La próxima sensación de Joe Schilling fue la de encontrarse de pie en un desierto, sintiendo la fortificante gravedad de la Tierra sobre su cuerpo una vez más. El sol, cegándolo con su luz, se derramaba sobre él calentándolo en la manera habitual. Se puso la mano en los ojos tratando de protegerlos de los cegadores rayos del astro rey.
—No se detenga —dijo una voz.
Abrió los ojos y vio, marchando a su lado a través de la escabrosa arena, al doctor Philipson, el viejo, vivaz y pequeño médico psiquiatra de Pocatello, que le sonreía.
—Vamos, continúe marchando —le dijo con voz agradable y en tono familiar—. Siga o moriremos aquí. Supongo que no le gustará la perspectiva.
—¿Quiere explicarme lo sucedido? —preguntó Joe sin salir todavía de su sorpresa, pero caminando como le había indicado el médico. El doctor Philipson, a su vez, caminaba con largos pasos por el desierto arenoso.
—Pues que ciertamente hizo usted saltar La Partida —le dijo Philipson con una risita entre dientes—. La verdad es que nunca se habrían podido imaginar que usted cometiera una trampa.
—Ellos me la hicieron primero. ¡Me cambiaron el valor de una carta!
—Para ellos, eso es algo legítimo, como movimiento básico en La Partida. Es un juego favorito para los jugadores titanios, el ejercer sus facultades extrasensoriales sobre la carta, ya que se supone que existe una contienda entre ambos bandos; el que tira la carta lucha para mantener su valor constante, ¿comprende? Al admitir el valor alterado, usted perdió; pero, al mover su pieza de conformidad con ella, usted destrozó La Partida.
—¿Y qué ha ocurrido con la apuesta?
—¿Detroit? —El doctor Philipson soltó una carcajada—. Continúa puesta en la banca, sin que la reclamen. Para que sepa, los titanios creen ciegamente en la correcta continuación de las reglas del juego. No podrá usted creerlo, pero es cierto. Con las reglas, todo; sin ellas, nada. Ahora no sé qué harán; habían esperado durante mucho tiempo para jugar contra usted, pero supongo que no querrán hacerlo nuevamente después de lo sucedido. Ha debido ser algo físicamente exasperante para ellos. Transcurrirá mucho tiempo antes que se recobren.
—¿Qué facción representaban? ¿La de los extremistas?
—¡Oh, no! Los jugadores titanios de La Partida son excepcionalmente moderados en su pensamiento político.
—¿Y qué hay con respecto a usted mismo?
—Yo admito ser un extremista —dijo el doctor Philipson—. Ésa es la causa de que esté en la Tierra. —Bajo la cegadora luz del mediodía su arma de agujas de fuego centelleaba al ritmo de sus largas zancadas—. Ya casi hemos llegado, señor Schilling. Una colina más y lo verá. Está construido en un terreno bajo, para no llamar la atención.
—¿Todos los vugs de la Tierra son extremistas? —preguntó Joe.
—No.
—¿Qué ocurre respecto del detective E. B. Black? El médico calló.
—No es de su partido —decidió Joe.
El doctor Philipson continuó en silencio.
—Debí haberlo creído cuando tuve la oportunidad —dijo Joe Schilling.
—Tal vez sí —dijo por fin el médico.
Algo más adelante, en la distancia, Joe pudo comprobar la existencia de un edificio de estilo español con techo de tejas y paredes de adobe de color amarillento ornamentadas con un enrejado de hierro negro. El motel Dig Inn, pudo leer Joe Schilling en el anuncio de neón apagado.
—¿Está aquí Laird Sharp? —preguntó Joe.
—Sharp está en Titán —contestó el doctor Philipson—. Quizá lo haga regresar, pero no por ahora, ciertamente. Es una criatura brillante, de cerebro ágil, ese Sharp. —Con un inmaculado pañuelo de hilo blanco, el médico se enjugó la frente, conforme se adentraban ya por la empedrada explanada del exterior del motel—. He de admitir que no me preocupa mucho, ni tampoco la trampa que ha hecho usted allá en La Partida de Titán. —Pareció tenso e irritado, y Joe se preguntó cuál sería la causa.
La puerta del motel estaba abierta y el doctor Philipson se asomó tratando de ver el interior.
—¿Rothman? —preguntó en voz vacilante.
En su lugar apareció la figura de una mujer. Era Patricia Mc Clain.
—Lo siento, llego tarde —comenzó a decir el doctor Philipson—. Pero este individuo y su compañero se presentaron cuando…
—Ella está fuera de control —dijo Patricia Mc Clain—. Allen no pudo evitarlo. Corriendo, se dirigió hacia el aparcamiento en busca de su coche volador. Y de improviso desapareció. El doctor Philipson refunfuñó, lanzó una serie de maldiciones y reculó de la entrada del motel como si se hubiera sentido aplastado por algún peso misterioso.
En lo alto del cielo de mediodía, vio un punto brillante que subía y desaparecía hacia lo invisible. Subió y subió, lejos de la Tierra, hasta que ya no pudo verlo. La cabeza le dolía por el resplandor de la luz y el esfuerzo y se volvió hacia el doctor Philipson.
—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido…?
—Mire —le dijo el médico, señalando con su arma hacia la entrada del motel.
Joe Schilling se aproximó y miró al interior, sin ver momentáneamente hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad reinante en el salón.
En el suelo yacían los cuerpos retorcidos de hombres y mujeres, enredados entre sí como un monstruo multiforme, como si hubieran sido sacudidos y arrojados en un confuso montón, en un imposible revoltijo. Mary Anne Mc Clain estaba sentada en un rincón, acurrucada y con la cara entre las manos. Pete Garden y un hombre de mediana edad, bien vestido y de buena apariencia, a quien Schilling no conocía, estaban de pie a su lado, silenciosos y con los rostros blancos.
—Rothman —se sofocó Philipson, mirando fijamente a uno de aquellos cuerpos desarticulados. Se volvió hacia Pete Garden—. ¿Cuándo? —preguntó.
—Ella acaba de hacerlo —murmuró Pete Garden.
—Tuvo usted suerte —dijo el hombre que acompañaba a Pete Garden—. Si hubiera estado aquí, lo habría matado igualmente. Es usted afortunado por haber llegado tarde.
El doctor Philipson, temblando de pies a cabeza, levantó su arma de agujas de fuego y apuntó inciertamente a Mary Anne Mc Clain.
—¡No lo haga! —gritó Pete Garden—. Ellos también lo intentaron, y al final…
—Mutreaux —dijo Philipson—. ¿Por qué ella no…?
—Él es un terrestre —dijo Pete Garden—. El único de ustedes que lo es. Por eso, ella no lo tocó.
—Lo mejor —dijo Mutreaux— es que no hagamos nada. Movernos lo menos posible, eso es lo más seguro. —Y mantuvo fija la mirada en Mary Anne—. Ni siquiera erró contra su padre, aunque su madre consiguió escapar. No sé lo que le habrá ocurrido.
—También la atrapó —dijo Philipson—. Lo sabíamos, pero no lo comprendimos bien. —Arrojó el arma, que rodó por el suelo hasta chocar contra una pared. Su rostro estaba gris—. ¿Es que no comprende lo que ha hecho?
—Sí que lo comprende —respondió Pete Garden—. Ella sabe la peligrosidad de sus facultades y de ningún modo quiere volver a emplearlas de nuevo. —Dirigiéndose hacia Joe Schilling, Pete continuó—: Parece ser que no consiguieron controlarla. Ejercieron sobre ella cierta fuerza parcial, que supo eludir. Presencié la lucha, que se desarrolló aquí, en las últimas horas, hasta que llegó el último miembro de la reunión. —Y apuntó hacia uno de los cuerpos aplastados, un hombre con gafas y cabellos rubios—. Don, según lo llamaban ellos. Creyeron que él cambiaría el curso de las cosas, pero Mutreaux unió su facultad con la de ella. Todo ocurrió rápidamente: en un momento determinado, todos estaban sentados ahí en esa mesa, y al momento siguiente ella comenzó a arrojarlos por el aire como muñecas de trapo. No fue nada agradable presenciarlo; pero, de todos modos, así es como ha ocurrido.
—Es una espantosa pérdida —farfulló el doctor Philipson, dirigiendo a Mary Anne una mirada cargada de odio—. Bruja… Inmanejable… Nosotros lo sabíamos, pero por culpa de sus padres la aceptamos tal y como era. Bien, tendremos que comenzar desde el punto de partida. Por supuesto, no tengo personalmente nada que temer de ella; puedo volver a mi situación primitiva en Titán cuando lo desee. Presumiblemente, su poder no se extiende hasta tan lejos y, de ser así, es muy poco lo que podemos hacer. Correré el riesgo. He de hacerlo.
—Creo que podría obligarlo a permanecer aquí, si lo deseara —dijo Mutreaux—. Mary Anne —llamó a la chica que continuaba en el rincón con las mejillas bañadas en lágrimas—, ¿tienes que hacer alguna objeción si este último vuelve a Titán?
—No lo sé —respondió con indiferencia.
—Tienen a Sharp allá —intervino Joe Schilling.
—Ya comprendo —dijo Mutreaux—. Bien, eso cambia las cosas. —Dirigiéndose a la joven le rogó—: No permitas que Philipson se marche.
—Está bien —contestó la chica. Philipson se encogió de hombros.
—Es un tanto en favor de ustedes. Bien, lo acepto. Sharp volverá a la Tierra y yo me iré a Titán. —Su voz tenía una entonación calmosa, pero sus ojos aparecían opacos con la tensión del momento.
—Arregle eso ahora mismo —ordenó Mutreaux.
—Por supuesto que sí —convino Philipson—. No quiero permanecer en modo alguno cerca de esa chica; eso debe de resultarle obvio incluso a ustedes. Y puedo decirles que no les envidio ni a ustedes, ni a sus congéneres, dependiendo de un poder tan tosco e irregular como ése; algo que puede volverse contra ustedes mismos en cualquier momento. —Dejó escapar un suspiro y añadió—: Sharp se encuentra de regreso de Titán. En este momento está en mi clínica, en Pocatello.
—¿Podemos comprobarlo? —preguntó Mutreaux a Joe.
—Llame desde su coche, si lo desea —dijo Philipson—. Tiene que estar bien cerca, ahora mismo.
Saliendo al exterior Joe Schilling se dirigió a uno de los coches aparcados.
—¿A quién perteneces?
—Al señor y la señora Mc Clain —respondió el efecto Rushmore del coche.
—Necesito usar tu vidífono. —Schilling se sentó frente al aparato del coche volador y llamó a su propio coche, aparcado en la clínica del doctor Philipson allá en Idaho, en las afueras de Pocatello.
—¿Qué diablos quiere ahora? —contestó la voz cascada del viejo Max, su coche, tras una corta espera.
—¿Está por ahí Laird Sharp?
—Cualquiera se preocupa de eso ahora…
—Escucha —comenzó a decir Joe, pero en el acto el rostro de Sharp se dibujó en la pantalla—. ¿Te encuentras bien, Sharp?
Sharp asintió brevemente con un gesto.
—¿Viste a los jugadores titanios de La Partida, Joe? ¿Cuántos había allí? No podría decir su número… —dijo el abogado.
—No solamente los vi, sino que les eché a perder el juego. Así, se precipitaron en hacerme volver. Toma a Max, ya sabes, mi coche y vuelve a San Francisco. Te encontraré allí. —Dirigiéndose a su viejo coche, le recomendó—: Max, tienes que cooperar con Laird Sharp, diablos.
—¡Está bien! —respondió Max irritado—. ¡Ya lo estoy haciendo!
—He anticipado su conversación con el abogado —dijo Mutreaux—. Hemos dejado que Philipson se marche.
Schilling miró a su alrededor. Así había sucedido. No se advertía el menor signo del médico.
—Esto no se ha terminado —comentó Pete Garden—. Philipson vuelve a Titán y Hawthorne ha muerto.
—Pero su organización ha sido destruida —dijo Mutreaux—. Mary Anne y yo somos los únicos que quedamos. No pude creerlo cuando vi que aniquilaba a Rothman. Él era el pivote sobre el que giraba toda la organización. —Se inclinó sobre el cadáver del vug Rothman y lo tocó.
—Bien, ¿cuál es la medida más sabia que podemos tomar, dadas las circunstancias? —dijo Joe a Garden—. No podemos perseguirlos hasta Titán, ¿no es así? —La verdad era que no deseaba volver a enfrentarse con los jugadores titanios; pero, con todo…
—Debemos recurrir a E. B. Black —opinó Pete Garden—. Es lo único que se me ocurre que puede ayudarnos ahora. De lo contrario estamos liquidados.
—Podemos confiar en E. B. Black, ¿no es cierto? —preguntó Mutreaux.
—El doctor Philipson dio a entender que así era, en efecto —dijo Schilling—. Sí, yo voto por que corramos ese riesgo.
—Y yo también —convino Pete, y Mutreaux, tras unos instantes de reflexión, acabó aprobando con un gesto de la cabeza—. ¿Qué te parece a ti, Mary?
Pete volvió los ojos hacia la chica, que continuaba acurrucada y rígida en el rincón.
—No lo sé, realmente —dijo por fin—. No sé a quién creer, ni en quién volver a confiar; incluso no sé si debo creer en mí misma…
—Es preciso hacerlo —dijo Schilling a Pete—. En mi opinión, cuanto antes. Está buscándote, y está con Carol ahora. Si no es de confiar… —Se interrumpió y frunció el ceño.
—Entonces, se ha apoderado de Carol —concluyó Pete, con voz sombría.
—Seguramente.
—Llámalo —dijo Pete—. Desde aquí mismo.
Juntos salieron hacia el coche aparcado de los Mc Clain. Joe Schilling llamó al apartamento de San Rafael. «Si estamos cometiendo un error —pensó Joe— ello implicaría la muerte de Carol y de su hijo. Quisiera saber lo que será. ¿Un niño, o una niña? Ahora tienen medios de averiguarlo y pueden decirlo tras la tercera semana de embarazo». Pete, por supuesto, aceptaría de buen grado una cosa o la otra. Sonrió ante la feliz perspectiva.
En la pantalla se formó la imagen del vug detective y Joe reflexionó que se semejaba, o al menos era imposible decir lo contrario, a cualquier otro vug titanio. Ése era el verdadero aspecto del doctor Philipson, tal como lo había visto Pete. La idea resultaba alucinante.
—¿Dónde se encuentra usted, señor Garden? —transmitió el altavoz del aparato—. Ya veo que tiene usted ahí al señor Schilling también. ¿Necesita usted algo de la Policía de la costa occidental? Estamos dispuestos a despachar inmediatamente una nave en su busca, donde y cuando lo deseen ustedes.
—Vamos a volver ahí —dijo Pete—. No necesitamos la nave voladora, gracias.
¿Cómo está mi esposa?
—La señora Garden está ansiosa de tener noticias suyas; físicamente está en condiciones muy satisfactorias.
—Aquí hay nueve vugs muertos —anunció Schilling. El detective vug reaccionó instantáneamente.
—¿Son tal vez del Wa-Pei-Nan, el partido extremista?
—Así es. Uno ha vuelto a Titán; se hallaba aquí como el doctor Philipson de Pocatello, Idaho. Ya sabe usted, ese psiquiatra mundialmente famoso. Debe usted ir de inmediato a su clínica; podría haber otros atrincherados allí.
—Enseguida nos ocuparemos de eso, señor Garden —contestó E. B. Black—. ¿Se encuentran entre los muertos los asesinos de mi colega Wade Hawthorne?
—Sí —repuso Joe Schilling.
—Es un alivio, al menos —dijo Black—. Denos su localización justa y enviaremos a un compañero para que tome las medidas necesarias.
Pete le suministró la información precisa.
—Bien, eso es todo —concluyó Schilling y la pantalla se apagó.
No sabía qué pensar. ¿Habrían hecho lo mejor? No tardarían mucho tiempo en comprobarlo, de todas maneras.
Volvieron hacia la habitación principal del motel, sin decir una palabra.
—Si nos han captado —dijo Pete al llegar a la puerta del motel—, sigo diciendo, no obstante, que hicimos lo mejor que pudimos. Es imposible conocerlo todo. Y nada más —concluyó con un gesto vago—. Esto es como una pesadilla; cosas y personas yendo de un lado a otro. Tal vez no me haya recobrado todavía de la última noche.
—Pete, yo he visto con mis propios ojos a los jugadores de Titán —afirmó rotundamente Schilling—. Eso debe bastarte.
—¿Y qué deberíamos hacer ahora?
—Dar vida nuevamente al grupo Pretty Blue Fox —afirmó Joe.
—¿Y después, qué?
—Jugar.
—¿Contra quién?
—Contra los jugadores titanios —dijo Schilling—. Tenemos que hacerlo; procurarán no dejarnos otra elección posible.
Sin otras palabras entraron de nuevo en el motel.
Mientras volaban de regreso a San Francisco, Mary Anne dijo con voz débil:
—Ahora no siento su control sobre mí tan fuertemente como antes lo sentía. Parece haberse desvanecido.
—Esperemos que así sea —dijo Mutreaux, mirándola. Dave parecía también terriblemente fatigado—. Preveo —dijo a Pete Garden— sus esfuerzos para que su grupo vuelva a cobrar vida como antes. ¿Quiere saber el resultado?
—Desde luego.
—La policía lo permitirá. Para esta misma noche, contarán ustedes legalmente con la autorización para La Partida, al igual que antes. Se encontrarán ustedes en el local común de Carmel y planearán la estrategia a seguir. Al llegar a este punto, se produce una divisoria en dos futuros paralelos, que dependen de una cuestión a discutir: si su grupo permite que Mary Anne ingrese como nueva jugadora en La Partida.
—¿Cuáles son las dos futuras ramificaciones de ello? —preguntó Pete al premonitor.
—Puedo ver la rama sin ella muy claramente. Digamos sencillamente que no es muy bueno. La otra… aparece confusa porque Mary es una variable y no pueden predecirse sus acciones dentro de los cálculos causales, puesto que ella tiene la facultad de introducir el principio acausal de la sincronicidad. —Mutreaux permaneció silencioso durante unos instantes—. Yo creo, sobre la base de mis premoniciones, que sería mejor que la atrajesen hacia su grupo. Aunque sea ilegal.
—Está bien —convino Joe Schilling con un gesto—. Está estrictamente contra la reglamentación legal de las corporaciones de juego de La Partida. No es posible admitir a ninguna persona psiónica, de ningún género. Pero nuestros antagonistas no son humanos no psiónicos; son titanios y telépatas, todos. Comprendo el valor que ella puede representar. Con ella en el grupo, el factor telepático está equilibrado. De otro modo, ellos tendrían unas enormes ventajas. —Y recordó la alteración de la carta que había tirado y su repentino cambio de un 12 en un 11. No era posible vencer contra tal fuerza. Pero tal vez con Mary…
—Yo seré admitido, también, si es posible —continuó Mutreaux—. Aunque nuevamente nos enfrentemos con el problema legal. Hay que lograr que Pretty Blue Fox comprenda lo que está en juego, lo que se apuesta ahora. No se trata de un cambio de títulos de propiedad ni una competición entre jugadores para ver quién es el mejor. Es nuestra lucha contra un enemigo común, renovada tras todos estos años. Si es que alguna vez cesó…
—Nunca cesó —opinó Mary Anne—. Nosotros lo sabíamos, y la gente de nuestra organización. Tanto los vugs como los terrestres, todos estábamos de acuerdo en eso.
—¿Qué puede usted predecir de la ayuda procedente de E. B. Black y de la fuerza de policía? —preguntó Pete a Mutreaux.
—Puedo prever un encuentro entre el comisionado de la zona, U. S. Cummings, y E. B. Black. Pero no su resultado. Existe algo en lo cual U. S. Cummings está implicado que introduce otra variable futura. Quisiera saber si U. S. Cummings es también un extremista. ¿Cómo se le llama a ese Partido?
—El Wa-Pei-Nan —informó Joe Schilling—. Así es como lo llamó E. B. Black. Nunca antes había oído tales palabras, hasta que el detective vug las pronunciara, y desde entonces no habían dejado de rodar en su mente, tratando de desentrañar su significado y su alcance. Pero le resultaban impenetrables, como algo cerrado y secreto para él. Se dio por vencido. No podía imaginar la finalidad de tal grupo ni las razones que motivaban a sus miembros para pertenecer a él. «No puedo comprenderlos» —pensó Joe—. Y es una lástima porque, al no entenderlos, no podemos predecir lo que harán. Ni siquiera con la ayuda de nuestro premonitor…
Schilling no se sentía muy confiado, pero no dejó traslucir su estado de ánimo a sus compañeros de viaje en el coche volador. Bien, pronto aumentaría el número de jugadores del grupo Pretty Blue Fox, y harían su primer movimiento contra los titanios. Contarían, seguramente, con la ayuda de Mary Anne y Mutreaux. ¿Bastará con ello? Mutreaux no podía preverlo, y era difícil poder contar con Mary Anne, según había hecho resaltar Philipson. Y, con todo, estaba contento de tenerla con ellos. Sin la chica, Pete Garden y él aún estarían en aquel motel perdido en el desierto de Nevada, asistiendo a la estrategia de los titanios…
—Estaré encantado de contribuir a vuestros títulos de propiedad —dijo Pete Garden dirigiéndose a Mary Anne y a Mutreaux—. Mary, tú puedes disponer de San Rafael y usted, Mutreaux, de San Anselmo. Con tales títulos pueden sentarse a la mesa de La Partida. Así lo espero.
Ninguno hizo el menor comentario, ni pareció sentirse optimista.
—¿Contra quién echarás un farol? ¿Contra los telépatas?, preguntó Pete Garden. Buena pregunta. En realidad, era la cuestión sobre la que dependía todo. Y ninguno de ellos podía responderla. Ellos no podían alterar el valor de las cartas que tiraban, pensó Schilling, porque tendrían a Mary Anne para ejercer la contrapresión necesaria.
—Si tenemos que desarrollar una estrategia —dijo Pete en voz alta—, necesitaremos debatirlo colectivamente en Pretty Blue Fox. Entre todos, creo que se nos ocurrirá una idea apropiadal.
—¿Lo crees así? —preguntó Schilling.
—Pronto lo veremos.