Era una magnífica mañana para Jerome Luckman, de Nueva York. Porque —y la sola idea le hizo dar un salto de alegría cuando se despertó— aquel día era el primero que se encontraba en posesión de la ciudad de Berkeley, en California. Operando a través de Matt Pendletton Associates, se las había arreglado por fin para entrar en posesión de una hermosa pieza de California, y aquello significaba, además, que podría tomar asiento en La Partida del grupo Pretty Blue Fox, que se reunía en Carmel todas las noches. Y Carmel era una ciudad casi tan bonita como Berkeley.
—Sid —llamó—. Venga a mi oficina.
Luckman se retrepó en su sillón dando chupadas a un «delicado» cigarrillo mexicano. Su secretario No-B, Sid Mosk, abrió la oficina y asomó la cabeza.
—Sí, señor Luckman.
—Tráigame a ese premonitor —dijo Luckman—. Por fin tengo algo útil en que emplearlo. —Un uso, pensó, que justificaba el riesgo de ser descartado de La Partida—. ¿Cuál es su nombre? Dave Mutreaux o algo así. —Luckman tenía un vago recuerdo de haber entrevistado al premonitor; pero un hombre de su posición tenía que ver a muchas personas diariamente. Después de todo, Nueva York era una ciudad bastante poblada, casi tenía quince mil almas. Y muchos niños—. Asegúrese de que viene cuanto antes —continuó Luckman— y que entre de forma que nadie lo vea.
Tenía una reputación que conservar, y aquél era un asunto delicado. Era ilegal, por supuesto, llevar a una persona de talentos psiónicos a La Partida, ya que la psiónica, en términos de jugar en La Partida, representaba una forma de hacer trampas, pura y simplemente. Durante años, los EEG, los electroencefalogramas, se habían practicado, sistemáticamente, a los componentes de cada grupo, pero aquella práctica había ido perdiéndose. Al menos, Luckman así lo esperaba. Ciertamente, en el Este ya no se hacía, porque todos los que poseían el talento psiónico eran bien conocidos, y el Este imponía sus leyes para todo el país, como de costumbre.
Uno de los gatos de Luckman, un macho gris y de pelo corto, se subió a la mesa de su despacho y Luckman le acarició la cabeza con aire ausente, mientras pensaba que si no podía llevar a aquel premonitor a La Partida iría él en persona. La verdad era que ya hacía más de un año que no jugaba; pero había sido el mejor jugador de los contornos. ¿De qué otra forma pudo haber llegado a ser el notario de las apuestas para la Gran Nueva York? Y en aquellos días se habían hecho enormes apuestas. Con grandes jugadores a los que Luckman había convertido en No-B sin ninguna ayuda.
«No, no hay nadie que pueda batirme en el farol —pensó Luckman—. Y todo el mundo lo sabe.» Sin embargo, con un premonitor… era una cosa absolutamente segura. Y le gustó mucho más la idea que fuese una cosa segura porque, aunque era un experto en los envites a farol, en el fondo no le gustaba jugar. Él no había jugado porque le apasionara el juego, sino para ganar. Por ejemplo, él había puesto fuera de combate a Joe Schilling, el gran jugador. Joe, ahora, regentaba un negocio de venta de discos antiguos, en Nuevo México; habían terminado sus días de jugador.
—¿Recuerdas como batí a Joe Schilling? —preguntó a Sid—. Aquella jugada la tengo viva en la memoria, con todo detalle. Joe sacó un cinco con los dados y cogió una carta de la quinta baraja. Se quedó mirando a la carta demasiado tiempo. Yo sabía que estaba pensando en tirarse un farol. Finalmente, movió su pieza a ocho casillas de distancia hacia delante y la colocó en el cuadrado de la máxima apuesta, lo que significaban 150.000 dólares, producto de la herencia de un tío suyo. Yo me quedé mirando la pieza…
Luckman estuvo seguro, quizá por haber heredado algún talento psiónico, de que en aquel momento estaba leyendo la mente de Joe Schilling. Sí, había sacado un seis, sintió con absoluta convicción. Y puesto que ponía la pieza en la octava casilla, era un farol, sin duda alguna.
Y lo dijo en voz alta, reclamando farol para la jugada de Schilling. En aquella época, Joe Schilling había sido el notario de las apuestas de la ciudad de Nueva York y podía batir a cualquiera en La Partida; resultaba raro que algún jugador le reclamase farol en cualquiera de sus jugadas.
Levantando su cabezota encrespada, Joe Schilling le había mirado fijamente.
—¿Quieres, realmente, ver la carta que he sacado? —preguntó Joe.
—Sí. —Y esperó, casi sin respiración, doliéndole los pulmones por el esfuerzo. Si estaba equivocado, si la carta realmente fuese un ocho, Joe habría ganado y su autoridad sobre Nueva York estaría mucho más segura.
Joe Schilling repuso con calma:
—Era un seis. —Y la mostró, tirándola sobre el tablero. Luckman tenía razón, había sido un farol.
Y el título de propiedad de Nueva York pasó a sus manos.
El gato que había sobre la mesa maulló pidiendo su desayuno. Luckman lo puso en el suelo.
—¡Parásito! —le dijo, aunque, en el fondo, les tenía simpatía a los gatos y creía devotamente que le traían suerte. Había tenido dos gatos con él en aquella famosa partida en que batió a Joe Schilling; a lo mejor la suerte se la proporcionaron ellos, más que su talento psiónico.
—Tengo a Dave Mutreaux en el vidífono —le advirtió su secretario—. Está aguardando. ¿Quiere usted hablarle personalmente?
—Si es un genuino premonitor —repuso Luckman— ya sabe qué es lo que deseo. Por tanto, no hay necesidad de que le hable. —Las paradojas de la precognición le habían divertido siempre—. Corte el circuito, Sid, y si no aparece por aquí, probará que no es tan bueno.
Sid, obedientemente, cortó el circuito; la pantalla quedó en blanco.
—Permítame decirle, señor —dijo Sid humildemente— que usted nunca ha hablado con él y, por lo tanto, no puede prever la actual circunstancia, ¿no es cierto?
—Puede prever la actual entrevista conmigo —respondió Luckman—. Aquí, en mi oficina. Donde tengo que darle instrucciones.
—Supongo que será así, señor —admitió Sid.
—Berkeley —dijo Luckman en un murmullo como hablando para sí—. Hace ya ocho o nueve años que no he ido por allí. —Como casi todos los notarios de las apuestas, prefería no entrar en una zona que no le perteneciese; era como una superstición, quizá, pero para él, indudablemente, aquello le daba mala suerte—. Me gustaría saber si todavía sigue haciendo la niebla de siempre. Bien, pronto lo veré. —Y sacó de un cajón el título de propiedad que el corredor le había llevado—. Veamos, quién fue el último propietario —dijo, mientras leía el título—. Walter Remington, éste fue quien lo ganó, la pasada noche, y lo vendió inmediatamente. Antes que él, aparece un tipo llamado Pete Garden. No me sorprendería saber que está ahora mismo dado a todos los diablos, o lo estará cuando lo descubra. Deseará, probablemente, reconquistarlo otra vez. —Pero nunca lo conseguiría, se dijo Luckman, al menos de él.
—¿Va usted a volar hacia la costa, señor? —preguntó Sid.
—Ahora mismo —repuso Luckman—. En cuanto haga mis maletas. Voy a pasarme unas vacaciones en Berkeley, suponiendo que me guste, y que no lo encuentre en ruinas. Una ciudad en ruinas es algo que no puedo soportar. No me importa que esté vacía, como es de esperar. Pero no destruida.
Se estremeció. Si había algo que con toda seguridad proporcionaba mala suerte, era una ciudad convertida en ruinas, como la mayor parte de las ciudades del Sur lo estaban. En sus primeros tiempos de notario de apuestas, había vivido en algunas ciudades de Carolina del Norte. Nunca pudo olvidar sus experiencias de aquellos tiempos.
—¿Podría ser yo notario honorífico mientras está usted ausente? —preguntó Sid.
—Pues claro que sí —afirmó Luckman—. Voy a darle por escrito el título con su pergamino, su sello en oro y lacre y su cinta correspondiente.
—¿De veras? —dijo Sid, mirándolo como si no creyera lo que oía. Luckman se echó a reír.
—Te gustará, Sid. Habrá muchas ceremonias. Como él Pooh-bah, en el Mikado. Lord Notario Honorífico de la gran ciudad de Nueva York, con los impuestos correspondientes que ello implica. ¿De acuerdo?
Ruborizándose de placer, Sid contestó:
—He comprobado que ha trabajado usted mucho en los últimos sesenta y cinco años para conseguir este título en esta zona, señor.
—Ha sido por mis planes sociales para mejorar el entorno. Cuando conseguí el título, apenas sí vivían por aquí unos cuantos cientos de personas. Considera ahora la población existente. Se me debe a mí, no directamente, sino por haber dado ánimos a los No-B a jugar en La Partida, estrictamente para emparejarse y renacer las parejas, ¿no es un hecho evidente?
—Es cierto, señor Luckman —dijo Sid—. Es un hecho cierto.
—Y, en consecuencia, una gran cantidad de parejas fértiles se unieron, cosa que de otra forma hubiera resultado impracticable…
—Desde luego, señor —repuso Sid, asintiendo con la cabeza—. En la forma en que ha manejado usted el asunto, puede decirse que está usted haciendo volver a la vida a la raza humana.
—Y no lo olvides —dijo Luckman, inclinándose para recoger a uno de sus gatos del suelo, una hembra negra, Manx—. Te llevaré conmigo —dijo, mientras la acariciaba. Quizá se llevase otros cinco o seis gatos más: podrían darle buena suerte…
Y también, aunque no lo expresó, para tener alguna compañía. Nadie le tenía aprecio en la Costa Oeste; allí no tenía a sus gentes, a los No-B, que le dijesen adiós al tropezarse con ellos de vez en cuando. Pensando en aquello se sintió triste y deprimido.
«Pero después de haber vivido allí un tiempo lo reconstruiré como Nueva York; no estará vacío y lleno de recuerdos del pasado. Fantasmas, pensó, de nuestra vida pasada, cuando la población humana casi no cabía en el planeta, cuando se emigraba a la Luna y a Marte. Poblaciones enteras dispuestas a emigrar en la gran aventura espacial, cuando aquellas bestias estúpidas de los chinos habían empleado el invento de aquel ex nazi de la Alemania Oriental, aquel Bernhardt Hinkel. Qué lástima que Hinkel no estuviera vivo todavía. Cómo le habría gustado pasar a solas un rato con él, sin tener testigos…».
Lo único bueno que se podía decir de la radiación Hinkel es que también había alcanzado Alemania Oriental.
Únicamente podía haber una persona que supiese en nombre de quién actuaba Matt Pendletton Associates, decidió Pete, conforme abandonaba su apartamento de San Rafael y se daba prisa para llegar hasta su coche aparcado. Valía la pena hacer un viaje hasta Nuevo México, hacia la ciudad del coronel Kitchener, Alburquerque. De todos modos, tenía que ir allí en busca de un buen disco. Dos días antes había recibido una carta de Joe Schilling, el más famoso vendedor de discos raros del mundo. Se relacionaba con una grabación de Schipa que había buscado con muchísimo interés y que por fin Joe le había avisado que tenía a su disposición, aguardándole.
—Buenos días, señor Garden —le saludó el coche volador, al abrir la puerta con la llave.
—¡Hola! —repuso Pete, abstraído.
En aquel momento, los dos chiquillos que habían estado disputando bajo la ventana, se le aproximaron.
—¿Es usted el notario? —preguntó la niña. Habían observado su insignia y la banda brillantemente coloreada que ostentaba en el brazo—. Nunca le habíamos visto, señor. —La chiquilla aparentaba tener unos ocho años.
—Ha sido porque no había venido aquí, al condado de Marin, durante años, hijita —explicó Pete. Y, caminando a su encuentro, Pete les preguntó—: ¿Cómo os llamáis?
—Yo soy Kelly —dijo el muchacho. Parecía ser menor que su hermana. Debería tener unos seis años. Eran unos niños preciosos. Se alegró de verlos por aquella área desolada—. Mi hermana se llama Jessica. Y tenemos una hermana mayor que se llama Mary Anne, que no está aquí. Ahora está estudiando en San Francisco.
¡Tres hijos en una familia! Aquello resultaba impresionante.
—¿Cuál es vuestro apellido? —preguntó Pete.
—Mc Clain —repuso la niña. Y con orgullo, añadió—: Mi padre y mi madre son las únicas personas en toda California que tienen tres hijos.
—Me gustaría conocerlos.
—Vivimos en aquella casa —dijo Jessica, apuntando al lugar—. Es raro que usted no conozca a mi padre, ya que usted es el notario. Fue mi padre quien organizó la maquinaria de limpiar las calles y reconstruir los edificios; habló con los vugs y ellos estuvieron de acuerdo en mandarle las máquinas.
—No tenéis miedo de los vugs, ¿verdad?
—No, señor. —Y los dos chiquillos movieron la cabeza negativamente.
—Luchamos en una guerra terrible contra ellos —dijo Pete.
—Pero de eso hace ya mucho tiempo —contestó la niña.
—Es verdad —convino Pete—. Bien, apruebo vuestra actitud. —Y deseó haberla compartido.
Desde la casa, abajo en la calle, apareció una mujer esbelta caminando hacia ellos.
—¡Mamá! —gritó Jessica excitada—. ¡Mira, aquí está el señor notario!
La mujer, una atractiva joven de cabellos negros, que vestía unos elegantes pantalones y una camisa de algodón de colores, se aproximó radiante de juventud.
—Bienvenido al condado de Marin —dijo a Pete—. No se deja usted ver mucho por aquí, señor Garden. —Le tendió la mano que Pete estrechó.
—Le felicito, señora.
—¿Por tener tres hijos? —repuso sonriendo—. Como dice la gente, es suerte, más bien que habilidad o inteligencia. ¿Qué tal una taza de café antes de que se marche de aquí? Después de todo, quizá no vuelva más por este condado…
—Volveré —afirmó Pete.
—Ciertamente. —La mujer no pareció muy convencida, y su hermosa sonrisa estaba ligeramente teñida de ironía—. Ya sabe, señor Garden, usted es como una especie de leyenda para nosotros, los No-B del distrito. ¡Vaya! Ya tenemos materia de conversación para semanas, contando nuestro encuentro con usted…
Pete no pudo distinguir si la señora Mc Clain hablaba con ironía; no obstante, a despecho de sus palabras, el tono en que las pronunció parecía inocuo. Pero Pete estaba confuso.
—Realmente, pienso volver —dijo—. He perdido Berkeley, donde yo…
—¡Oh! —exclamó la señora Mc Clain incrementando su atractiva sonrisa—. Ya veo. Mala suerte en La Partida. Y ésa es la causa de que nos haya visitado…
—Ahora me marcho a Nuevo México —dijo Pete entrando en el coche—. Posiblemente les veré más tarde. —Y cerró la puerta del coche volador.
—Adelante —ordenó al auto-auto.
Mientras el coche ascendía por el aire, los chiquillos le dijeron adiós agitando graciosamente las manos, y su madre se abstuvo de hacerlo. ¿Por qué tal animosidad? ¿O lo estaría imaginando, sin fundamento real? A lo mejor, ella estaba resentida con la existencia de la separación de grupos de gente B y No-B y quizá también, considerase una injusticia que tan pocas personas tuvieran la oportunidad de tener acceso al tablero de La Partida.
No podía reprochárselo. Pero por lo visto, no comprendía que en cualquier instante, cualquiera de los B, podía convertirse repentinamente en un No-B. Bastaba con acordarse de lo sucedido a Joe Schilling… una vez el más grande notario de las apuestas en el mundo occidental y ahora convertido en un simple No-B, quizá por el resto de su vida. La división no estaba realmente muy bien fijada.
Después de todo, él mismo había sido también un No-B. Había obtenido su título, por el único camino posible legalmente: había solicitado su nombramiento y esperado a que cualquiera de los notarios de las apuestas muriera. Había seguido las reglas establecidas por los vugs, citando un día de un mes y de un año determinados, y esperando tener suerte. Y así llegó el día 4 de mayo del año 2143. Un notario llamado William Rust Lawrence murió en un accidente de automóvil en Arizona. Y Pete se convirtió en su sucesor, heredando sus derechos y entrando a formar parte de La Partida en un grupo.
Los vugs, jugadores hasta la medula, eran amantes de tales sistemas azarosos de herencia, y aborrecían las situaciones de causa y efecto.
Trató de imaginarse cuál sería el nombre de la señora Mc Clain. Era muy bonita, ciertamente. Le había gustado, a despecho de su actitud, la forma que tenía de mirar y de conducirse. Deseó conocer más cosas de la familia Mc Clain; quizá alguno de ellos había sido notario alguna vez y después barrido de la lista. Aquello pudiera explicarlo muy bien.
Tendría que preguntar y procurar enterarse. Después de todo, ellos tenían tres niños y eran muy conocidos. Joe Schilling lo oía todo. Le preguntaría.