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—Claro que sí —le dijo Joe Schilling conduciéndolo, a través del desorden y el polvo que reinaba en su tienda de discos, hacia las habitaciones de su vivienda situadas en la parte trasera del edificio—. Conozco a Patricia Mc Clain. ¿Cómo es que te la has encontrado? —le preguntó Joe, inquisitivamente.

—Los Mc Clain están viviendo en mis dominios. —Pete se las fue ingeniando para pasar a través de enormes pilas de discos, cajas de cartón, catálogos y anuncios de un pasado lejano—. ¿Cómo te las arreglas para encontrar una cosa que busques en un sitio así? —dijo a su amigo.

—Tengo mi sistema —repuso Joe vagamente—. Te diré por qué Patricia Mc Clain está tan amargada. Estaba acostumbrada a ser una B; pero fue desterrada de La Partida.

—¿Por qué?

—Pat es una telépata. —Joe limpió de la mejor forma posible un rincón de una mesa en su cuarto de estar y depositó en ella dos tazas de té—. A propósito, ¿un té grande?

—Ah, sí, gracias, Joe.

—Te conseguí tu disco de «Don Pasquale» —le dijo Schilling mientras le servía el té de una tetera de cerámica negra—. El aria de Schippa. Da-dum da-da-da. Una hermosa pieza musical. —Mientras canturreaba algo entre dientes sacó azúcar y limón de un viejo aparador encima de la fregadera llena de platos—. Perdona, tengo ahí un cliente. —Hizo un gesto a Pete, apuntando a través de la vieja y polvorienta cortina que separaba sus habitaciones del local de la tienda. Pete pudo comprobar la presencia de un joven alto y flaco con gafas de concha y cabeza afeitada; el joven estaba preocupado rebuscando en un catálogo viejo de antiguos discos—. Es un chiflado. Come yogur y practica el yoga. Y enormes cantidades de vitaminas E para adquirir virilidad. Tengo clientes de todo tipo.

El joven habló tartamudeando ligeramente.

—Oiga, ¿ti… tiene algunos discos de… de Claudia Muzio, se… señor Sch… chilling?

—Sólo la escena de la carta de «La Traviata» —repuso Schilling sin moverse de la mesa.

—Encuentro a la señora Mc Clain físicamente muy atractiva —opinó Pete.

—Oh, sí. Muy vivaz. Pero no es para ti, Pete. Ella es lo que Jung describió como un tipo de mujer introvertida. El tipo de mujer inclinada hacia el idealismo y la melancolía. Tú necesitas una mujer rubia, alegre y que te anime. Algo que te saque fuera de esas crisis de depresiones suicidas que sueles padecer, por una causa o por otra. —Schilling acabó de tomarse el té, cuyas últimas gotas le cayeron por su barba descuidada—. ¿Bien? Di algo, hombre. ¿O es que te encuentras otra vez deprimido? ¡Vamos, anímate!

—No, no lo estoy.

El joven alto y flaco llamó desde la tienda nuevamente.

—Se… señor Schilling, ¿podría oír el disco de Gigli «Una furtiva lágrima»?

—Pues claro que sí —respondió Joe, rascándose la barba—. Oye, Pete, he oído rumores que has perdido Berkeley.

—Sí —confirmó éste—. Y Matt Pendletton Associates

—Tiene que haber sido Lucky Jerome Luckman, el hombre de la suerte —respondió Joe—. ¡Oh, Dios! Es un tipo duro en La Partida, que me lo cuenten a mí… Ahora tomará asiento en tu grupo, y bien pronto será el dueño de toda California.

—¿No podría alguien jugar contra Luckman y batirlo?

—Pues claro que sí. Yo podría.

Pete se le quedó mirando fijamente.

—¿Hablas en serio? Pero él te barrió de La Partida. Eso se hizo un caso clásico y famoso…

—Fue cosa de mala suerte —dijo Joe—. Si tuviera más títulos de propiedad que poner en juego, estaría en condiciones de batirle en poco tiempo. —Y sonrió débilmente—. El farol es una jugada fascinante. Como en el póker, se combina la suerte y la habilidad a partes iguales; puedes ganar con ambas o perder igualmente por las dos. Yo perdí por la última, en una simple baza, por una simple corazonada de ese Luckman, que el diablo se lleve.

—No fue, pues, habilidad por parte suya…

—¡Diablos, no! Luckman es para la suerte lo que yo para la destreza. Deberíamos llamarnos el hombre de la suerte y el hombre de la destreza. Si tuviera una oportunidad y pudiese comenzar de nuevo… —Joe lanzó un eructo—. Lo siento.

—Te apoyaré —afirmó Pete.

—No puedes permitirte ese lujo. Yo soy muy caro porque no comienzo ganando enseguida. Mi factor de destreza tarda algún tiempo en superar las jugadas de suerte, tales como la famosa con la que Luckman me barrió de La Partida.

Desde la tienda, llegó la voz incomparable de Gigli. Schilling se detuvo un momento para oír el disco. Al otro lado de la mesa, su loro «Eeore» saltaba en su jaula, molesto por la aguda y pura voz del italiano. Schilling dirigió al loro una mirada reprobatoria.

Tu manecita está helada —dijo Schilling—. La primera grabación que hizo Beniamino Gigli de esto fue, con mucho, la mejor. ¿No has oído nunca la última? Fue la ópera completa y fue una grabación tan mala, que parece increíble. Espera. —Se calló unos instantes escuchando—. Un disco soberbio —dijo a Pete—. Deberías tenerlo en tu colección.

—No me preocupa mucho Gigli. Parece sollozar todo el tiempo.

—Es un prejuicio tuyo —repuso Joe algo irritado—. Era un italiano, y en ellos es tradicional…

—Tito Schippa no lo hacía.

—Schippa fue un autodidacta.

El muchacho alto y flaco de la tienda se aproximó llevando en la mano el disco de Gigli.

—Que… querría comprarlo. ¿Cu… cuánto es?

—Ciento veinticinco dólares —repuso Joe.

—¡Madre mía! —protestó el muchacho; pero echó mano a la cartera.

—Bien pocos de éstos sobrevivieron a la guerra con los vugs —explicó Joe mientras envolvía cuidadosamente el disco.

Dos clientes más entraron en la tienda en aquel momento, un hombre y una mujer, ambos de pequeña estatura y achaparrados. Joe les saludó.

—Buenos días, Les, Es. —Dirigiéndose a Pete le dijo—: Te presento al señor y señora Sibley, como tú, amantes del buen canto. Son de Portland, Oregon. El notario señor Garden.

—Hola, señor Garden —saludó Les Sibley, en el tono de deferencia que solía emplear un No-B con un B—. ¿Dónde actúa usted, señor?

—En Berkeley —y recordando mejor, corrigió—: Bien, antes en Berkeley, y ahora en el condado de Marin, en California.

—¿Qué tal, señor Garden? —saludó a su vez la señora, en un tono extremadamente afectado que Pete siempre había encontrado cargante. Le dio la mano que Pete, al estrecharla, encontró húmeda y suave—. Apostaría a que tiene usted una hermosa colección, quiero decir, la nuestra es apenas nada. Sólo unos cuantos discos Supervia.

—¡Supervia! —exclamó Pete interesado—. ¿Qué tienen ustedes?

—No puedes eliminarme, Pete —advirtió Joe—. Es un convenio tácito que los clientes no puedan comerciar entre ellos. Si lo hacen, dejo de venderles. De todas formas, tú tienes todos los discos que tienen Les y Es, y una pareja más, de propina. —Tomó los ciento veinticinco dólares del joven, y éste abandonó la tienda.

—¿Cuál es la mejor grabación que considera usted se haya hecho jamás? —preguntó Es Sibley a Pete.

—La del «Every Valley» de Aksel Schitz —repuso Pete con aplomo.

—Y yo digo amen a eso —convino Les, moviendo la cabeza en conformidad con el fallo de Pete Garden.

Tras haberse marchado los Sibley, Pete pagó a Joe el disco de Schippa que Schilling envolvió con exagerado cuidado. Después, respiró profundamente y volvió a la carga con el tema que le preocupaba.

—Joe, ¿podrías conseguir que Berkeley volviera a mi poder? —preguntó, rogando que la respuesta fuera afirmativa.

—Posiblemente —repuso el interpelado tras una pausa—. Si alguien puede hacerlo, ése soy yo. Hay una regla en el juego —aunque poco aplicada— de que dos personas del mismo sexo, pueden figurar como compañeros en el juego del farol. Podríamos ver si Luckman acepta y lo someteríamos al comisionado vug de tu distrito.

—Creo que es un vug que se hace llamar U. S. Cummings —dijo Pete. Lo conocía por haber tenido con él más de una disputa, y le había dado la impresión de alguien muy fatigado.

—La alternativa sería —comentó pensativamente Joe— que temporalmente me hicieras escritura de alguna de las zonas que te quedan; pero como dije antes…

—¿Te encuentras en buena forma? —preguntó Pete—. Hace ya años que jugaste en La Partida.

—Eso supongo —dijo Joe—. Pronto lo descubriremos, espero. Pienso… —Y miró hacia el exterior de la tienda, donde otro coche acababa de aparcar y un cliente entraba ya en la tienda.

Era una preciosa chica pelirroja y tanto Pete como Joe olvidaron temporalmente la conversación. La joven, evidentemente extraviada en aquel caos de la vieja tienda, erraba sin rumbo fijo de una a otra estantería.

—Será mejor que la ayude —dijo Joe.

—¿La conoces?

—Es la primera vez que la veo.

El viejo Schilling se estiró la corbata, se alisó cuanto pudo su arrugada americana y se dirigió sonriente hacia la muchacha.

—Señorita, ¿puedo ayudarla en algo?

—Quizá… —repuso con voz dulce y algo tímida. Parecía cohibida y, dirigiéndose a Joe, sin mirarle directamente, preguntó—: ¿Tiene algunos discos de Nats Katz?

—Por fortuna, no, señorita —repuso Joe—. Me ha estropeado el día —dijo volviéndose hacia Pete Garden—. Una chica preciosa que entra en mi tienda a preguntar por un disco de Nats Katz…

—¿Quién es Nats Katz? —preguntó Pete.

La chica, sacada de su timidez por la sorpresa, contestó enérgicamente:

—¿Es que no han oído hablar de Nats? —Por el tono de asombro de la joven se comprendía que apenas podía creerlo—. ¡Vaya, pues si está todas las noches en los programas de la televisión y es el grabador de discos más famoso de todos los tiempos!

—El señor Schilling no vende canciones populares —dijo Pete—; sólo se dedica a la buena música clásica. —Y sonrió a la joven. Con la operación de las glándulas Hynes, resultaba siempre difícil apreciar la edad de una persona, pero en aquel caso le pareció evidente que debía ser muy joven, no mayor de diecinueve años—. Tendrá usted que perdonar al señor Schilling, señorita —continuó Pete—. Es un hombre viejo y permanece ligado a sus antiguos hábitos.

—Vamos, hombre —gruñó Schilling—; no me gusta un pepino ese género de canciones populares…

Todo el mundo escucha a Katz —dijo la chica, todavía indignada—. Incluso mis padres. Del último disco de Nats «Paseando al perro» se han vendido más de quinientos ejemplares. Ustedes son realmente unas personas muy extrañas. Será mejor que me vaya. —Y comenzó a dirigirse hacia la puerta de la tienda.

—Espere —dijo Schilling en un tono extraño, caminando tras ella—. ¿No la conozco, señorita? Creo haber visto una telefoto de usted…

—Es posible…

—Sí, usted es Mary Anne Mc Clain. —Se volvió hacia Pete—. Ésta es la tercera hija de la mujer a quien saludaste ayer. Es una curiosa sincronicidad que haya venido aquí; recordarás las teorías de Jung y de Wolfgang Pauli sobre los principios conectivos acausales. —Y dirigiéndose hacia la joven dijo—: Este señor es el notario de su distrito, Mary Anne. Le presento al señor Pete Garden.

—¡Hola! —dijo la chica, sin sentirse impresionada en absoluto—. Bien, tengo que marcharme. —La joven se encaminó resueltamente hacia la salida y entró en su coche. Pete y Joe Schilling la observaron despegar y alejarse de la tienda.

—¿Qué edad imaginas que pueda tener? —preguntó Pete.

—Yo lo sé, porque recuerdo haberlo leído. Tiene dieciocho años. Es uno de los veintinueve estudiantes del Colegio del Estado de San Francisco, en Ciencias Históricas. Mary Anne fue la primera niña nacida en San Francisco, en los últimos doscientos años. —El tono de su voz se hizo sombrío—. Dios salve al mundo —dijo— si algo le ocurre por accidente o enfermedad…

Ambos permanecieron silenciosos.

—Me recuerda un poco a su madre —observó Pete.

—Es sorprendentemente atractiva —dijo Schilling mirando a Pete—. Supongo que ahora cambiarás de opinión y que querrás jugar con ella, no conmigo.

—Ella no habrá tenido nunca una oportunidad de jugar en La Partida.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que haría una mala compañera en el juego…

—Eso es cierto —confirmó Joe—. Y es preciso tenerlo en cuenta. Y a propósito, ¿cuál es tu estado legal ahora, Pete?

—Cuando perdí Berkeley, Freya y yo nos separamos. Ahora es la señora Gaines. Estoy buscando una esposa.

—Pero tienes que buscar una que pueda jugar… —advirtió Joe—. Una esposa adecuada para un jugador como tú. O perderás el condado de Marin al igual que perdiste Berkeley, y entonces ¿qué piensas hacer? El mundo no podría soportar dos negocios de venta de discos raros como éste…

—He estado pensando muchos años lo que haría si quedo eliminado de La Partida —dijo Pete—. Creo que me convertiría en un granjero… Joe Schilling soltó una risotada.

—Ah, claro que sí. Ahora dime que nunca has hablado tan seriamente en toda tu vida…

—Nunca he hablado tan seriamente en toda mi vida —repitió Pete como en un eco.

—Bien… ¿y dónde?

—En el valle de Sacramento. Criaría buenos viñedos. Ya he estado mirando el sitio. —Realmente, era cierto que ya había discutido aquello con el vug U. S. Cummings, como comisionado del distrito. Los vugs lo proveerían del equipo y herramientas necesarios para tal propósito, pues era el tipo de proyecto que ellos, en principio, aprobaban.

—¡Por Dios Santo, Pete! —exclamó Joe—. No creo que hables en serio…

—Pues claro que sí, Joe. Y te cobraré un precio extra por las uvas; porque te supongo rico tras todos estos años vendiendo esos discos raros en exclusiva…

Ich bin ein armer Mensch —protestó Schilling—. Soy un pobre.

—Bien, Joe. Seguramente podríamos hacer algún trato. Cambiaríamos vino por discos antiguos.

—Hablando en serio —dijo Joe—. Si Luckman entra en vuestro grupo y tienes que jugar contra él, yo entraré en La Partida como compañero tuyo. —Y dio una palmada en el hombro de su amigo, dándole ánimos—. No te preocupes. Entre los dos podremos batirlo. Naturalmente, espero que no bebas mientras dure el juego, Pete. He oído hablar sobre eso, viejo amigo; estabas como una cuba cuando perdiste Berkeley. Apenas sí pudiste salir de la sala de juego y meterte en tu coche…

—Estuve bebiendo después de aquello —repuso Pete con dignidad—. Lo hice para consolarme…

—Bien, sea lo que fuere, mantengo mis condiciones. Nada de beber por tu parte, si llegamos a ser compañeros de juego; eso hay que desterrarlo, al igual que las píldoras de medicamentos de toda clase. No quiero que tu cerebro esté embotado por la acción de los tranquilizantes, especialmente del género de la fenotiazina. Yo particularmente, desconfío en absoluto de su eficacia, pero sé que tú las tomas regularmente…

Pete permaneció silencioso. Se encogió de hombros y anduvo errabundo por la tienda, huroneando entre los estantes. Parecía desmoralizado.

—Y practicaré —continuó Joe—. Sí, voy a entrenarme, y a ponerme en forma —prometió, mientras se servía otra taza de té.

—Quizá me esté convirtiendo poco a poco en un dipsómano —dijo Pete—. Y con una probable duración de vida de doscientos años… resultaría algo terrible…

—No lo creo —objetó Joe—. Tienes un carácter demasiado tristón para convertirte en un alcohólico. Yo temo más… —y Joe se detuvo vacilante.

—Vamos, continúa y dilo.

—El suicidio.

Pete Garden sacó un viejo disco La Voz de su Amo de una estantería y examinó la etiqueta con atención, evitando la mirada viva de su amigo.

—¿Te encontrarías mejor si volvieras con Freya? —le preguntó Schilling.

—No —repuso Pete de mala gana—. Es algo que no puedo explicar, porque, desde un punto de vista lógico, hacíamos una buena pareja. Pero había algo intangible entre nosotros, algo que no iba bien en absoluto. En mi opinión, y es la causa de que hayamos perdido en la mesa de juego, hay algo que nos impide formar una buena pareja. —Y recordó a Janice Marks, ahora Janice Remington. Entre los dos habían cooperado con éxito, al menos así le parecía a él. Pero, por supuesto, no habían tenido suerte; en toda su vida no había logrado tener progenie. «Aquella maldita China roja…» se dijo, desechando el tema con la acostumbrada frase.

—Schilling —dijo—, ¿has tenido algún hijo?

—Sí —repuso éste—. Pensé que lo sabría todo el mundo. Un muchacho, que ahora tiene once años, en Florida. Su madre fue mi… —pensó unos instantes— sí, mi decimosexta esposa. Sólo tuve dos esposas más cuando Luckman me barrió de La Partida.

—¿Cuántos tiene Luckman exactamente? Tengo entendido que ha engendrado nueve o diez hijos…

—Creo que son once.

—¡Por Cristo! —exclamó Pete.

—Sí, tenemos que aceptar el hecho de que ese Luckman es, en muchos aspectos, el hombre más inteligente y más valioso de cuantos hombres viven actualmente —advirtió Joe—. El de mayor descendencia, el jugador de mayor éxito en La Partida y quien ha logrado las enormes mejoras en la situación de los No-B en su distrito…

—Bien —dijo Pete irritado—, dejemos el tema.

—Y otra cosa —continuó Joe imperturbable—; los vugs le quieren. De hecho, todos y cada uno de los vugs lo aprecian grandemente. No te has encontrado nunca con él, ¿verdad?

—No.

—Ya comprobarás cuanto te digo, cuando llegue a la costa y se una al grupo Pretty Blue Fox.

—Me alegro mucho de verle por aquí —dijo Luckman a Dave Mutreaux, el premonitor.

En verdad sentía lo que decía, porque había quedado demostrada la realidad de su talento premonitorio. Sin duda alguna, era un hecho evidente que podría utilizar a Mutreaux para sus propósitos.

Mutreaux, un tipo delgado, bien vestido y de edad mediana, era de por sí un miembro jugador y también notario, aunque a escala reducida, con su pequeño distrito en el oeste de Kansas, si bien de poca importancia. Se arrellanó en el amplio sillón frente a la mesa de Luckman y comenzó a hablar con voz lenta y pausada.

—Hemos de tener mucho cuidado, señor Luckman. Un cuidado extremado. Yo he estado limitándome a mí mismo severamente, tratando de guardar a toda costa mi cualidad premonitoria fuera del alcance de la gente. Yo sé muy bien lo que usted quiere que haga, por haberlo anticipado; de hecho lo sabía cuando venía en mi coche. Y, francamente, estoy muy sorprendido que un hombre de su suerte y categoría quisiera emplearme. —Y por las facciones del premonitor cruzó una sonrisa casi insultante.

—Me temo —dijo Luckman— que los jugadores de la costa se nieguen a sentarse a la mesa, en cuanto me vean aparecer por allí. Todos estarán unidos contra mí y conspirarán para conservar sus títulos de propiedad bien encerrados en sus cajas fuertes, antes que arriesgarlos sobre el tapete. Debe usted saber, David, que todavía ignoran que a estas horas soy el dueño de Berkeley…

—Lo saben todos —afirmó Mutreaux, aún con su vaga sonrisa.

—¿Cómo es posible?

—Sí, amigo mío, los rumores se propagan rápidamente. Lo he oído personalmente de ese tipo que se asoma con frecuencia a la televisión, el cantante Nats Katz. «Ha sido una gran noticia, amigos, que Luckman se las haya arreglado para comprar en la costa occidental. Realmente, una gran noticia». En éstas o parecidas palabras se ha expresado ese individuo.

—Humm —repuso Luckman, desconcertado.

—Le diré a usted algo más —continuó el premonitor. Cruzó sus largas piernas y lo mismo hizo con los brazos—. Puedo prever una extensión mucho mayor de cosas posibles en estas noches próximas, algunas de las cuales se refieren a mí y sucederán en Carmel, en California, mientras se celebre La Partida con las gentes del grupo Pretty Blue Fox, y otras, a usted mismo. —David Mutreaux dejó escapar una risita entre dientes—. Una de las cosas es que esa gente llevará un electroencefalógrafo. No me pregunte por qué. Esas gentes no suelen ser muy hábiles, de modo que debe de ser un presentimiento.

—Mala suerte —respondió Luckman sombríamente.

—Si yo voy allá y me ponen el electroencefalógrafo y descubren que soy un psiónico, ¿sabe usted qué ocurrirá? Perderé todos los títulos que tengo en propiedad. ¿Comprende usted mi punto de vista, Luckman? ¿Está usted preparado para reembolsarme todos esos valores que pueda perder?

—Seguro que sí —afirmó Luckman.

Pero éste pensaba en algo más. Si le aplicaban el electroencefalógrafo a Mutreaux, el título de propiedad de Berkeley sería puesto en entredicho y acabaría perdiéndolo. ¿Y quién lo compensaría por ello? «Lo mejor será que yo vaya solo», pensó Luckman. Pero un instinto primordial, un presentimiento casi psiónico le avisaba que no fuera. Sí, permanecer alejado de la costa oeste, eso sería lo mejor. ¡Quedarse allí! ¿Por qué tendría que sentir tan aguda aversión a aventurarse a aquel viaje a la costa de California? ¿Sería quizá la superstición heredada por los notarios de las apuestas de permanecer siempre en su distrito? ¿O se trataba de alguna cosa distinta?

—Voy a enviarle a usted de todas formas, Dave —dijo resueltamente Luckman—. Y correré el riesgo del electroencefalógrafo.

—Sin embargo, señor Luckman —insistió Mutreaux—, rehúso ir; no puedo correr ese riesgo. —Y, descruzando sus miembros, se puso desmañadamente en pie—. Espero que pueda hacerlo por usted mismo.

«Maldita sea», pensó Luckman para sí. Aquellos notarios eran altaneros, difíciles de entender…

—¿Qué es lo que tiene usted que perder yendo? —preguntó Mutreaux—. El grupo Pretty Blue Fox jugará con usted y, por lo que puedo anticipar desde aquí, su suerte no lo abandonará; estoy seguro que en la primera sesión nocturna, se hará usted con un segundo título de California. —Hizo una pausa y agregó—: No se preocupe, este pronóstico no le costará a usted nada. —Y se tocó la frente con un saludo burlón.

—Gracias —dijo con brusquedad Luckman.

«Gracias por nada, realmente», pensó. Porque su irracional aversión a aquel viaje persistía. ¡Dios! Estaba en un buen aprieto. Había pagado un alto precio por Berkeley y tenía que ir. De cualquier modo, aquel temor era totalmente irracional.

Uno de sus gatos, un macho de color anaranjado, había cesado de lavarse la cara con una de sus patas y miraba con fijeza a Luckman con la lengua colgando absurdamente.

«Sí, te llevaré conmigo —decidió Luckman—. Para que me protejas con algún sortilegio mágico de buena suerte. Sí, tú y tus siete vidas, según la vieja creencia…».

—¡Mete esa lengua dentro, estúpido! —ordenó al gato, irritado: el pobre animal ignoraba por completo el destino y la realidad.

—He tenido un gran placer en verlo de nuevo, señor Luckman —dijo Mutreaux extendiendo la mano, en son de despedida—. Espero que volvamos a vernos en otra ocasión, y quizá entonces pueda serle útil. Debo regresar a Kansas. —Dirigió una rápida mirada a su reloj—. Se me hace tarde. Casi es la hora de empezar La Partida en mi distrito.

—¿Podría comenzar yo La Partida con las gentes del grupo Pretty Blue Fox tan pronto? ¿Esta misma noche?

—¿Por qué no?

—Ver el futuro como usted lo hace, debe proporcionar una confianza fabulosa —comentó Luckman.

—Pues sí, resulta muy útil.

—Yo también deseo tenerla en este viaje.

Luckman pensó, en aquel momento, que ya iba sintiéndose cansado de tantas supersticiones. No tendría necesidad de ningún talento psiónico: su permanente buena suerte personal lo protegería una vez más.

Sid Mosk entró en la oficina, miró de hito en hito a los dos hombres y después nuevamente a su jefe.

—¿Se marcha usted, señor? —preguntó.

—Así es. Prepare mis cosas y cárguelas en el auto-auto; tengo la intención de instalarme temporalmente en Berkeley antes de que comience La Partida de esta noche. Así me sentiré a gusto, como si ya me perteneciera todo aquello.

—Así será —opinó su secretario con optimismo.

«Antes que vaya a acostarme esta noche —pensó Luckman— estaré sentado con aquella gente de California, y será como recomenzar una nueva vida… Quisiera saber qué me traerá…».

Y una vez más, fervientemente, envidió poder tener el talento premonitorio de David Mutreaux.