Se despertó… y vio junto a su cama a dos figuras, las de un hombre y una mujer.
—Quieto —ordenó Patricia Mc Clain, en voz baja, indicando a Carol.
El hombre que la acompañaba le estaba apuntando con una pistola de agujas de fuego. Era un individuo al que no había visto jamás en su vida.
—Si hace la menor resistencia, la mataremos a ella —dijo, apuntando a Carol—. ¿Comprendido?
El reloj de la mesita de noche marcaba las nueve y media de una hermosa mañana, llena de sol y de luz que entraba a raudales por la ventana.
—Está bien —contestó Pete—. Comprendido.
—Vamos, levántate y vístete —le ordenó Patricia Mc Clain.
—¿Dónde? ¿Aquí mismo frente a ustedes?
Mirando al hombre que la acompañaba, Patricia hizo un gesto.
—En la cocina. —Los dos lo siguieron, desde el dormitorio hasta la cocina, y Patricia cerró la puerta—. Quédate ahí mientras se viste. Yo vigilaré a su mujer —dijo, sacando una segunda arma de agujas de fuego y volviéndose hacia la alcoba—. No ofrecerá resistencia alguna, si sabe que su mujer está en peligro; lo he recogido de su mente. Es un sentimiento altamente pronunciado.
Y mientras se vestía, aquel individuo totalmente desconocido vigilaba cuidadosamente a Pete Garden.
—Su esposa tuvo suerte, ¿eh? Mirándole de reojo, Pete respondió:
—¿Es usted el marido de Pat?
—Eso es —repuso el individuo—. Allen Mc Clain. Me alegro de conocerle al fin, señor Garden. —Y le dirigió una breve sonrisa—. Pat me ha hablado mucho de usted.
Poco después, los tres caminaban por el corredor en busca del ascensor del edificio.
—¿Llegó bien a casa su hija esta noche? —preguntó Pete.
—Sí —contestó Pat—. Muy tarde, desde luego. Lo que recogí de su mente era muy interesante. Afortunadamente no se durmió enseguida, se quedó despierta bastante tiempo, pensando. Así pude conocerlo.
—Carol no se despertará todavía hasta dentro de una hora, al menos —dijo Allen Mc Clain—. Por tanto, no habrá problema de que informe de su desaparición. Lo menos hasta las once, no lo hará.
—¿Cómo sabe usted que no se despertará? —preguntó Pete. Allen permaneció callado.
—¿Es usted un premonitor?
Tampoco hubo respuesta. Resultaba obvio que lo era.
—No creo que intente escaparse —dijo Allen Mc Clain a su mujer, indicando a Pete con un gesto—; al menos la mayoría de las posibilidades así lo indican. Una probabilidad contra cinco. Buena estadística, supongo.
Llegaron al ascensor y presionaron el botón.
—Ayer estabas preocupada con mi seguridad, y ahora esto —dijo Pete a Patricia, haciendo un gesto hacia las pistolas de agujas de fuego—. ¿Por qué tal cambio?
—Porque, mientras tanto, saliste con mi hija —respondió Patricia—. Hubiera deseado que no hubiera sido así. Ya te advertí que era demasiado joven para ti y te advertí que te mantuvieras alejado de ella.
—Sin embargo —recalcó Pete—, como pudiste leer en mi mente, yo había encontrado a Mary Anne sorprendentemente atractiva.
El ascensor llegaba en aquel momento y las puertas se abrieron. En la puerta apareció el detective Hawthorne, quien, tras quedar boquiabierto un instante, intentó buscar algo dentro de su chaqueta.
—El ser un premonitor es algo que ayuda siempre. Así nadie lo sorprende a uno —dijo Allen Mc Clain, y con la pistola de agujas de fuego disparó a la cabeza de Hawthorne.
El detective recibió el impacto en el cráneo, se tambaleó golpeándose contra una de las paredes del ascensor y después cayó pesadamente al suelo.
—Entra —ordenó Patricia a Pete. Tras él, entró ella y después su marido, y, con el cuerpo del detective muerto en el suelo, llegaron a la planta baja.
Pete se dirigió al efecto Rushmore del ascensor:
—Me han raptado a la fuerza y han matado a un detective. ¡Pida socorro!
—Cancele esa petición —ordenó de inmediato Patricia—. No necesitamos ninguna ayuda. Gracias.
—Está bien, señorita —repuso obedientemente el efecto Rushmore.
Se abrieron las puertas del ascensor y los Mc Clain salieron tras Pete, atravesaron el vestíbulo y se dirigieron a la calle.
Dirigiéndose a Pete, Patricia Mc Clain, dijo:
—¿Sabías por qué estaba Hawthorne en el ascensor, subiendo hasta tu piso? Te lo diré. Iba a detenerte.
—No —respondió Pete—. Me dijo en el vidífono la pasada noche que acababan de saber quién era el asesino de Luckman, un individuo de la costa oriental.
Los Mc Clain se miraron el uno al otro, sin decir nada.
—Habéis matado a un hombre inocente —añadió Pete.
—No lo era ese Hawthorne. Hubiera deseado cazar al mismo tiempo a su compañero E. B. Black. Pero quizá lo hagamos más tarde.
—Esa condenada Mary Anne —dijo Allen, al llegar al coche aparcado en el bordillo—. Alguien debería retorcerle el cuello. —El coche alzó el vuelo y ganó altura en la hermosa mañana de California—. Esa edad suya es terrible. Cuando se tienen dieciocho años, se cree saberlo todo y poseer la certidumbre de todas las cosas. Y después, al llegar a los ciento cincuenta, comprendes que no sabes nada.
—Tú no lo sabes aún; sólo tienes un leve indicio —dijo Patricia, que se había sentado tras Pete apuntándole con el arma mortal.
—Quisiera hacer un trato con ustedes —dijo Pete—. Quiero estar seguro que Carol, y el niño permanecerán seguros y que nada va a ocurrirles. Conmigo pueden hacer lo que quieran, si…
—Ya has hecho el trato —lo interrumpió Patricia—. Carol y la criatura estarán seguras. Por tanto, no tienes que preocuparte por ellas. De todos modos, la última cosa que haríamos sería molestarlos para nada.
—Así es —confirmó Allen, quien dirigiéndose a Pete le preguntó sonriente—: ¿Qué tal se siente cuando tiene suerte?
—Ya debería saberlo —respondió Pete—: Ustedes han conseguido más hijos que cualquier otra pareja de California.
—Así es —dijo Allen—. Pero han pasado ya más de dieciocho años desde la primera vez; sí, muchos años realmente. Pero usted se salió de rosca anoche, ¿verdad? Mary Anne dijo que estuvo en trance. Absolutamente ciego.
Peter calló. Mirando hacia abajo, trató de captar la dirección del coche volador. Parecía que se dirigía tierra adentro, hacia el cálido valle de la región central de California, con las sierras a lo lejos. Hacia las sierras totalmente desoladas y desérticas, donde no vivía un alma.
—Dinos algo más acerca del doctor Philipson —solicitó Patricia de Pete Garden—. Pude captar algunos pensamientos mal formados. Lo llamaste anoche al llegar a casa, ¿no es así?
—Sí.
Dirigiéndose a su marido, dijo Pat:
—Pete llamó y preguntó si el doctor Philipson… era un vug.
—¿Y qué respondió?
—Dijo que no era ningún vug —continuó Patricia—. Después llamó a Joe Schilling, para darle la noticia de que estamos totalmente rodeados por los vugs; así fue como Joe Schilling le sugirió que llamara a Hawthorne. Y eso fue lo que hizo. Por eso el detective llegó a verle esta mañana.
—Le diré a usted a quién debió haber llamado, en vez de a ese detective —dijo Allen—. A su abogado, Laird Sharp.
—Demasiado tarde ahora —opinó Patricia—. Aunque es posible que nos encontremos con Sharp en cualquier momento. Puedes hablar con él, Pete. Cuéntale todo lo sucedido, cómo y de qué manera somos como una pequeña isla rodeada por un mar poblado de criaturas no terrestres. —Y se puso a reír, al igual que su marido.
—Creo que estamos asustándolo —insinuó Allen Mc Clain.
—No —afirmó Patricia—. He observado su mente y no está asustado, al menos no del modo en que lo estaba anoche. —Dirigiéndose a Pete dijo—: Fue como una prueba para ti, ese viaje de vuelta a casa con Mary Anne, ¿verdad? Te apuesto a que jamás volverás a tener otro en toda tu vida. —Y volviéndose a su marido—: Sus dos esquemas de referencias mentales iban de un lado a otro; primero vio a Mary Anne como a una atractiva chica de dieciocho años, y como terrestre, y después se le aparece como…
—¡Cállate de una vez! —restalló Pete salvajemente.
—Y pudo haber sido así —continuó Patricia—. Una amorfa masa de citoplasma tejiendo una red ilusoria… Pobre Pete Garden. Esto acaba con tus deseos de aventuras amorosas, ¿no es así? Primero no pudiste encontrar un bar en donde pudieran servir a Mary Anne y después…
—¡Ya está bien! —interrumpió su marido—. Ya es bastante. Esa rivalidad tuya por Mary Anne os hace daño a las dos. No deberías establecer competencia alguna con nuestra hija.
—Está bien… —dijo Pat, y silenciosamente encendió un cigarrillo.
Bajo el coche volador, las sierras se deslizaban lentamente. Pete observaba cómo iban quedándose atrás.
—Es mejor que llames —aconsejó Pat a su marido.
—De acuerdo. —Y manipuló en el transmisor—. Aquí Dark Horse Ferry, llamando a Sea Green Lamb. Contesta, Sea Green Lamb. Contesta, Dave… Una voz respondió en la radio.
—Aquí Dave Mutreaux. Estoy en el motel Dig Inn, en Sparks, aguardando vuestra llegada.
—De acuerdo, enseguida estamos ahí. Dentro de cinco minutos. —Allen cerró la transmisión—. Todo arreglado —dijo a su mujer—. Creo poder preverlo. No habrá complicaciones.
—Espléndido —contestó Patricia.
—Y a propósito —dijo Allen dirigiéndose a Pete Garden—, Mary Anne estará allí; irá directamente en su propio coche. Habrá otras muchas personas, a una de las cuales ya conoce usted. Eso será muy interesante para usted, Garden. Todas son psiónicas. Mary Anne no es una telépata, como su madre, a pesar de lo que ella dijo. Se comportó irresponsablemente. La mayor parte de lo que le contó fue un cuento chino. Por ejemplo, cuando le dijo…
—Ya es bastante —interrumpió enérgicamente Patricia. Allen se encogió de hombros.
—Lo sabrá dentro de media hora; también lo preveo.
—Es que me pones nerviosa, eso es todo. Prefiero esperar hasta que lleguemos al motel Dig Inn. —Se dirigió a Pete—: A propósito, hubiera sido muchísimo mejor que la hubieras besado anoche, según te lo había pedido.
—¿Por qué? —preguntó Pete.
—Te habrías enterado entonces de lo que era. De todas formas, ¿cuántas oportunidades tendrás en tu vida de poder besar a chicas tan impresionantes como ella? —Y su voz resultaba amarga y resentida como de costumbre.
—Te estás amargando la vida por nada —dijo Allen irritado—. ¡Diablos! Me molesta verte así, Pat…
—A lo mejor puedo hacerlo más tarde con Jessica, cuando sea mayor —dijo Pete.
—Lo sé —respondió Allen malhumorado—. Puedo preverlo aun sin mi capacidad especial.
El coche aparcó en la fina arena de la pequeña explanada del exterior del motel Dig Inn. Sin dejar de apuntarle con las mortales armas de las agujas de fuego, los Mc Clain obligaron a Pete a salir del auto-auto y dirigirse hasta el edificio de adobe, de una sola planta, construido al estilo español.
Un individuo de largos miembros, correctamente vestido y de mediana edad, los estaba esperando y se aproximó a ellos saludando afectuosamente a los Mc Clain:
—¡Hola, Mc Clain! ¡Hola, Pat! —Luego miró a Pete—. Ah, el señor Garden, que fue propietario de Berkeley. ¿Sabe usted? Estuve a punto de jugar en su grupo, en Carmel. Pero, lamento decirlo, me asustaron demasiado con la amenaza del electroencefalógrafo. —Dejó escapar una risita entre dientes y continuó—: Soy David Mutreaux, antiguo componente del alto personal de Jerome Luckman. —Ofreció la mano a Pete Garden, que éste rehusó, sin una palabra—. Bien —continuó Mutreaux hablando muy lentamente—, se ve que no comprende bien la situación, señor Garden. Con todo, estoy un tanto confuso sobre lo ocurrido y lo que pueda sobrevenir muy pronto. Serán los años, supongo. —Se dirigió entonces hacia la puerta del motel—. Mary Anne estará aquí dentro de unos minutos. Está bañándose en la piscina.
Con las manos en los bolsillos, Pat se dirigió hacia la piscina y permaneció observando a su hija.
—Si pudieran leer en mi mente —dijo sin referirse a nadie en particular—, podrían ver la presencia de la envidia. —Se alejó de la piscina y se dirigió a Pete Garden—. ¿Sabes, Pete?, cuando te encontré por primera vez, perdí algo de eso. Eres una de las criaturas más inocentes que jamás haya conocido en toda mi vida. Me ayudaste a purgar y esclarecer el lado en sombras de mi personalidad, como dicen Jung y también tu amigo Joe Schilling. A propósito, ¿qué tal está Joe? Me alegré de verlo de nuevo anoche. ¿Qué tal le cayó despertarse a las cinco y media de la madrugada?
—Me felicitó —dijo Pete— por la suerte que habíamos tenido.
—Ah, sí —intervino entonces Mutreaux jovialmente, dándole unas palmadas a Pete en la espalda—. Muchas felicidades y mi enhorabuena por ese embarazo de su esposa.
—Fue un desagradable comentario el que hizo a Carol tu ex mujer, Freya Gaines, respecto a que «esperaba que fuera un niño» —dijo Patricia—. Y a esa hija mía le encantó; supongo que esa vena de crueldad la ha heredado de mí. Pero no hay que reprocharle mucho a Mary Anne lo que dijo anoche, Pete, porque la mayor parte de lo que experimentaste estuvo muy lejos de ser por culpa de la chica; eso estaba en tu propia mente. Estabas alucinando. Joe Schilling tenía razón en lo que te dijo: las anfetaminas fueron las responsables. Tuviste sencillamente una oclusión psicótica de la mente.
—¿De veras?
Ella lo miró fijamente.
—Sí, así fue.
—Lo dudo.
—Bien, pasemos al interior —dijo Allen Mc Clain. Y poniéndose las manos en forma de bocina, llamó—: ¡Mary Anne, sal ya fuera de la piscina!
Aproximándose al borde, la chica respondió:
—¡Vete al infierno!
Mc Clain se acercó más a ella.
—Tenemos asuntos de que tratar, vamos, entra ya. Eres mi hija.
Una bola de agua saltó de la piscina y, dando una vuelta graciosamente por el aire, cayó sobre la cabeza de Allen Mc Clain, mojándole la cara y el pecho. Allen saltó hacia atrás mascullando una serie de maldiciones.
—¡Vaya, creía que eras todo un premonitor! —dijo Mary Anne riendo a carcajadas—. Pensé que nadie podría cojerte por sorpresa.
La chica subió por la escalerilla de la piscina y apareció con su esbelto cuerpo mojado a la luz de aquella radiante mañana californiana. Se dirigió hacia una silla próxima y recogió una toalla de baño.
—¡Hola, Pete Garden! —saludó acercándose a él—. Da gusto verte otra vez ahora que no estás mal del estómago; anoche tenías un color verdoso en la cara como si fuera de musgo. —Y sus blancos dientes resplandecieron al sonreír.
Allen Mc Clain, sacudiéndose el agua caída sobre su cara y el cabello, se dirigió hacia Pete.
—Son ya las once —dijo—. Me gustaría que llamara a Carol y le dijera que se encuentra bien. No obstante, preveo que no querrá hacerlo, o al menos eso es lo más probable.
—En efecto, no quiero hacerlo.
Mc Clain se encogió de hombros con indiferencia.
—Bien, no puedo prever lo que ella hará; posiblemente llame a la Policía, o quizá no. El tiempo lo dirá. —Y se encaminaron hacia el interior del motel—. Un interesante elemento de las facultades psiónicas —continuó Allen— es que algunas tienden a invalidar a otras. Por ejemplo, mi hija es psicokinética y, tal como lo ha demostrado muy bien, yo no puedo predecir sus actos. Se produce la sincronicidad de Pauli, un acontecimiento conectivo acausal que descarta por completo a una persona como yo.
Patricia se dirigió a Mutreaux.
—¿Es cierto que Sid Mosk confesó haber matado a Jerome Luckman?
—Sí —respondió Mutreaux—. Rothman presionó sobre él, para dejar de apremiar al Pretty Blue Fox; al parecer, la policía se excedió un poco en sus indagaciones.
—Pero de aquí a un rato se darán cuenta de que es falso —dijo Patricia—. Ese vug, E. B. Black, conseguirá rebuscar en su mente telepáticamente…
—Espero que eso no importe mucho —dijo Dave Mutreaux.
En el interior del motel un acondicionador de aire zumbaba suavemente en el local, donde la gran sala de estar aparecía en la penumbra y con un frescor agradable. Sentados aquí y allá Pete observó la presencia de cierto número de individuos charlando entre ellos telepáticamente, sin duda, ya que no se oía una palabra. Le pareció por un instante que se hallaba en el local de La Partida, a media mañana; pero evidentemente aquello no era La Partida. Aquella gente no eran jugadores. Se sentó a su vez, sombríamente, tratando de imaginarse qué sería lo que tendrían que decir. Algunos permanecían totalmente en silencio, mirando fijamente al vacío, como presos de la mayor preocupación. Telépatas, sin duda, comunicándose unos con otros. Parecían estar en mayoría. Los demás…, sólo pudo aventurar una suposición: premonitores, como Mc Clain, psicokinéticos, como Mary Anne. Y Rothman, quienquiera que fuese. ¿Estaba allí Rothman? Sintió la idea intuitiva, fuertemente arraigada en su mente, de que el tal Rothman estaba allí presente y controlando la situación.
Mary Anne apareció surgiendo de una habitación lateral, vistiendo una camisa de mangas amplias, pantalón corto, sandalias y sin sostén, mostrando sus pequeños pechos firmemente tensos bajo la ligera camisa. Se sentó junto a Pete, frotándose vigorosamente los cabellos con una toalla, para secárselos.
—Vaya racimo de elementos reunidos aquí —le dijo en voz baja a Pete—. ¿No te parece? Ellos…, quiero decir mis padres, me hicieron venir. —Y la chica frunció el entrecejo—. ¿Quién es ése? —Otro individuo acababa de entrar y se quedó mirando a su alrededor—. No lo conozco. Probablemente será de la costa oriental, como Mutreaux…
—Tú no eres un vug, después de todo —dijo Pete a la chica.
—No, claro que no. Nunca dije que lo fuese; tú me preguntaste quién era y yo te lo dije, como pudiste comprobar. Era verdad. Mira, Pete Garden, tú eres un telépata involuntario; estabas en estado psicótico a causa de esas drogas en píldoras que habías tomado, mezcladas con el alcohol, y pudiste captar mis pensamientos marginales, toda mi ansiedad. Lo que suelen llamar el subconsciente. ¿No te advirtió mi madre acerca del particular? Ella debe saberlo.
—Sí, sí que me lo dijo.
—Y antes que a mí, captaste también los temores del subconsciente del psiquiatra. Todos tenemos miedo de los vugs. Es natural. Son nuestros enemigos; hicimos una guerra terrible contra ellos, en la que no vencimos y ahora se encuentran aquí. ¿Lo ves? —Y con el codo lo tocó en las costillas—. No pongas esa cara tan estúpida; ¿me estás escuchando, o no?
—Sí, te escucho.
—Bien, estás con la boca abierta como un bobo. Yo sabía anoche que estabas alucinado como un loco en un trance paranoico, respecto a las hostiles y amenazadoras conspiraciones de criaturas extrañas a la Tierra. Ello se interfirió con tus propias percepciones, pero, básicamente, estabas en lo cierto. Era verdad que yo sentía ese temor y que tenías esos pensamientos. Los psicóticos viven en un mundo así constantemente. De todas formas, el intervalo en que captaste telepáticamente fue desgraciado, porque ocurrió estando yo cerca de ti y yo conozco todo esto. —La chica señaló hacia las gentes que ocupaban la gran sala de estar del motel—. ¿Ves? Para ti todos eran peligrosos. Estabas a punto de avisar a la Policía. Por suerte, llegamos justo a tiempo.
¿Podría Pete creer a la chica? Estudió su rostro delgado, de forma triangular, y no pudo leer nada en él. Si había tenido alguna vez facultad telepática, en aquel instante se hallaba muy lejos de poseerla.
—Mira, Pete —continuó la chica—, todo el mundo tiene en potencia la facultad psiónica. En casos de enfermedad grave y de profunda regresión física… —Y se detuvo, cambiando el curso de sus ideas—. De todos modos, Pete Garden, tú te encontrabas en un estado psicótico, borracho, drogado y alucinado, pero básicamente percibías la realidad con la que nos estamos enfrentando, la situación que este grupo conoce y contra la que está intentando luchar. ¿Comprendes? —Mary Anne le sonrió chispeándole los ojos—. Ahora ya sabes lo que sucede.
Pete no lo comprendía; en realidad es que no quería comprenderlo. Petrificado, se apartó de ella.
—No quieres comprenderlo —dijo Mary Anne pensativa.
—Así es.
—Pero lo sabes ya. Es demasiado tarde para negarlo, e ignorarlo. —Y añadió en un tono despiadado—: Esta vez no estás enfermo, ni borracho, ni alucinado. Tus percepciones no están distorsionadas. Por tanto, tienes que dar cara al asunto. Pobre Pete Garden. ¿Pasaste bien la noche?
—No.
—No irás a suicidarte por eso, ¿verdad? Porque eso no ayudaría a resolver nada. Como sabes, nosotros formamos una organización, Pete. Y tú tienes que unirte a ella; aunque no seas una persona psiónica, tendrás que seguirnos o te mataremos. Naturalmente, nadie quiere matarte. ¿Qué sería de Carol, entonces? ¿Irías a dejarla frente a Freya para que la atormentase?
—No, si puedo evitarlo.
—Ya sabes que el efecto Rushmore de tu coche te dijo que no era un vug; no comprendo por qué no le diste crédito: nunca se equivocan. —La chica dejó escapar un suspiro—. No, mientras funcionen adecuadamente, claro está, y no se toque lo que no se debe. Así es como debes siempre comprobar la presencia de los vugs: preguntar al efecto Rushmore, ¿comprendes? —Y le sonrió alegremente—. Por tanto, las cosas no están tan mal. No se va a acabar el mundo por esto; tenemos el pequeño problema de conocer quiénes son nuestros amigos. Y ellos tienen a su vez idéntico problema; a veces todo esto suele mezclarse.
—¿Quién mató a Luckman? —preguntó Pete—. ¿Fuiste tú?
—No —repuso firmemente Mary Anne—. La última cosa que hubiera hecho es matar a un hombre con tanta suerte, con tantos descendientes. —La chica frunció el entrecejo.
—Pero anoche —dijo Pete con lentitud— te pregunté si tu gente lo había hecho. Y tú dijiste… —Se detuvo, tratando de pensar con claridad y de discernir bien los acontecimientos, suprimiendo la confusión existente en ellos—. Sí, dijiste: «Lo olvidé». Y dijiste también que el siguiente sería nuestro hijo, que era una «cosa» y no una criatura…
Mary Anne se quedó mirándolo fijamente.
—No, Pete —murmuró sorprendida y pálida por la sorpresa—. Yo no dije eso; estoy segura de que no lo dije.
—Yo te oí —insistió Pete—. Lo recuerdo muy bien. Todo está muy confuso, pero te doy mi palabra de honor de que esa parte de mi memoria está perfectamente clara.
—Entonces, es que se hicieron conmigo…
Las últimas palabras resultaron casi inaudibles; Pete tuvo que inclinarse sobre ella para poder oírla. La muchacha continuó mirándolo fijamente, desconcertada y atónita.
—Pete, ¿estás ahí? —dijo Carol abriendo la puerta de la soleada cocina del apartamento. Y miró con cuidado por todos los rincones.
Pete no estaba en la cocina. Llena de luz y cálida, aparecía vacía. Dirigiéndose hacia la ventana miró a la calle. El coche de su marido y el suyo estaban aparcados en el bordillo de la acera. Por tanto, no se había marchado en el coche volador. Abrochándose la bata de casa, se dio prisa para salir fuera del apartamento en busca del ascensor. Tendría que preguntar al efecto Rushmore del aparato; el ascensor podría informarle seguramente. Presionó el botón y a poco el ascensor llegó a su nivel, y se abrieron las puertas.
Carol lanzó un grito de terror.
En el piso del ascensor yacía el cuerpo de un hombre muerto. Era el detective Hawthorne.
—La señora dijo que no hacía falta ayuda ninguna —dijo el efecto Rushmore a modo de disculpa.
Con dificultad, tras reponerse del choque, Carol preguntó:
—¿Qué señora?
—La de los cabellos oscuros —respondió sin más detalles.
—¿Se fue el señor Garden con ellos?
—Llegaron sin él; pero volvieron con el señor Garden, señora. El hombre, que no era el señor Garden, mató a esta persona que yace aquí. Entonces el señor Garden dijo: «Me han raptado a la fuerza y han matado a esta persona. ¡Pida socorro!».
—¿Y qué hizo usted?
—La señora del cabello oscuro dijo: «Anule esa petición. No necesitamos ninguna ayuda. Gracias». Por tanto, no hice nada. ¿Obré mal? —preguntó el efecto Rushmore del ascensor.
—Muy mal —dijo Carol, en un susurro—. Tendría que haber conseguido ayuda de cualquier forma.
—¿Puedo hacer algo ahora?
—Sí, llame al Departamento de Policía de San Francisco y dígales que envíen a alguien aquí. Dígales lo que ha sucedido. Ese hombre y esa mujer raptaron a la fuerza al señor Garden y usted no hizo nada…
—Lo siento mucho, señora Garden —se disculpó el ascensor.
Volviéndose, Carol caminó rápidamente hacia su apartamento y se sentó nerviosa y confusa a la mesa de la cocina. Aquellos estúpidos y locos circuitos Rushmore; parecían tan inteligentes y en realidad no lo eran… Todo ello era algo insólito e inesperado. ¿Y qué había hecho ella? No se había comportado mucho mejor. Dormía mientras llegaron y se llevaron a su marido. Aquello olía a la pareja Mc Clain, pensó Carol más detenidamente. Una señora de cabellos oscuros… ¿Cómo podría saberlo, de todos modos?
Sonó el vidífono.
Carol no tuvo fuerzas para contestar.
Mientras se peinaba la roja barba, Joe Schilling esperaba junto al vidífono la respuesta a su llamada. «Qué raro —pensó—; quizá estarán durmiendo todavía. No son más que las diez y media. Pero…».
No quería pensar en aquello.
Dándose prisa, se puso la chaqueta rápidamente y salió de su apartamento en busca de Max, su viejo coche volador.
—Llévame al apartamento de los Garden —ordenó.
—Puede ir andando —rezongó el coche.
—Vamos, te pondré unas cortinas si eres buen chico, Max.
El viejo auto-auto, con cierta resistencia, se puso en marcha haciendo el camino por la calle. Schilling estaba nervioso vigilando el lento pasar de los edificios, uno por uno, hasta que al fin llegó a San Rafael.
—¿Satisfecho? —dijo el viejo Max, deteniéndose con una sacudida frente al edificio de los Garden.
Los coches de Pete y Carol aparecían aparcados en el bordillo de la acera, según pudo comprobar al salir del suyo. También se veían dos coches de la Policía. Tomando el ascensor subió hasta el piso de sus amigos. Encontró la puerta abierta y sin vacilar, entró. Un vug le salió al encuentro.
—Señor Schilling… —dijo el pensamiento radiado del vug.
—¿Dónde están Pete y Carol? —preguntó Joe. Entonces pudo ver a Carol sentada a la mesa de la cocina, con la cara del color de la cera, y se dirigió hacia ella—. ¿Está bien Pete?
—Yo soy E. B. Black —dijo el vug—; probablemente me recuerde usted, señor Schilling. No se preocupe. Capto de sus pensamientos una completa inocencia en todo esto; por tanto, no lo molestaremos interrogándolo sobre lo sucedido.
Carol levantó la cabeza y dijo con voz tensa.
—Wade Hawthorne, el detective, ha sido asesinado, y Pete ha desaparecido. Un hombre y una mujer llegaron hasta nuestro apartamento y se lo llevaron, según lo que ha dicho el ascensor. Ellos mataron a Hawthorne. Pienso que ha sido Patricia Mc Clain; la Policía ha investigado en su casa y allí no hay nadie. Su coche también falta.
—Pero… ¿no tienes idea de por qué pudieron haberse llevado a Pete?
—No, no lo sé, ni siquiera sé quiénes son «ellos», realmente.
Extendiendo un pseudópodo, el vug mostró un pequeño objeto a Joe Schilling.
—El señor Garden escribió esta interesante inscripción —dijo el vug—: «Estamos totalmente rodeados por esos vugs». Esto, no obstante, no es así, como lo atestigua la desaparición del señor Garden. Anoche el señor Garden llamó a mi colega muerto, el señor Hawthorne, y le dijo que sabía quién había matado a Jerome Luckman. En ese momento, nosotros ya creíamos saber quién era el verdadero asesino, por lo que la noticia no nos interesó. Ahora comprendemos que estábamos en un error. El señor Garden no dijo el nombre del asesino, desgraciadamente; porque mi compañero se negó a escucharlo. —El vug quedó callado unos instantes—. Mi compañero ha pagado bien cara su equivocación.
—E. B. Black piensa que quien fuera el que mató a Luckman vino a apoderarse de Pete y en su huida se encontró a Hawthorne —dijo Carol.
—Así es, señora —confirmó el vug—. Pero he obtenido una preciosa información de la señora Garden. Por ejemplo, he sabido a quién vio anoche el señor Garden. Un psiquiatra que reside en Pocatello, en Idaho, fue el primero. También a Mary Anne Mc Clain, a quien no hemos podido localizar. El señor Garden estaba borracho y confuso. Él le dijo a la señora Garden que el asesino del señor Luckman no era una persona, sino las seis personas del grupo Pretty Blue Fox, las que tenían la memoria defectuosa atacada de amnesia. Esto, naturalmente, lo incluía a él mismo. ¿Tiene usted algún comentario que hacer, señor Schilling?
—No —repuso Joe.
—Esperamos que el señor Garden esté vivo —dijo finalmente el vug E. B. Black. Por la entonación de tales palabras, no parecía hallarse muy seguro.