9

—Yo no pienso que mataras a Luckman, Pete —decía Joe Schilling a su viejo amigo—. Ni tampoco creo que llamaras a Calumine para avisarle que ibas a cometer el asesinato. Creo que algo o alguien está manipulando nuestras mentes. Tal pensamiento no estaba en la cabeza de Calumine originalmente, cuando los dos policías le sondearon mentalmente.

Un pesado silencio siguió a las palabras de Joe Schilling. Ambos se encontraban en el Tribunal de Justicia de San Francisco, esperando el comienzo del proceso. Era una hora más tarde.

—¿Cuándo supones que llegará Sharp? —preguntó Pete.

—Dada la hora que es, en cualquier momento. —Schilling comenzó a pasear—. Calumine ha sido sincero, desde luego; él cree ciertamente que tú le dijiste tal cosa.

En aquel momento se oyó el ruido de unos rápidos pasos a lo largo del corredor y apareció Laird Sharp vistiendo un pesado abrigo azul y con una cartera de piel en la mano, que se dirigió hacia ellos a toda prisa.

—Acabo de hablar con el fiscal del distrito. He conseguido que rebaje la acusación de homicidio, hasta un simple conocimiento de homicidio con deliberada ocultación de pruebas. He resaltado el hecho de que el señor Garden es un notario de La Partida, con propiedades en California. Podrá usted quedar en libertad con una fianza. Y a propósito, ya he hablado a un agente de caución para que lo arregle todo.

—Gracias —dijo Pete.

—Es mi deber —dijo Sharp—. Después de todo, usted me paga para eso. Tengo entendido que se ha producido un cambio de autoridad en el grupo. ¿Quién es el interventor, ahora que Calumine ha quedado fuera de tal cometido?

—Mi última esposa, Freya Garden Gaines.

—Bien, de todas formas la verdadera pregunta que quiero hacer es ésta: ¿puede usted convencer a su grupo para que pague mis honorarios? ¿O está usted solo en esto?

—Eso tiene poca importancia; sepa desde ahora que yo le garantizo su minuta —objetó Schilling.

—Lo pregunto porque mis honorarios difieren según se trate de una sola persona o de un grupo. —Echó una ojeada a su reloj—. Bien. Vayamos pues a aclarar el proceso y a depositar la fianza con el agente. Y luego podríamos tomar una taza de café, ¿qué les parece?

—Una excelente idea —comentó Schilling—. Tenemos un buen elemento, Pete. Sin el señor Sharp esto sería un mal asunto para ti.

—Sí, ya lo sé —respondió Pete Garden preocupado.

—Permítame hacerle una pregunta bien directa —dijo el abogado Sharp a Pete—. ¿Mató usted a Jerome Luckman?

—Pues no lo sé —respondió Pete, y le explicó por qué.

—Dice usted que seis personas… ¡Por amor de Dios! ¿Qué está pasando aquí? Así, usted pudo haberlo matado realmente. Usted, cualquier otra persona del grupo, o entre todos… —Cogió un terrón de azúcar—. Debo comunicarle una noticia que considero desagradable, señor Garden. La viuda de Luckman, Dotty, está haciendo una enorme presión sobre la Policía para que el caso se resuelva con rapidez. Eso significa que tratarán de condenar a alguien lo más pronto posible, y ello será probablemente ante un tribunal militar… Sí, todavía las consecuencias de ese maldito Concordato, del que parece que nunca nos vamos a ver libres…

—Sí, ya lo comprendo —dijo Pete, con aire fatigado.

—La Policía me ha dado una copia del informe de los agentes —dijo Sharp, buscando en su cartera—. Me costó algún trabajo; pero aquí la tenemos. —Y extrajo de la cartera un voluminoso documento que depositó en la mesa, poniendo la taza de café a un lado—. Ya le he echado un vistazo. Ese E. B. Black halló en su memoria un encuentro con una mujer llamada Patricia Mc Clain, quien le habló de la posible comisión por parte de usted de un acto de violencia, relacionado con la muerte de Luckman.

—No —interrumpió Pete—. Que tenía que ver con Luckman y con la muerte. No es lo mismo, en absoluto.

—Es cierto, señor Garden —convino el abogado mirándolo con perspicacia. Y volvió su atención al documento.

—Abogado —dijo Schilling—, no tienen realmente nada contra Pete, aparte de esa falsa memoria de Bill Calumine…

—No tienen nada todavía, es cierto —asintió el abogado con un gesto—. Excepto la amnesia que comparte usted con esos otros cinco miembros del grupo. Pero el problema radica en que continuarán acosándolo para obtener más información, en la presunción de que usted es culpable. Y, si parten de tal premisa, Dios sabe qué es lo que pueden encontrar… con ese asunto de usted y su auto-auto visitando Berkeley… donde residía Luckman. Usted no sabe por qué fue allí ni si realmente fue y consiguió verlo. Puede haberlo hecho usted perfectamente, señor Garden. Pero nosotros hemos de suponer, por descontado, que no lo hizo. ¿Existe alguien de quien usted sospeche, y de ser así, por qué?

—De nadie.

—A propósito —continuó el abogado—, da la casualidad que conozco algo respecto al abogado del señor Calumine, ese tal Bert Barth. Es un hombre excelente. Si usted depuso a Calumine por causa de Barth, estuvo en un error. Barth suele inclinarse a actuar con precaución y prudencia; pero una vez que comienza un asunto, difícilmente se le escapa.

Pete y Joe se miraron recíprocamente.

—De cualquier forma —dijo el abogado—, la suerte ya está echada. Creo que lo mejor que puede hacer, señor Garden, es buscar a toda costa a esa mujer psiónica, Patricia Mc Clain, y descubrir qué fue lo que hicieron hoy y qué leyó ella en su mente, mientras usted estuvo con ella.

—Me parece muy bien —respondió Pete.

—¿Podríamos ir allá ahora mismo? —preguntó Sharp guardando el documento en la cartera—. Sólo son las diez en punto; aún podríamos verla antes de que se fuera a la cama.

Mientras se ponían en pie, Pete reflexionó y dijo al punto:

—Existe un problema. Ella tiene un marido, a quien no conozco. Ya me comprenderá…

—Ya veo —dijo Sharp asintiendo con un gesto. El abogado meditó unos instantes—. Quizá ella no tuviera inconveniente en venir volando hasta San Francisco; yo podría llamarla. Si no, ¿dónde cree usted que podríamos verla?

—No será desde luego en tu apartamento —dijo Joe—. Carol está allí. Yo dispongo de un lugar apropiado. No lo recordarás, pero tú lo encontraste para mí, en San Anselmo, dentro de tu jurisdicción. Está a unos tres kilómetros de tu apartamento actual. Si quieres, yo llamaré a Patricia, que sin duda me recordará. Tanto ella como su marido, Al, me han comprado discos de Jussi Bjoerling. Le diré que se reúna con nosotros en mi apartamento.

—Me parece magnífico —asintió Pete.

Joe se dirigió al vidífono al fondo del restaurante para hacer la llamada.

—Es un buen tipo —dijo Sharp a Pete, mientras aguardaban.

—Ah, sí, extraordinario.

—¿Supone que pudo él haber matado a Luckman? Pete miró al abogado con expresión alarmada.

—Vamos, no se ponga así —dijo el abogado—. Es sólo pura curiosidad. Usted es mi cliente, señor Garden, y, profesionalmente, tengo que considerar sospechoso a cualquiera que se relacione con usted, incluso a Joe Schilling, a quien conozco desde hace ochenta y cinco años.

—¿También usted es un vejestorio? —dijo Pete, sorprendido—. Con tales energías, suponía, francamente, que tendría usted unos cincuenta años.

—Sí —asintió Sharp—. Yo también soy un geriátrico, como usted. Ciento quince años de edad —respondió, haciendo girar de modo obsesivo entre sus dedos una cerilla doblada—. Pues sí, como antes le decía, Schilling pudo muy bien haber cometido el crimen; odia a Luckman desde hace muchos años. Ya conoce usted la historia de cómo Luckman lo redujo a la penuria.

—Entonces ¿por qué tendría que haber esperado hasta hoy para matarlo? Mirándole astutamente, el abogado respondió:

—Schilling ha venido hoy aquí para volver a jugar contra él, ¿no es así? Tenía la idea de batir a Luckman si volvían a enfrentarse; es una idea que ha debido repetirse miles de veces, desde que Luckman lo arruinó en La Partida. Quizá Joe vino aquí, con todo preparado para jugar por su grupo contra Luckman y perdió los nervios… Descubrió en el último momento que, cuando llegase el momento preciso, no podría batir a Luckman; o al menos temió no poder hacerlo.

—Sí, ya comprendo…

—Así, debió hallarse en una posición insostenible: comprometido a jugar y a ganar a Luckman, no sólo por él mismo, sino en nombre de todos sus amigos… y darse cuenta, sencillamente, de que le resultaba imposible conseguirlo. Y qué otra salida pudo tener que…

El abogado se interrumpió súbitamente por el regreso de Schilling.

—No deja de ser una teoría interesante —concluyó Sharp, volviéndose hacia Schilling.

—¿Cuál es esa interesante teoría? —preguntó Schilling, sentándose a la mesa.

—La que un enorme poder desconocido está manejando las mentes del grupo Pretty Blue Fox, convirtiéndolas en un instrumento de su voluntad.

—Creo que exagera usted, Sharp, aunque, en líneas generales, creo que ése es el caso. Así se lo he dicho a Garden hoy mismo.

—¿Qué ha dicho Patricia Mc Clain? —preguntó Pete.

—Vendrá a vernos a este mismo lugar —anunció Joe—. Por tanto, pidamos otra taza de café; creo que le llevará un cuarto de hora. Se había acostado ya.

Media hora más tarde, Pat Mc Clain, vistiendo una trinchera muy fina con pantalones y zapatos de tacón bajo, entró en el restaurante y se aproximó a la mesa que ocupaban los tres hombres.

—Hola, Pete —saludó a Garden. Tenía el rostro pálido y los ojos anormalmente abiertos—. Señor Schilling… Y… —Se quedó estudiando un instante al abogado—. Soy una telépata, señor Sharp. Sí, veo que ya lo sabe; es usted el abogado de Pete.

Pete se imaginó lo que podría hacerse con el talento telepático de Patricia puesto a su servicio. No dudaba de la inteligencia y eficacia de Sharp; aunque rechazaba totalmente su teoría acerca de Joe Schilling.

—Haré cuanto esté en mi mano para ayudarte, Pete —dijo Patricia mirando a Garden. Su voz era suave y firme; había recuperado su autocontrol y no había rastros del pánico sufrido unas horas antes—. No recuerdas nada en absoluto de lo ocurrido entre los dos, esta tarde.

—Pues no, así es —tuvo que admitir Pete.

—Bien. Lo pasamos maravillosamente, para dos personas casadas con otras personas diferentes.

—¿Encontró usted algo en la mente del señor Garden relacionado con Jerome Luckman, cuando estuvo esta tarde con él? —preguntó el abogado.

—Sí —repuso ella—. Un tremendo deseo de que muriera Luckman.

—Entonces, no sabía que Luckman había muerto —apuntó Joe.

—¿Es eso correcto? —interrogó Sharp. Patricia asintió con un gesto.

—Tenía un miedo terrible. Sentía que… —Y Patricia vaciló unos instantes—. Creía sentir que Luckman volvería a ganarle a Joe, como hizo hace años, y estaba inmerso en una verdadera fuga psicológica, una retirada de la situación que concernía a Luckman.

—Y sin ningún plan para matarlo, desde luego —dijo Sharp.

—No.

—Si pudiera establecerse que Luckman fue muerto a la 1.30 —dijo Schilling—, ¿no aclararía las cosas totalmente para Pete?

—Es probable —dijo el abogado; luego, dirigiéndose hacia Pat, preguntó—: ¿Testificaría usted eso ante un tribunal?

—Sí.

—¿A pesar de su esposo?

Pat permaneció unos momentos vacilante, y después asintió con un gesto.

—Y… ¿dejaría usted que los telépatas de la policía explorasen su mente?

—¡Oh, Cristo! —exclamó Pat echándose hacia atrás en el asiento.

—¿Por qué no? —dijo el abogado—. Usted está diciendo la verdad, ¿no es cierto?

—Sí… sí, claro está. Pero… es que existen muchas cosas más, asuntos muy personales…

—Resulta irónico —comentó Sharp— que una telépata se pase la vida huroneando en las mentes de los demás, y cuando tiene que dejarse explorar la suya…

—¡Pero usted no comprende! —exclamó Pat.

—Creo que yo comprendo —intervino Joe Schilling—. Usted y Pete tuvieron hoy una cita y algo íntimo que tratar entre ustedes, ¿verdad? Y su marido no lo sabe, como tampoco la esposa de Pete. Son cosas propias de la vida. Si usted permitiese a la Policía que explorase su mente, con ello podría salvarse la vida de Pete. ¿Acaso no vale la pena? O quizá usted no esté diciendo la verdad y teme que la Policía lo descubra…

—Estoy diciendo la verdad —afirmó Patricia irritada, con los ojos chispeantes—. Pero… no puedo permitir que los telépatas de la Policía me investiguen mentalmente. Eso es todo. —Y se volvió hacia Pete—. Lo siento mucho, Pete. Quizá algún día sabrás por qué. No es nada que tenga que ver contigo, ni con lo que mi marido pueda descubrir. Realmente no hay nada que tenga que ser descubierto, pues lo cierto es que nos encontramos, estuvimos dando un paseo, almorzamos juntos y tú te marchaste. No hay nada más.

—Joe, esta joven señora está sin duda mezclada en algo ilegal —dijo astutamente el abogado—. Si la Policía explora su mente, está perdida.

Patricia guardó silencio, pero por la expresión de su rostro se comprendía que el letrado tenía razón.

¿En qué asunto podría estar implicada Patricia?, se preguntó Pete. Era extraño… nunca lo hubiera imaginado de ella; Patricia Mc Clain parecía tan retraída, tan introvertida…

—Quizá sólo sea una pose —dijo ella, leyendo su pensamiento.

—Así no podemos contar con usted para que declare en favor de Pete en el tribunal —continuó el abogado—, aunque exista la evidencia que él no sabía nada de la muerte de Luckman… —Y la miró fijamente.

—Oí en la televisión —dijo Patricia— que se supone que Luckman fue asesinado hoy bastante tarde, cerca de la hora de la cena. Por tanto, mi testimonio no podría ayudar mucho, de todas formas.

—¿De veras que oyó usted eso? —preguntó Sharp—. Es singular. Yo también oí las noticias cuando venía desde Nuevo México. Y, de acuerdo con Nats Katz, no ha podido todavía determinarse el momento de la muerte de Luckman.

Se produjo un pesado silencio.

—Es una verdadera lástima —dijo Sharp con acritud— que no podamos leer en su mente, señora Mc Clain, en la forma en que puede usted leer en las nuestras. Sería una cosa muy interesante.

—Valiente payaso es ese fulano de Nats Katz —comentó Pat—. No es ningún locutor, de todos modos; es sólo un vulgar cantante moderno que selecciona discos. A veces está más de seis horas atrasado con sus noticias. —Con dedos tensos, tomó un cigarrillo y lo encendió—. Vaya y busque la última edición del «Chronicle». Ahí podrían encontrarlo.

—Bien, no importa —dijo el abogado—. Ya que de todas formas usted no está dispuesta a declarar en favor de mi cliente.

—Tienes que perdonarme —dijo ella a Pete.

—¡Diablos! —exclamó Pete—. Si no quieres declarar, es que no quieres; eso no tiene más discusión. —De algún modo, se sentía inclinado a creer en lo declarado por Pat con respecto a la muerte de Jerome Luckman.

—¿En qué especie de asunto ilegal podría estar mezclada una mujer tan encantadora como usted, señora Mc Clain? —preguntó Sharp.

Pat no respondió.

—La cosa podría tener resonancia —advirtió nuevamente el abogado— y, entonces, las autoridades desearían explorar su mente, tanto si quiere como si no.

—Dejemos estar este asunto —dijo Pete. Sharp se encogió de hombros.

—Por mí, como usted quiera, señor Garden.

—Gracias, Pete —dijo Pat, y continuó fumando en silencio.

—Todavía una pregunta, señora Mc Clain —dijo el abogado, transcurridos unos momentos—. Como usted habrá ya leído en la mente del señor Garden, hay otros cinco miembros del grupo Pretty Blue Fox que también padecen de amnesia con respecto al mismo período.

—Así es.

—No existe la menor duda de que intentarán determinar en qué forma empleó el señor Garden el día de hoy, minuto a minuto, valiéndose de la información de los efectos Rushmore y cuanto hallen a mano. ¿Podría usted ayudarnos a explorar a esas cinco personas para conocer qué saben las autoridades?

—¿Y eso, para qué? —preguntó Joe.

—No sé por qué —dijo Sharp—. Sería preciso que ella nos diese antes la información necesaria. Pero… —vaciló, mordiéndose el labio inferior— me gustaría descubrir si los pasos de esas cinco personas se han cruzado con los del señor Garden en algún momento del día. En el período exacto desconocido por esa amnesia colectiva.

—Denos usted su teoría sobre el caso —sugirió Schilling.

—Es posible que esas seis personas hayan actuado de común acuerdo, como parte de un plan complicado, y quizá de largo alcance. Puede haber sido un plan largamente elaborado en el pasado y hecho desaparecer por medio del electroshock.

—Pero los miembros del grupo no supieron hasta hace pocos días que Luckman vendría a jugar aquí —dijo Schilling.

—La muerte de Luckman puede que no sea más que el síntoma de una estrategia de gran alcance —dijo el abogado—. Su presencia aquí pudo haber venido a perturbar la operación efectiva de este plan de grandes dimensiones. —Y miró a Pete—. ¿Qué tiene usted que decir a todo esto?

—Creo que esa teoría es mucho más fantasiosa de lo que es la situación en sí misma —repuso el interpelado.

—Es posible —dijo Sharp—. Pero es evidente que era necesario cegar mentalmente a seis personas en el día de hoy, cuando podría suponerse que con una o dos hubiera sido suficiente. Con dos personas además del asesino, la causa ya sería bastante difícil, creo yo. Claro que puedo estar equivocado; quienquiera que sea el que se encuentre tras todo esto, tiene que estar actuando con la máxima precaución.

—La Grande y Omnipotente Señora Partida —dijo Pete.

—¿Cómo? Ah, sí —dijo el abogado—. La Partida, el juego en que la señora Mc Clain no puede tomar parte por tener demasiado talento. La Partida que costó a Joe Schilling su posición y a Luckman la vida. ¿Es que este homicidio no disminuye un poco su amargura, señora Mc Clain? Quizá usted no esté tan mal fuera de La Partida, después de todo.

—¿Qué le hace decir eso? —preguntó Patricia—. ¿Y por qué tiene usted que emplear el término «amargura»? Nunca le vi a usted antes de esta noche, ¿verdad? ¿O es que mi amargura es tan bien conocida?

—Todo está bien registrado aquí, en esta cartera —dijo el abogado señalándola—. La Policía consiguió esa información de la mente de Pete. Y ahora, dígame algo más, señora Mc Clain, como persona psiónica, ¿suele usted tener contacto con otras personas de iguales facultades?

—A veces —respondió Pat.

—¿Conoce usted de primera mano las categorías de la capacidad psiónica? Por ejemplo, todos sabemos que hay telépatas, premonitores, psicokinéticos; pero, ¿qué pasa con otros talentos menos comunes? ¿Hay, quizá, una subvariedad de personas psiónicas que pueden alterar el contenido de la psique de otras personas? ¿Una especie de psicokinesis, digamos?

—Pues no…, que yo sepa —dijo Patricia.

—Usted comprende bien lo que le he preguntado.

—Sí, claro que sí —respondió ella asintiendo con un gesto—. Pero para mi conocimiento, que es limitado, no existe talento psiónico que pueda explicar satisfactoriamente la amnesia de seis miembros del Pretty Blue Fox, ni la alteración en la mente de Bill Calumine respecto a lo que Pete le comunicó o no.

—Dice usted que su conocimiento es limitado —observó el abogado mientras escrutaba intensamente a Patricia Mc Clain—. Entonces, no es imposible que tal clase de facultad especial, y tal persona, pueda existir.

—¿Por qué tendría un psiónico cualquiera que desear la muerte de Jerome Luckman? —preguntó Patricia.

—¿Por qué tuvo alguien que desear hacerlo? —preguntó a su vez el abogado—. Es obvio que alguien ha asesinado a Luckman.

—Pero alguien del grupo Pretty Blue Fox. Tenían razones para hacerlo.

—No existe nadie en el grupo capaz de bloquear la mente de seis personas al mismo tiempo y de alterar, además, la memoria de una séptima.

—¿Sabe usted que tal capacidad exista en alguna parte, fuera de aquí? —preguntó Patricia.

—Sí —afirmó Sharp—. Durante la guerra, ambos bandos usaron técnicas de tal especie. Eso tiene sus antecedentes en los procedimientos soviéticos de mediados del siglo XX, con el lavado de cerebro.

—Horrible —dijo Pat, temblando ligeramente—. Uno de los peores períodos de nuestra historia.

En la puerta del restaurante apareció una máquina automatizada de vender periódicos, con la última edición del «Chronicle». Su efecto Rushmore comenzó a pregonar:

«¡Información especial de la muerte de Jerome Luckman!».

El restaurante, excepto en la mesa que ellos ocupaban, se hallaba vacío, y la máquina vendedora de periódicos, que era homotrópica, se dirigió hacia ellos diciendo nuevamente:

«¡El “Chronicle” con sus propios circuitos investiga y descubre nuevos y apasionantes detalles, ignorados por el “Examiner” y el “News-Call-Bulletin”!».

Y comenzó a agitar el periódico frente a las tres personas allí sentadas a la mesa. Sacando una moneda, Sharp la insertó en la ranura de la máquina, que automáticamente le entregó un ejemplar y se volvió hacia la calle en busca de más clientes.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Pat, mientras Sharp leía el editorial especial del caso Luckman.

—Tiene usted razón —confirmó Sharp moviendo la cabeza—. Al parecer, la muerte de Luckman se produjo ya tarde, casi de noche. No mucho antes que la señora Garden encontrara el cadáver en su propio coche auto-auto. Por tanto, es justo que le presente mis excusas.

—Es posible que Pat también sea una premonitora. Las noticias no habían salido cuando ella dijo eso. Por tanto, lo ha previsto, y conocía esta información antes de ser editada. ¡Qué útil sería en la redacción de un periódico!

—No resulta muy divertido —dijo Pat—. Es una de las razones por las que las personas psiónicas se vuelven tan cínicas; todo el mundo recela de ellas, no importa lo que hagan.

—Vayamos a algún sitio donde poder tomarnos una copa —sugirió Joe Schilling—. ¿Hay algún buen bar en el área de la bahía? —preguntó a Pete—. Tú tienes que conocer bien todo esto, ya que siempre has sido un hombre de ciudad y un cosmopolita.

—Podemos ir al Blind Lemon de Berkeley —dijo Pete—. Tiene casi dos siglos de antigüedad. ¿O debemos permanecer fuera de Berkeley? —preguntó al abogado.

—No hay ninguna razón que impida ir allí —repuso éste—. No creo que vaya a encontrarse con Dotty Luckman en un bar, o que le remuerda la conciencia, ¿no es verdad?

—Pues claro que no.

—Tengo que volver a casa —dijo Pat—. Adiós a todos. —Y se puso en pie.

Acompañándola hasta el auto-auto, Pete le dijo:

—Gracias por haber venido.

En la oscuridad de la acera, ya en la calle, Pat aplastó la punta del cigarrillo con el zapato.

—Pete —dijo—, aunque tú hubieras matado a Luckman o ayudado a matarlo, yo… quiero seguir conociéndote mejor. Sólo habíamos comenzado a hacerlo esta tarde. Me gustas muchísimo —añadió sonriéndole—. Valiente lío se ha armado con todo esto. Vosotros, jugadores sin seso, tomando el juego tan en serio, hasta llegar a desear, al menos alguno de vosotros, matar a un ser humano por su causa. Quizá tenga que alegrarme de no poder jugar y de permanecer al margen de La Partida. —Y se empinó sobre la punta de los pies y besó a Pete—. Te veré después. Procuraré llamarte por vidífono cuando pueda.

Pete permaneció viendo cómo desaparecía por el cielo nocturno el auto-auto de Patricia, con las señales rojas intermitentes parpadeando en la lejanía.

«¿En qué podrá hallarse mezclada?», se preguntó Pete mientras volvía a entrar en el restaurante. Pat nunca se lo diría. Quizá pudiera descubrir algo a través de sus hijos. Era muy importante que pudiera descubrirlo, sí… De una importancia vital.

—No la crees —le dijo Joe al sentarse nuevamente en la misma mesa—. Es una lástima. Creo que es fundamentalmente una persona honesta, aunque Dios sabe en qué extrañas cosas puede hallarse envuelta. Es probable que tengas derecho a considerarla sospechosa.

—No sospecho de nadie —replicó Pete—. Sólo estoy preocupado.

—Las gentes psiónicas son realmente distintas de nosotros —comentó el abogado—, aunque no se pueda decir con exactitud dónde reside la diferencia… quiero decir, fuera de su capacidad. Esa mujer… —Y Sharp sacudió la cabeza—. Yo creo que está mintiendo.

¿Cuánto tiempo ha sido su amante, señor Garden?

—No lo ha sido nunca —afirmó Pete. O al menos así lo creía. Era una vergüenza haber olvidado algo como aquello, no poder estar cierto de tal circunstancia de su vida…

—No sé si desearle a usted suerte o no —comentó el abogado, pensativo.

—Pues claro que sí, deséemela usted —dijo Pete—. Creo que la necesito.

Cuando Pete Garden volvió a su apartamento en San Rafael, encontró a Carol de pie junto a una ventana en la sala de estar, con la vista perdida en la lejanía. Apenas sí contestó al saludo de su marido; su voz parecía distante y apagada.

—El abogado Sharp ha conseguido mi libertad bajo fianza —le dijo a su mujer—. Parece que van a acusarme con…

—Ya lo sé —repuso Carol con los brazos cruzados—. Estuvieron aquí esos dos detectives, Hawthorne y Black. Mutt y Jeff, [1] sólo que no sé cuál es el bonachón y cuál se supone que es el duro. Los dos parecen tipos duros.

—¿Qué estuvieron haciendo aquí?

—Registrando el apartamento. Tenían un mandato judicial para actuar así. Hawthorne me habló de Pat.

Tras una pausa, Pete dijo:

—Es una vergüenza.

—No, yo creo que la cosa está bien así. Ahora sabemos exactamente en qué lugar nos encontramos tú y yo, y la relación que existe entre ambos. Tú no me necesitas en La Partida; Joe Schilling me reemplaza para ese fin. Ni tampoco me necesitas aquí, en casa. Volveré, pues, a mi propio grupo. Lo he decidido. —Y apuntó hacia el dormitorio, donde Pete pudo ver entonces dos maletas sobre la cama—. Quizá podrías ayudarme a bajarlas hasta el coche.

—Deseo que te quedes —dijo Pete.

—¿Para servir de burla?

—Nadie se burlará de ti.

—Claro que sí lo harán. Todos los componentes de Pretty Blue Fox lo hacen o lo harán más tarde. Y aparecerá en los periódicos.

—Quizá sí —respondió Pete, que no había pensado en eso.

—Si no hubiera descubierto el cadáver de Luckman, no me habría enterado de lo de Patricia Mc Clain. Y, si no hubiese conocido lo de esa mujer, yo habría tratado, y seguramente con éxito, de haber sido una buena esposa para ti. Así que puedes reprochar a quien haya matado a Luckman, el haber arruinado nuestro matrimonio.

—Quizá ése sea el motivo por el que lo hicieron. Matar a Luckman.

—Lo dudo mucho. Nuestro matrimonio no es cosa tan importante para el resto de la gente. ¿Cuántas esposas has tenido, en total?

—Dieciocho.

—Yo he tenido quince maridos —dijo Carol—. Eso hace treinta y tres combinaciones de varón y hembra. Y sin una suerte, como suele decirse, de ninguna de tales combinaciones…

—¿Cuándo ha sido la última vez que has mordido el papel-conejo? Carol sonrió levemente.

—Oh, lo hago con frecuencia. No podría resultar de nosotros. Es demasiado pronto todavía, ¿no crees?

—Ahora, con ese nuevo tipo de papel-conejo de Alemania occidental… He leído lo publicado sobre el particular. Registra incluso un embarazo de una hora.

—Es un alivio —dijo Carol—. Bien, de todos modos, no tengo ninguno de esa nueva clase; no tenía la menor idea de que existiera.

—Conozco una farmacia que está abierta toda la noche —dijo Pete—. Está en Berkeley. Vamos allá y compremos un paquete de ese nuevo papel-conejo.

—¿Por qué?

—Siempre existe una oportunidad, una posibilidad. Y, si tuvimos suerte, espero que no desees romper nuestras relaciones matrimoniales.

—Bien, de acuerdo —respondió Carol—. Toma mis dos maletas y llévamelas al coche. Iremos hasta esa farmacia de la que hablas. Si estoy embarazada, volveré nuevamente aquí contigo. En caso contrario, te diré adiós.

—Estamos de acuerdo —respondió Pete. No había mucho más que añadir, y no podía forzarla a que permaneciese contra su voluntad.

—¿Deseas realmente que me quede? —preguntó Carol mientras descendían hasta el coche.

—Desde luego que sí.

—¿Por qué?

Lo cierto es que no sabía por qué.

—Bien… —comenzó a farfullar.

—Olvídalo —interrumpió Carol— y vete a tu coche. Sígueme con él, no tengo ganas de viajar contigo, Pete.

Poco después se hallaba en pleno vuelo sobre San Rafael, siguiendo el rojo trazo luminoso de las luces de posición del auto-auto de Carol. Se sintió invadido de melancolía. Malditos policías; con haber disgregado el grupo tenían en la mano la posibilidad de huronear en las acciones de todos y de cada uno por separado. Pero no había que reprochar las cosas a la Policía, sino a él mismo. De no haberse enterado por ellos, lo habría hecho de cualquier otra forma. La verdad es que su vida se estaba complicando demasiado, pensó Pete. Demasiado para manejarse solo. Carol había recibido muy malas cartas desde que llegó al grupo Pretty Blue Fox. Primero, la llegada de Luckman; después su sustitución por Joe Schilling; más tarde el cadáver de Luckman acurrucado en la parte trasera de su coche. No era para maravillarse que ella quisiera irse de allí cuanto antes y para siempre. ¿Por qué tendría que desear quedarse Carol? No había realmente razón alguna para ello.

Pronto estaban volando sobre la bahía y fueron reduciendo el círculo de vuelo hasta aterrizar suavemente en el aparcamiento próximo a la farmacia. Carol, un poco más adelante, esperó hasta que Pete salió de su coche y se aproximó a ella.

—Hace una noche deliciosa —dijo Carol—. Conque solías vivir aquí… ¡Qué vergüenza haber perdido esto! Pero, por otra parte, si no lo hubieras perdido, nunca nos habríamos conocido, Pete…

—Sí, así es —repuso Garden.

Sí, en efecto, ni aquello habría sucedido, ni muchas otras cosas. Se encaminaron hacia el establecimiento.

El efecto Rushmore de la farmacia les saludó al llegar. Eran los únicos clientes en aquel momento de la noche.

—Buenas noches, señores —dijo la voz mecánica—. ¿En qué puedo serles útil?

La obediente voz mecánica surgía de cien altavoces ocultos, repartidos por toda la sala profusamente iluminada. Toda la estructura tenía su atención concentrada en ellos dos.

—¿Tiene noticias de una nueva clase de papel-conejo instantáneo? —preguntó ella.

—Sí, señora —repuso inmediatamente—. Un nuevo descubrimiento científico de la A. G. Chemie de Bonn. Aquí lo tiene usted. —Y por un orificio existente en el extremo del mostrador de vidrio, apareció el paquete con el medicamento y se deslizó hasta detenerse frente a ellos—. Es el mismo precio que el antiguo, señores.

Pete depositó el importe y el matrimonio salió nuevamente, hacia la zona desierta del aparcamiento.

—Todo para nosotros —dijo Carol—. Este enorme lugar con mil luces y sólo poblado de circuitos Rushmore. Esta farmacia es algo espectral, una farmacia para los muertos…

—¡Diablos! —exclamó Pete—. Hace mucho a favor de la vida que aún queda en el mundo. El único problema es que hay pocos seres vivos.

—Quizá pueda haber uno más que añadir a la lista de los vivientes —dijo Carol, mientras desenvolvía el paquete y tomaba una tira de papel-conejo, que se puso entre los dientes y mordió—. ¿De qué color debe ponerse? ¿Igual que el viejo?

—Blanco para la reacción negativa y verde cuando es positiva —contestó Pete.

En la oscuridad reinante en el aparcamiento resultaba casi imposible distinguirlo. Carol abrió la puerta de su auto-auto; cuando la luz de la cúpula transparente del vehículo volador se encendió, inspeccionó la tira de papel.

—Estoy embarazada, Pete —dijo Carol sin atreverse a creerlo—. ¡Hemos tenido suerte! —Y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Esto es una bendición de Dios…; es la primera vez en toda mi vida que siento algo tan maravilloso como en este instante. —Y permaneció silenciosa, respirando con dificultad y con la mirada perdida.

—¡Esto hay que celebrarlo! —exclamó Pete.

—¿Tú crees?

—¡Vamos a la radio y que lo propaguen por todo el mundo!

—Oh… es fantástico —dijo Carol—. Sí, tienes razón, ésa es la costumbre. ¿No habrá alguien que se sienta envidioso de nosotros?

Entrando en el coche, Pete puso en marcha el transmisor y conectó la onda especial de urgencia, con transmisión en toda la gama de ondas.

—¡Hola, hola! —gritó—. ¿Quieren conocer una maravillosa noticia? Aquí es Pete Garden del Pretty Blue Fox de Carmel, en California. Carol Holt Garden y yo, que estamos casados hace sólo un par de días, hemos utilizado esta noche un papel-conejo de Alemania Occidental y…

—Me gustaría estar muerta —dijo entonces Carol.

—¿Cómo? ¿Qué dices? —Y Pete la miró fijamente sin dar crédito a sus oídos—. ¡Estás chiflada! ¡Éste es el acontecimiento más importante de nuestra vida! Añadimos una nueva vida a la población de la Tierra. Esto equilibra la pérdida de Luckman. ¿No es así? —Le cogió la mano y se la oprimió hasta que ella lanzó un gemido—. Vamos, vamos, señora Garden, di algo en el micrófono.

—Me gustaría que todos ustedes tuvieran la misma suerte que yo he tenido esta noche.

—¡Tienes mucha razón! Yo también lo deseo a todos cuantos nos escuchan —añadió Pete en el micrófono del equipo transmisor.

—Bien, ahora deberemos permanecer juntos —comentó Carol con voz suave.

—Pues claro que sí —convino Pete—. Es justo, es lo que habíamos decidido.

—¿Y… qué hay sobre Patricia Mc Clain?

—¡Al diablo con toda la gente que hay en el mundo, excepto tú! Excepto tú, yo y el niño que venga al mundo…

—Sí… —repuso sonriendo—. Ahora, volvamos a casa.

—¿Crees que estarás en condiciones de conducir? Mejor será que dejemos tu coche aquí y volvamos en el mío; yo conduciré. —Y dándose prisa acarreó las maletas hasta su propio coche y volvió para acompañarla tomándola por el brazo—. Vamos, siéntate y ponte cómoda. —Ocupó el puesto del piloto y se sujetó el cinturón de seguridad.

—Pete —dijo ella—. ¿Te das cuenta lo que esto significa en términos de La Partida? —Carol se había vuelto pálida—. Todos los títulos de propiedad puestos en la banca nos pertenecen automáticamente. Pero, ¡ahora ya no hay Partida! No hay títulos en la banca por culpa de la policía. Pero debemos conseguir algo. Es preciso que miremos bien en el manual.

—Está bien —repuso Pete, medio ausente, preocupado con conducir el auto-auto por el espacio.

—Pete —dijo Carol—, quizá puedas recuperar Berkeley.

—Creo que no hay ninguna oportunidad. Hubo, al menos, una Partida siguiente a esto, la que jugamos la pasada noche.

—Es cierto. Tendremos que solicitarlo al Comité de Reglamento del Satélite Jay para que lo interpreten debidamente, supongo.

Pete no se preocupaba de La Partida en aquel momento. La idea de tener un hijo, fuese varón o hembra, había borrado de su mente cualquier idea relacionada con la llegada de Luckman y su muerte, o con la disolución del grupo…

«La suerte», pensó Pete. Y tan tarde en su larga vida. Teniendo ya ciento cincuenta años. Tras tantísimos intentos, tras los fracasos de tantas y tantas combinaciones genéticas…

Con Carol a su lado condujo el auto-auto a través de la bahía de San Rafael en dirección a su apartamento.

Cuando llegaron, Pete se dirigió hacia el botiquín del cuarto de baño.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Carol, siguiéndolo a corta distancia.

—Voy a celebrar esto. Voy a tomar la borrachera más grande que haya tomado en toda mi vida. —Sacó del botiquín cinco tabletas de Snoozex y, tras vacilar unos instantes, un puñado de comprimidos de metanfetamina—. Esto me ayudará —explicó a Carol—. Bien, adiós. —Se tragó las tabletas juntas y se dirigió hacia la salida del apartamento—. Es la costumbre. —En la puerta se detuvo unos instantes—. Cuando te enteras que vas a tener un hijo. Lo he leído. —La saludó gravemente y cerró la puerta tras él.

Un momento después estaba de nuevo en su coche y salía disparado al cielo en busca del bar más próximo.

«Dios sabe adónde voy y cuándo volveré —pensó—. Ciertamente que no lo sé… ni tampoco me preocupa lo más mínimo».

—¡Juiooo! —gritó, loco de alegría conforme el coche tomaba altura. El sonido de su voz rebotó como un eco y volvió a gritar de nuevo.