A las diez de la noche, se reunieron de nuevo en la sala de juego del grupo, en el apartamento de Carmel. Primero llegó Silvanus Angst, quizá por primera vez en su vida sobrio y silencioso; aunque, como siempre, llevaba una botella de whisky envuelta en una bolsa de papel. Se sentó a la mesa, tras lo cual llegaron Pete Garden y Carol Holt.
—No veo por qué debamos permitir entrar en nuestro grupo a gente psiónica —murmuró Angst—. Quiero decir que puede hacer que La Partida se vuelva algo imposible para siempre.
—Esperemos a que todos estén aquí —dijo Calumine secamente, y el tono de su voz respecto a Silvanus resultaba hostil—. Quiero conocer a ambos —dijo a Pete Garden— antes de decidir. Sí, quiero conocer a esa chica y a ese premonitor, del que tengo entendido que fue un alto empleado de Jerome Luckman en Nueva York.
Aunque había sido destituido como interventor de La Partida, Calumine asumía automáticamente una posición de autoridad en el grupo. «Y quizá era lo mejor», pensó Pete Garden.
—Está bien —murmuró Pete, ausente. Se fijó en el whisky que Angst había llevado a La Partida. Un whisky del Canadá esta vez, y de excelente calidad. Pete tomó un vaso y solicitó un poco de hielo del refrigerador; se mezcló una bebida y se volvió de espaldas a la habitación mientras la tomaba, oyendo poco a poco las voces de los que se iban reuniendo.
—¡Y no un psiónico, sino dos!
—Sí; pero está implicada nuestra suerte futura, es algo patriótico…
—Ya lo veremos. En cuanto lleguen los psiónicos, La Partida termina…
—Podemos aceptarlos con la condición de que se retiren del juego en cuanto se acabe este altercado con… ¿cómo se llaman? ¿El Woo Poo Non? El «Chronicle» de esta tarde les llama algo así. Bueno, me refiero a esos vugs extremistas, esos a quienes queremos vencer.
—¿Leíste ese artículo? El «Chronicle» infiere que esos jugadores del Woo Poo Non son los responsables de la baja natalidad que hemos venido sufriendo…
—Sugiere.
—¿Cómo dices?
—Dijiste infiere. Eso es incorrecto gramaticalmente.
—De todos modos, en mi opinión, y sin entrar en sutilezas, nuestro deber es permitir a esas dos personas psiónicas que entren en Pretty Blue Fox. Ese detective vug, E. B. Black, nos informó que era en provecho nacional…
—¿Y tú lo has creído? ¿De un vug?
—Es un buen vug. ¿No estás de acuerdo conmigo? —dijo entonces Stuart Marks tocando a Pete Garden en el hombro—. Ése es el problema fundamental que tú estabas tratando de plantearnos, ¿no es cierto?
—Pues no lo sé —repuso Garden. —Realmente no lo sabía; estaba deshecho. Que lo dejaran tomarse su whisky en paz. Se volvió de espaldas nuevamente, sin ganas de participar en la discusión del grupo. Deseó que Joe Schilling llegase cuanto antes.
—Dejémoslos participar, digo yo. Es para nuestra propia protección. No vamos a jugar uno contra otro, sino que todos estaremos ahora en un lado para luchar contra los vugs. Y ellos pueden leer nuestras mentes y ganar automáticamente, a menos que podamos emplear contra ellos algo nuevo. Y ese algo nuevo, sólo puede derivar de la mente de dos personas con facultades psiónicas, ¿no tengo razón? ¿De dónde, si no, podríamos obtener esa ayuda?
—No podemos jugar contra los vugs. Se reirán de nosotros. Acuérdate que influyeron en seis de nosotros, en esta misma habitación, para constituir un grupo y matar a Jerome Luckman; y si son capaces de hacer eso…
—A mí no. Yo no formaba parte de esos seis.
—Pero pudiste haber sido. No fuiste, simplemente, porque no te eligieron.
—De todas formas, si has leído ese artículo en el periódico, ya sabes lo que significan negocios para los vugs. Aniquilaron a Luckman y al detective Hawthorne y raptaron a la fuerza a Pete Garden y, además…
—Los periódicos exageran siempre.
—Bah, es inútil hablar contigo —concluyó Jack Blau alejándose y yendo al encuentro de Pete Garden—. ¿Cuándo llegan esas dos personas psiónicas?
—En cualquier momento —respondió Pete Garden.
En aquel momento, llegó Carol, quien, poniéndole un brazo alrededor, le preguntó:
—¿Qué estás bebiendo, cariño?
—Whisky canadiense.
—Todos me han felicitado —dijo Carol— por el niño que viene. Menos Freya, por supuesto. Yo creo que también habría deseado hacerlo, excepto…
—Excepto que no puede soportar tal idea —concluyó Pete por su mujer.
—¿Crees realmente que han sido los vugs, o al menos una fracción de ellos, los culpables de nuestra baja natalidad?
—Sí.
—Por tanto, si les ganamos, el coeficiente de natalidad aumentará. Pete aprobó con la cabeza.
—Y nuestras ciudades tendrán algo más que millones de circuitos Rushmore diciendo mecánicamente «Sí, señor» «No, señor».
—Y si no ganamos —dijo Pete—, bien pronto la cifra de natalidad habrá terminado absolutamente en todo el planeta. Y nuestra raza se extinguirá.
—Oh…
—Es una enorme responsabilidad —dijo Freya, a su espalda—. Oírtelo decir, incluso. Pete se encogió de hombros.
—Joe estuvo en Titán, también. ¿Estuvisteis ambos?
—Joe, yo y el abogado Laird Sharp.
—De forma instantánea…
—Sí.
—Fantástico…
—Márchate —le dijo Pete Garden.
—No voy a votar para que se admita a esas dos personas psiónicas —dijo Freya—. Ahora te lo digo, Pete.
—Es usted una idiota, señora Gaines —dijo Laird, que había estado escuchando por allí cerca—. Yo también se lo puedo decir, al menos. De cualquier forma, me imaginé que usted permanecería al margen de la votación.
—Estáis luchando contra toda una tradición —argumentó Freya—. No puede echarse a la gente tan fácilmente tras cien años.
—¿Ni siquiera para salvar la especie? —le preguntó Sharp.
—Nadie ha visto esa partida de titanios excepto usted y Joe Schilling. Incluso Pete no está muy seguro de haberlos visto…
—Pues existen. Y sería mejor que lo creyera. Porque usted irá pronto a verlos también. Con el vaso en la mano, Pete paseó por la gran estancia y se asomó a respirar el aire fresco de la noche californiana; permaneciendo en pie en la oscuridad, tomando a pequeños sorbos su bebida y esperando. No sabía qué esperaba. ¿La llegada de Joe Schilling y Mary Anne? Tal vez fuese por aquello. O quizá esperaba algo más, algo más importante para él que aquello. Sí, estaba esperando que empezara La Partida. La última partida, quizá, que los terrestres podrían jugar.
Esperaba que llegaran los jugadores titanios.
«Patricia Mc Clain está muerta —pensó Pete—; pero en cierto sentido ella no ha existido realmente nunca… Lo que yo vi fue un simulacro, una ficción de la realidad. Aquello de lo que yo me enamoré, si es ésta la palabra apropiada…, no existió realmente en absoluto; por tanto, ¿cómo podría decir que lo he perdido? Es preciso poseer una cosa, para decir después que se la ha perdido». De todos modos, lo mejor sería dejar de preocuparse por aquello, decidió Pete. Había otras muchas cuestiones más importantes de que preocuparse. El doctor Philipson había dicho que los jugadores titanios pertenecían al sector moderado, y resultaba una ironía que tuvieran que vencer no a la facción extremista, marginal, sino al grupo central. Quizá era mejor así, puesto que se enfrentarían con la propia médula de la civilización vug, con vugs que no se parecían a E. G. Philipson sino más bien a E. B. Black. Los que eran respetables, los que jugaban siguiendo las reglas y la ley. Aquello era lo que contaba: el hecho de que los jugadores eran respetuosos de la ley. Si no lo fueran, si fuesen como los Mc Clain o como Philipson…, sería imposible competir con ellos en La Partida. Matarían a sus oponentes, simple y llanamente, como habían matado a Luckman y a Hawthorne, y asunto terminado.
En aquel momento descendía un coche volador con las luces de posición encendidas, y aparcó en el bordillo de la acera junto a los demás. Se abrió la puerta y apareció un hombre que se dirigió a grandes zancadas hacia Pete.
¿Quién sería?, quiso saber Pete Garden. Por más esfuerzos que hacía no lograba reconocerlo.
—¡Hola! —dijo el individuo—. Acabo de caer por aquí, tras haber leído el artículo en el periódico homeostático. Esto resulta interesante. No hay por aquí sino amigos, ¿no es cierto?
—¿Quién es usted? —preguntó Pete.
—¿Es que no me reconoce? —contestó fríamente—. Creía que todo el mundo me conocía. ¿Puedo participar con ustedes en el juego por esta noche? Amigos, amigos todos, sé que me divertiré mucho. —Se acercó a la entrada con gesto seguro y enérgico, y extendió la mano hacia Pete—. Soy Nats Katz.
—Por supuesto que puede usted participar en nuestro juego —dijo Calumine—. Es un honor para nosotros, señor Katz. —Hizo un gesto a todo el grupo para pedir un momento de silencio—. Aquí tenéis al renombrado y mundialmente famoso cantor Nats Katz, a quien vemos tan frecuentemente en la televisión. Ha solicitado jugar con nosotros esta noche. ¿Hay alguna objeción?
El grupo permaneció callado, sin saber cómo reaccionar.
¿Qué era lo que había dicho Mary Anne sobre Katz?, se preguntó Pete. Era algo así como que Katz era el centro de todo aquello… Sí, ella lo había afirmado.
—Espera —dijo Pete Garden.
Bill Calumine se volvió rápidamente.
—Seguramente que no existirá razón válida para objetar la presencia del señor Katz entre nosotros. No puedo pensar que tú digas seriamente…
—Espera hasta que Mary Anne llegue —dijo Pete—. Dejemos que ella decida sobre Katz.
—Ella no forma parte todavía del grupo —objetó Freya. Se produjo un silencio embarazoso de unos instantes.
—Si él se sienta —dijo Pete— yo me marcho.
—¿Y adónde? —preguntó Calumine. Pete permaneció callado.
—Una chica que todavía no forma parte de nuestro grupo… —comenzó a decir Calumine.
—¿En qué te basas para oponerte? —preguntó Stuart Marks—. ¿Es algo razonable?
¿Algo que esté en condiciones de poder expresar?
Todo el grupo lo miraba interesado, preguntándose cuál sería tal razón.
—Nos hallamos en una posición mucho peor de la que cualquiera de vosotros podáis suponer —dijo Pete—. Hay muy poca esperanza de que podamos ganar contra nuestros oponentes.
—¿Y eso? —preguntó Marks—. ¿Qué tiene que ver con…?
—Pues, creo que Katz está de la otra parte —afirmó Pete.
Tras un instante de sorpresa, Katz se puso a reír a carcajadas. Era un tipo varonilmente hermoso, moreno, con unos gruesos labios sensuales y unos ojos inteligentes.
—¡Vaya, otra más! —dijo con aire divertido—. He sido acusado de todo, prácticamente; pero jamás de semejante cosa. Soy un terrestre, señor Garden. Nací en Chicago, puedo asegurárselo. —El rostro de Katz irradiaba simpatía y buen humor y no parecía ofendido en absoluto; más bien algo sorprendido—. ¿Qué quiere ver usted, mi certificado de nacimiento? Todo el mundo me conoce. Si fuese un vug ya habría surgido a la luz bastante antes, ¿no lo cree usted?
Pete acabó de tomarse la bebida y las manos le temblaban ligeramente. «¿He perdido el contacto con la realidad? —se preguntó—. Tal vez sí. Quizá no me haya recuperado nunca de mi interludio psicótico. ¿Estaré en condiciones de juzgar a Katz? ¿Debo estar aquí? Quizá esto sea el fin para mí —se dijo—. No para ellos, sino para mí mismo».
—Me marcho fuera. Volveré más tarde —dijo en voz alta al grupo.
Y volviéndose, dejó el vaso sobre una vitrina y salió de la habitación; descendió los escalones de la entrada y se dirigió hacia su coche. Después de entrar en éste, cerró fuertemente la puerta y se quedó allí sentado pensando largo rato. Quizás él resultaba perjudicial para el grupo más bien que un elemento valioso, se dijo, pensativo. Encendió un cigarrillo, que al momento tiró bruscamente en el dispositivo de caída del coche volador. A pesar de lo que él sabía, quizá Nats podía dar a la partida la idea que necesitaban.
Alguien se había asomado a la entrada llamándolo; la voz le llegaba débilmente:
—¡Eh, Pete! ¿Qué estás haciendo? ¡Vamos, vuelve enseguida! Pete puso el coche en marcha.
—Vamos —ordenó al circuito Rushmore.
—Sí, señor Garden.
El coche arrancó hacia delante; enseguida alzó el vuelo y a los pocos instantes sobrevolaba los tejados de la ciudad, en dirección al Pacífico, a sólo cuatrocientos metros al oeste de allí.
«Todo lo que tengo que hacer es ordenarle aterrizar. Dentro de un par de minutos estaré sobre el mar», dijo Pete, hablando consigo mismo.
¿Obedecería el circuito Rushmore semejante cosa? Probablemente.
—¿Dónde estamos? —preguntó al dispositivo.
—Sobre el océano Pacífico, señor Garden —contestó el efecto Rushmore.
—¿Qué harías si te ordenase descender sobre el agua? —interrogó Pete. Se produjo un momento de silencio.
—Llamaría al doctor Macy en… —El dispositivo vaciló; se oyó el rápido engranaje de su cerebro electrónico en sucesivos intentos de combinaciones diversas y repuso finalmente—: Me dejaría caer. Según se me ordena.
Ya había elegido. ¿Deseaba hacerlo? «No debería hallarme tan deprimido —se dijo Pete—, no debería actuar en esta forma; realmente es estúpido y nada razonable». Pero lo había decidido.
Durante unos instantes quiso ver el aspecto de las oscuras aguas del océano bajo el aparato. Y, de repente, giró el volante y condujo al coche volador, en un amplio arco, en dirección a tierra. No, aquello no era para él, reflexionó. En el mar, no. Recogería algo en su apartamento, algo que pudiera ingerir; un tubo de fenobarbital, tal vez. O de Emfital.
Voló sobre Carmel, en dirección norte, y a poco el coche sobrevolaba la parte sur de San Francisco. Pocos minutos más tarde llegaba al condado de Marin. San Rafael se encontraba más hacia delante, en línea recta. Dio las instrucciones necesarias al circuito Rushmore para aparcar en la puerta de su apartamento y esperó.
—Ya hemos llegado, señor —dijo el circuito, frenando y abriendo automáticamente la puerta.
Pete salió, llegó a la puerta del edificio y la abrió. Al llegar a su apartamento encontró la puerta abierta y penetró en el interior. Las luces estaban encendidas. En la sala de estar, se encontraba una persona delgada de mediana edad, sentada en el centro de un diván con las piernas cruzadas, leyendo el «Chronicle».
—Olvidó usted —dijo dejando el periódico a un lado— que un premonitor previene cualquier posibilidad de lo que va a saber después. Y un suicidio de su parte sería una gran noticia. —Y Dave Mutreaux se puso en pie con las manos en los bolsillos, sintiéndose completamente en su casa—. Es un momento totalmente inapropiado para que se mate usted, amigo Garden.
—¿Por qué?
—Porque, si desiste de hacerlo, se encuentra usted ahora, precisamente, a punto de encontrar la respuesta al problema de La Partida. La respuesta de cómo poder jugar con una raza de telépatas. Yo no puedo dársela a usted; sólo usted puede averiguarlo. Pero es preciso ir a La Partida. Y no muriéndose de aquí a diez minutos. —Mutreaux señaló con la cabeza en dirección al cuarto de baño, donde estaba el botiquín—. Me he permitido manipular los futuros alternativos que no coincidían con el que desearía que se haga realidad; mientras lo esperaba a usted, he hecho desaparecer todas esas drogas. El botiquín, pues, está vacío.
Pete se dirigió hacia el sitio indicado y miró.
No había quedado ni una sola aspirina. Los estantes estaban vacíos. Se dirigió irritado al circuito Rushmore del botiquín:
—¿Le has permitido hacer tal cosa?
—Me dijo que era por su propio bien, señor Garden —repuso en son de excusa—. Ya sabe usted cómo se encuentra cuando está deprimido.
Cerrando con fuerza la puerta del cuarto de baño, Pete volvió a la sala de estar.
—Ha ganado usted, Mutreaux. Al menos con respecto a lo que tenía en la imaginación…
—Puede usted hallar otro camino, si insiste, naturalmente —dijo Mutreaux—, pero emocionalmente usted siempre se inclina al suicidio por medios orales. Venenos, narcóticos, sedantes, hipnóticos y así por el estilo. —Dave sonrió—. Se resiste usted a hacerlo con medios diferentes. Por ejemplo, tirándose de cabeza al Pacífico.
—¿Puede usted decirme algo sobre mi solución al problema de La Partida?
—No —respondió Mutreaux—. No puedo. Eso es enteramente una cuestión suya.
—Gracias —repuso Pete sardónicamente.
—Le diré algo, sin embargo. Una cosa que puede que le alegre o tal vez no. No puedo preverlo porque usted no mostrará visiblemente sus reacciones. Patricia Mc Clain no ha muerto.
Pete se quedó mirándolo fijamente.
—Mary Anne no la destruyó. La envió a alguna parte. No me pregunte adónde, lo ignoro. Pero preveo la presencia de Patricia en San Rafael dentro de las próximas horas. En su propio apartamento.
Pete seguía mirando al premonitor sin saber qué decir.
—¿Lo ve? —continuó Dave—. Ninguna reacción apreciable de ninguna especie. Tal vez sea usted ambivalente. Ella estará aquí poco tiempo; tiene que marcharse a Titán. Y no con los medios psiónicos del doctor Philipson, sino en una nave interplanetaria.
—Ella está realmente de parte de ellos, ¿no es así? ¿No existe ninguna duda?
—No, no la hay —afirmó Mutreaux—. Ella está de su parte. Pero eso no impedirá que usted acuda a La Partida, ¿no es verdad?
—No —dijo Pete, y se dispuso a salir del apartamento.
—¿Puedo ir con usted? —preguntó Mutreaux.
—¿Para qué?
—Para evitar que ella lo mate.
—¿Es eso realmente, de veras? —dijo Pete tras un corto silencio.
—Así es, y usted lo sabe. Usted observó cómo dispararon y mataron a Hawthorne.
—Bien. Venga conmigo. Gracias. —Resultaba difícil decir tal cosa. Dejaron juntos el apartamento, Pete ligeramente delante de Mutreaux. Al llegar a la calle, dijo Pete:
—¿Sabía usted que Nats Katz, ese cantante moderno, apareció esta noche en Carmel, en La Partida?
—Sí, me encontré con él hace una hora y estuvimos hablando. Él me estaba buscando. Ha sido la primera vez que he hablado con él, aunque, desde luego, había oído hablar mucho de su persona. Precisamente a causa de Nats me he interpuesto.
—¿Interpuesto?
Pete Garden se detuvo y se volvió hacia Mutreaux que caminaba tras él. Y, de forma in inesperada, se encontró frente a una pistola de agujas de fuego.
—Sí, con Katz —dijo Mutreaux con calma—. Era demasiada presión la ejercida sobre mí, Garden. No pude resistirla. Nats es extraordinariamente poderoso. Ha sido elegido para jefe del Wa-Pei-Nan, aquí en la Tierra, por una poderosa razón. Vamos, sigamos nuestro camino hacia el apartamento de Patricia Mc Clain.
Y le apuntó con la pistola.
—¿Por qué no me dejó que me suicidara por mi cuenta? —preguntó Pete tras unos momentos—. ¿Por qué tienen que intervenir también en esto?
—Porque usted tiene que venir con nosotros, Garden —contestó Mutreaux—. Podemos hacer un buen uso de usted. El Wa-Pei-Nan no aprueba esta solución de jugar La Partida; una vez que hayamos conseguido penetrar en Pretty Blue Fox por mediación de usted, podremos cancelar La Partida a partir de ahora. Ya lo hemos discutido con la facción moderada de Titán, y ellos están determinados a jugar; a ellos les gusta jugar y están convencidos de que la controversia existente entre dos culturas tan distintas debe resolverse dentro de una estructura legal. No es preciso decir que el Wa-Pei-Nan está en total desacuerdo.
Ambos hombres continuaron a lo largo de la oscura acera, en dirección al apartamento de los Mc Clain, con Mutreaux ligeramente tras Pete Garden.
—Tuve que haberlo imaginado —murmuró Pete—. Cuando Katz se presentó en La Partida tuve una intuición; pero no supe actuar de acuerdo con ella.
Sus enemigos habían penetrado en su grupo y, al parecer, directamente por su propia mediación. Entonces lamentó no haber tenido el valor suficiente para haberse tirado de cabeza al mar con el aparato volador; había tenido razón y aquello hubiera sido mucho mejor para todos.
—Cuando empiece La Partida —siguió Mutreaux— yo estaré allí y usted también, Pete Garden, y ambos declinaremos jugar. Quizá, mientras tanto, Nats se las haya arreglado para disuadir a los demás de que lo hagan. No puedo prever lo que sucederá después; las alternativas que siguen son oscuras para mí, por razones que no puedo dilucidar.
Llegados al apartamento de los Mc Clain, encontraron a Patricia ocupada empaquetando dos maletas, y apenas sí se detuvo para saludarlos.
—He captado vuestros pensamientos cuando entrabais —dijo mientras acarreaba una brazada de ropa procedente del armario de su dormitorio hacia las maletas.
En sus facciones, al mirarla Pete, se reflejaba el desánimo y el temor y se comprendía que estaba derrotada totalmente tras la terrible lucha con su hija Mary Anne. Se afanaba febrilmente para completar su equipaje, como si luchara contra algo inexorable.
—¿Adónde vas, Pat? ¿A Titán? —le preguntó Pete.
—Sí —contestó Patricia—. Tan lejos de esa chica como pueda ir. Allí no puede alcanzarme y estaré segura. —Pete vio que le temblaban las manos y fallaba al querer cerrar las maletas.
—Ayúdame, ¿quieres? —pidió a Mutreaux. Dave la complació en el acto.
—Antes que te marches —dijo Pete—, permíteme hacerte una pregunta: ¿cómo juegan los titanios en La Partida, siendo telépatas?
—¿Crees que eso es algo de lo que tengas que preocuparte? —respondió Patricia, mirándolo con el rostro intensamente pálido—. ¿Después de que Katz y el doctor Philipson han acabado contigo?
—Sí, ahora me preocupa y quiero saberlo —insistió Pete—. Ellos han estado jugando La Partida durante mucho tiempo, por lo que evidentemente han descubierto una forma de incorporar sus facultades, o…
—Ellos la traban, Pete —lo interrumpió Patricia.
—Sí, ya comprendo. —Lo cierto era que no comprendía nada. ¿Trabar, cómo? ¿Y hasta qué extremo?
Leyendo sus pensamientos, Patricia continuó:
—Por medio de la ingestión de drogas. El efecto es similar a lo que la fenotiazina produce sobre los terrestres.
—Fenotiazinas —dijo Mutreaux—. En grandes dosis como las que se dan a los esquizofrénicos se convierte en un medio antipsicótico.
—Disminuye las quimeras de los esquizofrénicos —dijo Patricia—, porque obtura el sentido telepático involuntario y suprime de raíz la respuesta paranoica a la captación de las hostilidades subconscientes de los demás. Los titanios poseen una medicación que actúa en la misma forma sobre ellos, y las reglas de La Partida, tal como ellos la practican, exigen de ellos la pérdida de su facultad o al menos disminución hasta ciertos límites.
—Él llegará en cualquier momento, Patricia —dijo Mutreaux tras un vistazo a su reloj—. Supongo que lo esperarás.
—¿Por qué? —repuso ella, mientras continuaba afanosa recogiendo cosas de un lado a otro del apartamento—. No deseo quedarme a ningún precio; sólo deseo marcharme lejos y cuanto antes. Antes de que suceda algo más. Algo más que tenga que ver con ella.
—Necesitamos estar los tres para ejercer suficiente influencia sobre Pete Garden —recalcó Mutreaux.
—Ahora cuentas con Nats Katz. ¡Ya te he dicho que no me quedaré ni un minuto más de lo preciso!
—Pero Nats Katz está ahora en Carmel —dijo Mutreaux pacientemente— y necesitamos que Pete Garden esté enteramente de nuestra parte cuando lleguemos allí.
—No puedo ayudaros —dijo Patricia, sin prestarle atención. Al parecer, era incapaz de detener su loca huida—. Escucha, Dave, te lo digo honradamente; sólo hay una cosa que me importe: no volver a intentar nada parecido a lo que ya sucedió en Nevada. Tú estabas allá, y sabes de qué estoy hablando. La próxima vez, ella no te perdonará, porque ahora estás de nuestra parte. Realmente te advierto que te marches también y cuanto antes; deja que Philipson lleve este asunto, puesto que resulta inmune a ella. Pero, en fin, es tu vida la que está en juego y eso es cosa tuya. —Y continuó sus frenéticos preparativos, mientras que Mutreaux tomaba asiento con aire sombrío, sin soltar la pistola de agujas de fuego, esperando que apareciese el doctor Philipson.
«Trabarla», pensaba Pete Garden. Trabar las facultades psiónicas en ambas partes de La Partida, como Patricia había dicho. Podía existir un acuerdo con ellos; los terrestres ingerirían la fenotiazina y ellos usarían el medicamento al que estaban acostumbrados. De modo que ellos hacían trampa cuando leían su mente. Y volverían a hacerlo. No podrían confiar en que se inhibieran a sí mismos. Los titanios parecían sentir que sus obligaciones morales terminaban cuando se enfrentaban a los terrestres.
—Así es —dijo Patricia, leyendo en la mente de Pete—. Ellos no se traban la mente cuando juegan con vosotros, Pete. Y vosotros no podéis forzarlos porque en vuestro propio juego no tenéis tales estipulaciones; no podéis mostrar, pues, ninguna base legal de vuestra parte para exigirles tal cosa.
—Podemos demostrar que nunca hemos permitido que los dotados de facultades psiónicas se sienten a la mesa de juego —dijo Pete.
—Pero lo hacéis ahora. Tu grupo ha acordado que mi hija y Dave Mutreaux se incorporen a La Partida, ¿no es así? —Patricia esbozó una sonrisa cruel y lo miró con ojos apagados—. Así están las cosas, Pete Garden. Es lástima. Al menos tú lo has intentado.
Lanzando faroles. Telépatas. Trabándose por medio de medicamentos que actuaban como inhibidores del tálamo, obnubilando el área extrasensorial del cerebro, pensó Pete. Existían diversos grados de obnubilación; drogándose hasta cierto límite, no totalmente, se obtenían una serie de gradaciones que dependían de la cantidad de medicación. Diez miligramos de fenotiazina, obnubilarían el cerebro; sesenta, producían una completa obliteración. «Entonces… supongamos que no miramos las cartas que sacamos. Entonces no existiría nada en nuestra mente que los titanios pudieran leer, ya que no sabríamos el número que habríamos obtenido en la tirada…».
Patricia se dirigió a Mutreaux.
—Está casi a punto de dar con el secreto, Mutreaux. Olvida que no va a jugar del lado de los terrestres, sino que estará de nuestro lado cuando llegue a La Partida de Carmel. —Y Patricia sacó un bolso de mano que se apresuró a cargar con diversos objetos de valor.
«Si tuviésemos a Mutreaux —pensó Pete Garden—, y si pudiésemos volver a ganarlo de nuestra parte, podríamos vencer. Porque ahora sé cómo hacerlo, finalmente».
—Lo sabes —dijo Patricia respondiendo en voz alta a sus íntimos pensamientos—. Pero, ¿cómo va a ayudarte eso ahora?
Pete dijo en voz alta:
—Podríamos obnubilar su facultad premonitoria hasta cierto grado y así se volvería imposibilitado de predecir nada.
Sí, aquello sería posible con el uso de la fenotiazina en comprimidos, que actuaría durante un período variable de horas, según la dosis. El propio Mutreaux no sabría si se echaba faroles o no, ni cuán exacta pudiera ser su premonición. Sacaría su carta y, sin mirarla, movería su pieza. Si su facultad premonitoria se hallase operando al máximo en aquel instante, su suposición sería acertada, y no sería un farol. Pero si en el instante la medicación tuviese su mayor efecto sobre él… entonces resultaría un farol. Y el propio Mutreaux no lo sabría. Pero aquello podría arreglarse fácilmente; alguien podría preparar la correcta dosificación de las grageas de fenotiazina para que surtiesen el efecto deseado.
—Pero Dave no está a vuestro lado en la mesa, Pete —dijo Patricia.
—Sin embargo, yo tengo razón —respondió Garden—. Así es como podríamos jugar contra los jugadores telépatas de Titán y ganar.
—Sí, podría ser —aprobó Patricia con un gesto.
—Lo ha descubierto, al fin, ¿verdad? —preguntó Mutreaux a Patricia.
—En efecto, así es. Lo siento mucho por ti, Pete, por haberlo conseguido pero demasiado tarde. Tu gente se divertiría mucho, ¿verdad? Preparando la medicación y usando toda clase de tablas y fórmulas para que actúen en la medida precisa.
Pete Garden se dirigió a Mutreaux.
—¿Cómo puede estar ahí sentado y traicionarnos? Usted no es un ciudadano de Titán, es un terrestre.
—Los dinamismos psíquicos son reales, Pete —repuso Dave—, tan reales como la expresión de cualquier otra fuerza. Yo pronostiqué mi encuentro con Nats Katz y lo que iba a ocurrir; pero no pude evitar que así ocurriera. Yo no le busqué; él me encontró a mí.
—¿Y por qué no nos avisó con tiempo? —insistió Pete—. Cuando aún se encontraba de nuestra parte, en La Partida.
—Podrían ustedes haberme matado —dijo Mutreaux—. También tuve la premonición de tal particular alternativa futura. En cierto modo, lo dije. Y… —Mutreaux se encogió de hombros—. No tengo nada que reprocharle; es lógico que usted adopte esa postura. Mi pase a los titanios determina el éxito de La Partida. El habernos hecho con usted lo prueba.
—Pete lamenta —dijo Patricia— que no le dejaras el enfital en el botiquín del cuarto de baño, para haberlo tomado. Pobre Pete, siempre un suicida potencial, ¿no es así? Siempre que algo te preocupa, es ésa tu última salida. La única solución para todas las cosas…
—Bien, el doctor Philipson dijo que llegaría aquí de un momento a otro —dijo Mutreaux, inquieto—. ¿Estás segura que se hicieron las cosas en debida forma? ¿No habrán conseguido los moderados su colaboración?
—El doctor Philipson no estará nunca con los cobardes. De sobra conoces su actitud —dijo Patricia, con el temor reflejado en su voz.
—Pero no se encuentra aquí —dijo Mutreaux—. Algo va mal.
Los dos se miraron recíprocamente en silencio y con preocupación.
—¿Qué es lo que prevés? —preguntó Patricia.
—Nada —respondió Dave con la faz pálida.
—¿Por qué no?
—Si pudiese hacerlo lo haría, ¿no resulta evidente? —dijo Mutreaux—. No lo sé y me gustaría conocer la causa.
Se levantó y se asomó a una ventana para mirar al exterior del apartamento. Por un momento se olvidó de la presencia de Pete; sostenía el arma mortífera de las agujas de fuego descuidadamente, preocupado por escudriñar más bien en las tinieblas de la calle. Le volvió la espalda a Pete y éste se lanzó sobre él.
—¡Dave! —gritó Patricia, dejando caer al suelo un paquete de libros que tenía en las manos.
Mutreaux se volvió y del arma que sostenía en la mano surgió una descarga que le pasó rozando a Garden. Éste sintió sus efectos periféricos, la cubierta deshidratante que envolvía al propio rayo láser, ese delgado rayo que era tan efectivo tanto de muy cerca como a gran distancia.
Levantando los brazos, Pete golpeó a Mutreaux con ambos codos en la garganta al descubierto. La pistola se le cayó de las manos y Patricia Mc Clain, sollozando, se agachó a recogerla.
—¿Por qué? ¿Por qué no pudiste haber previsto esto? —dijo aferrando el arma, frenéticamente.
Con la cara ensombrecida y los ojos cerrados, Mutreaux cayó en un colapso físico, haciendo esfuerzos sobrehumanos para respirar, sin más preocupación que la de sobrevivir a la asfixia.
—Voy a matarte, Pete —jadeó Patricia, alejándose de él, mientras le apuntaba con el arma. El sudor le perlaba la frente, los labios le temblaban y tenía los ojos llenos de lágrimas—. Yo puedo leer lo que hay en tu mente —dijo con voz ronca— y sé muy bien lo que harás si no actúo. Conseguirás que Mutreaux esté a vuestro lado en la mesa para vencer en La Partida. Pero no puedes hacerlo; ahora es nuestro.
Dando un rápido salto de costado, evitó nuevamente otra descarga del arma de Patricia, que se perdió en el vacío. Sus dedos se afianzaron sobre un libro que le arrojó; pero el libro falló el objetivo y cayó a los pies de Patricia, inofensivamente.
—Dave se recobrará —farfulló Patricia—. Si lo has matado, quizá no importe mucho; así no podréis disponer de él para vuestros propósitos, y nosotros…
Se interrumpió súbitamente. Volvió la cabeza al instante y escuchó sin respirar.
—La puerta —dijo.
El pestillo giró lentamente. Patricia levantó la pistola. Poco a poco, su brazo se fue doblando, centímetro a centímetro hasta que el cañón del arma apuntó a su propia cara. Patricia miraba fijamente al arma, incapaz de apartar los ojos de ella.
—Por favor, te lo suplico… no lo hagas… Te puse en el mundo… Te lo ruego…
Sus dedos, contra su voluntad, apretaron el gatillo. El rayo mortífero la alcanzó de lleno.
Pete apartó la mirada.
Cuando volvió a mirar, la puerta del apartamento estaba abierta. Mary Anne se destacaba de la oscuridad del exterior, y avanzaba despacio con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de su abrigo. Su cara carecía de expresión.
—Dave Mutreaux está todavía vivo, ¿verdad? —preguntó a Pete.
—Sí —contestó Pete sin mirar al informe montón que yacía en el suelo y que en vida había sido Patricia Mc Clain—. Lo necesitamos; por tanto, no le hagas daño, Mary —dijo a la chica. El corazón le latía horriblemente despacio.
—Lo sé —respondió la chica.
—¿Cómo pudiste saber… esto?
—Cuando llegué a la sala de juego de La Partida, en Carmel, con Joe Schilling —dijo Mary tras una pausa—, vi a Nats y lo comprendí todo en el acto. Yo sabía que Nats era el superior absoluto de toda la organización. Estaba a mayor altura aún que Rothman.
—¿Qué hiciste allí? —preguntó Garden.
En aquel instante, con la cara roja por la tensión, entró en el apartamento Joe Schilling; se aproximó a Mary Anne y le puso una mano en el hombro, pero ella se apartó a un lado y permaneció a la expectativa.
—Cuando ella llegó —explicó Schilling— Katz, estaba preparándose un whisky. Y ella…
—Hice que el vaso cambiara de lugar —dijo entonces Mary Anne, con voz apagada—. El vaso que tenía en la mano se movió doce centímetros, eso es todo.
—El vaso está en el interior del cuerpo de Nats —continuó Joe Schilling—. Le cortó el corazón, o parte de él; lo separó del sistema circulatorio. Hubo un terrible derramamiento de sangre, porque el vaso no penetró por completo.
Joe y la muchacha permanecieron silenciosos.
En el suelo, Dave Mutreaux, con el rostro azulado, continuaba luchando por desatascar su garganta, tratando de conseguir aire para sus pulmones. Se había quedado ya inmóvil y con los ojos abiertos; pero no parecía darse cuenta de cuanto lo rodeaba.
—¿Y qué ha sucedido con éste? —preguntó Schilling.
—Con Patricia muerta y Nats también, Philipson… —Pete Garden comprendió, en aquel instante, por qué el doctor Philipson había evitado aparecer allí—. Sabía que vendrías —dijo a Mary Anne—. Y tenía miedo de abandonar Titán. Philipson se salvó a sí mismo, a costa de los demás.
—Supongo que sí —murmuró Mary Anne.
—Apenas sí puedo reprochárselo —comentó Joe.
—¿Se encuentra bien ahora? —preguntó Pete a Mutreaux, inclinándose hacia el suelo para hablarle.
Con un gesto mudo, Mutreaux asintió.
—Es preciso que se presente en La Partida y de nuestra parte. Usted ya sabe por qué, ya sabe lo que intento hacer.
Mirándolo fijamente, Mutreaux volvió a asentir con un gesto.
—Yo me ocuparé de él —dijo entonces Mary Anne—. Me tiene demasiado miedo para que haga nada por ellos, ¿verdad? —y con el pie sacudió el cuerpo caído de Dave Mutreaux.
Éste, todavía atontado, se las arregló para asentir con la cabeza.
—Dele gracias a Dios de que aún está vivo —le dijo Schilling.
—Lo hace —dijo la chica. Y, dirigiéndose a Pete, agregó—: ¿Querrá hacer algo respecto a mi madre?
—Por supuesto que sí. —Y miró a Joe Schilling un instante—. ¿Por qué no te vas al coche y esperas un momento? —pidió a la joven—. Vamos a llamar a E. B. Black y no te necesitaremos durante un rato.
—Gracias —dijo Mary Anne. Y volviéndose se encaminó lentamente hacia la calle, mientras los dos hombres la observaban.
—Por ella venceremos en La Partida —dijo Joe Schilling.
Pete asintió silenciosamente con la cabeza. Por ella y porque Mutreaux vivía todavía. Vivo y ya no más en situación de actuar bajo la autoridad de los titanios.
—Hemos tenido suerte —dijo Schilling—. Alguien dejó abierta la puerta de la sala de juego y ella vio a Nats antes que éste la viese a ella. Ella estaba aún fuera y Nats no pudo hacer nada contra la chica, hasta que fue demasiado tarde. Creo que contaba con la facultad premonitoria de Mutreaux, olvidando o no comprendiendo que ella es una variable en tanto esté comprometida su facultad psicokinética. Se encontró desprovisto de la protección de la facultad premonitoria de Mutreaux, como si éste realmente no hubiera existido.
«Y así nos encontramos ahora nosotros —pensó Pete—. Desguarnecidos de igual forma». Pero no era cuestión de preocuparse más. La Partida contra los titanios los esperaba, y no necesitaba la ayuda de ningún premonitor para verlo. Todo lo que había que hacer, era esperar.
—Tengo completa confianza en ella —dijo Joe Schilling—. No me importa lo que pueda hacer, Pete.
—Esperemos que tengas razón, Joe —respondió Garden. Se inclinó sobre el cuerpo muerto de Patricia Mc Clain. Era la madre de Mary. Y su hija había hecho aquello. Con todo, dependían de Mary Anne; Joe tenía razón. No tenían elección posible.