—Esto es lo que tiene usted que aceptar y con lo que ha de enfrentarse —dijo Pete Garden a Mutreaux—. Cuando juguemos, Mary Anne estará en la mesa al lado de usted, en todo momento. Si perdemos, Mary lo matará, no lo olvide.
—Ya lo sé —murmuró Mutreaux con rostro inexpresivo—. Era obvio, tan pronto como murió Pat, que mi vida depende de que ustedes ganen. —Y se dio un masaje en la garganta mientras se tomaba una taza de té caliente—. Y más indirectamente, las vidas de ustedes también lo están.
—Así es —convino Joe Schilling.
—Ellos llegarán a la Tierra en cualquier momento, dentro de la próxima media hora, si he comprendido bien —dijo Mary Anne, sentada en un extremo de la cocina del apartamento de los Mc Clain.
A través de la puerta abierta, podía verse en la sala de estar la amorfa figura del detective vug E. B. Black, consultando con los otros miembros de la policía terrestre de la costa occidental.
—Hemos de comenzar en Carmel —dijo Pete.
Llamó por el vidífono y tuvo una entrevista con su psiquiatra, el doctor Macy en Salt Lake City, para que preparasen los comprimidos de fenotiazina, los cuales deberían ser llevados hacia Carmel por mediación de una de las casas de productos farmacéuticos de San Francisco hasta la sala de juego del grupo Pretty Blue Fox y recibidas por Bill Calumine, en representación del grupo, como siempre lo había sido.
—¿Qué tiempo necesita la fenotiazina para actuar? —preguntó Joe Schilling a Pete.
—Una vez ingerida, el efecto es casi inmediato —respondió Pete Garden, siempre y cuando Mutreaux no la haya probado nunca hasta ahora.
En realidad, puesto que embotaba su talento psiónico, era sumamente improbable que la hubiera tomado.
Los cuatro, una vez entrevistados por el detective E. B. Black y hechas las oportunas declaraciones, salieron de San Rafael en dirección a Carmel en el viejo coche cascarrabias de Joe Schilling, seguidos por el de Pete Garden a poca distancia, que iba vacío. Mary Anne miraba como ausente por una de las ventanillas del coche volador. Dave Mutreaux estaba inmóvil, hundido en su asiento, y cada tanto se tocaba la garganta dolorida. En los asientos delanteros iban Pete Garden y Joe Schilling.
Quizá fuese el último viaje que hicieran, pensó Pete. Llegaron a Carmel bastante pronto; Pete aparcó el coche y apagó el motor y el viejo circuito Rushmore. Los cuatro tripulantes salieron al exterior.
De pie en la oscuridad de la noche, un grupo de personas aguardaban su llegada. De alguna forma extraña, la presencia de aquellas figuras les produjo un escalofrío. Había cuatro, tres hombres y una mujer. Paul encendió la luz de la guantera de su coche, que se había detenido tras Max, e iluminó al silencioso grupo. Tras una pausa, Joe Schilling murmuró:
—Ahora comprendo.
—Así es —añadió Dave Mutreaux—. Así será exactamente como habrá que jugar. Espero que puedan ustedes continuar adelante.
—Pues claro que sí podremos —afirmó Pete Garden.
Las cuatro figuras silenciosas que aguardaban eran simulacros de titanios.
De ellos mismos. Un vug Pete Garden, otro Joe Schilling, otro Dave Mutreaux y otro vug Mary Anne. El último, ligeramente escondido tras los tres primeros, era el de la chica y no parecía tan sustancial como los demás. Mary Anne era, sin duda, un problema para los titanios. Incluso en aquel aspecto.
Pete Garden se dirigió hacia los cuatro simulacros.
—¿Y si perdemos? —preguntó.
El vug que respondía a su propia figura, dijo en el mismo tono preciso:
—Si pierde usted, señor Garden, su presencia ya no será requerida por más tiempo en La Partida y yo lo reemplazaré. La cosa es bien sencilla.
—Canibalismo… —murmuró Joe Schilling.
—No —le contradijo el vug Joe Schilling—. El canibalismo tiene lugar cuando un miembro de cualquier especie viviente se alimenta de los otros de su misma especie. Nosotros no somos de la misma especie que ustedes. —Y el vug Joe Schilling sonrió, con la misma sonrisa que tan bien conocía Pete Garden desde años. Resultaba una soberbia imitación.
Y el resto del grupo del Pretty Blue Fox, que se hallaba arriba, en la sala de juego ¿tendría también cada uno de ellos su propio simulacro?, se preguntó Pete.
—Así es —respondió el vug Pete Garden—. Por tanto, podemos comenzar. La Partida comenzará inmediatamente; no existe razón alguna para demorarla. —Y comenzó a subir la escalera, demostrando conocer el camino perfectamente.
Existía algo terrible en aquello, pensó Garden. El celo con que el vug subía la escalera, la seguridad con que lo hacía, como si ya lo hubiera hecho antes mil veces más, lo hizo sentir enfermo. Parecía realmente un terrestre en su propio hogar y acostumbrado a moverse con la normal facilidad de un ser humano. Con un escalofrío, Pete observó que los otros tres simulacros se comportaban de igual modo.
Se abrió la puerta y el vug Pete Garden entró en la sala de juego de Pretty Blue Fox.
—¡Hola! —lo saludaron los componentes del grupo.
Stuart Marks —¿o sería el simulacro de Marks?—, lo miró con horror y después tartamudeó:
—Supongo que ya estamos todos. —Él, o eso, se detuvo en el porche y miró hacia abajo—. Bienvenidos.
—Saludos a todos —dijo Pete Garden lacónicamente.
Se ubicaron junto a la mesa de juego, los simulacros titanios a un lado y la gente del Pretty Blue Fox, además de Mutreaux y Mary Anne, al otro.
—¿Un cigarro? —dijo Joe Schilling a Pete.
—No, gracias —murmuró éste.
En el otro lado, el simulacro de Joe Schilling repitió el mismo ofrecimiento al de Pete:
—¿Un cigarro?
—No, gracias —repuso el vug Pete Garden. Dirigiéndose a Bill Calumine, Pete Garden le dijo:
—¿Ha llegado el encargo hecho desde San Francisco, con esos medicamentos? Los necesitamos antes de comenzar. Espero que no haya disputa sobre el particular…
El vug Pete Garden le respondió:
—Una idea valiosa la que han tenido para asegurar su irregular e imperfecto aparato sensorial psiónico. Tienen un perfecto derecho a hacerlo; les falta a ustedes mucho para igualar nuestros poderes. —Miró sonriendo al grupo Pretty Blue Fox—. No ponemos ninguna objeción a esperar la llegada de esos medicamentos; lo contrario sería injusto.
Calumine se aproximó:
—No es preciso esperar, señores. Los medicamentos están aquí, en la cocina. Levantándose de su silla Pete Garden se dirigió en compañía de Mutreaux hacia la cocina. En el centro de la mesa y junto a botellas de licores, hielo y aperitivos, había un paquete sin abrir, sellado con un precinto.
—Pensemos por un momento —indicó Mutreaux mientras Pete Garden desenvolvía el paquete— que, si esto no funciona, lo que le ocurrió a Patricia y a los otros de la organización, allá en Nevada, me ocurrirá a mí. —Parecía relativamente en calma, no obstante—. No me parece que estos moderados compartan el desprecio por el orden y la ley que había en el Wa-Pei-Nan —continuó Mutreaux—, con el doctor Philipson y todos los demás. —Pete Garden cogió una píldora de fenotiazina—. Si usted conoce el tiempo que tarda en actuar ese producto, los vugs estarán en condiciones de…
—No lo sé —repuso Pete Garden mientras llenaba un vaso de agua—. La casa preparadora ha informado que el alcance de su efecto varía desde un actuar instantáneo, hasta cualquier gradación entre una acción parcial y ninguna acción. He cogido una gragea al azar; resulta igual a las demás, en su aspecto exterior, aunque interiormente estén diversamente dosificadas. —Y le tendió la gragea a Mutreaux.
Éste se la tomó con un poco de agua, con un gesto sombrío.
—Le diré una cosa —dijo Mutreaux— para su propio gobierno. Hace ya algunos años, y a título de experimento, me tomé un derivado de la fenotiazina. Produjo un efecto colosal sobre mi facultad premonitora. —Y sonrió débilmente a Pete Garden—. Como le dije con anterioridad a la visita a Patricia Mc Clain, esta idea suya es una adecuada respuesta a la solución de nuestros problemas, por lo que yo puedo prever. Lo felicito.
—¿Dice usted eso cordialmente por estar de nuestra parte, o por verse forzado a estarlo en el juego?
—No lo sé muy bien —dijo Mutreaux—. Me encuentro en un período de transición. El tiempo lo dirá. —Y, volviéndose, salió a la sala de estar, sin añadir otro comentario, y se dirigió a la gran mesa de juego.
El vug Bill Calumine se puso en pie y anunció:
—Sugiero que nuestro bando tire antes que el suyo. —Y tomando el bombo lo hizo girar con gran energía.
El indicador se detuvo en el 9.
—Está bien —respondió Calumine, encarándose con su simulacro vug, y él a su vez hizo girar el bombo. El indicador comenzó a detenerse, llegó hasta el doce, pareció querer detenerse allí y pasó al 1.
Dirigiéndose hacia Mary Anne, Pete Garden le dijo:
—¿Estás resistiendo cualquier esfuerzo que hagan ellos sobre tu poder psiónicokinético?
—Sí —respondió la chica, concentrándose en el indicador, que apenas se movía. El indicador se detuvo finalmente en el 1.
—Es correcto —dijo Mary Anne, con voz apenas audible.
—Bien, ustedes, titanios, comienzan el juego —concedió Pete, esforzándose por contener la decepción que sufría en aquel momento.
—Muy bien —dijo el vug simulacro que tenía enfrente, sonriendo con burla—. Procederemos, pues, a transportar el campo de interacción de la Tierra, a Titán. Confiamos en que ustedes, terrestres, no tengan objeción ninguna que hacer.
—¿Qué? ¡Esperen un momento! —gritó Joe Schilling. Pero la acción transformadora había dado ya comienzo y era demasiado tarde para detenerla.
La habitación pareció temblar y comenzó a volverse neblinosa. Los simulacros, sentados en la parte opuesta, comenzaron a alterar su forma, según pudo apreciar Pete Garden. Era como si sus formas físicas ya no funcionaran adecuadamente, como si estuvieran a punto de desprenderse de sus arcaicos y contrahechos exoesqueletos. Su propio simulacro, sentado justamente frente a él, comenzó de pronto a dar horribles sacudidas. La cabeza le colgaba desmayadamente y los ojos quedaron desprovistos de luz, como vacíos y sin vida, recubiertos de una película membranosa. El simulacro tembló ligeramente y por el costado, de pies a cabeza, se abrió una rendija, por la cual intentaba salir el cuerpo de la verdadera criatura allí encerrada temporalmente. El mismo fenómeno ocurría con los demás simulacros de los miembros terrestres del grupo.
Al fin surgió la masa protoplasmática del organismo viviente al exterior. Al no necesitar por más tiempo su cubierta artificial, el vug emergió con su verdadera forma, bajo la luz amarillenta del lejano sol. Los demás vugs fueron igualmente suprimiendo su envoltura terrestre y apareciendo en su forma titania. Las envolturas desechadas comenzaron a balancearse, como bajo el soplo de un viento impalpable, se retorcieron y alejaron flotando, ingrávidas y descoloridas. En el aire flotaban algunas partículas de la envoltura que habían llevado hasta entonces que, como pequeñas escamas, cayeron sobre la mesa de juego. Pete Garden se apresuró a apartarlas con asco y horror.
Por fin aparecían los jugadores titanios de La Partida en su auténtica forma. Comenzaba en serio La Partida y habían abolido el fraude de sus formas terrestres; ya no había necesidad de tal cosa, porque La Partida ya no se jugaba en la Tierra.
Se encontraban en Titán.
Con una voz que procuró ser lo más calmosa posible, Pete dijo:
—Todas nuestras tiradas las hará Dave Mutreaux. Aunque deseamos sacar las respectivas cartas que nos corresponde a cada uno en La Partida.
Los vugs, difundiendo sus pensamientos telepáticos, contestaron con una carcajada burlona y carente de sentido.
«¿Por qué?», se preguntó Pete a sí mismo. Parecía que, al quedar los titanios en su verdadera forma viviente, la comunicación entre los dos bandos había sufrido un sensible deterioro.
—Joe —dijo Pete a Schilling—. Si a Bill Calumine no le parece mal, me gustaría que tu movieras nuestras piezas.
—Muy bien —contestó Joe aprobando con un gesto.
Unos tentáculos de humo gris, fríos y húmedos, se extendieron sobre la mesa de La Partida y los vugs que se sentaban en la parte opuesta quedaron inmersos en una relativa oscuridad. Los titanios se retiraban, al menos físicamente, como si rehusaran el contacto con los terrestres tanto como les fuese posible. No parecía ninguna animosidad, sino más bien una espontánea retirada.
«Quizá —pensó Garden— estábamos condenados a este encuentro desde el principio y este resultado estaba absolutamente determinado desde el primer contacto de nuestras distintas culturas». Se sintió vacío y furioso, más determinado que nunca a vencer a sus oponentes en La Partida.
—Saque una carta —dijeron los titanios telepáticamente; y no parecía haber más que una voz, como si en realidad sólo estuvieran jugando contra un único vug. Un enorme organismo inerte que se enfrentaba con ellos, de acciones muy lentas pero infinitamente decidido. E inteligente.
Pete Garden sintió odio y temor al mismo tiempo. Mary Anne dijo en voz alta:
—¡Están empezando a ejercer influencia sobre las barajas!
—Está bien —le advirtió Pete—. Continúa manteniendo tu atención, en la mayor medida que te sea posible.
Pete comenzó a sentir un terrible cansancio. ¿Sería acaso que habrían perdido ya? Se sentía como si así fuese, como si hubiesen estado jugando una partida eterna, sin descanso, y apenas sí la habían comenzado.
Bill Calumine alargó la mano y sacó una carta.
—No la mires —le advirtió Pete Garden.
—Ya comprendo —dijo Bill, irritado. Deslizó la carta, sin observarla, hacia David Mutreaux. Éste, a la escasa media luz reinante, contempló la carta vuelta hacia abajo, concentrándose en ella.
—Siete cuadrados —anunció.
Joe Schilling, a una señal de Calumine, movió la pieza hacia delante siete casillas. La que tenía que ocupar tenía la siguiente leyenda:
Alza en los costos del combustible: pagar 50 dólares a una Compañía de Servicios Públicos.
Levantando la cabeza Joe Schilling miró a la autoridad titania que se sentaba al extremo lejano de La Partida. No hubo ningún reclamo. Los titanios habían decidido dejar pasar el movimiento; no creyeron que hubiera un farol.
Mutreaux se volvió hacia Pete Garden:
—Hemos perdido, es decir, vamos a perder; lo preveo con absoluta seguridad: está en cualquier alternativa futura.
—Pero su capacidad —señaló Schilling—, ¿es que la ha olvidado? Será que estará ahora altamente reducida. Es una nueva experiencia para usted y está desorientado, ¿no es cierto?
—Pero el caso es que no siento que se haya debilitado —contestó Mutreaux en tono claudicante.
La autoridad titania se encaró con el grupo terrestre.
—¿Desean retirarse de La Partida?
—De ningún modo —respondió Garden, mientras Calumine, pálido y agobiado, confirmaba con un gesto tal decisión.
«¿Qué es esto?, pensó Pete Garden. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? ¿Es que David Mutreaux, a despecho de la amenaza de Mary Anne, los estaba traicionando?.»
—Hablo en voz alta —dijo Mutreaux—, porque ellos… —y señaló a los oponentes vugs— pueden leer en mi mente de todas formas.
Sí, aquello era cierto, se dijo Pete a sí mismo, mientras su mente trabajaba con febril actividad. ¿Qué podría salvarlos de aquella situación? Pete trató de controlar su pánico interno y su intuición de completa derrota a manos de los vugs. Joe Schilling encendió un cigarro y se retrepó en su asiento.
—Creo que lo mejor es que continuemos —dijo.
El viejo Joe no parecía demasiado preocupado, pero con todo era seguro que debía estarlo. Como jugador veterano, pensó Pete, no dejaba traslucir sus emociones, ni capitulaba de ninguna forma. Joe seguiría hasta el fin y el resto de ellos también. Porque tenían que hacerlo. La cosa era tan simple como aquello.
—Si ganamos —dijo Pete al vug oponente— obtendremos el control de Titán. Ustedes tienen mucho que perder; han apostado tanto como nosotros.
El vug se incorporó un tanto, tembló ligeramente y dijo con laconismo:
—Jueguen.
—Le toca a usted tirar —le recordó Schilling.
—Es verdad.
El vug tiró su carta. Se detuvo, y entonces, sobre el tablero, su pieza avanzó una, dos, tres…, hasta nueve casillas en total. La casilla rezaba así:
Planetoide rico en tesoros arqueológicos, descubierto por sus exploradores: gana 70.000 dólares.
¿Sería un farol? Pete Garden se volvió hacia Schilling y Bill Calumine se inclinó para conferenciar. Los otros, a su vez, también se reunieron murmurando.
—Yo pediría farol —insinuó Schilling.
De un extremo a otro del equipo terrestre, se votó con vacilación. Por escaso margen, se decidió reclamar farol.
—Farol —declaró en voz alta Joe Schilling.
La carta de los vugs se mostró cara arriba. Era un nueve.
—Ha sido correcto —dijo Mary Anne—. Lo siento, pero es así; por lo que yo he podido detectar, no se ha ejercido ninguna fuerza psiónica.
—Preparen su pago, por favor —dijo el vug. Y de nuevo surgió la risa burlona, o al menos así le pareció a Pete Garden, aunque no estaba seguro.
En cualquier caso, resultaba un duro golpe para Pretty Blue Fox. El lado vug había ganado 70.000 dólares de la banca por haber llegado a esa casilla, y otros 70.000 dólares adicionales de los fondos del grupo, debido a la inadecuada llamada de farol; 140.000 dólares en total. Abrumado, Pete se esforzó en mantenerse sosegado, al menos en lo exterior.
—Nuevamente —dijo el vug—, solicito de ustedes que se den por vencidos.
—No, no —dijo Schilling, mientras Jack Blau terminaba de contar los fondos con mano temblorosa y los entregaba a los titanios.
—Esto es una calamidad —comentó Calumine.
—¿No ha sobrevivido usted a tales pérdidas en La Partida con anterioridad? —preguntó Joe Schilling con voz ligeramente irritada.
—¿Y usted? —rebatió Calumine a su vez.
—Sí.
—Pero no hasta el final —dijo Calumine—. Al final, Schilling, no sobrevivió usted fue derrotado. Exactamente igual a como está usted perdiendo aquí por todos nosotros.
Joe permaneció silencioso. Tenía las facciones pálidas.
—Continuemos —dispuso Pete Garden.
—Fue idea tuya traer aquí a este tipo —dijo Calumine—. No tendríamos tan mala suerte sin él. Como interventor…
—Pero ya dejaste de serlo —intervino la señora Angst en voz baja.
—Juego —restalló la voz tensa de Stuart Marks.
Tiró su carta y la pasó sin leer a Dave Mutreaux. Éste esperó, con la carta vuelta hacia abajo, y entonces, lentamente, movió su pieza a once casillas de distancia. La casilla decía:
Un gato doméstico descubre un valioso álbum de sellos antiguos en un ático. Gana usted 3000 dólares.
El vug dijo sin vacilar:
—Es un farol.
Dave Mutreaux, tras una pausa, dio la vuelta a la carta. Era ciertamente un 11; el vug había perdido y tenían que pagar. Se oyó un prolongado murmullo. La suma no tenía mucha importancia, pero probó a Pete que los vugs no eran infalibles y que se equivocaban.
El preparado de fenotiazina estaba actuando. El grupo Pretty Blue Fox tenía una oportunidad.
Entonces el vug tiró otra carta, la examinó y su pieza se movió hacia delante en nueve casillas. El lugar de descanso rezaba así:
Error en el pago de antiguos impuestos. Tasado por el Gobierno Federal en 80.000 dólares.
El vug se estremeció un poco convulsionante, y dejó escapar un débil y casi inaudible gemido. Aquello debía ser un farol, calculó Pete. Si lo era y no se reclamaba, en vez de perder tal suma los vugs la cobrarían. Todo lo que precisaban era volver la carta y mostrar un 9.
Pero la votación de Pretty Blue Fox fue la de no reclamar farol.
—Declinamos reclamar el farol —declaró Schilling.
Con cierta repugnancia, el vug pagó de sus fondos los 80.000 dólares a la banca. No había sido farol, realmente, y Pete respiró con alivio. Los vugs habían perdido ahora más de la mitad de lo ganado anteriormente. Evidentemente, no eran jugadores infalibles. Y, al igual que las gentes de Pretty Blue Fox, el vug no lograba ocultar su consternación ante un contratiempo importante. No eran humanos, pero sí seres vivientes de otra especie, con sus objetivos, sus deseos y ansiedades. Eran mortales, en suma. Instintivamente, Pete sintió compasión por el vug que acababa de perder.
—Está usted dilapidando sus sentimientos —dijo el vug con acritud—, al tener piedad de mí. Todavía les llevamos ventaja, terrestres.
—Por ahora —respondió Pete Garden—. Pero están ustedes implicados en un proceso de decadencia. El proceso de perderlo todo.
Pretty Blue Fox tiró otra carta que, como las anteriores, fue pasada sin ver a manos de Dave Mutreaux. Éste se quedó inmóvil por un lapso de tiempo que pareció interminable.
—¡Cante, vamos! —restalló finalmente Calumine.
—Tres —murmuró Mutreaux.
Joe Schilling movió la pieza terrestre. Pete leyó:
Un deslizamiento de barro amenaza los cimientos de una casa. Honorarios de reconstrucción: 14.000 dólares.
El vug no se inmutó; tras unos instantes, declaró:
—No se canta farol.
Dave Mutreaux miró a Pete Garden. Tomó la carta y la mostró. No era un 3. Era un 4.
El grupo había ganado y no perdido 14.000 dólares. El vug había fallado al no cantar farol.
—Es sorprendente —comentó el vug— que una tal desventaja vuestra os permita ganar.
Entonces tiró a su vez, con furia, otra carta, y sobre la marcha colocó su pieza a siete casillas de distancia. Ésta decía:
Cartero herido frente a su puerta. Reclamación ganada frente a los Tribunales: 300.000 dólares.
¡Dios de los Cielos!, pensó Pete Garden. Era una cantidad de dinero tan asombrosa que toda La Partida dependía de ella. Hizo un detenido escrutinio del vug, como lo hicieron todos los demás componentes del grupo Pretty Blue Fox, tratando de descubrir el menor indicio. ¿Era un farol, o no?
«Si dispusiéramos de un simple telépata», pensó Pete con amargura. Pero no. Nunca dispondrían de Patricia, que, como Hawthorne, había muerto. Pero aun habiéndolo tenido, la autoridad vug lo habría neutralizado, aquello era evidente. Ambas partes de La Partida habían jugado demasiado tiempo para dejarse engañar y ambas estaban preparadas.
«Si perdemos —siguió reflexionando Pete— me mataré yo mismo antes que caer en manos de los titanios». Se rebuscó en los bolsillos, tratando de averiguar lo que tendría en ellos. Solamente un par de comprimidos de metanfetamina, quizá un sobrante de la juerga con que había festejado su suerte. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Un día? ¿Dos? Le parecía que habían pasado meses. Era un mundo lejano.
Hidrocloruro de metanfetamina.
En aquella juerga se había transformado en un telépata involuntario, no de largo alcance, pero ciertamente facultado en un grado decisivo. La metanfetamina era un estimulante del tálamo; su efecto era el opuesto al causado por las fenotiazinas. Pensó:
«¡Sí!.»
Tapándose la boca con la mano, se las tragó de un golpe.
—Esperad —ordenó al grupo—. Escuchad, quiero hacer yo mismo la decisión de esta jugada. —Sería preciso que esperasen al menos diez minutos para que la droga hiciese efecto.
—Creo que hay juego sucio de vuestra parte —declaró el vug oponente—. Uno de vuestros miembros ha ingerido drogas estimulantes.
Joe Schilling le salió al paso enérgicamente:
—Ustedes aceptaron previamente las fenotiazinas, y el uso de medicación en esta Partida.
—Pero no estoy preparado para tratar con una facultad telepática que emane de su grupo —contestó el vug—. Investigué mentalmente a todos ustedes y no hallé ninguna evidencia de ella, ni plan alguno para obtener tal facultad telepática.
—Eso parece un agudo error de su parte —objetó Joe Schilling. Y, volviéndose hacia Pete, a quien observaban ansiosamente todos los miembros del grupo, preguntó—: ¿Bien?
Pete Garden continuaba esperando, con los puños cerrados, a que la droga hiciese su efecto. Pasaron cinco minutos, durante los cuales nadie habló una palabra. El único sonido audible era el que hacía Schilling chupando de su cigarro mexicano.
—Pete —dijo bruscamente Bill Calumine—. No podemos esperar tanto tiempo, resulta imposible soportar esta tensión.
—Es cierto —confirmó Joe Schilling. Tenía la cara enrojecida y perlada de sudor, y su cigarro se había apagado—. Vamos, toma tu decisión, aunque esté equivocada.
—Pete —dijo Mary Anne—. ¡El vug está intentando cambiar el valor de su carta!
—Eontonces es un farol —dijo Pete al instante. Tenía que serlo; de otro modo, el vug habría dejado intacto el valor de la carta. Dirigiéndose hacia el vug, declaró—: Reclamamos que es farol por su parte.
El vug no se alteró. Finalmente, volvió la carta boca arriba. La carta era un 6.
Y había resultado, ciertamente, un farol.
—Se traicionó solo —declaró Pete, temblando violentamente—. Y las anfetaminas no me ayudaron para nada; el vug puede decirlo, puesto que puede leerlo en mi mente, así soy muy feliz al proclamarlo en voz alta. No disponía de suficiente droga, ni en mi organismo existe alcohol alguno. No se ha desarrollado ningúna facultad telepática en mi sistema. No habría sido capaz de reclamarlo, pero no tenía modo de saberlo.
El vug, temblando y coloreado de un matiz oscuro, pagó billete tras billete los 300.000 dólares al Pretty Blue Fox. El grupo terrestre estaba muy cerca de vencer y ganar en La Partida. Lo sabían y sus oponentes también. No era necesario decirlo.
—Si el vug no se hubiera puesto nervioso —comentó Joe Schilling mientras encendía otro de sus cigarros mexicanos—, habría tenido al menos un cincuenta por ciento de oportunidades. Primero se mostró avaro y después asustado. —Sonrió a sus compañeros del grupo—. Una mala combinación para este juego. Ésa fue la combinación que, ya hace muchos años, me ayudó a quedar barrido de La Partida. Cuando jugué en la partida final contra Jerome Luckman.
—Creo que tengo perdida esta partida contra ustedes, los terrestres, por todo lo que puedo calcular —anunció el vug.
—¿No desea continuar? —preguntó Joe Schilling, quitándose el cigarro de la boca y mirando con detenimiento al vug con el rostro serio y un completo control de sí mismo.
—Sí, deseo continuar —respondió el vug.
Todas las cosas parecieron explotar ante los ojos de Pete Garden; el tablero se disolvió y sintió un horrible dolor al propio tiempo que se daba cuenta de lo sucedido. El vug se había dado por vencido y, en su agonía, había intentado destruirlos a ellos junto con él. Continuaba viviendo, pero en otra dimensión diferente. Y ellos estaban con él, en Titán. En su mundo, no en el de ellos.
Su suerte había sido mala en ese aspecto. Decisivamente mala.