13

—Deseo comunicar con el abogado Laird Sharp —pidió Joe Schilling al circuito homeostático del vidífono—. Está en algún lugar de la costa occidental; es todo lo que sé.

Era pasado el mediodía en aquel momento. Pete Garden no había vuelto a casa y Joe Schilling creía que no volvería. De nada servía intentar localizar a los otros miembros del grupo Pretty Blue Fox: Pete no estaba con ninguno de ellos. El que lo hubiera raptado se hallaba fuera del grupo.

Si el problema de la identidad estaba realmente resuelto, si lo habían hecho los Mc Clain, pensaba Joe, entonces, ¿por qué? Y el asesinato del detective Hawthorne había sido un error, cualesquiera fuesen sus razones. Nadie podría convencerlo de la rectitud de tal acción. Yendo en busca de Carol, le preguntó:

—¿Qué tal te encuentras?

Carol estaba sentada junto a la ventana, con un vestido de algodón estampado de colorido alegre, observando la calle con aire distraído.

—Me encuentro bien, Joe.

El detective E. B. Black había salido temporalmente del apartamento, de modo que Joe cerró la puerta del dormitorio y se dirigió a Carol.

—Sé algo acerca de los Mc Clain que la Policía desconoce.

—Dímelo, —le rogó Carol levantando los ojos hasta él.

—Creo que Patricia Mc Clain está mezclada en alguna actividad extralegal, y al parecer lo ha estado desde hace algún tiempo. Esto podría explicar el asesinato del detective Hawthorne. Estoy haciendo una suposición, y creo que todo esto está íntimamente conectado con su condición de psiónica. Y su marido también. Aparte de esto, que no es mucho, no puedo entender por qué han matado a un policía. Considera ahora con lo que se enfrentan: todos los policías del país buscándolos. Tienen que estar desesperados. «O ser unos fanáticos», pensó. No hay cosa que la Policía odie más que al asesino de uno de sus miembros. Es la cosa más estúpida que puede cometerse.

«Sí, una acción fanática y estúpida. Una mala combinación…», se dijo. El vidífono sonó y el circuito Rushmore avisó a Schilling.

—Su llamada, señor Schilling. El abogado Laird Sharp. Joe Schilling se situó frente a la pantalla.

—Laird —dijo.

—¿Qué ocurre? —preguntó el abogado.

—Tu cliente Pete Garden ha desaparecido. —Y le explicó brevemente lo ocurrido en la mañana.

—Yo tengo personalmente una desconfianza intuitiva hacia la Policía —continuó Schilling—. Por alguna razón especial, creo que no intentan resolver este asunto. Puede ser que tenga la culpa el vug E. B. Black.

Aquello no era más que la manifestación de la instintiva aversión de los terrestres, pensó Joe.

—Hum… —respondió Sharp—. Vamos a Pocatello. ¿Cómo me dijiste que se llama ese psiquiatra?

—Philipson —respondió Schilling—. Es mundialmente famoso. ¿Qué esperas sacar en claro con él?

—No lo sé todavía. Pero tengo un presentimiento. Ahora mismo vuelo a San Rafael; espérame que estaré ahí dentro de pocos minutos. Ahora estoy en San Francisco.

—De acuerdo, te espero —dijo Joe, y cortó la comunicación.

—¿Dónde vas ahora, Joe? —preguntó Carol al ver que se dirigía a la puerta—. Le dijiste al abogado que lo esperarías aquí.

—Voy a buscar una pistola —contestó Schilling.

Cerró la puerta tras él y salió precipitadamente. Con una tenía bastante puesto que sabía que Sharp siempre llevaba la suya.

—Anoche Pete me dijo unas cosas muy extrañas en el vidífono —dijo Joe, mientras volaban hacia el nordeste en el coche volador de Sharp—. Primero, que las cosas parecían encaminarse a matarlo a él, tal como lo habían hecho con Jerome Luckman. Y que debía tener un especial cuidado con su mujer. —Mirando a Sharp, continuó—: Y afirmó que el doctor Philipson es un vug.

—¿De veras? —dijo Sharp—. Hay vugs por todo el planeta.

—Pero sé algo más con respecto a ese doctor Philipson —siguió Schilling—. Leí muchos de sus artículos y de su técnica terapéutica. Nunca se ha hecho mención alguna que fuera un habitante de Titán. Hay algo que va mal en todo esto. No creo que Pete viese a Philipson; más bien creo que vio otra cosa o a otra persona. Un hombre como Philipson no está disponible en medio de la noche, como un médico cualquiera. ¿Y dónde pudo conseguir Pete los ciento cincuenta dólares que recordó perfectamente haber pagado a Philipson por su minuta? Yo sé que Pete nunca lleva dinero encima. Ningún notario de juego lo hace nunca, ya que manejan títulos de propiedad y no dinero en efectivo. El dinero es sólo para nosotros, los no jugadores de La Partida.

—¿Dijo que había pagado a ese doctor? —preguntó Sharp—. Quizá firmó una factura por ese importe.

—No, Pete me dijo que le había pagado anoche y que su dinero había valido la pena. —Joe siguió dándole vueltas al asunto por unos momentos—. En las condiciones en que se encontraba Pete, borracho, estimulado por las drogas y bajo la influencia de una fase maníaca a causa del embarazo de su mujer, no podrá saber lo que hacía, ni si era realmente Phillipson el que estaba frente a él. Incluso es posible que todo el episodio fuera una alucinación y que nunca haya estado en Pocatello. —Joe sacó la pipa y la bolsa del tabaco—. Todo este episodio suena a algo muy extraño. Pete puede estar totalmente enfermo, y ésa puede ser la razón del problema.

—¿Qué es lo que le echas a esa endiablada pipa, Joe? —preguntó el abogado—. ¿Todavía no te has decidido a emplear un tabaco decente?

—Ah…, es una nueva mixtura llamada «perro ladrador»; pero no te preocupes que no muerde.

Sharp se limitó a hacer una mueca de buen humor.

La clínica psiquiátrica del doctor Philipson en Pocatello, situada en las afueras de la ciudad, era un edificio rectangular de un blanco deslumbrante, rodeado de césped y árboles y con una rosaleda muy bien cuidada en la parte trasera. Sharp hizo aterrizar a su coche volador en el camino engravado y lo condujo hasta el garaje que estaba junto al edificio. El lugar, en calma y muy bien cuidado, parecía desierto. Sólo se veía un coche aparcardo: el del propio doctor Philipson.

Un lugar lleno de tranquilidad y de paz, pensó Schilling; pero enormemente costoso a juzgar por la apariencia. La rosaleda le atrajo y se dirigió hacia ella, aspirando el pesado aroma de las rosas y los fertilizantes orgánicos. Una máquina homeostática que giraba regando el césped, lo obligó a apartarse del camino y pisar la mullida hierba. Un lugar maravilloso para una cura de reposo, pensó Schilling, para aspirar el aroma del campo y apreciar sus texturas. Se fijó en que, a cierta distancia, un borriquito de pelaje gris estaba amarrado a un poste, sacudiendo lentamente la cabeza.

—Mira —le dijo al abogado—. Dos ejemplares de las rosas más bellas jamás obtenidas. La «Paz» y la «Estrella de Holanda». En el siglo XX los rosicultores las calificaban con nueve puntos —explicó a su amigo—. Nueve era una calificación excelente. Y luego desarrollaron esta otra, bautizada con el nombre de «Viajera del espacio» —dijo señalando a unos enormes capullos anaranjados y blancos—. Y «Nuestra Tierra». —Aquella era una rosa roja tan oscura que parecía virtualmente negra con manchas de color más claro entre los pétalos.

Mientras se hallaban contemplando «Nuestra Tierra» se abrió la puerta de la clínica y apareció en ella un hombre calvo, de bondadosa mirada, y ya entrado en años.

—¿Puedo serles útil, caballeros? —preguntó amablemente.

—Veníamos en busca del doctor Philipson —dijo Sharp.

—Soy yo. Me temo que la rosaleda necesite de más cuidados. He podido ver ya varias grefi en algunos rosales —dijo mientras pasaba la mano por una hoja—. La grefi es un ácaro procedente de Marte.

—¿Dónde podríamos tener el gusto de charlar con usted? —preguntó Joe Schilling.

—Aquí mismo —dijo el doctor Philipson.

—¿Vino a visitarlo el señor Pete Garden anoche?

—Sí, ciertamente —respondió el médico—. Y me llamó por el vidífono después, a hora muy avanzada.

—Pete Garden ha sido raptado de su domicilio —explicó Schilling—. Sus raptores mataron a un policía mientras lo sacaban a la fuerza de su apartamento, por lo que suponemos que la cosa debe ser muy seria.

La sonrisa que animaba la cara del médico se desvaneció, como por encanto.

—También eso… —Y el anciano doctor miró a uno y después al otro—. Yo me temía algo así. Primeramente la muerte de Luckman, y ahora la del detective. —Abrió la puerta de la clínica invitándolos a entrar y de repente cambió de idea—. Quizá sea conveniente que hablemos sentados en el coche, mejor que en mi clínica —dijo—. Así nadie podrá oírnos. —Y el médico se dirigió al aparcamiento—. Hay diversos aspectos de esta cuestión que me gustaría discutir con ustedes.

Siguiendo al médico, Schilling y el abogado tomaron asiento en el coche volador del doctor Philipson.

—¿Cuál es su relación con el señor Garden? —preguntó a Schilling. Joe se lo relató brevemente.

—Es posible que nunca vuelva a ver vivo a Garden —dijo el doctor—. Lamento mucho tener que decir esto, pero es lo más probable. Traté de advertírselo.

—Ya lo sé, me lo dijo —contestó Joe.

—Yo apenas sí sabía nada de Pete Garden —continuó el médico—; nunca lo había visto antes en mi vida, y me resultaba difícil establecer una adecuada historia de su pasado, porque anoche estaba completamente borracho, enfermo y asustado. Me telefoneó a casa, cuando yo me había ya acostado. Lo encontré en el centro de Pocatello, en un bar. Era en el que se había detenido a beber y a emborracharse. Con él había una joven muy atractiva; pero ella no entró en el bar. Garden se hallaba en un creciente estado de alucinación y necesitaba una rápida ayuda psiquiátrica. Naturalmente, yo no podía suministrársela a medianoche y en un bar.

—Su temor eran los vugs —comentó Schilling—. Pete creía que ellos se encuentran… rodeándonos por todas partes.

—Sí, ya pude comprobarlo. Me expresó tales temores. Varias veces y de diversos modos. Resultaba impresionante. En un determinado momento se escribió a sí mismo un mensaje en un envoltorio de cerillas y lo escondió en su zapato. «Los vugs están detrás de nosotros», dijo, o algo así. —El médico miró a sus dos interlocutores—. ¿Qué es lo que ustedes saben en este momento de los problemas internos de Titán?

Cogido por sorpresa, Joe Schilling respondió:

—Pues lo cierto es que maldita la cosa.

—La civilización actual de Titán —continuó el médico— está agudamente dividida en dos facciones. La razón, que yo sepa, es muy simple: ahora tengo en mi clínica a varios titanios, que ostentan cargos importantes en la Tierra. Son personas que siguen tratamientos psiquiátricos conmigo. Esto es algo, en cierto modo, poco ortodoxo; pero he descubierto que puedo manejarme con ellos bastante bien.

—¿Es por esta razón por la que ha querido hablar con nosotros dentro de su coche? —preguntó astutamente el abogado.

—Sí —dijo Philipson—. Aquí, nos hallamos fuera de su facultad telepática. Los cuatro que hay ahí dentro, son moderados, políticamente hablando. Es la fuerza dominante en los asuntos políticos de Titán y lo ha sido durante décadas. Pero existe también un partido partidario de la guerra, una facción de extremistas. Su poder ha ido creciendo; pero nadie, ni los mismos titanios, saben hasta dónde llega esa fuerza política actual. En cualquier caso, su política hacia la Tierra es hostil. Tengo una teoría sobre el particular. No puedo demostrarlo; pero lo he insinuado en diversos trabajos realizados. Creo… —sólo es una suposición, naturalmente, ténganlo en cuenta— que los titanios, bajo la instigación del partido amante de la guerra, están manipulando nuestro índice de fertilidad humana. Haciendo uso de cierta técnica avanzada, los titanios son los responsables de mantener bajo el índice terrestre de la natalidad.

Se produjo un tenso silencio.

—Por lo que respecta a Luckman —continuó el médico—, supongo que fue asesinado directa o indirectamente por los titanios; pero no por las razones que pueden creerse a primera vista. Es cierto que intentaba apoderarse de California, tras haberlo hecho con la costa oriental del país, y que esto hubiera terminado en una absoluta dominación económica en la costa del Pacífico como ya lo hizo en Nueva York. Pero ésa no es la causa de haber sido eliminado por los titanios. Probablemente han tratado de hacerlo desde hace ya muchos meses, quizá años, y sólo lo lograron cuando abandonó su seguro refugio y vino a Carmel a La Partida, donde no contaba con un equipo de personas de talento psiónico que lo protegiera.

—Bien, pero en concreto, ¿por qué lo mataron? —preguntó Joe Schilling.

—A causa de su suerte —respondió el médico—. Por su extraordinaria fertilidad. Su gran habilidad para tener hijos. Eso es lo que seriamente amenaza a los titanios, y no sus éxitos económicos en La Partida, los cuales les importaban un ardite.

—Ya veo —murmuró el abogado, pensativo.

—Y cualquier otro ser humano que tenga suerte, corre el riesgo de que lo eliminen de igual manera. Y ahora, escuchen. Algunos humanos saben esto o lo sospechan. Existe una organización, basada en los prolíficos Mc Clain de California, de los que quizá ustedes habrán oído hablar; son Patricia y Allen Mc Clain. Tienen tres hijos. Por tanto, sus vidas están en grave peligro. Pete Garden ha demostrado su facultad de tener hijos también y eso hace que tanto él como su esposa corran peligro, algo que le advertí a tiempo. Le advertí que tuviese cuidado porque tendría que encararse con una situación en la que muy poco tiene que hacer personalmente. Yo lo creo así firmemente. Y… —La voz del doctor Philipson se hizo más tensa—. Creo que la organización formada alrededor de los Mc Clain es inútil e incluso peligrosa. Es muy posible que ya esté penetrada por las autoridades titanias de la Tierra, que resulta altamente eficaz en esta suerte de asuntos. Su facultad telepática trabaja a su favor, de modo que resulta casi imposible ocultarles cualquier cosa durante mucho tiempo, ya sean secretos militares, políticos o de carácter patriótico.

—¿Se halla usted en contacto con la facción moderada? —preguntó Joe Schilling—. A través de sus pacientes, quiero decir.

El médico vaciló antes de responder.

—Pues… sí, dentro de ciertos límites. En general he discutido tal situación algunas veces, en el transcurso de sus tratamientos terapéuticos.

—Creo haber descubierto lo que veníamos buscando —dijo Joe al abogado—. Sabemos ahora dónde se encuentra Pete, quién le raptó y quién mató al detective Hawthorne. Es la organización Mc Clain, se llame como se llame. Y dondequiera que se encuentre.

—Sus explicaciones han sido interesantes en extremo, doctor —dijo con suma cautela el abogado—. Hay otra cuestión que considero del mayor interés y que aún no ha surgido hasta el momento.

—¿De qué se trata? —preguntó Philipson.

—Pete Garden creyó que usted era un vug —dijo Sharp.

—Sí, ya me di cuenta —dijo en respuesta el médico—. Traté de explicarle en cierta forma la alucinación sufrida. A un nivel intuitivo de su subconsciente, Pete Garden percibió la peligrosa situación de que hemos hablado. Sus percepciones, sin embargo, estaban distorsionadas, constituyendo una mezcla de telepatía involuntaria y de proyecciones mentales, añadiendo a esto su estado particular de ansiedad…

—¿Es usted un vug? —preguntó Sharp a quemarropa.

—Por supuesto que no —respondió el médico bruscamente.

El abogado se dirigió al efecto Rushmore del coche volador y le preguntó en el acto:

—¿El doctor Philipson es un vug?

—El doctor Philipson es un vug, en efecto.

La respuesta la había dado el propio coche del médico.

—Doctor —dijo Schilling—. ¿Tiene usted algo que objetar a esto? —Y le apuntó con un viejo pero eficiente revólver del 32—. Me gustaría oír su comentario, por favor.

—No hay duda que ha sido una falsa declaración establecida por el circuito Rushmore del coche —explicó Philipson—. Pero admito que hay algo más de cuanto les he referido. Yo soy parte de la organización formada alrededor de los Mc Clain.

—¿Es usted un psiónico? —preguntó Joe.

—Así es —afirmó Philipson con un movimiento de cabeza—. Y la chica que estaba anoche con Pete Garden es también miembro, Mary Anne Mc Clain. Ella y yo conferenciamos brevemente en relación con la política a seguir con Pete Garden. Ella fue quien arregló las cosas para que yo lo viera, pues a tales horas de la noche yo suelo estar…

—¿Cuál es su facultad psiónica? —preguntó a su vez Sharp, también apuntándolo con su pistola del 22.

El doctor Philipson miró a uno y después al otro.

—Pues del tipo más bien fuera de lo usual. Se sorprenderán cuando se lo diga. Está bastante relacionada con la que posee Mary Anne, una forma de psicokinesis, aunque bastante especializada, en comparación con la suya. Yo soy uno de los extremos de la conexión de dos cabos establecida entre Titán y la Tierra. Los titanios vienen a la Tierra y en ciertas ocasiones algunos terrestres son transmitidos allá, a Titán. Este procedimiento es una mejora en el sistema corriente de vuelo espacial porque no se precisa un lapso de tiempo. —Sonrió con benevolencia a sus dos interlocutores y se inclinó hacia delante—. ¿Puedo mostrarlo a ustedes?

—Dios… —murmuró Sharp—. Mátalo.

—¿Lo ven?

La voz del doctor Philipson llegó a oídos de Schilling y Sharp; pero en aquel instante no pudieron distinguir de dónde procedía; una cortina de irrealidad se extendió ante sus ojos, privándolos de la conciencia de las imágenes reales de todos los objetos existentes a su alrededor. Como millones de pequeñas pelotas de tenis, en una brillante cascada de puntos blancos, lo fantástico reemplazó a la realidad sustancial de las formas habituales. Era, como pensó Joe, una ruptura del acto de la propia percepción. A despecho de sí mismo, se sintió aterrado.

—¡Yo le dispararé! —dijo la voz de Sharp, y enseguida se oyó la descarga sucesiva de una pistola en rápida sucesión—. ¿Lo he alcanzado, Joe? Yo… —La voz de Sharp se desvaneció en el vacío y se hizo el más completo silencio.

—Estoy aterrado, Sharp —dijo Schilling—. ¿Qué nos sucede?

Sin comprender nada, extendió las manos y buscó a tientas en la corriente de subpartículas casi atómicas que surgía por todas partes. ¿Sería aquello la infraestructura del Universo? El mundo, al margen del espacio y el tiempo, más allá de todo medio de conocimiento…

Repentinamente, apareció ante sus ojos una enorme extensión plana y unos vugs inmóviles en el espacio. ¿O se movían a una velocidad increíblemente lenta? Había algo angustioso en su situación. Los vugs daban la impresión de intentar moverse; pero el tiempo parecía tener otra categoría distinta a la conocida en la Tierra y continuaban aparentemente en el mismo lugar. ¿Aquello sería para siempre, tal vez? Joe vio incontable número de vugs, sintiéndose incapaz de determinar la extensión de aquella superficie sin horizontes.

Esto es Titán —dijo una voz dentro de su cabeza.

Sin peso, totalmente ingrávido, Joe comenzó a moverse liberado de toda fuerza de gravedad, haciendo desesperados esfuerzos para estabilizar su propio cuerpo. «¡Maldita sea! Aquello era absurdo, él no debería encontrarse allí en semejante situación…».

—¡Auxilio! —gritó en el vacío que lo rodeaba—. ¡Sáquenme de aquí! ¿Dónde estás, Sharp? ¿Qué nos ha ocurrido?

Ninguna respuesta. Sus palabras se perdieron en la nada.

Entonces creyó sentirse caer con una mayor celeridad. Nada detenía su caída, con referencia a lo usual; pero no obstante, allí estaba, comprobando tan increíble experiencia.

A su alrededor se formó el enorme hueco de una gigantesca cámara, una vasta extensión cerrada de carácter nebuloso, y frente a él, de cara a un enorme tablero, aparecían sentados los vugs. Contó hasta veinte de ellos, y dejó de contar; los vugs se hallaban por todas partes frente a él, silenciosos y sin movimiento; pero, no obstante, haciendo algo. Le pareció que se movían constantemente, y al principio no pudo imaginar qué sería realmente lo que estaban haciendo. Pocos instantes después lo comprendió.

Juegue —le ordenó una onda telepática de los vugs.

El tablero de juego era tan enorme, que sus dimensiones lo dejaron petrificado. Sus extremos se desvanecían en la distancia, perdidos en la infraestructura de la realidad en que Joe se hallaba. Pero, con todo, directamente frente a él se hallaban los mazos de cartas, claramente distinguibles. Los vugs esperaban; era su turno.

«Por fin —pensó Joe—, estoy en condiciones de jugar de algún modo y sabiendo cómo jugar». Aquella partida parecía tan fantástica que no importaba su duración, ni su principio ni fin. ¿Desde cuándo se estaría celebrando? No había forma de saberlo. Tal vez los mismos vugs lo ignoraban también.

Joe tiró una carta y resultó ser un 12.

Había llegado el momento que constituía el corazón de La Partida. El momento de tirarse un farol o dejarlo pasar, y en el cual tendría que avanzar su pieza del tablero doce espacios o ninguno. Pero los vugs podrían leer su pensamiento… ¿Cómo podría jugar La Partida contra ellos? ¡Imposible un juego limpio en tales condiciones!

Pero tenía que jugar, de todos modos.

«Ésta es la situación —se dijo Joe— y ninguno de nosotros puede liberarse de ella. E incluso grandes jugadores, como Jerome Luckman, pueden morir por intentarlo, morir por tratar de ganar».

Lo hemos esperado mucho tiempo —le dijo una voz misteriosa en su cerebro—. Por favor, no continúe haciéndonos esperar más todavía

Joe no sabía qué hacer. ¿Cuál era la apuesta? ¿Qué título de propiedad apostaba él? Miró a su alrededor y no vio el lugar de la banca, ni nada parecido. Una partida de envite fantástica en que los telépatas participaban con apuestas que no existían… ¡Qué absurda mascarada! Era preciso escapar de allí a toda costa. Pero, ¿habría alguna salida? Imposible hallar respuesta alguna.

Aquello era el modelo platónico supremo, que habían reproducido en el juego de La Partida establecido en la Tierra, para que jugasen los terrestres, comprendió Joe. Pero comprenderlo no podía ayudarlo en nada, puesto que no existía forma de salir de allí. Recogió su pieza y comenzó a avanzarla, casilla por casilla, doce espacios adelante. Leyó la inscripción correspondiente:

«¡Un filón de oro en tus terrenos! ¡Has ganado 50.000.000 de dólares de beneficio en dos minas productivas!

No era preciso el farol, se dijo a sí mismo Joe Schilling. Qué casilla…, la más fabulosa que jamás hubiera podido imaginar. No existía tal casilla en los tableros de La Partida, allá en la Tierra…

Colocó la pieza en la casilla y volvió a su lugar.

¿Iría alguno de los vugs a desafiarlo? ¿A solicitar la declaración de haberse tirado un farol? Aguardó unos instantes, pero nadie se movió en la infinita fila de jugadores vugs. Ni el menor movimiento. Bien. Estaba dispuesto. Adelante, pues.

Es un farol —dijo una voz.

A Joe le resultó imposible identificar de dónde procedía el desafío; le pareció que tal declaración había partido de todos al unísono. ¿Habría fallado la facultad telepática de los vugs en aquel preciso momento? ¿O sería que deliberadamente dejaban tal facultad de adivinación para jugar La Partida?

—Se ha equivocado usted —dijo Joe, mostrando la carta boca arriba. La carta no era un 12.

Aparecía claramente un 11.

Es usted un farolero —le dijo la corporación de vugs reunida—. ¿Es ésa la forma en que suele usted jugar La Partida?

—Debo hallarme bajo la tensión nerviosa del momento —explicó Joe—. He debido ver mal la carta. —Se sentía furioso consigo mismo y aterrado—. Hay alguna trampa en todo esto —continuó—. De todos modos, ¿qué es lo que se apuesta en esto?

En esta Partida, la ciudad de Detroit —le respondió la voz conjunta de los vugs.

—No veo el título de propiedad en ningún sitio —respondió Joe, mirando al tablero en todas direcciones.

Mire de nuevo —le ordenó la voz misteriosa.

En el centro de la mesa, vio lo que parecía ser una bola de cristal como un pisapapeles. Alguna cosa compleja y brillante, viva, se removía en su interior. Joe se inclinó sobre el globo transparente para comprobarlo de cerca. Era una ciudad en miniatura. Edificios y calles, casas, fábricas…

Era realmente Detroit.

La necesitamos inmediatamente —dijeron a coro los vugs. Alargando la mano, Joe Schilling movió la pieza una casilla menos.

—Aquí fue donde realmente puse la pieza —dijo. La Partida explotó.

—He hecho trampa —dijo Joe—. Así es imposible jugar, ¿no creen? He hecho naufragar La Partida.

Algo le golpeó sobre la cabeza y cayó instantáneamente en una gris inconsciencia.