Cuando consiguió llegar finalmente a San Rafael, ya era casi de noche; tomó tierra con las luces del coche encendidas y lo aparcó junto al bordillo de la acera del edificio en que se hallaba su apartamento. Al salir del coche, una sombra emergió de la oscuridad y corrió hacia él.
—¡Pete!
Era Patricia Mc Clain, vistiendo un pesado abrigo y con los cabellos recogidos en un moño.
—¿Qué ocurre? —dijo, captando el aire de urgencia que se desprendía del grito de Pat.
—Un segundo. —Ella se aproximó a él, sofocada y casi sin respiración, con los ojos dilatados por el miedo—. Quiero leer en tu mente.
—¿Qué es lo que ha ocurrido?
—¡Dios mío! —exclamó ella—. No puedes recordarlo… Todo el día perdido, Pete. Pete, ten mucho cuidado. Será mejor que me vaya; mi marido me espera. Adiós. Te veré tan pronto como pueda. —Patricia se quedó mirándolo fijamente por un instante y después corrió calle abajo y desapareció en la oscuridad.
Pete comenzó a subir las escaleras de su apartamento.
En la sala de estar estaba esperándolo Joe Schilling con su barba rojiza desordenada como de costumbre. Al verlo, Joe se levantó.
—¿Dónde diablos has estado metido?
—¿Está Carol aquí, o estás solo? —preguntó Pete a su vez. Y miró a su alrededor. No se advertía el menor signo de su esposa.
—No la he visto desde esta mañana. Desde que estuvimos los tres reunidos. Te hablaba de tu última mujer, Freya, y ella me dijo que tú…
—¿Cómo entraste aquí si Carol no está?
—El apartamento estaba desierto.
—Escucha, Joe —dijo Pete—. Algo ha ocurrido hoy.
—¿Te refieres a la desaparición de Luckman?
Pete se quedó helado por la sorpresa y clavó los ojos en Joe Schilling.
—No sabía que Luckman hubiera desaparecido.
—Claro que sí; tú has sido el que me lo ha dicho. —Ahora, la sorpresa se reflejaba en la mirada de Joe.
Ambos permanecieron en silencio.
—Me llamaste desde tu coche —dijo Joe—; yo me encontraba en la sala de juego de Carmel, estudiando las partidas del grupo. Después, escuché la noticia por la tarde, en el programa de televisión de ese Nats Katz. Luckman desapareció esta mañana.
—¿Y no ha sido hallado todavía?
—No.
Schilling sujetó a Pete fuertemente por los hombros.
—¿Por qué no puedes recordar?
—Tuve un encuentro. Con una telépata.
—¿Patricia Mc Clain? Ya me lo dijiste, te encontrabas notablemente trastornado. Yo puedo asegurarlo, porque te conozco bien. Aludiste a algo que ella había descubierto en tu mente, en tu subconsciente, y me hablaste de algo que tenía que ver con tus impulsos obsesivos de suicidio. Y entonces, cortaste repentinamente la comunicación.
—Acabo de verla hace un momento —dijo Pete. Pensó en su advertencia. ¿Tendría aquello que ver con la desaparición de Luckman? ¿Creería Patricia que él tenía algo que ver con aquello?
—Voy a prepararte un trago —dijo Joe, hurgando en el armario que estaba junto a la ventana—. Mientras he estado esperándote descubrí dónde guardas la bebida. Este whisky escocés no está mal; pero por lo que a mí respecta, no creo que sea mejor que…
—Todavía no he cenado —dijo Pete—. No me apetece la bebida. —Y se dirigió a la cocina, al frigorífico, con la vaga idea de encontrar algo que comer.
—Yo he traído un exquisito corned beef, que he comprado en San Francisco, pan integral y una ensalada de col.
—Magnífico —aprobó Pete, sacando la comida.
—No nos queda mucho tiempo para irnos a Carmel. Se supone que debemos llegar temprano esta noche. Pero si Luckman no aparece…
—¿Lo está buscando la Policía? ¿Han preguntado por él?
—No lo sé. Ni lo dijiste tú ni ese fulano de Nats Katz.
—¿Te dije cómo me había enterado yo de la noticia?
—No.
—Esto es terrible, Dios Santo —dijo Pete.
Y cortó dos rebanadas de pan con las manos temblorosas.
—¿Por qué?
—No sé por qué. ¿No te sorprende lo sucedido? Schilling se encogió de hombros.
—Quizá sería una buena cosa que alguien se hubiera encargado de él. Bastante mala suerte tenemos a diario, Pete. ¿No resolvería eso nuestros problemas colectivos? Su viuda jugaría en su lugar y podemos batir fácilmente a Dotty Luckman; conozco su sistema y es mediocre.
El vidífono sonó.
—Ponte tú —dijo Pete, temblando de miedo.
—Bien —repuso Joe saliendo hacia el cuarto de estar—. ¿Sí? —Y la voz llegó claramente hasta Pete Garden. El que llamaba era Bill Calumine.
—Algo ha ocurrido. Deseo que vengan todos inmediatamente a Carmel.
—De acuerdo, ahora salimos —repuso Joe, y volvió a la cocina.
—Lo he oído —dijo Pete.
—Deja una nota para Carol.
—¿Diciéndole qué?
—¿Tampoco lo sabes? Dile que vaya a Carmel; llegamos al acuerdo de que…, ¿es que no lo recuerdas? Yo jugaría las manos, pero ella estaría allí presente observando detrás de mí, viendo cómo tiro y juego en cada turno. ¿Es que no recuerdas nada de todo eso, es posible?
—No.
—Ella no estaba de muy buen humor —comentó Joe—. Vamos, es hora de marcharnos. Y trae tu bocadillo.
Al dejar el apartamento, se encontraron con Carol Holt en el vestíbulo del edificio, que salía en aquel momento del ascensor. Tenía un aspecto cansado. Al verlos, se detuvo.
—¿Bien? —dijo ella indiferente—. Supongo que lo habréis oído.
—Hemos oído el aviso general de Bill Calumine, si es eso lo que quieres decir —dijo Schilling.
—No, me refiero a Luckman —dijo Carol—. Acabo de llamar a la Policía. Si queréis verlo, venid conmigo.
Utilizando el elevador, descendieron los tres hasta la planta baja. Carol los condujo hasta donde tenía aparcado su coche, tras el de su marido y el de Joe Schilling.
—Lo descubrí a medio vuelo —explicó Carol con tono inexpresivo, apoyándose en el capó del coche con las manos metidas en el bolsillo del abrigo—. Venía hacia acá cuando me surgió la duda de si me habría dejado olvidado el bolso en el apartamento donde vivía con mi antiguo marido. Estuve hoy allí recogiendo algunas cosas que me había dejado olvidadas.
Pete y Joe abrieron la puerta del coche.
—Encendí la luz de la cúpula del coche —continuó Carol— y le vi. Han tenido que ponerlo ahí mientras tenía el coche aparcado en mi antiguo apartamento; aunque es posible que ya estuviera depositado mucho antes, esta misma mañana, mientras me encontraba aquí todavía. Ahí podéis verlo… en el suelo, fuera de la vista. Yo… lo toqué, mientras trataba de encontrar mi bolso. —Y permaneció silenciosa.
A la suave luz de la cúpula del coche, Pete pudo ver el cuerpo tras los asientos delanteros del vehículo volante. Era Luckman, no cabía la menor duda. Incluso muerto, su cara redonda de mejillas rollizas, era fácilmente reconocible. Pero su piel ya no tenía el color rubicundo de siempre: a la luz artificial aparecía de un gris pulposo.
—He llamado inmediatamente a la Policía —dijo Carol— y han dicho que venían hacia aquí.
En la lejanía y sobre el oscuro cielo de la noche, comenzaron a ser audibles las sirenas de los coches voladores de la Policía.