10

Despertada de improviso en pleno sueño, Freya Gaines aproximó torpemente la mano al vidífono hasta encontrar el interruptor que abrió para recibir la comunicación.

—¡Hola! —farfulló medio dormida, tratando de saber la hora. Miró al reloj de números luminosos próximo a la cama. Eran las tres de la madrugada. Las facciones de Carol Holt Garden se formaron en la pequeña pantalla.

—Freya, ¿has visto a Pete? —preguntó, con voz llena de ansiedad—. Salió y todavía no ha vuelto. Estoy terriblemente preocupada y no puedo conciliar el sueño.

—No —respondió Freya—. Por supuesto que no lo sé. ¿Lo ha dejado la Policía en libertad?

—Salió bajo fianza. ¿Tú tienes… alguna idea de los lugares que suele frecuentar durante la noche? Los bares están todos cerrados a esta hora. He esperado hasta las dos, pensando que, como mucho, volvería a las dos y media; pero…

—Trata de encontrarlo en el Blind Lemon de Berkeley —dijo Freya y comenzó a cortar la comunicación.— «Quizá esté muerto —pensó—. Puede haberse arrojado de cabeza en algún puente o haberse estrellado con el coche…».

—Es que está celebrándolo —dijo Carol.

—¿Celebrando, qué?

—Estoy embarazada.

Completamente despierta por el choque recibido en aquel instante, Freya le respondió:

—Ya comprendo. Es sorprendente. Tan pronto… Tendrás que haber usado esa nueva clase de papel-conejo alemán, supongo.

—Sí. Mordí una tira esta misma noche y se volvió verde; por eso Pete se ha marchado del apartamento. Me gustaría que volviese. Es tan emocional, y con esas crisis depresivas y suicidas que tiene, ya sabes…

—Tú estás preocupada con tus problemas y yo con los míos —concluyó Freya—. Enhorabuena, Carol. Espero que sea un niño. —Y apagó la pantalla nerviosamente.

«¡El muy bastardo!», pensó Freya, furiosa y llena de amargura incontenible. Y continuó en la cama, de espaldas, con los ojos clavados en el techo y los dientes apretados, luchando por no llorar. «Lo mataría —se dijo a sí misma—. Espero que esté muerto y que nunca vuelva más con ella». ¿Vendría allí?, Freya se incorporó en la cama de un salto ante la repentina idea de que así pudiera suceder. ¿Qué ocurriría de hacerlo? A su lado, en la cama, Clem Gaines continuaba roncando como un oso. Si Pete aparecía por allí, no debería permitirle entrar: no quería volverlo a ver más en su vida.

Pero, reflexionando, llegó a la conclusión, animada por alguna razón, de que Pete nunca volvería por su apartamento. No, no iría a buscarla. Sería a la última persona a quien iría a buscar.

Encendió un cigarrillo y se sentó en la cama, fumando y mirando fijamente al vacío.

—Señor Garden —dijo el vug—, ¿cuándo fue la primera vez que comenzó usted a notar esas sensaciones vacías de sentido, como si el mundo que le rodea fuese algo irreal?

—Pues tanto tiempo como puedo recordar.

—¿Cuál ha sido su reacción?

—La de una depresión, por lo general. Me habré tomado millares de tabletas de amitriptilina, que sólo producen un efecto temporal y pasajero.

—¿Sabe usted quién soy yo? —preguntó el vug.

—Veamos —dijo Pete, pensando. El nombre de doctor Pelphs le rondaba por la cabeza.— Doctor Pelphs, Eugen Pelphs —dijo con la esperanza de acertar.

—Casi acertó usted, señor Garden. Soy el doctor E. R. Philipson. Bien, ¿y cómo hizo para dar conmigo? ¿Puede recordarlo?

—¿Que cómo pude dar con usted? Pues… porque estaba usted allí. Es decir, aquí.

—Saque la lengua.

—¿Por qué?

—Como si fuese una mueca de falta de respeto.

—¡Aaaah…!

—No es preciso ningún comentario adicional; la cosa está clara. ¿Cuántas veces ha intentado usted suicidarse?

—Cuatro —repuso Pete—. La primera teniendo veinte años; la segunda, a los cuarenta. La tercera…

—No es preciso que continúe. ¿Cuán cerca estuvo usted de tener éxito?

—Muy cerca, sí, señor. En especial la última vez.

—¿Y qué fue lo que le detuvo?

—Una fuerza mayor que mi propia voluntad.

—Tiene gracia —murmuró el vug con una risita burlona.

—Me refiero a mi esposa. Betty, sí, era ése su nombre. Betty Jo. Ella y yo nos encontramos en la tienda de discos antiguos de Joe Schilling. Betty Jo tenía unos pechos firmes y duros como melones. ¿O se llamaba Mary Anne?

—Su nombre no era Mary Anne —dijo el doctor E. R. Philipson—, porque está usted refiriéndose ahora a la chica de dieciocho años, hija de Patricia Mc Clain, y ella nunca ha sido su esposa. Yo no estoy calificado para estimar sus pechos. Ni los de su madre. En cualquier caso, usted apenas la conoce; todo lo que sabe de ella es que es una devota de ese cantante de la televisión Nats Katz, a quien usted no puede soportar. Usted y ella no tienen nada en común.

—Miente usted como un rufián —exclamó Pete.

—No estoy mintiendo. Me estoy encarando con la realidad, cosa que usted no puede hacer, y por eso se encuentra usted aquí. Está usted inmerso en un intrincado y formidable sistema de evasión mental de enormes proporciones. Usted y la mitad de sus amigos de La Partida. ¿Quiere usted realmente escapar de semejante estado?

—No…, quiero decir, sí. Sí o no, ¿qué importa eso? —Y sintió que el estómago le daba un vuelco—. ¿Me puedo marchar ahora? Creo que he gastado todo mi dinero.

—Aún le quedan a usted solamente veinticinco dólares de tiempo —dijo el vug.

—Preferiría tener esos veinticinco dólares.

—Eso hace surgir un delicado punto de ética profesional, con respecto a lo que me ha pagado.

—Bien, devuélvame ese dinero.

El vug dejó escapar un suspiro, resignado.

—Esto es una partida de ajedrez en tablas. Más vale que yo tome una decisión por ambos. ¿Puedo brindarle aún ayuda por valor de veinticinco dólares? Eso depende de lo que usted desee. Se encuentra usted en una situación de una dificultad que aumenta progresivamente. Probablemente podrá matarle en breve, como le ocurrió a Luckman. Tenga un especial cuidado con su esposa, ahora embarazada; ella es extremadamente frágil y sensible en estos momentos.

—Bien, lo haré, lo haré.

—Lo mejor que puede usted hacer, señor Garden, es inclinarse al imperativo del tiempo. Existe poca esperanza de que pueda usted lograr mucho, en realidad; en algunos aspectos, comprende correctamente las circunstancias. Pero físicamente, usted está desprovisto de fuerza. ¿A quién puede dirigirse? ¿A E. B. Black? ¿Al señor Hawthorne? Podría intentarlo. Ellos podrían ayudarle; pero puede que no lo hagan. Ahora, con respecto al sector perdido de su memoria…

—Sí —repitió Pete—, el sector perdido de mi memoria. ¿Qué hay con respecto a eso?

—Usted ya lo ha reconstruido muy bien con los efectos Rushmore de los diversos mecanismos. Por tanto, no se inquiete tanto.

—Pero, ¿maté yo a Luckman?

—Ja, ja —dijo el vug—. ¿Cree usted que voy a decírselo yo? ¿Es que se ha vuelto loco de remate?

—Quizá sea así —dijo Pete—. Tal vez yo sea un ingenuo. —Y volvió a sentirse mal, peor que antes todavía—. ¿Dónde está el servicio para caballeros? ¿O podría decir el servicio para humanos?

Miró a su alrededor tratando de hallar un indicio. Todos los colores de las cosas que lo rodeaban aparecían totalmente cambiados y extraños y cuando trató de andar, se sintió ingrávido o casi sin peso en el cuerpo. Demasiado ligero. No estaba en la Tierra. No era un G de gravedad lo que tiraba de él; era sólo una fracción.

Y pensó: «Estoy en Titán

—La segunda puerta a la izquierda —le dijo el médico vug.

—Gracias —contestó Pete, marchando con cuidado para no flotar en el ambiente y darse en pleno vuelo con algunas de las blancas paredes—. Escuche, ¿qué hay de Carol? Sepa que nada tiene significado para mí excepto la madre de mi hijo.

—Nada tiene significado, ha dicho usted —dijo el vug—. Una broma y bastante pobre por cierto. Estoy comentando simplemente el estado de su mente actual. «Las cosas raramente son lo que parecen. La leche descremada se disfraza de nata». Un hermoso dicho del humorista terrestre W. S. Gilbert. Le deseo suerte y sugiero que se entreviste con E. B. Black; es persona dispuesta a colaborar. Puede confiar en él. No estoy tan seguro respecto a Hawthorne. —El vug le habló en tono más alto—. Y… cierre la puerta del cuarto de baño cuando entre, para que no lo oiga. Me siento a disgusto cuando un terrestre está enfermo.

Pete cerró la puerta. ¿Cómo podría salir de allí?, fue la primera idea que concibió al entrar en la habitación. Era preciso escapar de allí. Pero, ante todo, ¿cómo había llegado a Titán? ¿Cuánto tiempo hacía? Días… semanas, tal vez. «Tengo que volver a casa con Carol. Han podido matarla a estas horas, tal como hicieron con Luckman». Pero…

¿Ellos? ¿Quiénes? No lo sabía. Alguien debía de habérselo explicado de algún modo.

¿Habría valido la pena el gasto de aquellos ciento cincuenta dólares? Era responsabilidad suya, no de ellos, recordar lo que le habían dicho.

Se fijó en una ventana abierta en la parte superior de una pared. Acercó el voluminoso recipiente metálico de toallas de papel, lo puso bajo la ventana y se subió encima. La ventana estaba atorada por la pintura. Descargó con fuerza su cuerpo contra el marco de madera hasta que, con un crujido, la ventana se abrió. Había el suficiente espacio. Sin pensarlo más saltó por ella y se dejó caer. La oscuridad lo envolvía por todas partes, la oscura noche de Titán. Caía… caía oyendo cómo el aire silbaba contra su cuerpo, como si fuese una pluma o más bien como un insecto con una gran superficie en proporción a su pequeña masa. Intentó gritar, pero sólo oyó el silbido de se caída.

Tropezó a los pocos instantes con el suelo y rebotó. Quedó tendido con un intenso dolor en las piernas y en los pies. Le pareció haberse roto un tobillo. Cojeando, se puso en pie. Estaba en una callejuela empedrada llena de cubos de basura; se dirigió renqueando hacia una calle bien iluminada. A su derecha advirtió un anuncio rojo de neón. Era el Plaza Dave, un bar. Había conseguido escaparse de allí, dejándose sólo el sombrero. Se apoyó contra la pared, esperando que se le amortiguara el dolor del tobillo.

Un policía automático pasó y su circuito Rushmore le habló:

—¿Se encuentra bien, señor?

—Oh, sí, gracias. Me había detenido un momento, por una necesidad imperiosa, ya sabe… Gracias de todos modos. —El policía automático dio la vuelta y se marchó.

«¿En qué ciudad me encuentro?», se preguntó Pete totalmente confuso y extraviado. El aire húmedo olía a cenizas. ¿Chicago? ¿San Luis? El aire era tibio y pegajoso, muy lejos del aire limpio de San Francisco. Se encaminó con dificultad calle abajo alejándose del bar. El vug del interior continuaría allí gorroneando tragos, esquilmando a los clientes terrestres, engañándolos con sus maneras educadas. Se echó mano en busca del portamonedas del pantalón. Había desaparecido. ¡Dios Santo! Pensó en el abrigo; pero lo tenía puesto. Menos mal. Aquellas píldoras que había tomado debieron de haberse mezclado con la bebida ingerida; allí estaba el problema. Pero estaba bien, no estaba herido; sólo un tanto magullado y dolorido. Pero se encontraba perdido. Se habría perdido a sí mismo y había perdido el coche.

—¡Coche! —llamó, tratando de alertar a su auto-auto, a su mecanismo especial del efecto Rushmore que a veces solía responder, aunque en otras no. Era cuestión de suerte.

Vio llegar unas luces; un par de focos le iluminaron. Su coche rodó a lo largo del bordillo de la acera y se detuvo.

—Aquí estoy, señor Garden.

—Escucha —dijo Pete, manoteando para encontrar el tirador de la puerta—. ¿Dónde estamos, por todos los diablos?

—En Pocatello, Idaho.

—¿Es posible?

—Es la verdad, señor Garden. Puedo jurárselo.

—Hablas con mucha claridad para ser un circuito Rushmore, ¿no crees?

Abrió la puerta del auto-auto y entrecerró los ojos, parpadeando ante la súbita claridad de la luz de la cúpula transparente. Atemorizado por una repentina sospecha, escudriñó el interior.

Alguien estaba sentado tras los controles.

—¡Adelante, señor Garden! —dijo la figura intrusa del coche.

—¿Por qué?

—Le conduciré a donde quiere ir.

—Yo no quiero ir a ninguna parte —dijo Pete—. Quiero permanecer aquí.

—¿Por qué me mira con ese aire tan extraño? ¿No recuerda haber venido a buscarme? Fue idea suya venir a esta ciudad y a diversas otras, realmente.

Ella soltó la risa. Era una mujer, advirtió Pete.

—¿Quién diablos es usted? No la conozco.

—¡Vaya! Claro que sí me conoce. Nos encontramos en la tienda de Joe Schilling, en Nuevo México.

—Mary Anne Clain —murmuró Pete. Y entró para tomar asiento junto a ella.

—Estaba usted celebrando el embarazo de su esposa —dijo Mary Anne con calma.

—Pero, ¿qué ha ocurrido para que te encuentres aquí?

—Primero, fue usted a nuestro apartamento del Condado de Marin. Yo no estaba allí, porque estaba en ese momento en San Francisco, consultando unos libros en la biblioteca. Mi madre se lo dijo y usted voló a San Francisco, a la biblioteca, y allí me recogió. Entonces nos dirigimos hacia Pocatello, porque tuvo usted la idea de que una chica de dieciocho años podría entrar en un bar de Idaho, puesto que en San Francisco no era posible.

—¿Y tuve razón?

—No. De modo que entró usted solo al Plaza Dave, y yo me he quedado sentada en el coche esperándolo. Hasta ahora en que ha asomado usted por aquella callejuela llamando al coche.

—Ya comprendo. —Y se recostó en el respaldo del asiento—. Me siento enfermo. Desearía volver a casa.

—Lo llevaré a su hogar, señor Garden —dijo la chica. El coche se alzó suavemente contra el cielo y Pete Garden cerró los ojos.

—¿Cómo es que me he visto mezclado con ese vug? —preguntó pasados algunos instantes.

—¿Qué vug?

—En el bar, supongo. Ese doctor… Philipson.

—¿Y cómo quiere que lo sepa? Yo no estuve allí.

—Bien. ¿Viste algún vug adentro? ¿Pudiste mirar el interior?

—Vi el interior, cuando entré en el bar en un principio, y no había ningún vug. Pero me hicieron salir enseguida.

—Soy una bestia —dijo Pete—. Yo bebiendo en el bar, mientras tú esperabas sentada en el coche. ¡Espantoso!

—No me ha importado, en absoluto —dijo Mary Anne—. Tuve una agradable conversación con el dispositivo Rushmore entre tanto. Aprendí muchas cosas sobre usted.

¿No es así, coche?

—Así es, señorita Mc Clain —repuso el coche.

—Me aprecia. Todos los efectos Rushmore me tienen simpatía —afirmó la chica—. Los hechizo. —Y soltó una graciosa risa cantarina.

—No hay duda —dijo Pete—. ¿Qué hora es?

—Sobre las cuatro.

—¿De la madrugada? —Apenas si podía creerlo. ¿Cómo era que el bar estaba todavía abierto? No permitían a ninguno estar abierto a semejante hora en ningún Estado.

—Quizá habré mirado mal el reloj —dijo la chica.

—No. Lo has visto bien —dijo Pete—. Hay algo que va mal, terriblemente mal en todo esto.

—Ja, ja —dijo ella.

Pete miró a la chica. Pero en el puesto de piloto del coche aparecía sentada la informe figura de un vug.

—Coche —preguntó Pete—. ¿Quién está sentado en el mando? Dímelo; por favor.

—Mary Anne Mc Clain, señor Garden —repuso el efecto Rushmore. Pero el vug continuaba sentado. Podía verlo perfectamente.

—¿Estás seguro?

—Positivamente seguro.

—Como le dije antes —dijo el vug—, yo hechizo a los circuitos Rushmore.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pete.

—A su casa. Lo llevo con su esposa Carol.

—¿Y después, qué?

—Después, yo me iré a la mía a acostarme.

¿Quién es usted? —preguntó a la cosa allí sentada.

—¿Qué es lo que piensa? Ya me está viendo. Puede referírselo a cualquiera, al señor Hawthorne el detective, o mejor todavía a E. B. Black. Cualquiera de ellos lo echará a patadas.

Pete cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, la que estaba sentada a los mandos del coche volador era nuevamente Mary Anne Mc Clain.

—Tenías razón —le dijo al coche—. ¿O no la tenías?

«Dios —pensó—. Me gustaría estar ya en casa. Ojalá no hubiera salido esta noche. Estoy realmente asustado. Joe Schilling podría ayudarme».

—Llévame a casa de Joe Schilling. Mary Anne o como te llames.

—¿A esta hora de la noche? Está usted loco.

—Es mi mejor amigo. En todo el mundo.

—Serán las cinco de la madrugada cuando lleguemos allá.

—Se alegrará de verme —dijo Pete—. Y mucho más, al darle ciertas noticias.

—¿De qué se trata? —preguntó Mary Anne.

—Ya lo sabes —dijo con precaución—. Es sobre Carol. Y sobre el niño.

—Ah, sí —repuso la joven moviendo la cabeza—. Como dijo Freya, espero que tengan un niño.

—¿Freya dijo eso? ¿A quién?

—A Carol.

—¿Cómo lo sabes?

—Usted telefoneó a Carol desde el coche antes de llegar al Plaza Dave, queriendo asegurarse que ella se encontraba bien. Ella estaba trastornada. Usted le preguntó por qué y ella dijo que había llamado a Freya, preguntando por usted, y que Freya le había dicho eso.

—¡Al diablo con Freya!

—No le reprocho por pensar así. Esa mujer es un tipo esquizoide y dura. Hemos estudiado eso en psicología.

—¿Te gusta el estudio?

—Me encanta.

—¿Crees que te interesarían las cosas de un viejo como yo de ciento cincuenta años?

—No es usted tan viejo, señor Garden. Sólo está un poco aturdido. Se sentirá mejor cuando llegue a su apartamento. —Y le dirigió una breve sonrisa.

—Todavía soy potente —afirmó Pete—. Ahí está como testimonio el embarazo de Carol. ¡Juiii! —gritó como un chiquillo.

—Hay que dar tres gritos —dijo Mary Anne—. Es maravilloso: un terrestre más en el mundo. ¿No es un encanto?

—Nosotros no solemos hablar de terrestres, hablamos de gente. Has cometido un error.

—Oh —exclamó Mary Anne sin inmutarse—. Equivocación anotada.

—¿Forma tu madre parte de esto? ¿Es por eso por lo que no quiso que la Policía le investigase la mente?

—Puede que sí.

—¿Cuántos hay mezclados en esto?

—Oh, millares —dijo Mary Anne… o el vug, porque, a pesar de su apariencia, Pete estaba seguro de que era un vug—. Sí, hay miles y miles, por todo el planeta.

—Pero no en todas partes —dijo Pete—; porque tú tienes todavía que esconderte de las autoridades. Creo que tendré que decírselo a Hawthorne.

Mary Anne se puso a reír.

Pete alargó la mano hacia la guantera del coche y buscó algo.

—Mary Anne quitó el revólver —dijo el coche—. Tuvo miedo que la Policía lo detuviese a usted y lo descubriese; podrían llevarlo a la cárcel.

—Eso es —dijo la chica.

—Tu gente mató a Luckman. ¿Por qué? Ella se encogió de hombros.

—Lo he olvidado. Lo siento.

—¿Quién es el próximo?

—La cosa.

—¿Qué cosa?

Mary Anne, con ojos chispeantes, le respondió:

—La cosa que crece dentro de Carol. Mala suerte, señor Garden; no es un bebé.

Pete cerró los ojos de nuevo. Lo próximo que supo fue que volaban cerca del área de la bahía.

—Estamos casi en casa —dijo Mary Anne.

—¿Vas a dejarme ir?

—¿Por qué no?

—No lo sé. —Pete se sentía enfermo realmente, acurrucado en su asiento del coche volador como un animal asustado y acorralado. Mary Anne no había dicho nada más, ni él tampoco. Que espantosa noche, Dios Santo, pensó para sí. Pudo haber sido maravillosa, en su primera suerte. Y en su lugar…

Y ahora no era razonable considerar la posibilidad del suicidio, porque la situación se había hecho peor, demasiado mala para que aquél constituyera una solución. «Mis propios problemas son simplemente de percepción —comprobó—. De comprender bien las cosas y de aceptarlas como son. Lo que tengo que recordar es que ellos no están todos mezclados en el asunto. El detective E. B. Black no lo está, ni tampoco el doctor Philipson. Es preciso que consiga ayuda de alguien, en algún sitio, en cuanto me sea posible».

—Está usted en lo cierto —afirmó Mary Anne.

—¿Acaso eres telépata?

—Me temo que lo sea, ciertamente.

—Tu madre me dijo que no lo eras.

—Mi madre le mintió a usted.

—¿Es ese Nats Katz el centro de todo esto, quizá?

—Sí.

—Lo había pensado —dijo Pete, recostándose nuevamente sobre el respaldo del asiento, y tratando de no volver a sentirse mal como antes.

—Bien, ya hemos llegado —dijo la chica, mientras el coche descendía y planeaba suavemente sobre la desierta calle de San Rafael—. Deme un beso —pidió— antes de irse.

En la ventana del apartamento estaba la luz encendida y Carol debía estar allí esperándolo, salvo que se hubiese quedado dormida sin apagar la luz.

—Un beso —dijo Pete como repitiendo el eco de las palabras de la chica—. ¿De veras?

—Pues claro que sí —afirmó Mary Anne inclinándose hacia él en espera de la caricia.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque no sé si eres tú o si eres una cosa en su lugar.

—¡Ah, qué absurdo! —dijo Mary Anne—. ¿Qué le ocurre, Pete? ¡Está usted como perdido en un sueño permanente!

—¿De veras lo crees así?

—Sí —dijo mirándolo con exasperación—. Se drogó usted anoche y bebió como una bestia y estaba terriblemente excitado con Carol, además del miedo de la Policía. Ha estado usted alucinando como un loco en las últimas dos horas. Pensó usted que ese psiquiatra, el doctor Philipson, era un vug, y después, que yo también era otro vug.

Dirigiéndose al coche, Mary Anne preguntó al circuito Rushmore:

—¿Soy un vug?

—No, Mary Anne —respondió el efecto Rushmore.

—¿Lo está viendo?

—Sin embargo, no puedo hacerlo —insistió Pete—. Permíteme salir del coche. —Encontró la manecilla de la puerta y salió al exterior, temblándole las piernas—. Buenas noches, Mary Anne —le dijo.

—Buenas noches.

Pete se dirigió hacia la puerta principal del edificio. El coche dijo para que lo oyese:

—Me tiene usted muy sucio y descuidado.

—Es una lástima —repuso Pete sin volverse. Abrió la puerta con la llave, entró y cerró aquélla tras él.

Cuando llegó a su apartamento, Carol lo esperaba en el umbral, vestida con un camisón corto y transparente de color amarillo.

—Oí llegar el coche —dijo—. ¡Gracias a Dios que has vuelto! ¡Estaba tan preocupada por ti…! —Cruzó los brazos sobre el pecho, cohibida y se ruborizó—. Creo que debería haberme quedado vestida.

—Gracias por haberme esperado —farfulló Pete. Pasó junto a Carol y se dirigió al cuarto de baño, donde se lavó las manos y la cara con agua fría.

—¿Quieres que te prepare algo de comer o beber? Es tan tarde…

—Una taza de café me vendría muy bien, gracias. Carol, en la cocina, dispuso café para ambos.

—Hazme un favor, Carol —pidió Pete—. Llama a información de Pocatello y pregunta si el doctor E. R. Philipson se halla en la lista del vidífono.

—Está bien. —Y Carol operó en el vidífono. Estuvo hablando unos instantes con una serie de circuitos homeostáticos y después cerró la comunicación.

—Sí, lo está.

—Estuve en su consulta —dijo Pete—. Y me costó ciento cincuenta dólares. Su tarifa es demasiado cara. ¿Te ha dicho el circuito si Philipson es un terrestre?

—No me lo dijeron. Sólo me informaron de su número. —Carol le alcanzó la libreta.

—Voy a llamar y a preguntar.

—¿A las cinco y media de la mañana?

—Sí. —Y marcó el número. Transcurrió algún tiempo y el teléfono, al otro extremo, llamaba una y otra vez. Finalmente, tras haber canturreado la canción de moda, Pete vio cómo se conformaba en la pequeña pantalla la cara humana del doctor Philipson.

—¿Doctor Philipson? —preguntó Pete.

—Sí. —El médico miró a Pete escrutadoramente y con cara de pocos amigos—. Ah, es usted…

—¿Me recuerda usted?

—Pues claro que sí. Usted es el cliente que me envió Joe Schilling; lo estuve viendo durante una hora al anochecer.

«Joe Schilling —pensó Pete—. Pues no lo sabía».

—Es usted un vug, ¿verdad?

—¿Y me llama para eso?

—Sí. Es algo muy importante.

—No soy un vug —respondió el médico, y cerró el circuito. Pete se apartó del aparato.

—Creo que me iré a la cama. Estoy destrozado —dijo a Carol—. ¿Y tú, estás bien?

—Sí. Un poco cansada.

—Vámonos a la cama, pues. Carol sonrió.

—Está bien. Me alegro de veras que hayas vuelto; ¿sueles hacer siempre cosas como ésta de venir a casa a las cinco de la madrugada?

—No.

«Y nunca más volveré a hacerlo», pensó.

Al sentarse en el borde de la cama y quitarse los zapatos, Pete encontró algo, un sobre de cerillas colocado en su zapato izquierdo, en el empeine. Dejó el zapato en el suelo, tomó el sobre, y colocó la cartulina bajo la lámpara para leer mejor lo que allí había escrito. Carol, al otro lado, se había acostado y era evidente que se había quedado dormida al instante.

Sobre la cartulina había escritas a lápiz las siguientes palabras, de su puño y letra:

Estamos totalmente rodeados por esos insectos felpudos de los vugs.

Aquél había sido su gran descubrimiento de la noche. Su brillante descubrimiento. Lo escribió porque temió olvidarlo. Pero, ¿dónde lo había escrito? ¿En el bar? ¿De vuelta a la casa? Probablemente cuando lo descubrió, mientras charlaba con el doctor Philipson.

—Carol —dijo a su esposa—. Ya sé quién mató a Luckman.

—¿Cómo, quién? —dijo ella despertándose.

—Todos nosotros, sin duda —afirmó Pete—. Los seis que perdimos la memoria: Janice Remington, Silvanus Angst y su mujer, Clem Gaines, la mujer de Calumine y yo; sí, lo hicimos bajo la influencia directa de los vugs. —Y le mostró la cartulina de las cerillas a su mujer—. Lee lo que escribí yo mismo aquí, para el caso de que no pudiese recordarlo, y de que volvieran a bloquearme la mente.

Incorporándose en el lecho, Carol se fijó con detenimiento en el sobre de las cerillas y en la escritura.

—«Estamos totalmente rodeados por vugs». Perdona, Pete; pero tengo que reírme de esto.

Pete miró a su mujer ceñudo.

—Ahora comprendo por qué has llamado a ese médico de Idaho y le has preguntado eso. Pero no es un vug; ya lo viste tú mismo en la pantalla y lo has oído.

—Sí, eso es cierto —admitió.

—¿Quién más es un vug? Ya que has escrito esto…

—Mary Anne Mc Clain. Creo que el peor de todos ellos.

—Oh, vaya —respondió Carol con un gesto—. Ya veo, Pete. Es con quien has estado esta noche. Ya trataba yo de imaginar quién sería, puesto que suponía que sería con alguien, con alguna mujer.

Pete operó en el vidífono que tenía junto a la cama.

—Voy a llamar a los dos detectives. Ellos no están mezclados en este asunto. No me extraña que Patricia Mc Clain no quisiera dejarse inspeccionar por los telépatas policías.

—Pete, no lo hagas esta noche —dijo Carol alargando la mano y cortando el circuito.

—Pero pueden venir por mí esta noche. En cualquier momento…

—Mañana —insistió Carol con una sonrisa halagadora—. Por favor…

—¿Podría llamar entonces a Joe Schilling?

—Hazlo si quieres. Creo que no deberías hablar con la Policía, ahora, en el estado en que te encuentras. Sólo te proporcionarías más disgustos y te meterías en un mayor aprieto.

Solicitó información y obtuvo el nuevo número que Joe Schilling tenía ahora en el Condado de Marin.

A los pocos instantes, el rostro rubicundo de Joe apareció en la pantalla, con su barba y sus cabellos desordenados.

—¿Sí? ¿Qué ocurre? Ah, Pete… Carol me llamó y me dijo que tenía buenas noticias, hablándome de la suerte que habían tenido. ¡Dios Santo! ¡Es fantástico!

—Oye, Joe, ¿me has enviado tú a un tal doctor Philipson en Pocatello?

¿Quién?

Pete repitió el nombre y las facciones de Joe Schilling reflejaron su desconcierto.

—Perdona, Joe —dijo Pete—. Te he despertado para una tontería.

—Espera un momento —dijo Joe—. Escucha, hace unos dos años, cuando estuviste en mi tienda de Nuevo México, tuvimos cierta conversación. Déjame recordar… Me hablaste de algo relacionado con los efectos colaterales del uso del hidrocloruro de la metanfetamina. Me hablaste de ello y te llamé la atención sobre el particular; se había publicado un artículo en la revista Scientific American por un psiquiatra en Idaho; creo que se trata de ese Philipson al que ahora te has referido. Recuerdo muy bien que afirmaba que las metanfetaminas pueden precipitar un episodio psicótico.

—Tengo muy mala memoria, Schilling.

—Recuerdo, además, que tu teoría, como réplica, era que estabas tomando también trifluoperazina, un dihidrocloruro de cierta especie que compensaba esos efectos colaterales de las metanfetaminas.

—Ya me he tomado esta misma noche un puñado de pastillas de metanfetamina de 7,5 miligramos.

—¿Y te has emborrachado?

—Sí.

—¡Por las barbas de Satanás! ¿Recuerdas lo que decía Philipson en su artículo sobre la mezcla de las metanfetaminas y el alcohol?

—Muy vagamente.

—El uno potencia al otro. ¿Has tenido algún episodio psicótico, esta noche?

—No demasiado importante. Tuve momentos de absoluta lucidez. Aquí lo tengo, Joe. Voy a leértelo. —Pidió a Carol que le diese la cartulina de las cerillas y leyó lo escrito relativo a los vugs—. Esto ha sido una revelación, Joe. Una experiencia mía. Sí, hay vugs que nos rodean por todas partes.

Schilling permaneció silencioso un momento.

—Oye, Pete. Quiero preguntarte algo más acerca de ese médico de Idaho. ¿Fuiste a verlo? ¿Me has llamado por eso?

—Le pagué ciento cincuenta dólares por la consulta esta noche —dijo Pete—. En mi opinión, creo que mi dinero tiene más valor que todo eso.

Tras unos instantes de silencio, Joe volvió a decirle por el vidíófono:

—Te diré algo que te sorprenderá, quizá. Llama a ese detective, a Hawthorne.

—Eso es lo que quería hacer; pero Carol no quería que lo hiciera.

—Quisiera hablar con Carol —solicitó Joe.

Incorporándose en la cama de forma de quedar frente a la pequeña pantalla, Carol habló a Schilling.

—Estoy aquí, Joe. Si consideras que Pete debería llamar a ese detective…

—Carol, conozco a tu marido desde hace muchos años. Ha tenido depresiones suicidas, regularmente. Para ser francos, querida, es un maníaco depresivo; sufre de una psicosis afectiva, periódicamente. Esta noche, a causa de la maravillosa noticia del niño, ha caído en una fase maníaca y creo que no es cosa de reprochárselo. Sé como se siente: es como si volviera a nacer. Quiero que llame a Hawthorne por una buena razón. Ese detective ha tenido más que ver con los vugs que cualquiera otra persona. Es inútil que yo hable de eso con Pete; yo no sé maldita la cosa sobre los vugs. Puede ser que se encuentren rodeándonos por todas partes. No voy a discutir con tu marido de esa cuestión, especialmente a las cinco y media de la mañana. Y sugiero que tú hagas lo mismo.

—Está bien, Joe, gracias.

—Pete —dijo Joe a su amigo—, recuerda lo que voy a decirte cuando hables con Hawthorne. Cualquier cosa que digas, puede tornarse contra ti en el juicio. Hawthorne no es ningún amigo, pura y simplemente. Por tanto, ándate con cuidado. ¿Está claro?

—Sí —convino Pete—. Pero dime lo que piensas; ¿ha podido ser a causa de esa droga con el alcohol?

—Dime tú a mí otra cosa —dijo Joe, soslayando la pregunta—. ¿Qué fue lo que dijo el doctor Philipson?

—Una serie de cosas. Dijo, entre otras, que la situación me mataría como lo había hecho con Luckman. Y que tuviese un cuidado especial de Carol. Y, además, dijo… —Pete se detuvo—. Hay poco que yo pueda hacer para cambiar las circunstancias.

—¿Parecía amistoso?

—Pues sí. Aun cuando es un vug.

Cortó la comunicación y esperó un momento hasta marcar el número de la Policía, en el servicio de urgencia. «Éste puede ser un amigo, que puede estar a mi lado», pensó.

A la Policía le llevó veinte minutos localizar a Hawthorne. Durante aquel tiempo, Pete tomó más café y fue volviéndose más lúcido.

—¿Hawthorne? —saludó, cuando la imagen de éste se formó en el aparato—. Lamento molestarle a usted tan tarde. Puedo decirle quién mató a Luckman.

—Señor Garden, nosotros ya sabemos quién lo hizo. Tenemos la confesión. Por esa causa he estado en nuestra oficina de Carmel.

—¿Quién, pues? ¿Uno de nuestro grupo?

—No fue nadie del Pretty Blue Fox. Dirigimos nuestras investigaciones hacia la costa oriental, desde donde Luckman había salido. La confesión ha surgido de un alto empleado de Luckman, llamado Sid Mosk. Con todo, aún no ha sido posible establecer el motivo. Estamos trabajando en el asunto.

Pete cortó la comunicación y se quedó sentado en el mayor silencio. Bien, ¿qué haría ahora? ¿Qué era lo que tenía que hacer?

—Acuéstate —dijo Carol, mientras ella hacía lo propio.