Encarándose con todos los miembros del grupo Pretty Blue Fox, Bill Calumine les dijo:
—Señoras y caballeros: Jerome Luckman ha sido asesinado y cada uno de nosotros se ha convertido en una persona sospechosa. Ésta es la situación. No es mucho lo que pueda decirles. Naturalmente, esta noche no habrá juego en La Partida.
—No sé quién puede haberlo hecho —dijo Silvanus Angst—, pero quienquiera que sea, merece toda clase de felicitaciones —concluyó con una risita entre dientes, esperando que alguien más se uniera a su particular regocijo.
—¡Cállate! —le reprochó Freya. Silvanus se sonrojó.
—Pero yo tengo razón; es una de las mejores noticias…
—No es ninguna buena noticia el que todos nosotros estemos bajo sospecha de asesinato —intervino Calumine—. No sé quién lo ha hecho, o incluso si realmente lo hizo cualquiera de nosotros. Y estoy seguro que no supone ninguna ventaja para el grupo; nos encontraremos con tremendas dificultades legales para recobrar los dos títulos de propiedad de California, que perdimos frente al muerto. No lo sé todavía; es demasiado pronto aún. Lo que precisamos es un asesoramiento legal.
—Estoy de acuerdo —dijo Stuart Marks, y todos los demás asintieron unánimemente—. Contrataremos entre todos un buen abogado.
—Sí, es indispensable —opinó Jack Blau—. Necesitamos que nos ayude y que nos proporcione los medios de recuperar esos dos títulos perdidos.
—Que se someta a votación —sugirió Walter Remington.
—No es preciso votarlo —dijo Calumine irritado—. Resulta obvio que necesitamos los servicios de un gran abogado. La Policía estará aquí en cualquier momento. Permítanme preguntar esto: si alguno de los presentes lo ha hecho —y subrayó el si— ¿podría declararlo ahora mismo?
Se hizo un pesado silencio. Nadie se movió de su asiento.
—Por lo visto, quien lo hizo no piensa hablar —dijo Calumine con una sonrisa forzada.
—¿De verdad querrías que lo hiciera? —preguntó Jack Blau.
—En líneas generales, sí —dijo Calumine, volviéndose hacia el vidífono—. Si no hay objeciones, llamaré a Bert Barth, mi abogado en Los Ángeles, para ver si puede venir. ¿De acuerdo? —agregó, mirando a su alrededor.
No hubo objeciones.
—Está bien, pues. —Y Calumine tomó el vidífono y marcó un número.
—Cualquiera que lo hiciera y por el motivo que haya sido —dijo Schilling con voz áspera— y lo haya puesto en el coche de Carol Holt Garden, ha cometido un acto brutal y horrible. Es algo totalmente inexcusable.
Freya sonrió.
—Podemos excusar al asesino; pero no que pusiera el cuerpo dentro del coche de la señora Garden. Realmente, estamos viviendo en una época singular.
—Usted sabe que tengo razón —gruñó, irritado, Schilling.
Freya se encogió de hombros. Mientras, en el vidífono, Calumine estaba diciendo:
—Deme al señor Barth, por favor; es muy urgente. —Y se volvió hacia Carol, que estaba sentaba entre Pete y Joe Schilling en un amplio sofá—. Me estoy preocupando especialmente de su protección, señora Garden, al buscar un consejero legal, puesto que el cadáver fue encontrado en su propio coche.
—Carol no es más sospechosa de lo que puede serlo otra persona cualquiera —dijo Pete.
Al menos, esperaba que no lo fuera. ¿Por qué tendría que ser ella? Después de todo, lo había notificado inmediatamente a la Policía, en cuanto descubrió el cadáver de Luckman.
Mientras encendía un cigarrillo, Joe le dijo a Pete:
—Así que he llegado demasiado tarde. Perdí la oportunidad de volver a enfrentarme con Luckman.
—A menos que no lo haya hecho ya —dijo Stuart Marks.
—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Joe volviéndose vivamente hacia Marks.
—¡Diablos! ¿Qué es lo que piensa que quiero decir?
Sobre la pantalla, apareció la figura del abogado de Los Ángeles, Bert Barth, con sus alargadas facciones.
—Llegarán en equipo —explicó el abogado—; ya lo saben, un vug y un terrestre. Es la costumbre en los crímenes. Llegaré ahí tan pronto como pueda; pero eso me llevará por lo menos media hora. Tienen que estar preparados, porque ambos serán buenos telépatas; también es la costumbre en tales casos. Pero recuerden: la evidencia obtenida por la telepatía no puede utilizarse en un tribunal terrestre; esto es algo sólidamente establecido por la ley.
—Eso suena como una violación de lo previsto en la Constitución de los Estados Unidos, al obligar a un ciudadano cualquiera a que declare contra sí mismo —dijo Calumine.
—Y lo es —afirmó el abogado.
La totalidad del grupo permaneció silenciosa escuchando la conversación entre Bill Calumine y el letrado de Los Ángeles.
—Los telépatas de la Policía pueden obtener información de sus mentes y determinar si son culpables o inocentes; pero es preciso presentar otra clase de evidencia frente a un tribunal. Usarán sus facultades telepáticas hasta el máximo; de eso pueden ustedes estar seguros.
En aquel momento, el efecto Rushmore del apartamento entró en actividad y avisó en voz alta y audible:
—Hay dos personas en la puerta que desean entrar.
—¿Policías? —preguntó Marks.
—Son un titanio y un terrestre —dijo el efecto Rushmore, y enseguida, dirigiéndose hacia los visitantes del exterior, preguntó—: ¿Son ustedes de la Policía? Sí, lo son —confirmó al grupo—. ¿Puedo dejarlos pasar?
—Sí, déjales paso libre —dijo Calumine, tras un rápido cambio de miradas con el abogado.
El hombre de leyes continuó:
—Lo que tienen que tener presente ustedes, es esto: según la ley, las autoridades pueden disolver el grupo hasta tanto no se resuelva el caso, como medida disuasiva para evitar futuros crímenes que puedan cometerse por grupos de jugadores de La Partida. En realidad, es una simple medida punitiva para castigar a cualquiera que se halle implicado en el crimen.
—Disolver el grupo… ¡Oh, no! —exclamó Freya.
—Seguro que sí —intervino Jack Blau—. ¿No lo sabías? Es la primera cosa en que pensé en cuanto me enteré del asesinato de Luckman; sabía que nos dispersarían. —Y miró irritadamente a su alrededor, como si quisiera encontrar a la persona responsable del crimen cometido.
—Bien, quizá no lo hagan… —opinó Walter Remington. Se oyó tocar a la puerta de la habitación. Era la Policía.
—Permaneceré en la pantalla —advirtió el abogado desde Los Ángeles— en vez de desplazarme a donde se encuentran ustedes ahora. Quizá pueda asesorarlos mejor de esta forma. —Y desde la pantalla podía ver perfectamente la puerta de entrada a la habitación.
Freya se levantó para abrir la puerta. En el umbral, apareció un alto y esbelto joven terrestre y junto a él, un vug. El terrestre, dijo:
—Soy Wade Hawthorne.
Mostró una billetera de piel en cuyo interior aparecía su tarjeta de identificación. El vug permaneció en silencio, como era corriente entre los de su raza, agotado, al parecer, por el ascenso hasta el piso. Bordado sobre la guerrera del uniforme, aparecía el nombre: E. B. Black.
—Adelante —invitó Calumine, dirigiéndose hacia la puerta—. Soy el interventor del grupo; me llamo Bill Calumine. —Sostuvo la puerta y dejó pasar a los dos agentes; primero entró el vug E. B. Black.
—Tenemos que hablar primero con la señora Carol Holt Garden —expresó el vug mentalmente, transmitiendo el pensamiento a todo el grupo—, puesto que el cuerpo apareció en su coche.
—Bien, yo soy Carol Garden. —Y se puso en pie con calma y segura de sí misma, hasta que los dos agentes estuvieron frente a ella.
—¿Nos permitirá usted que rebusquemos telepáticamente en su mente? —preguntó el policía terrestre.
Ella miró hacia la pantalla del vidífono.
—Dígales que sí —aconsejó el abogado. Y dirigiéndose a los policías, el letrado les dijo—: Soy Barth, su abogado y consejero legal, y me encuentro en Los Ángeles. He aconsejado a mi cliente, el grupo Pretty Blue Fox, que coopere con ustedes abiertamente. Tendrán su mente dispuesta para cualquier búsqueda telepática que ustedes intenten; pero también están advertidos —y ustedes también lo saben— de que cualquier evidencia obtenida por ese medio no tendrá validez legal frente a un tribunal.
—Eso es correcto, señor Barth —afirmó el policía terrestre.
Después se dirigió a Carol y el vug se deslizó suavemente tras él, produciéndose un completo silencio.
—Parece ser, según ha relatado por teléfono la señora Garden —dijo el vug por transmisión de pensamiento—, que ella descubrió el cadáver en pleno vuelo y que lo notificó de inmediato a nuestro Cuartel General. —El vug entonces se dirigió al policía terrestre—: No encuentro ningún indicio de que la señora Garden tuviese un conocimiento anterior de la presencia del cuerpo en el vehículo. Al parecer, ella no tuvo absolutamente nada que ver con Luckman con anterioridad al descubrimiento del cadáver, ¿no es así?
—Así es —convino el terrestre—. Pero… —Y miró a su alrededor por toda la habitación—. Hay algo en relación con su esposo, el señor Garden. Nos gustaría examinarlo a usted primero, señor Garden.
Pete, con la garganta seca, se puso en pie.
—¿Puedo hablar con nuestro abogado un momento en privado? —dijo al policía Hawthorne.
—No —repuso el terrestre con voz calma y agradable—. Ya los ha asesorado a ustedes convenientemente en este asunto; no hay razón para que le permita que…
—Estoy enterado de su consejo —dijo Pete—. Lo que quiero es saber las consecuencias que se derivarían si me negase a tal inspección mental. —Atravesó la habitación y miró a la pantalla—. ¿Bien? —preguntó al abogado.
—Se ha convertido usted en el sospechoso número uno —dijo Barth—. Pero está en su derecho; puede negarse. Pero le aconsejo que no lo haga, si no quiere permanecer constantemente vigilado y perseguido. De todos modos, ellos le investigarán la mente, más pronto o más tarde.
—Es que siento una aversión total a que me lean la mente —protestó Pete.
En cuanto descubrieran su amnesia, pensó Pete, estarían convencidos de que había matado a Luckman. Y quizá lo había hecho. Aquel razonamiento le chocó brutalmente.
—Veamos, ¿cuál es su decisión? —insistió el policía terrestre.
—Creo que ya han empezado a hacerlo —dijo Pete. Barth tenía razón, si se negaba a dejarse inspeccionar la mente, de una u otra forma acabarían haciéndolo, por lo que resultaba inútil resistirse—. Adelante, pues —concluyó, sintiéndose malhumorado y débil ante una fuerza superior a su voluntad. Se dirigió hacia los dos policías con las manos en los bolsillos.
Transcurrió algún tiempo en el mayor silencio.
—He captado los pensamientos del señor Garden —anunció el vug radiando su propio pensamiento y dirigiéndose a su compañero terrestre—. ¿Y tú?
—Sí, también yo —anunció Hawthorne asintiendo con la cabeza. El policía terrestre se dirigió hacia Pete.
—No conserva memoria del día de hoy, ¿verdad? Ha tratado de reconstruirlo por los informes suministrados por su coche, o al menos por afirmaciones del auto-auto.
—Puede usted preguntar al efecto Rushmore de mi coche, si lo desea.
—Bien, su coche le informó que usted hizo una visita a Berkeley. Pero usted no sabe si fue para ver a Luckman, y de ser así, si usted lo vio o no. No puedo comprender por qué existe en su mente esa especie de bloqueo; ¿ha sido quizás impuesto por usted mismo? En caso afirmativo, ¿cómo lo ha hecho?
—No puedo proporcionarle la respuesta a esas preguntas —contestó Pete—. Eso es algo que puede leer por sí mismo…
Hawthorne respondió secamente.
—Cualquiera que intentase cometer un crimen podría, por supuesto, saber que los telépatas actuarían sobre él, que tendría que habérselas con ellos, y tratar de bloquear en un estado de amnesia un determinado período de actividades particulares. —Y dirigiéndose a su compañero, el vug E. B. Black, le dijo—: Supongo que tendremos que llevarnos al señor Garden detenido.
—Es posible —respondió el vug—. Pero, de acuerdo con los procedimientos, es preciso que examinemos a los demás miembros del grupo. —Y dirigiéndose al grupo, anunció—: Se les ordena disolver este grupo de Pretty Blue Fox; desde este momento es ilegal para cada uno de ustedes reunirse con el propósito de jugar La Partida. Esta orden estará en vigor hasta el momento en que se haya descubierto el culpable del crimen que se investiga.
Todos se volvieron hacia la pantalla.
—Es legal —afirmó el abogado Barth—. Ya se lo había advertido. —El letrado de Los Ángeles parecía resignado con el giro de las cosas.
—Yo protesto por tal decisión, en nombre de todo el grupo —dijo Bill Calumine. Hawthorne se encogió de hombros. No parecía muy preocupado por la protesta de Calumine.
—He captado algo fuera de lo usual —anunció el vug a su compañero—. Por favor, rebusca mentalmente en la mente de todos los demás para ver si estás de acuerdo conmigo.
El policía terrestre asintió con un gesto y fue paseando lentamente entre ellos, uno por uno; después se volvió hacia el vug.
—Sí, en efecto —dijo—. El señor Garden no es el único incapacitado para recordar lo que hizo en el día de hoy. En total, hay seis personas en este grupo con similares lapsos de fallo en la memoria: la señora Remington, el señor Gaines, el señor Angst, su esposa, la señora Calumine y el señor Garden. Ninguno de ellos tiene la memoria intacta.
Asombrado, Pete miró a su alrededor y comprobó las expresiones de estupor en los rostros de sus cinco compañeros. Se hallaban en idéntica situación a la suya… Y probablemente, como él mismo, habrían creído que su situación era única, razón por la cual no lo habían comentado.
—Estoy viendo —dijo el terrestre— que va a ser dificultoso identificar al asesino del señor Luckman, en vista de esta nueva circunstancia. No obstante, estoy seguro que lo haremos: es cuestión de tiempo. —Y miró a su alrededor con un gesto de sincero disgusto.
En la cocina del apartamento, Janice Remington y Freya Gaines preparaban café. Los demás permanecían en la sala de estar con la pareja de detectives.
—¿Cómo mataron a Luckman? —preguntó Pete a Hawthorne.
—Por medio de una aguja de fuego, desde luego. Tenemos que realizar la autopsia, naturalmente, pero ya tenemos la certeza que ha sido así.
—¿Y qué diablos es una «aguja de fuego»?
—Un arma que quedó después de la guerra; todas fueron reclamadas, pero algunos soldados las conservaron y de vez en cuando descubrimos que las han usado. Tiene como fundamento el empleo de un haz de rayos láser, con eficacia a largas distancias.
Desde la cocina llegó el café, Hawthorne aceptó una taza y se sentó para tomarla. El vug hizo un gesto negativo rehusando la bebida.
En la pantalla, la imagen en miniatura del abogado Bert Barth dijo en aquel momento:
—Señor agente Hawthorne, ¿a qué persona intenta usted detener? ¿A las seis que poseen memorias defectuosas? Me gustaría saberlo para poder cortar de una vez la comunicación, porque tengo mucha prisa en resolver otros asuntos urgentes.
—Es muy probable que lo hagamos así y dejemos en libertad a las demás —repuso el detective terrestre—. ¿Tiene usted alguna objeción que hacer? —Y el agente terrestre parecía divertido, por el gesto que puso.
—No irán a detenerme, a menos que no haya un cargo concreto —protestó la señora Angst.
—La Policía podrá detenerla a usted o a cualquier otra persona, al menos durante setenta y dos horas —dijo el abogado—. A título de observación, desde luego. Pueden existir diversos cargos que formular. Por tanto, le recomiendo que no se resista, señora Angst; después de todo, han asesinado a un hombre. Esto es un asunto serio.
—Gracias por su ayuda —dijo Calumine a Barth, con un fondo de ironía, según le pareció a Pete Garden—. Me gustaría preguntarle aún una cosa más: ¿puede usted comenzar a encargarse de todo este asunto y tratar de impedir que se disuelva el grupo de La Partida?
—Veré lo que puedo hacer —repuso el letrado—. Deme algún tiempo. Hubo un caso igual el pasado año en Chicago. Un grupo de aquella ciudad fue disuelto por iguales causas, durante unas semanas, y naturalmente el asunto fue llevado a los tribunales. Recuerdo que el grupo ganó el caso judicialmente. De todas formas, lo estudiaré. —Y cortó la comunicación.
—Tenemos suerte, al disponer de una representación legal —dijo Jean Blau, con aspecto asustado, aproximándose a su marido en busca de protección.
—Sigo manteniendo que lo sucedido ha sido lo mejor —dijo Silvanos Angst— Luckman nos habría arruinado a todos. —Hizo una mueca a los dos policías y dijo a continuación—: Es posible que yo lo hiciera. Como ustedes mismos reconocen, no puedo recordarlo. Francamente, si lo hice, me alegro de veras. —Parecía no sentir el menor temor ante la Policía, y Pete Garden sintió envidia de su actitud.
—Señor Garden —dijo el detective terrestre—, he captado un pensamiento suyo muy interesante. Muy temprano, esta misma mañana, alguien le avisó —no he podido determinar qué persona es— de que usted estaba próximo a cometer un acto de violencia con respecto a Luckman. ¿Tengo razón? —Levantándose, el detective se aproximó a Pete—. ¿Le importaría tratar de recordar esto lo mejor posible?
—Ésa es una violación de mis derechos —respondió Pete Garden, quien deseó que el abogado aún se encontrara en el vidífono. Le pareció que tan pronto como Barth se hubo despedido, la actitud del policía se había endurecido. El grupo se encontraba ahora a merced de la Policía.
—No es precisamente eso —respondió el agente—. Estamos gobernados por diversas regulaciones legales; esta asociación bi-racial se ha establecido para proteger a aquellos que tienen que ser investigados. En realidad, es algo que entorpece nuestra acción.
—¿Se pusieron ustedes dos de acuerdo para silenciar a nuestro grupo? —preguntó Calumine—. ¿O fue la idea de ese individuo? —Y señaló al vug E. B. Black.
—Yo estoy completamente de acuerdo con la disolución del Pretty Blue Fox —contestó Hawthorne—, a despecho de lo que le digan a usted sus innatos prejuicios raciales.
—Creo que perdéis el tiempo tratando de hostigarlo por su asociación con los vugs —comentó Pete Garden. Era evidente que Hawthorne debía de estar habituado a ello. Seguramente le sucedería en cada lugar al que fuera acompañado por el vug.
Aproximándose a Pete, Joe Schilling le dijo por lo bajo:
—No estoy satisfecho en absoluto con la actitud de ese abogado de Los Ángeles. Se ha mostrado demasiado blando y facilitado prácticamente las cosas a la Policía; creo que necesitamos otro abogado con más energía.
—Creo que tienes razón, Joe.
—Yo tengo un buen abogado en Nuevo México, que se llama Laird Sharp. Lo conozco tanto profesional como socialmente desde hace mucho tiempo; su forma de operar me es muy familiar y es muy distinta de la de Barth. Y puesto que parecen decididos a ir contra ti, me gustaría que fuera él quien te aconsejara, no ese abogado que ha aportado Calumine.
—El problema consiste —dijo Pete— en que la ley militar aún prevalece en muchos aspectos, ya lo sabes, de acuerdo con el Concordato entre Titán y la Tierra. Me siento en eso un poco pesimista. Si la Policía se obstina en llevarme, creo que podrá hacerlo.
Algo iba mal en todo aquello, pensó Pete. Algo con un terrible poder operativo, que había actuado contra seis miembros del grupo a la vez… ¿Quién sabía hasta dónde podía llegar? Si había podido bloquear la memoria de los seis al mismo tiempo…
El vug E. B. Black radió mentalmente:
—Estoy de acuerdo con usted, señor Garden. Es un caso insólito y desconcertante. Hasta ahora no habíamos tenido que enfrentarnos con un asunto así. Ha habido individuos que se han sometido a un electroshock para borrar su memoria de las células cerebrales. Pero éste no parece ser el caso, desde luego.
—¿Cómo puede estar seguro de eso? —preguntó Stuart Marks—. A lo mejor esas seis personas se han sometido a un electroshock conjuntamente, tratadas por un psiquiatra en cualquier hospital. Los aparatos están siempre a la mano, no es nada inaccesible. —Y miró a Pete Garden con franca hostilidad—. Mira lo que has hecho… ¡Por causa tuya todo el grupo ha sido disgregado!
—¿A causa mía?
—A causa de vosotros seis —afirmó Marks mirando sombríamente a su alrededor—. Es evidente que uno o más de vosotros habéis matado a Luckman. Y habéis averiguado cómo protegeros legalmente antes de hacerlo…
—¡Nosotros no matamos a Luckman! —protestó indignada la señora Angst.
—No lo sabes —recalcó Marks—. No recuerdas nada. ¿No es así? Por tanto, no trates de actuar en doble sentido, recordando lo que no hiciste y no recordando lo que hayas podido hacer.
Bill Calumine tomó la palabra con voz glacial.
—Marks, ¡maldita sea! No tienes derecho moral ninguno a expresarte de esa forma. ¿Qué quieres significar acusando de esa manera a los propios miembros de tu grupo? Debo insistir en que continuemos actuando conjuntamente, sin permitir escisiones. Si comenzamos a luchar entre nosotros mismos, y nos acusamos los unos a los otros, la Policía estará en condiciones de… —Y se calló súbitamente, interrumpiendo su discurso.
—¿Estará en condiciones de qué? —preguntó Hawthorne con suavidad—. ¿Estar en condiciones de localizar al asesino? Eso es precisamente lo que intentamos hacer, y usted lo sabe.
—Sigo insistiendo en que permanezcamos unidos —continuó Calumine, dirigiéndose al grupo—. Los que estén con sus memorias intactas y los que no la tengan; todavía seguimos siendo un grupo y es a la Policía a quien le toca hacer una acusación y no a nosotros. Si continúas comportándote así —dijo a Marks—, propondré una votación para expulsarte del grupo.
—Eso no es legal —protestó airadamente Marks—. Y tú lo sabes. Mantengo lo dicho: uno o varios han matado a Luckman, y no veo por qué tenemos que protegerlos. Ello significa la separación de nuestro grupo. En nuestro propio interés, debe ser descubierto el asesino cuanto antes. Después podremos continuar jugando.
—Quienquiera que fuese que haya matado a Luckman —opinó Walter Remington— no lo ha hecho en su propio interés; en realidad, ha actuado por todo el grupo. Puede haber sido el acto de un solo individuo, una decisión individual, pero todos salimos beneficiados con ello; tal persona nos ha salvado la piel a todos los demás. Por consiguiente, resulta éticamente reprobable que cualquier miembro del grupo ayude a la Policía a su detención. —Y temblando de rabia se encaró con Marks.
—Luckman no era santo de nuestra devoción —dijo Jean Blau—, y nos causaba miedo a todos; pero ello no constituía una autorización para que cualquiera pudiera asesinarlo, supuestamente en el nombre del grupo. Estoy de acuerdo con Marks y creo que debemos ayudar a la Policía a determinar quién lo hizo.
—Vamos a votar la cuestión —propuso Angst.
—Sí —afirmó Carol—. Lo decidiremos democráticamente. ¿Habremos de mantenernos unidos o habremos de traicionarnos unos a otros? Os diré cuál es mi voto abiertamente: resulta un tremendo error para cualquiera de nosotros, el…
El policía terrestre la interrumpió:
—No tiene usted elección, señora Garden; usted debe cooperar con nosotros. Es la ley. Puede ser forzada a hacerlo.
—Yo lo dudo mucho —opinó Bill Calumine.
—Señores, voy a ponerme en contacto con mi abogado de Nuevo México —dijo Joe Schilling. Cruzó la habitación hacia el vidífono y comenzó a marcar.
—¿Existe alguna forma —preguntó Freya al detective terrestre— de que una memoria borrada pueda ser restaurada?
—No, en el caso que las células cerebrales de los centros de la memoria hayan sido destruidas —contestó el detective—. Y me parece que éste es el caso que nos ocupa. Resulta poco verosímil que esos seis miembros del grupo hayan sufrido simultáneamente una pérdida histérica de la memoria.
—Por lo que a mí respecta, mi día fue claramente reconstruido por el efecto Rushmore de mi auto-auto —dijo Pete Garden—. Nunca ha señalado que yo fuese a ningún hospital psiquiátrico donde pudiese haber sido sometido a un electroshock.
—Pero usted se detuvo en el Colegio del Estado de San Francisco —dijo Hawthorne—. Y su Departamento Psiquiátrico tiene un equipo de electroshock; muy bien pudo usted haberlo utilizado.
—¿Y los otros cinco?
—El día no ha sido reconstruido para ellos por el efecto Rushmore, como lo ha sido para usted —contestó el detective—. En el suyo, además, existe una mayor omisión, ya que una buena parte del día está muy lejos de aparecer comprensible.
—Tengo a Sharp en la pantalla —advirtió Joe Schilling—. ¿Quieres hablarle, Pete? Le he descrito brevemente la situación.
El vug E. B. Black se interpuso.
—Un momento, señor Garden. —Conferenció unos instantes telepáticamente con su compañero terrestre y después se dirigió a Pete—. El señor Hawthorne y yo hemos decidido no detener a ninguno de ustedes, puesto que no hay una evidencia directa que implique a cualquiera de ustedes en el crimen. Pero si los dejamos marchar, tendrán que convenir en llevar un «cuentachismes» constantemente con ustedes. Pregunten a su abogado, el señor Sharp, si ello es aceptable.
—¿Qué diablos es un «cuentachismes»? —preguntó Joe Schilling.
—Un dispositivo especial de rastreo —dijo Hawthorne—. Nos informará dónde están ustedes en todo momento.
—¿Tiene eso un contenido telepático? —preguntó Pete Garden.
—No. Aunque yo bien quisiera que lo tuviese.
En la pequeña pantalla del vidífono, apareció Laird Sharp, un hombre joven y dinámico.
—He oído la proposición y, sin ir más allá ni discutirlo, considero tal medida como una neta violación de los derechos de estas personas.
—Cuidado con lo que habla —dijo el detective Hawthorne— o tendremos que detenerlos a todos.
—Estaré con ellos de inmediato —repuso el abogado—. Oiga, señor Garden —continuó dirigiéndose a Pete—, no permita que le coloquen ningún dispositivo de ningún género y, si descubren que lo hacen, destrúyalo. Salgo ahora mismo a encontrarme con usted. Es obvio que sus derechos están siendo abiertamente violados.
—¿Qué te parece, te gusta? —preguntó Joe a Pete.
—Sí.
—Yo… también estoy de acuerdo —dijo Bill Calumine—. Parece un hombre más enérgico que Bert Barth. —Y volviéndose hacia el grupo dijo—: Ofrezco la sugerencia de que nos quedemos con los servicios de este nuevo abogado colectivamente.
Se alzaron las manos y la moción quedó aprobada por aclamación.
—Los veré a ustedes dentro de un rato —se despidió Sharp cerrando el circuito.
—Un buen tipo —comentó Schilling volviendo a sentarse.
Pete se sintió algo mejor. Resultaba confortador saber que alguien se ocupaba de luchar por los asuntos de uno.
El grupo parecía ahora menos tenso. Daba la sensación que poco a poco iba despertándose del estupor en que había estado sumido.
—Tengo que proponer otra moción —dijo Freya, hablando al grupo—. Propongo que Calumine quede descartado y que votemos por otro interventor de La Partida que sea más capaz y enérgico.
—¿Por… por qué? —preguntó Bill Calumine desconcertado.
—Por habernos propuesto a esa inutilidad de abogado al principio —dijo Freya—. A ese Barth que no ha hecho más que echarnos a la Policía encima.
—Es cierto —opinó Jean Blau—; pero yo creo que será mejor que continúe como interventor, a pesar de todo, para evitarnos problemas.
—Los problemas y dificultades son algo que no podemos evitar en estas circunstancias —dijo Pete—. Ya estamos bien metidos en ellos. —Y tras un pequeño intervalo, continuó—: Yo estoy de acuerdo con la moción de Freya.
Cogido por sorpresa, el grupo comenzó a murmurar.
—Votemos —propuso Angst—. Estoy de acuerdo con Pete. Yo voto por la destitución de Calumine.
—¿Cómo puedes secundar una moción semejante? —dijo Calumine con voz ronca mirando a Pete Garden—. ¿Es que quieres algo más vigoroso? Yo creo que no te conviene.
—¿Por qué no?
La cara de Calumine estaba roja por la rabia.
—Porque, personalmente, tienes mucho que perder.
—¿Qué es lo que lo hace hablar así? —se interesó entonces Hawthorne.
—Pete mató a Jerome Luckman —afirmó Calumine.
—¿Y cómo lo sabe usted? —preguntó el policía, frunciendo el ceño.
—Me llamó y me dijo que iba a hacerlo —dijo Calumine—. Esta mañana, muy temprano. Si usted me hubiese rebuscado mejor mentalmente, lo habría encontrado; no estaba muy escondido en mi memoria.
Hawthorne se quedó silencioso por un momento, evidentemente rebuscando telepáticamente la mente de Calumine. Después se volvió al grupo y les anunció:
—Lo que dice es cierto. La memoria de ese recuerdo está en su mente. Pero… no lo estaba cuando la rebusqué hace un rato.
El policía terrestre miró a su compañero, el vug E. B. Black.
—No estaba, en efecto —contestó el vug dando su conformidad—. Yo también lo he sondeado. Y con todo, tal memoria está ahora claramente depositada en su mente.
Ambos policías se volvieron hacia Pete.