

En el bolsillo encontró una tira de papel-conejo; sacándolo, lo despojó de su delicada envoltura y lo masticó. Con la luz de su cigarrillo comprobó el color y lo tiró rabiosamente lejos de sí. Nada. Siempre había sido igual para ella. La culpa era de Pete; lo que había hecho con Carol Holt, pudo muy bien haberlo hecho con ella. Dios bien sabía cuántas veces lo intentaron, debió ser varios miles de veces. Evidentemente, es que Pete nunca deseó tener éxito con ella.

Un par de focos le alumbraron, delante de ella. Se detuvo con precaución, con la respiración alterada, imaginando quién podría ser el que se acercaba.

Un coche volador tomó contacto con el suelo suavemente, guiñando sus luces de posición.

Se abrió la puerta.

—¡Señora Gaines! —le saludó alegremente una voz. Mirando con cuidado, Freya se aproximó al coche.

Tras el volante, se sentaba un hombre mayor, calvo, de agradable aspecto.

—Me alegro de haberla encontrado —le dijo—. Suba y salgamos de este espantoso desierto. ¿Adónde quiere ir exactamente? ¿A Carmel?

—No, no quiero volver a Carmel. —«Jamás volveré por allá», pensó.

—¿Adónde, pues? ¿Qué tal le parece ir a Pocatello, en Idaho?

—¿Por qué Pocatello? —preguntó Freya.

Pero entró en el coche volador; era infinitamente mejor que continuar andando a la deriva por aquel desierto, sola en la oscuridad, sin nadie que pudiera ayudarla, y, desde luego, nadie del grupo. A ellos les importaría maldita la cosa de lo que pudiese haberle ocurrido.

El conductor se presentó a sí mismo, mientras ponía en marcha el coche:

—Soy el doctor E. G. Philipson —dijo con una cortés sonrisa.

Ella se quedó mirando fijamente. Ella conocía, positivamente, quién era. O mejor dicho, lo que aquella cosa era.

—¿Quiere quedarse aquí, por ventura? Si lo prefiere, puedo dejarla nuevamente aquí…

—No, claro que no —murmuró Freya, y se recostó en el asiento, estudiándolo detenidamente mientras reflexionaba.

El doctor Philipson se dirigió a ella:

—Señora Gaines, ¿en qué forma le gustaría trabajar para nosotros, como un cambio en su vida? —dijo sin quitar los ojos del camino, y con una sonrisa que nada tenía de cálida: una sonrisa absolutamente fría.

—Es una proposición interesante —contestó Freya—. Pero es algo que me gustaría considerar bien. No puedo decidirlo en este momento.

«Algo muy interesante, sí», pensó en aquel instante.

—Tiene usted todo el tiempo que quiera, señora —dijo Philipson—. Somos pacientes. Puede usted tomarse todo el tiempo del mundo.

Freya, por toda contestación, lo miró sonriendo.

Y, sintiéndose seguro de sí mismo, el doctor Philipson condujo su coche hacia Idaho, atravesando velozmente el oscuro cielo de la noche de la Tierra.

FIN