5

En el apartamento que constituía la sala de juego de La Partida en Carmel, formada por los jugadores autorizados del grupo Pretty Blue Fox, propiedad conjunta de todos ellos, la señora Freya Gaines se puso cómoda, sentándose algo retirada de su marido y procurando observar cuidadosamente a todos los que iban entrando.

Bill Calumine entró con aire agresivo, con su camisa y corbata deportiva, se acercó a Freya y a Clem.

—Hola, muchachos —saludó. Su esposa y compañera de juego, Arlene, lo seguía con su arrugado rostro fruncido de preocupación. Arlene se había sometido a la operación de la glándula Hynes más tarde que las demás mujeres del grupo.

—¡Hola, amigos! —dijo Walter Remington con tono sombrío, mientras lanzaba miradas furtivas a su alrededor, al entrar acompañado de su radiante esposa Janice—. Tengo entendido que tenemos un nuevo miembro —comentó con aspecto algo cohibido. Se quitó la chaqueta y la colocó sobre una silla, con la culpabilidad reflejada en rostro.

—Sí —le contestó Freya. «Y tú sabes por qué», pensó.

En aquel momento, apareció el benjamín del grupo, el pelirrojo Stuart Marks, y con él su alta y casi masculina esposa Yule, vistiendo una chaqueta negra de cuero y unos pantalones.

—Estuve escuchando a Nats en la televisión y estaba diciendo…

—Y tenía razón —prosiguió por él Clem Gaines—. Lucky Luckman se halla en este momento en la costa oeste y ha fijado su residencia en Berkeley.

Llevando una botella de whisky en una bolsa de papel, apareció Silvanus Angst, sonriendo abiertamente a todos los miembros del grupo, en el tono cordial en que siempre solía hacerlo. Inmediatamente tras él, hizo su entrada el moreno Jack Blau, escrutando con sus oscuros ojos a todos los reunidos y saludando a todos con una inclinación de cabeza, pero sin decir una palabra.

Jean, su mujer, saludó a Freya.

—Tú podrías estar interesada, Freya… Hemos estado preocupados por el asunto de buscarle a Pete una nueva esposa. Hoy estuvimos dos largas horas con los del Grupo Straw Man Special.

—¿Y hubo suerte? —preguntó Freya, haciendo un esfuerzo para que su voz sonase despreocupada.

—Sí —dijo Jack Blau—. Hay una mujer llamada Carol Holt, que procede de ese grupo y que vendrá por aquí esta misma noche, de un momento a otro.

—¿Y cómo es? —preguntó Freya nuevamente.

—Inteligente.

—Bueno, quiero decir —insistió Freya— ¿qué aspecto tiene?

—Pues es bajita, de cabello castaño… En realidad no podría describirla muy bien; pero espera un poco y la verás con tus propios ojos. —Jean miró hacia la puerta y vio a Pete Garden, que acababa de entrar y se había detenido al escuchar la conversación.

—Hola —lo saludó Freya—. Te han encontrado una nueva esposa.

—Gracias —dijo Pete a Jean, con tono brusco.

—Bien, es preciso que tengas una pareja para jugar —observó Jean.

—No me he ofendido —dijo Pete. Al igual que Silvanus, llevaba una botella de whisky cuidadosamente envuelta en un papel; la dejó en un aparador próximo al asiento de Silvanus Angst y se quitó el sombrero—. En realidad, me alegro.

Silvanus dejó escapar una risita irónica.

—¿Por qué tendría Pete que preocuparse por el hombre que lo despojó de Berkeley, no es cierto? Dicen que se trata de Lucky Luckman. —El rechoncho Silvanos se inclinó sobre Freya y le acarició el pelo—. Ni tú tampoco, ¿eh, pequeña?

Desembarazándose cuidadosamente de los dedos de Silvanus, Freya respondió:

—Pues yo sí que lo estoy. Creo que es una cosa terrible.

—Lo es —convino Jack Blau—. Será mejor que discutamos eso antes de que venga Luckman; es preciso que hagamos algo.

—¿Negarle el asiento a la mesa? —preguntó Silvanus—. ¿Evitar jugar contra él?

—No debemos hacer ofertas vitales de títulos de propiedad durante La Partida —opinó Freya—. Ya es un mal asunto que haya puesto los pies en California, y si gana más…

—No debemos permitirlo —advirtió Jack Blau. Y miró con irritación a Walter Remington—. ¿Cómo pudiste hacerlo? Deberíamos expulsarte del grupo. Pero tú eres un borrico tan grande, que seguramente no tienes la menor idea de lo que has hecho…

—Sí que lo comprende —intervino Calumine—. No fue su intención hacerlo; lo vendió a unos corredores, y ellos inmediatamente…

—Eso no es una excusa —dijo Blau.

—Podemos hacer una cosa interesante —opinó Clem Gaines—. Podemos insistir en que se someta al electroencefalógrafo. Me he permitido, en vista del asunto, traerme la máquina aquí. Eso podría descartarlo. Tenemos la obligación de hacerlo y hemos de suprimirlo del grupo, como sea.

—¿Qué os parece si sometemos el asunto a U. S. Cummings y vemos si el vug tiene alguna idea sobre el particular? Yo sé que es contrario a que haya un hombre que domine en ambas costas del país. De hecho, los vugs se irritaron cuando Joe Schilling fue depuesto de su cargo en Nueva York… Lo recuerdo perfectamente.

—Yo prefiero no tener nada que ver con los vugs —opinó Bill Calumine. Y paseó la mirada por todo el grupo—. ¿Hay alguien más que sugiera alguna buena idea para esto? Que hable.

Se produjo un silencio embarazoso.

—Bueno, hay otro medio —intervino Stuart Markes—. Asustarlo físicamente. Ya sabéis. Aquí estamos seis hombres, contra uno…

Tras una pausa, Calumine tomó la palabra.

—Yo estoy por esa solución. Emplear un poco la fuerza. Al menos, podemos combinarnos contra él en La Partida. Y si…

Pero se interrumpió, porque alguien entraba en aquel momento.

—Amigos, aquí tenemos al nuevo elemento del grupo, que procede del de Straw Man Special, Carol Holt. —Jean avanzó para tomar a la joven por el brazo y conducirla hasta el interior de la habitación—. Carol, aquí te presento a Freya y a Clem Gaines, Silvanus Angst, Walter y Janice Remington, Stuart Marks, Yule Marks, Jack Blau y yo, Jean Blau, y allí tienes a tu compañero, Pete Garden. Pete, ésta es Carol Holt; empleamos dos horas para convencerla de que viniera por ti.

—Y yo soy la señora Angst —dijo ésta, entrando en aquel momento tras Carol—. ¡Dios mío! Esta noche es excitante… Dos nuevas personas, según creo.

Freya estudió con ojo crítico a Carol Holt y se imaginó cuál sería la reacción de Pete Garden, quien no mostraba ninguna sensación en su rostro; sólo una cortés formalidad, conforme saludaba a la chica. Parecía abstraído de cuanto lo rodeaba aquella noche.

«Quizá será que no se ha recobrado todavía de lo sucedido la noche anterior —pensó—. Ni ella tampoco».

La chica procedente del Straw Man Special no tenía ningún aspecto excesivamente llamativo. Pero, con todo, parecía poseer una cierta personalidad; sus cabellos estaban deliciosamente peinados y el maquillaje, especialmente el de sus ojos, muy discretamente aplicado. Carol llevaba unos zapatos de tacón bajo, sin medias, y una falda amplia de madrás que la hacía aparecer un poco más gruesa que la generalidad de las mujeres allí presentes. Pero tenía una piel delicada y su voz, cuando hablaba, resultaba bastante agradable.

Aun así, Freya concluyó que Pete no se enamoraría de ella; no era la clase de mujer que gustaba a Pete Garden. ¿Y cuál era el tipo de Pete Garden?, se preguntó interiormente Freya. ¿Ella? No, ella no lo era tampoco. Su matrimonio había sido sólo para una de las partes contrayentes. Sólo ella había sentido todas las emociones de la unión; para Pete había sido una simple rutina, que había anticipado en cierta forma la calamidad que había terminado con su matrimonio, la pérdida de Berkeley.

—Pete —le recordó Freya—. Tienes que sacar un tres. Mirando hacia Calumine, el jefe de La Partida, Pete dijo:

—Prepara el dispositivo y empezaré ahora mismo. ¿Cuántas vueltas me están permitidas? —Un complejo sistema de reglamentos gobernaba La Partida y Jack Blau echó mano del libro de los Reglamentos.

Calumine y Jack Blau decidieron finalmente que Pete Garden tenía permiso para realizar seis tiradas.

—No sabía que aún no hubiera tirado un tres —dijo Carol—. Espero que no haya hecho semejante viaje para nada. —Se sentó en el brazo de un cómodo sillón, alisó su falda sobre las rodillas —unas rodillas redondas y bien torneadas, notó Freya— y encendió un cigarrillo, con aspecto aburrido.

Sentado frente al dispositivo de juego, Pete comenzó. Su primera tirada fue un nueve.

—Estoy haciéndolo lo mejor que puedo —dijo a Carol. Y en su voz se advertía un tono de resentimiento. Su nueva relación comenzaba, según pudo comprobar Freya, en la forma de costumbre. Resultaba imposible no hallar divertido lo que estaba ocurriendo.

Con mal humor y enfurruñado, Pete tiró de nuevo. Aquella vez era un diez.

—No podemos comenzar a jugar de ningún modo —intervino Janice Remington—. Tenemos que esperar que el señor Luckman se encuentre aquí…

—¡Dios santo! —exclamó Carol Holt—. ¿Es que Luckman va a formar parte de este grupo de Pretty Blue Fox? ¡Nadie me lo dijo! —concluyó, con una mirada reprobatoria en dirección a los Blau.

—¡Lo conseguí! —exclamó triunfante Pete Garden, poniéndose en pie. Inclinándose para comprobarlo mejor, Calumine constató:

—Sí, amigos, es cierto. Lo ha conseguido: es un tres real y verdadero. —Apartó el dispositivo de la mesa—. Bien, ahora puede tener lugar la ceremonia como está mandado. Y podremos continuar, excepto el hecho de esperar al señor Luckman.

—Yo soy la recitadora de los votos esta semana —dijo Patience Angst—. Yo administraré la ceremonia. —Y atravesó el grupo hasta situarse junto a Pete Garden y Carol Holt, que todavía no se había recobrado de la noticia de que Lucky Luckman tendría que llegar aquella noche al grupo.

—Carol y Pete, nos hemos reunido aquí para testimoniar vuestra entrada en un sagrado matrimonio. Las leyes de la Tierra y de Titán me han dado el suficiente poder para demandaros vuestra voluntaria aquiescencia para consagrar este sagrado y legal matrimonio entre vosotros. Pete Garden, ¿quieres tomar a Carol por tu esposa legal?

—Sí —repuso Pete, un tanto sombríamente. O al menos, así se lo pareció a Freya.

—Y tú, Carol Holt… —Angst se detuvo, porque una nueva persona acababa de aparecer en el umbral. Los demás dirigieron sus miradas en aquel sentido.

Lucky Luckman, el gran vencedor de Nueva York, el gran notario del mundo occidental, había llegado. Todos los ojos convergieron sobre él.

—Por favor, no interrumpan sus asuntos por mí —dijo, y se quedó inmóvil.

Y la ceremonia continuó hasta su conclusión.

Así pues, allí estaba el famoso Luckman, pensó Freya. Un hombre fornido, achaparrado, con una cara redonda en forma de manzana, de color pálido como la paja y una peculiar cualidad vegetal, como si Luckman se nutriese desde el interior. Tenía un cabello suave y fino, que no terminaba de cubrir su rosado cráneo. Al menos, Luckman tenía un aspecto limpio y elegante, observó Freya. Sus ropas, sin ser de una gran calidad, denotaban buen gusto. Pero sus manos… Y se encontró mirando fijamente las manos de Luckman. Sus muñecas estaban cubiertas de vello de color pajizo como el de sus cabellos; por el tamaño resultaban más bien pequeñas, con dedos cortos y, cerca de sus nudillos, parecían estar sembradas de pecas. Su voz era suave y extrañamente aguda. No, aquel hombre no le gustaba a Freya. Había algo raro en él, como si tuviera algo de hombre castrado, de sacerdote renegado. Miraba dulcemente cuando debería hacerlo con dureza y energía.

«Y en realidad, no hemos previsto estrategia alguna contra él —pensó Freya—. No sabemos cómo actuar y ahora es demasiado tarde. Quisiera saber cuántos de los que estamos en esta habitación estarán en condiciones de jugar de aquí a una semana. Tenemos que encontrar la forma de detener a este individuo», concluyó Freya.

—Y ésta es mi esposa Dotty —estaba diciendo Jerome Luckman, mientras presentaba al grupo a una mujer de aspecto italiano, ampulosa, de cabellos negros y que sonreía encantadoramente a todos. Pete Garden apenas sí le prestó atención. «Que traigan el electroencefalógrafo —pensó— y que se dejen de historias». Se aproximó a Bill Calumine y le susurró al oído la cuestión.

—Creo que ha llegado el momento del EEG —le dijo en voz baja.

—Sí. —Y Calumine desapareció en el interior de una de las habitaciones del apartamento, acompañado de Clem Gaines.

Volvió a los pocos momentos con el aparato, un Crofts-Harrison, en forma de un enorme huevo montado sobre una silla de ruedas, con una serie de conexiones y cables. Hacía tiempo que no se había usado, ya que el grupo era muy estable y todos eran bien conocidos entre sí. Pero las cosas habían cambiado.

Sí, pensó Pete Garden, todo había cambiado. Allí había dos nuevos miembros, uno de los cuales era totalmente desconocido y el otro un enemigo evidente al que había que combatir con todas las fuerzas. Y sintió la lucha como algo personal, porque aquélla había sido su pertenencia. Luckman, atrincherado en el Hotel Claremont de Berkeley, ahora residía en la demarcación que había sido suya hasta entonces. ¿Qué más podía constituir una clara invasión que aquello? Se quedó mirando fijamente a Luckman, y el robusto notario de cabellos claros le devolvió la mirada.

Ninguno de los dos hombres dijo nada, en realidad, no había necesidad de hablar.

—Un electroencefalógrafo —dijo Luckman, mientras se sentaba para someterse a las pruebas del aparato y una mueca extraña le recorría las facciones—. ¿Por qué no? —Y miró a su esposa—. No nos importa, querida, ¿verdad? —Extendió un brazo para que Calumine adaptara el cinturón y la conexión correspondiente—. No encontrarán ustedes la menor traza de capacidad psiónica en mí, señores —afirmó Luckman sin dejar de sonreír cuando el cátodo terminal le fue adaptado en las sienes.

A los pocos instantes, la máquina Crofts-Harrison expelió una cinta. Bill Calumine, como interventor oficial del grupo, la examinó y después la pasó a Pete. Ambos la examinaron detenidamente.

No aparecía ninguna actividad psiónica en la lectura del EEG; al menos, nada en aquel momento. Podría, no obstante, ser algo que apareciera y desapareciera; aquello era algo común en determinadas personas. Pero con aquella prueba oficial, nada podían determinar legalmente contra el hombre venido del este. Era una lástima, pensó Garden, devolviendo el registro a Calumine, quien lo pasó a examen de Silvanus y de Stuart Marks.

—¿Qué, estoy limpio? —preguntó Luckman con aire jovial. Su voz aparentaba una plena confianza. ¿Por qué no? Eran ellos quienes debían estar preocupados, no él. Naturalmente que Luckman lo sabía bien.

—Señor Luckman —dijo Remington ásperamente—. Yo soy el responsable de haberle permitido invadir este grupo de Pretty Blue Fox.

—Oh, Remington —repuso Luckman. Y extendió la mano, que Walter ignoró—. Oiga, no tiene nada que reprocharse, habría terminado por conseguirlo de cualquier otra forma.

—Así es, señor Remington —intervino Dotty Luckman—. No se sienta culpable; mi marido consigue siempre entrar en el grupo que desea. —Y sus ojos brillaban con orgullo.

—¿Es que soy alguna especie de monstruo? —preguntó Luckman—. Yo juego limpio, jamás me ha acusado nadie de hacer trampas. Juego, al igual que cualquiera de ustedes, para ganar, eso es todo. —Miró de hito en hito a todo el grupo, aguardando la respuesta de alguno de ellos. No parecía turbado; sin embargo, era evidentemente una cuestión de forma. Luckman no esperaba que cambiara la opinión de ninguno, y probablemente no lo hubiera deseado tampoco.

—Creemos, señor Luckman —dijo Pete Garden—, que usted posee mucho más de lo que puede. La Partida no se ha instaurado como medio de lograr un monopolio económico y usted lo sabe. —Y calló, mientras los demás asentían con movimientos de cabeza, en completo acuerdo con la opinión sinceramente formulada por Pete.

—Les diré a ustedes lo que pienso —dijo Luckman—. Me gusta ver a todos felices respecto a la marcha de las cosas, y no veo razón alguna para esta sospecha y este pesimismo. Puede ser que ustedes no tengan confianza en su propia capacidad, es posible que ésa sea la razón. De todos modos, ¿qué es lo que ocurre? Por cada título de California que gane —se detuvo un instante, disfrutando de la tensión de todos— contribuiré con otro a favor del grupo, para cualquier ciudad de otro Estado. Así que no importa lo que ocurra: todos ustedes seguirán manteniendo su calidad de notarios; quizá no aquí en la costa, pero sí en cualquier otro lugar del país. —Sonrió, mostrando una dentadura tan perfecta que a Pete le pareció, sin duda alguna, que era artificial.

—Gracias —repuso Freya fríamente. Nadie más hablo.

«¿Significa esto un insulto?», se preguntó Pete. Quizá Luckman era sincero en sus pensamientos; quizás era tan ingenuo y tan desconocedor de los sentimientos humanos como aparentaba.

Se abrió la puerta y un vug entró en la sala.

Era el Comisionado del distrito, U. S. Cummings. ¿Qué desearía?, se preguntó Pete.

¿Sabrían los titanios el cambio de residencia de Luckman, venido a la costa oeste desde el este? En aquel momento, el vug saludaba a todos los miembros del grupo.

—¿Qué quiere usted? —preguntó Bill Calumine con acritud—. Estamos a punto de sentarnos para comenzar La Partida.

Los pensamientos del vug les llegaron a todos telepáticamente.

—Lamento la intrusión. Señor Luckman, ¿cuál es la razón de su presencia aquí? Tenga la bondad de mostrar sus títulos legales para formar parte de este grupo.

—Oh, vamos —repuso Luckman—. Usted sabe muy bien que tengo perfecto derecho a sentarme aquí.

Rebuscó en los bolsillos interiores de la chaqueta y sacó un gran sobre.

—¿Qué es esto? ¿Un timo quizá?

El vug extendió unos pseudópodos e inspeccionó el título, que después devolvió a Luckman.

—Ha olvidado notificarnos la entrada en este grupo.

—No tenía por qué hacerlo —repuso Luckman—. No es obligatorio.

—A pesar de eso —insistió U. S. Cummings—, forma parte del protocolo. ¿Cuáles son sus intenciones al venir a este grupo Pretty Blue Fox?

—Intento ganar, naturalmente —declaró Luckman.

El vug pareció contemplarlo en silencio durante unos instantes.

—Ése es mi derecho legal —continuó Luckman, un poco nervioso—. No tiene usted ningún poder para interferir en esta cuestión. Ustedes no son nuestros amos; permítame recordarle el concordato del año 2095 entre sus fuerzas militares y las Naciones Unidas. Sólo tiene derecho a hacernos recomendaciones y prestarnos asistencia cuando la requiramos. No he oído que nadie deseara la presencia de usted en este lugar. —Y miró a los componentes del grupo buscando la aprobación de los allí reunidos.

—Nosotros podemos muy bien arreglar este asunto —dijo Calumine al vug.

—Está bien —intervino Stuart Marks—. Vamos, vug, lárguese de aquí —agregó mientras se dirigía a buscar el palo anti-vug, que estaba apoyado en una esquina de la habitación.

U. S. Cummings se marchó sin emitir ningún otro pensamiento. Tan pronto como se hubo marchado, Jack Blau dijo:

—Bien, comencemos La Partida.

—De acuerdo —opinó Bill Calumine.

Se sacó la llave del bolsillo, se encaminó hacia la caja cerrada del dispositivo de juego y unos momentos más tarde aparecía el tablero extendido sobre la mesa, en el centro de la habitación. Los demás fueron acomodándose en sus asientos, poniéndose lo más cómodos posible, decidiendo a quién tendrían por vecino.

Acercándose a Pete, Carol Holt le dijo:

—Es probable que no lo hagamos muy bien al principio, señor Garden, ya que no estamos acostumbrados a los respectivos estilos de juego…

Pete decidió que había llegado el momento de decir algo respecto a Joe Schilling.

—Escuche —dijo—. Lamento decir esto; pero usted y yo no seremos compañeros por mucho tiempo.

—¡Vaya! ¿Y por qué no?

—Tengo más interés en recobrar Berkeley que en ninguna otra cosa —dijo Pete—, incluso que en tener suerte, como se dice popularmente, en sentido biológico.

«A pesar de las autoridades —pensó Peter—, tanto en la Tierra como en Titán, cuando establecieron La Partida la consideraron en primer término como un medio para conducir al fin deseado de tener hijos, mucho más que como medio económico».

—Usted no me ha visto jugar nunca —insistió Carol Holt. Se dirigió hacia un rincón de la estancia, donde permaneció en pie con las manos enlazadas a la espalda—. Yo juego muy bien.

—Quizá sea así —repuso Pete Garden—, pero me temo que no lo suficiente como para ganar a Luckman. Jugaré con usted esta noche; pero mañana traeré de compañero a otra persona. No quiero que tome esto como una ofensa.

—Pero tengo que sentirme forzosamente ofendida —dijo Carol. Pete se encogió de hombros.

—Pues tendrá que seguir estando ofendida.

—¿Y qué persona es la que piensa traer de compañera?

—A Joe Schilling.

—¿Ese vendedor de discos raros? —Y los ojos de color avellana de la chica se abrieron asombrados—. Pero…

—Sé que Luckman le batió —dijo Pete—. Pero no creo que vuelva a hacerlo. Schilling es mi mejor amigo y tengo una absoluta confianza en él.

—Que es mucho más de lo que siente usted por mí, ¿no es eso? No tiene usted interés ninguno en verme jugar… —replicó Carol Holt—. Ya lo ha decidido. Quisiera saber por qué se ha tomado la molestia de celebrar la ceremonia matrimonial.

—Por esta noche —dijo Pete.

—Sugiero —dijo Carol Holt furiosa y con las mejillas encendidas— que no tengamos que molestarnos ninguno de los dos, ni siquiera esta noche…

—Oiga, escuche —respondió Pete, en un intento de dulcificar la situación—. No intentaba…

—Eso es, herirme, ¿verdad? Pero lo ha hecho y muy profundamente. En el grupo Straw Man Special, todos mis amigos sienten por mí el mayor respeto del mundo. No estoy acostumbrada a semejante trato.

—Por amor de Dios —dijo Pete, levantándose y tomándola del brazo. La condujo precipitadamente fuera de la estancia y del local, a la oscuridad de la noche—. Escuche. Tenía la intención de prepararla en el caso que trajese aquí a Joe Schilling; Berkeley era mi lugar oficial de residencia, y no quiero perderlo por nada del mundo, ¿comprende? Esto nada tiene que ver con usted. Usted puede ser la mejor jugadora de la Tierra. —Y la tomó por los hombros, mirándola fijamente—. Ahora dejemos de discutir y volvamos; ya habrán comenzado a jugar.

Carol estaba sollozando.

—Un momento. —Rebuscó un pañuelo, con el que secó las lágrimas y enjugó la nariz.

—Vamos, amigos —urgió Bill Calumine, desde el interior de la sala de juego de La Partida.

Silvanus Angst apareció en el umbral.

—Estamos empezando. Señor Garden, la parte económica ha de mostrarse en este momento, por favor.

La pareja entró nuevamente en la iluminada sala de juego.

—Estábamos discutiendo sobre estrategia —dijo Pete a Calumine.

—Pero, ¿con respecto a qué? —inquirió Janice Remington, haciendo un guiño con los ojos.

Freya miró a Pete y después a Carol, pero no hizo ningún comentario. Los demás se preocupaban de observar atentamente a Luckman y no prestaban atención a ninguna otra cosa. Los títulos de propiedad comenzaron a aparecer en las manos de los jugadores. Con cierta reticencia, fueron depositándolos en la cesta instalada al efecto.

—Señor Luckman —dijo Yule Marks bruscamente—, tiene usted que depositar su título de Berkeley; es la única propiedad de California que posee usted. —Tanto ella como los demás, observaron cómo Luckman depositaba en la cesta el sobre con la escritura de dominio—. Espero que lo pierda, y que no vuelva a aparecer por aquí nunca más.

—Es usted una mujer demasiado franca —contestó Luckman con una sonrisa forzada. Su expresión, entonces, pareció endurecerse y permaneció rígido en su asiento.

«Intenta batirnos a toda costa —pensó Pete Garden—. Está totalmente decidido, y nos tiene tan poca simpatía como la que sentimos nosotros por él».

Aquello se iba convirtiendo en un asunto sucio y desagradable.

—Retiro el ofrecimiento que hice de darles títulos fuera de California —dijo Luckman, mientras cogía un mazo de naipes numerados y los barajaba con gran destreza—. En vista de su hostilidad, está claro que aquí no podrá existir ni siquiera una apariencia de cordialidad.

—Así es —repuso Remington.

Ninguno dijo nada más; y resultaba evidente para Luckman que todos los miembros del grupo compartían los mismos sentimientos.

—Comienzo la primera jugada —anunció el interventor, Bill Calumine, tomando un naipe del montón barajado.

«Esta gente va a pagar cara su actitud —pensó Luckman—. He venido aquí legalmente y con toda decencia; he hecho todo lo posible, pero sólo tengo enemigos a mi alrededor».

Su turno de tirar había llegado: tiró un naipe y era un 17. Bien, parecía que la suerte iba a acompañarlo. Encendió un cigarrillo mejicano y se echó hacia atrás en su sillón, mientras los demás tiraban.

«Sí —siguió pensando Luckman— fue mejor que David Mutreaux rehusara venir a La Partida a Carmel». El premonitor tenía razón: emplearon la máquina EEG como primera providencia y aquello hubiera echado a perder todos sus derechos.

—Evidentemente, usted es el primero —anunció Calumine—. Con su 17 va usted en cabeza. —Parecía resignado, al igual que los otros.

—Es la suerte del hombre de la suerte —dijo Luckman, y se aproximó al dispositivo metálico de La Partida.

Mientras observaba a Pete por el rabillo del ojo, Freya pensó que debían de haber estado discutiendo fuera, pues Carol había vuelto con los ojos húmedos. Sí, la cosa iba mal antes de empezar, pensó complacida. No habría forma de que jugaran como compañeros. Carol sería incapaz de tolerarle a Pete su melancolía…, su estado de hipocondría ya casi crónico. Y Pete no encontraría en ella a una mujer que se conformara con él. «Estoy segura de que volverá a tener una relación conmigo fuera de La Partida —se dijo—. Sí, tendrá que hacerlo o estallará emocionalmente».

Le llegó a ella el turno de jugar. La ronda inicial se hizo sin ningún farol. Freya dio la vuelta a su naipe: era un 4. Maldita suerte… Tomó su pieza y la adelantó cuatro casillas en el tablero, hasta detenerse en el cuadrado tristemente familiar, el que decía: Recaudación de impuestos: pagar 500 dólares.

Freya pagó en silencio y Janice Remington, como banquero, tomó los billetes. Freya se sentía tensa, como seguramente todos lo estarían, incluso el propio Luckman.

¿Cuál de todos ellos sería el primero en cantar el farol de Luckman? ¿Quién tendría arrestos para hacerlo? Y, si lo desafiaban, ¿qué podría ocurrir? ¿Acertarían? Freya se sintió desmoralizada. No, no sería ella quien lo intentara. Pero Pete lo haría, estaba segura. Sería el primero en hacerlo pues era, sin duda, el que más odiaba a Luckman.

Entonces llegó el turno a Pete. Sacó un 7 y comenzó a mover la pieza hasta el casillero correspondiente. Su rostro no expresaba la menor emoción.