6

Joe Schilling no era un hombre rico, de modo que poseía un viejo auto-auto malhumorado y pendenciero, al cual llamaba Max. Desgraciadamente, carecía de medios para procurarse uno nuevo.

Como de costumbre, Max estaba discutiendo las órdenes de Joe.

—No —dijo—. No iré volando hasta la costa. Puede usted ir andando.

—No te lo estoy preguntando, Max, te lo estoy ordenando —afirmó Joe.

—¿Y qué negocios lo llevan hasta California? —preguntó Max con tono agrio. El motor había arrancado, sin embargo—. Necesito que me hagan algunas reparaciones —se quejó— antes de emprender un viaje tan largo. ¿Por qué no me mantiene usted en debida forma? Todo el mundo cuida bien de sus coches…

—No vale la pena gastar dinero en reparaciones —gruñó el viejo Joe mientras se acomodaba en el interior, recordando en aquel momento que se olvidaba de su loro Eeore—. ¡Maldita sea! No vayas a marcharte sin mí; tengo que volver a buscar algo. —Salió del coche y volvió a entrar en la tienda, llave en mano.

El coche no hizo el menor comentario cuando Joe regresó con la jaula. Parecía resignado con su suerte o quizá las articulaciones del circuito estaban en malas condiciones.

—¿Estás ahí todavía? —preguntó Schilling.

—Pues claro que sí. ¿Es que no quiere verme?

—Llévame a San Rafael, en California —le ordenó Joe. Era bien de mañana y quizá tendría tiempo de alcanzar a Pete Garden en su apartamento temporal.

Pete lo había llamado por el vidífono la noche anterior, para informarle del primer encuentro con Luckman. Desde el momento en que escuchó la voz sombría de Pete, Joe pudo figurarse el resultado de La Partida: Luckman había ganado otra vez.

—El problema ahora —había dicho Pete— es que tiene en su poder dos títulos de propiedad en California, por lo que ahora no se arriesgará a perder Berkeley. Puede poner en el juego otro título de propiedad.

—Deberías haber contado conmigo desde el primer momento —le había reprochado Joe.

—Bien, estoy metido en un buen apuro, Joe —dijo tras una breve pausa—. Carol Holt, mi nueva esposa, presume de buena jugadora…

—¿Y lo es, realmente?

—Sí que es buena. Pero…

—Pero has perdido, amigo. Bien, mañana saldré para la costa a primera hora.

Y allí estaba, disponiéndose a cumplir lo prometido, con dos maletas de sus objetos personales y su loro Eeore, dispuesto a enfrentarse con Luckman.

Esposas…, pensó Joe. Un problema, más que una ayuda. Los problemas económicos, mezclados con la cuestión sexual: un difícil y complejo asunto. Condenados titanios con sus deseos de resolver las dificultades, aplicando una sola solución que zanjara todo de una vez. Lo que habían conseguido era que se complicasen las cosas cada vez más y más…

Pete no había dicho nada más sobre Carol.

Pero el matrimonio siempre había sido ante todo una entidad económica, reflexionaba Joe mientras miraba el brillante cielo del amanecer de Nuevo México. Los vugs no lo habían inventado; se habían limitado a intensificar una condición ya existente. El matrimonio había de hacerse con la transmisión de la propiedad, por líneas de herencia y asimismo de cooperación. Todo esto se hacía ostensible en La Partida con sus condiciones controladas. La Partida mostraba simplemente lo que ya era implícito antes.

La radio del auto-auto comenzó a funcionar y una voz de hombre se dirigió a Joe.

—Aquí Kitchener; me han dicho que deja usted mi distrito, ¿por qué?

—Negocios en la costa occidental. —Le irritó que el notario del distrito se entremetiera en aquella cuestión. Pero era el coronel Kitchener, un tipo quisquilloso, antiguo oficial, al que le encantaba meter la nariz en todos los asuntos.

—No le di permiso —se quejó Kitchener.

—Ni usted ni Max —dijo Schilling.

—¿Cómo? Sepa que quizá no le permita volver a mi distrito, puesto que da la casualidad que sé que se dirige usted a Carmel a jugar a La Partida, y si usted es tan bueno como todo lo que…

—¿Tan bueno como qué? —interrumpió Joe—. Eso tiene que demostrarse todavía.

—Si usted es tan bueno para jugar —dijo Kitchener—, debería jugar por mí.

Era evidente que la mayor parte de la historia se había divulgado. Schilling dejó escapar un suspiro. Siempre existía esa dificultad en un mundo de tan escasa población; el planeta entero se había convertido en una pequeña ciudad, con cada uno de sus habitantes al corriente de los asuntos de todos los demás.

—Quizá podría usted practicar en mi grupo —le ofreció Kitchener— y después jugar contra Luckman cuando se pusiera usted en forma. Después de todo, no creo que resulte nada bueno para sus amigos llegar así en frío tal y como ahora se encuentra. ¿No está usted de acuerdo?

—Pude haber estado frío; pero ahora no lo estoy.

—Primero negaba ser bueno y ahora niega estar en mala forma. Usted me confunde, Schilling. Le permitiré ir; pero espero que, si muestra su antiguo talento, me traerá algo de él a la mesa de juego, por simple sentido de lealtad hacia su notario de apuestas. Buenos días.

—Buenos días, Kitch —respondió Joe, y cerró el circuito.

Bien, aquel viaje a la costa parecía haberle acarreado ya dos enemigos, su auto-auto y el coronel Kitchener. Un mal presagio, decidió Schilling, de muy mal agüero. Podía permitirse el lujo de que el coche se opusiera a sus proyectos, pero no un hombre tan poderoso como el coronel Kitchener. Después de todo, el coronel tenía razón; si tenía algún talento en La Partida, debía emplearlo para apoyar a su propio notario y no a ningún otro.

—¿Ve usted lo que ha conseguido? —dijo el coche con tono acusador.

—Sí, creo que debería haber consultado primeramente con mi notario y conseguido su aprobación —admitió Schilling.

—Esperaba escabullirse de Nuevo México sin que nadie se diera cuenta, ¿eh? —preguntó Max.

Era verdad y Joe asintió con la cabeza, en un mudo gesto. Sí, decididamente era un mal principio.

Al despertarse en el todavía no familiar apartamento de San Rafael, Pete Garden dio un salto de sorpresa al ver junto a él la despeinada cabeza de cabellos castaños y los suaves y desnudos hombros, tan invitadores… y entonces recordó quién era ella y lo que le había sucedido la noche anterior. Saltó de la cama sin despertarla, y se fue a la cocina en pijama a buscar un paquete de cigarrillos.

Se había perdido un segundo título de propiedad en California, y Joe Schilling se hallaba en camino desde Nuevo México. Así estaban las cosas en aquel momento, recordó con más claridad. Y allí tenía a una nueva esposa… ¿Cómo podría evaluar adecuadamente a Carol Holt? Sería mejor que definiera con claridad su relación con ella antes de que apareciera Joe, y aquello no se haría esperar mucho.

Encendió un cigarrillo y puso a calentar la tetera con agua. Cuando la tetera comenzó a darle las gracias, Pete la interrumpió.

—Calla, por favor. Mi esposa está dormida —advirtió en voz baja. La tetera continuó calentando el agua en el más completo silencio.

Le gustaba Carol; era una chica guapa muy buena en la cama, por cierto. No era llamativamente bonita, y muchas de sus mujeres habían sido tan buenas como ella en la cama, o incluso mejores. No desataba en él una pasión desordenada, pues todos sus sentimientos se hallaban controlados por su sentido práctico. Los de ella, en cambio, eran excesivos. Para Carol aquel nuevo matrimonio desafiaba su sentido de la identidad al poner en juego su prestigio. Como mujer, como esposa y como compañera de juego en La Partida.

Fuera del apartamento, en la calle, los dos chiquillos de los Mc Clain jugaban tranquilamente, y podía percibir el murmullo de sus conversaciones. Se asomó por la ventana de la cocina y allí los vio, a Jessica y a Kelly, enzarzados en alguna especie de juego con un cuchillo. Absortos en el juego, se habían olvidado de todo lo demás, de él mismo y de la ciudad vacía por completo.

«Quisiera saber cómo es su madre —se preguntó mentalmente Pete—. Patricia Mc Clain, cuya historia conozco…».

Volvió al dormitorio en busca de sus ropas, las llevó a la cocina y se vistió en silencio, procurando no despertar a Carol.

—Ya está el agua —le avisó la cafetera.

La apartó del fuego y comenzó a preparar un café instantáneo, pero de pronto cambió de opinión. Sería cosa de saber si la señora Mc Clain querría preparar el desayuno para el señor notario del Distrito…

Se observó en el gran espejo del cuarto de baño y concluyó que, si su aspecto no era llamativo, al menos era correcto. Y entonces, sin ruido alguno, salió y bajó la escalera hasta la calle.

—¡Hola, chicos! —saludó a Kelly y a Jessica.

—¡Hola, señor notario! —respondieron, absortos aún en el juego.

—¿Dónde podría ver a vuestra madre? Ambos apuntaron en la dirección deseada.

Pete, tomando una bocanada del fresco aire de la mañana, se dirigió a grandes zancadas hacia la casa de los Mc Clain, sintiéndose hambriento en diversas formas, en profundas y muy intrincadas formas.

Max, el auto-auto de Joe Schilling, tomó tierra junto al bordillo de la acera del edificio de apartamentos de San Rafael. Joe dejó el asiento con cierta dificultad, abrió manualmente la portezuela y salió del coche. Tocó el botón de aviso y automáticamente se abrió la maciza puerta de acceso al edificio. «Cuidadosamente cerrada con llave para defenderse de unos intrusos que hace tiempo que ya no existen», reflexionó Joe mientras subía los escalones hasta el piso de Pete Garden.

La puerta del apartamento estaba abierta al llegar y no era Pete Garden quien estaba en el umbral para recibirlo, sino una joven con los cabellos desordenados y una expresión soñolienta en su rostro.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Un viejo amigo de Pete —repuso Joe—. ¿Es usted Carol? Ella asintió con la cabeza y se cerró tímidamente la bata.

—Pete no está aquí. Acabo de levantarme y he visto que se había marchado, no sé adónde.

—¿Puedo entrar y esperar? —solicitó Schilling.

—Entre, si gusta. Voy a preparar el desayuno. —Se apartó de la puerta y Joe la siguió hasta la cocina del apartamento, donde estaban friéndose tocino y unos huevos.

La tetera anunció:

—El señor Garden estaba aquí hace un momento; pero salió.

—¿Dijo adónde iba? —preguntó Schilling.

—Miró por la ventana a la calle y después salió. —El efecto Rushmore instalado en la tetera no era muy explícito y resultaba de poca ayuda.

Schilling se sentó a la mesa de la cocina.

—¿Qué tal van usted y Pete?

—Oh, tuvimos una primera noche desastrosa —respondió Carol—. Perdimos. Pete estuvo tan malhumorado, que no dijo una palabra en todo el camino de regreso desde Carmel, e, incluso después de haber llegado aquí, apenas si me dijo una palabra, como si yo hubiera tenido la culpa de todo. —Se volvió hacia Joe Schilling—. No sé como vamos a poder continuar, Pete parece casi… un hombre a punto de suicidarse.

—Pete siempre se ha conducido de esa forma… No se eche usted la culpa, señora.

—Oh… Bien, gracias por habérmelo dicho.

—¿Podría tomar una taza de café?

—Pues claro que sí —respondió Carol retirando la tetera del fuego—. ¿Es usted, quizá, el amigo a quien Pete llamó por el vidífono la pasada noche después de La Partida?

—Sí —contestó Schilling, sintiéndose un tanto confuso. Había llegado allí para reemplazar a aquella mujer en la mesa de juego. ¿Qué sabría Carol de las intenciones de Pete? En muchos aspectos, Pete Garden se convertía en un grosero cuando trataba a las mujeres.

—Sé para lo que está usted aquí, señor Schilling —afirmó Carol.

—Humm —repuso Joe con precaución.

—No voy a quedarme a un lado —dijo ella, mientras colocaba unas cucharadas de café en un pote de aluminio—. Su historia como jugador no es muy buena. Creo que yo puedo hacerlo mejor que usted.

Joe farfulló algo ininteligible y continuó tomándose el desayuno, en un embarazoso silencio, mientras ambos esperaban el regreso de Pete Garden.

Patricia Mc Clain se hallaba dedicada a desempolvar el mobiliario del cuarto de estar de su apartamento; levantó los ojos y, al ver a Pete Garden, esbozó una discreta sonrisa.

—El señor notario del distrito —dijo, y continuó con su limpieza.

—¡Hola! —saludó Pete con timidez.

—Puedo leer en su mente, señor Garden. Usted sabe bastante de mí, como consecuencia de haber hablado del asunto con Joe Schilling. Después se encontró usted con Mary Anne, mi hija mayor. Y usted la encontró «sorprendentemente atractiva», como Joe Schilling hizo resaltar… al igual que a mí también.

Patricia lo miró con sus oscuros ojos chispeantes.

—¿No cree usted que Mary Anne es demasiado joven para usted? —continuó—. Usted se encuentra alrededor de los ciento cuarenta años de edad y ella solamente tiene dieciocho.

—Pero puesto que existe la operación de la glándula Hynes… —argumentó Pete Garden.

—No importa —dijo Patricia—. Estoy de acuerdo en eso. Además, está usted haciendo comparaciones entre mi hija y yo. Cree que yo estoy amargada y que ella es una criatura fresca y femenina. Y esto, viniendo de un hombre que está rumiando constantemente la idea del suicidio…

—No puedo evitarlo —contestó Pete—. Clínicamente, es un pensamiento obsesivo, es algo involuntario. Me gustaría liberarme de tal obsesión. El doctor Macy me lo diagnosticó hace unas cuantas décadas. He tomado cuantos medicamentos existen para esto… se aleja de mí, para volver después. —Pete entró en el apartamento—. ¿Ha desayunado ya?

—Sí —repuso Patricia—. Y usted no puede comer aquí: no está bien; además yo no puedo ocuparme de preparárselo. Se lo diré sinceramente, señor Garden: no deseo en absoluto involucrarme en sus asuntos emocionales. De hecho, la idea me repele.

—¿Por qué? —preguntó Pete, intentando mostrarse indiferente.

—Porque no me gusta usted.

—¿Y a qué puede deberse eso? —insistió Pete sin considerarse fracasado ni física ni psicológicamente.

—Porque usted está en condiciones de asistir a La Partida y yo no. Y porque usted tiene una esposa recién adquirida, y con todo está usted aquí y no con ella. No me gusta su forma de proceder.

—Ser una telépata es poseer una gran ventaja —dijo Pete— porque siempre se está en condiciones de hacer evaluaciones sobre los vicios y las virtudes de los demás.

—Así es.

—Bien; pero no puedo evitar sentirme atraído hacia usted y no hacia Carol.

—Puede que no pueda remediar lo que usted sienta; pero sí evitar hacer lo que hace; sepa que estoy perfectamente avisada del motivo que le trae a mi casa. Pero no olvide que yo también estoy casada, señor Garden. Y que tomo mi matrimonio muy en serio, cosa que usted no hace puesto que suele tener una nueva esposa cada pocas semanas. Cada vez que recibe un duro golpe en La Partida. —El disgusto de Patricia era manifiesto; sus labios estaban apretados en una delgada línea y sus negros ojos chispeaban.

Pete Garden trató de imaginarse cómo habría sido aquella mujer antes que, al descubrirse su capacidad psiónica, hubiese sido descartada de La Partida.

—Bastante parecida a como ahora soy —repuso ella en el acto.

—Lo dudo mucho —dijo Pete. Y pensó en su hija, tratando de imaginar si ella también sería así con el tiempo. Ello dependería de si Mary Anne había heredado o no el talento telepático de la madre, y de ser así…

—Mary Anne no lo tiene —repuso Patricia—. Ninguno de mis hijos; ya lo hemos comprobado.

Entonces, su hija no causaría la excitación que ella le causaba, pensó Pete.

—Quizá no —contestó Patricia y añadió inmediatamente—: No le permitiré que permanezca aquí, señor Garden; pero podría usted llevarme en coche hasta San Francisco. Tengo cosas que comprar allá. Y podríamos detenernos en cualquier restaurante y comer juntos, si a usted le parece.

Pete Garden estuvo a punto de aceptar en el acto, pero repentinamente recordó a Joe Schilling.

—No me es posible. Negocios de urgencia.

—Ah, sí. Conversaciones estratégicas con respecto a La Partida.

—Así es —repuso Pete, ya que le era imposible negarlo.

—Usted coloca La Partida por encima de cualquier otra cosa. Incluso por encima de los que usted llama «profundos sentimientos» hacia mi persona…

—Es que lo he citado. Lo llamé anoche para que viniera a verme esta mañana. Tengo que ir a recibirlo. —Aquello le parecía una razón obvia, pero Patricia no parecía creerlo así, y nada podía hacer para remediarlo. El cinismo de aquella mujer hacia él era demasiado profundo para ser modificado en cualquier forma.

—No me juzgue, señor Garden —repuso Patricia—. Puede que tenga razón; pero… —Se apartó de él poniéndose una mano en la frente como si sufriese físicamente—. No puedo soportarlo, señor Garden.

—Lo siento. Me marcharé, Pat.

—Si lo desea, puedo verlo esta tarde a la una y treinta en San Francisco, en Market y la Tercera. Podemos almorzar juntos. ¿Cree usted que podrá desembarazarse de su esposa y de ese amigo suyo jugador para esta cita?

—Sí.

—Bien, así queda convenido. —Y Patricia continuó su limpieza.

—Dígame por qué ha cambiado de opinión respecto a verme, Patricia. ¿Qué es lo que ha recogido usted en mi mente? Tiene que haber sido algo importante.

—Prefiero no decirlo.

—Por favor…

—La facultad telepática tiene un inconveniente básico. Usted no puede conocer esto. Tiende a captar demasiado, es demasiado sensitiva para los pensamientos latentes o marginales de la gente, lo que los viejos psicólogos llamaban «la mente inconsciente». Existe una cierta relación entre la facultad telepática y la paranoia; esta última es la recepción involuntaria de los pensamientos reprimidos agresivos u hostiles de las demás personas.

—¿Y qué leyó usted en mi inconsciente, Pat?

—He leído… un síndrome de acción potencial. Si yo fuese una premonitora podría decirle mucho más. Usted podría hacerlo, o puede que no lo haga. Pero… —y lo miró fijamente— es un acto violento, y tiene que ver con la muerte.

—La muerte… —dijo Pete como en un eco.

—Quizá —continuó Patricia— usted intente suicidarse. No lo sé, es algo no formado aún. Tiene que ver con la muerte… y con Jerome Luckman.

—Y es tan grave que le ha hecho cambiar su decisión de no tener nada que ver conmigo.

—Sería una acción equivocada por mi parte si, después de haber captado en su mente tal síndrome, lo abandonara sencillamente.

—Gracias, Pat.

—No quiero tal cosa en mi conciencia. Odiaría tener que oír en el programa de Nats Katz de mañana o pasado, que usted había tomado una dosis masiva de emfital, droga que lo tiene a usted obsesionado. —Y Patricia le sonrió, con una sonrisa desprovista de toda alegría.

—Le veré a la una y media —dijo Pete—. En la Tercera y Market. —Salvo, pensó, que el síndrome informe que tenía que ver con la violencia, la muerte y Luckman, se hiciera real antes de esa hora.

—Podría suceder —repuso Patricia, con tono sombrío—. Ésa es otra cualidad del subconsciente: actuar al margen del tiempo. No se puede decir, cuando se lo lee, si lo que se capta se hará realidad en minutos, en días o incluso en años. Todo forma un conjunto borroso.

Sin otra palabra más, Pete dio la vuelta y salió del apartamento de Patricia Mc Clain.

De la próxima cosa que se dio cuenta, fue de que se hallaba volando en su coche sobre el desierto y de que se le había hecho tarde. Tocó el transmisor del coche y ordenó:

—Dame la señal horaria.

—Las seis de la tarde, señor —repuso la voz mecánica—, hora oficial de la Montaña.

«¿Dónde estoy?», se preguntó a sí mismo Pete Garden.

—¿Por dónde vamos? —preguntó al coche. Le parecía el Estado de Nevada, con sus terribles desiertos desprovistos de toda vida.

—Volamos sobre la parte oriental de Utah.

—¿Cuándo salí de la costa?

—Hace dos horas, señor Garden.

—¿Qué es lo que he hecho en las últimas cinco horas?

—A las nueve y media salió usted del condado de Marin hacia Carmel, hacia la sala de juego de La Partida que hay en Carmel.

—¿A quién vi allí?

—No lo sé, señor.

—Continúa —dijo Pete, con la respiración entrecortada.

—Permaneció usted allí una hora. Después, salió y se dirigió hacia Berkeley.

—¡Berkeley!

—Aterrizó usted en el Hotel Claremont. Allí permaneció poco tiempo, cosa de algunos minutos. Entonces, salió usted en dirección a San Francisco y aterrizó en el Colegio del Estado y se dirigió al edificio de la Administración.

—¿Y no puedes decirme lo que hice allí?

—No, señor Garden. Estuvo allí como cosa de una hora. Después salió usted y subió de nuevo al coche. En esta última ocasión aparcó en la ciudad baja de San Francisco, en la Cuarta y Market, y salió usted a pie por la ciudad.

—¿Y en qué dirección anduve?

—No pude darme cuenta.

—Sigue.

—Volvió usted a las dos y cincuenta minutos, y puso rumbo hacia el Este. Eso es lo que he hecho desde entonces.

—¿Y no hemos tomado tierra desde San Francisco?

—No, señor Garden. Y a propósito, estoy muy escaso de combustible. Deberíamos descender en Salt Lake City si es posible.

—Claro que sí —convino Pete—. Dirígete allá.

—Gracias, señor Garden —dijo el coche, alterando su curso.

Pete permaneció unos momentos quieto y después conectó el vidífono con su apartamento de San Rafael.

En la pequeña pantalla apareció la cara de Carol Holt.

—Ah, ¡hola! —saludó la joven—. ¿Dónde estás? Bill Calumine ha llamado; quiere que el grupo se reúna temprano para discutir sobre la estrategia a seguir en el juego. Quiere estar seguro que tú y yo estemos presentes.

—¿Estuvo por ahí Joe Schilling?

—Pues claro que sí. ¿Qué es lo que quieres decir? Volviste al apartamento temprano, te sentaste en el coche y hablaste con él allí, de modo que no oí la conversación.

—¿Qué es lo que ha ocurrido desde entonces? —preguntó Pete con voz ronca.

—No entiendo lo que quieres decir.

—¿Qué es lo que hice? —preguntó Pete—. ¿Fui a alguna parte con Joe Schilling?

¿Dónde está ahora?

—Pues no lo sé —repuso Carol—. ¿Qué diablos te ocurre? ¿Es que no sabes lo que has hecho hoy? ¿Acaso sufres períodos de amnesia?

—Por favor, dime cuanto haya sucedido —se irritó Pete Garden.

—Te sentaste en el coche, hablaste con Joe Schilling y después él se marchó, supongo. Al menos, subiste la escalera solo y me dijiste… Espera un momento, tengo algo en el fuego. —Carol desapareció de la pantalla, y Pete esperó contando los segundos de ausencia de su mujer, hasta que volvió—. Lo siento, Pete. Veamos. Subiste la escalera. —Carol pareció meditar un momento—. Hablamos alguna cosa. Después bajaste la escalera de nuevo y ésa fue la última vez que te vi, hasta que me has llamado ahora.

—¿De qué estuvimos hablando tú y yo?

—Me dijiste que querías jugar con Schilling como compañero esta noche. —La voz de Carol aparecía fría y esquiva—. Bien, digamos que discutimos un poco. Al final… —Y lo miró más atentamente—: Si es que no lo sabes…

—No lo sé; continúa, por favor.

—No hay ninguna razón para que tenga que decírtelo. Pregúntale a Joe, si es que quieres saberlo; estoy segura de que lo tienes informado del particular.

—¿Dónde está Joe?

—No tengo la menor idea —repuso Carol, y cortó la comunicación.

«Estoy seguro —pensó Pete—, que arreglé con Joe la cuestión de jugar de compañeros para esta noche. Pero ése no es el problema… El problema no es en realidad lo que he hecho en todo el día, sino por qué no puedo recordarlo. Puedo no haber hecho nada en absoluto, esto es, nada fuera de lo usual o que tenga la menor importancia. Aunque, habiendo ido a Berkeley… quizá fuese allí a recoger algunas de mis cosas olvidadas en el apartamento».

Pero, según el efecto Rushmore del coche, él no había ido para nada a su antiguo apartamento de Berkeley; había ido, en cambio al Hotel Claremont, que era precisamente donde se alojaba Luckman.

Era evidente que había visto a Luckman… o intentado verle.

Sería mejor que le pidiera ayuda a Schilling. Hallarlo y hablar con él. Decirle que, por razones desconocidas, se había encontrado perdido el día entero. ¿Tendría la culpa el choque producido por lo que le había dicho Patricia Mc Clain? Era indudable que se había encontrado con ella en San Francisco, según habían convenido. Pero, de ser así, ¿qué es lo que habían hecho? ¿Cuál era su relación con ella, en aquel momento? Quizá él hubiese tenido éxito, o, por el contrario, su antagonismo podía haber aumentado… No existía forma de saberlo. Y aquella visita al Colegio del Estado de San Francisco… Sin duda alguna, se había dirigido a visitar a Mary Anne, la hija de Pat.

¡Santo Dios! ¡Qué día, para perderlo así!

Utilizando el transmisor del coche, llamó a Joe Schilling, a la vieja tienda de discos en Nuevo México, pero no consiguió más que una respuesta indirecta por el dispositivo Rushmore:

—El señor Schilling no se encuentra aquí. Él y su loro salieron para la costa del Pacífico; puede usted entrar en contacto con él a través del señor notario del distrito, el señor Pete Garden en San Rafael.

Aquello era demasiado, pensó Pete cerrando la conexión del transmisor con un furioso golpe.

Transcurridos unos minutos, llamó a Freya Garden Gaines.

—Ah, hola, Pete —saludó alegremente Freya al aparecer en la pequeña pantalla, contenta de verle—. ¿Dónde estás? Te suponíamos junto a…

—Estoy buscando por todos los medios a Joe Schilling —dijo Pete—. ¿Tienes alguna idea de dónde pueda encontrarse?

—No. No le he visto. ¿No le llevaste a la costa para jugar de compañero contigo contra Luckman?

—Si tienes alguna noticia o contacto con él, dile, por favor, que me dirijo hacia mi apartamento en San Rafael y que allí lo espero.

—De acuerdo, Pete —dijo Freya—. ¿Ocurre algo?

—Quizá sí —repuso Pete y cortó la transmisión.

«Eso es lo que yo quisiera saber», se dijo Pete.

—¿Tienes suficiente combustible para dirigirte directamente hacia mi apartamento de San Rafael, sin detenerte en Salt Lake City? —preguntó al coche.

—No, señor Garden.

—Bien, vayamos cuanto antes en busca de ese condenado combustible —dijo—, pero volvamos a California tan pronto como sea posible.

—De acuerdo, pero no hay razón para que se enfurezca usted conmigo; vine hasta aquí siguiendo sus instrucciones.

Renegó unos instantes y continuó sentado, esperando con impaciencia el viaje de regreso, mientras descendían en picado hacia el vasto desierto de Salt Lake City.