2

Pete Garden se despertó a la mañana siguiente oyendo un sonido tan maravillosamente imposible, que dio un salto de la cama y permaneció rígido, escuchándolo. Oyó niños. Estaban disputando sobre alguna cosa, bajo su ventana, en San Rafael.

Eran un niño y una niña, comprobó Pete. De modo que se habían producido nacimientos en el condado desde que faltaba de allí. Y de padres que eran No-B. Sin propiedades que les dieran derecho a intervenir en La Partida. Apenas sí pudo creerlo. Sí, debería poner a nombre de aquellos padres alguna pequeña ciudad, tal como San Anselmo o Ross, o incluso ambas. Se merecían una oportunidad para jugar. Quizá no querrían…

—Tú eres uno —decía la niña irritada.

—Y tú eres otra —dijo el muchacho, con tono acusatorio en la voz.

—Dame eso. —Y se oyó el ruido físico de una pelea entre ambos. Encendió un cigarrillo, cogió su ropa y comenzó a vestirse.

En un rincón de la habitación, apoyado contra la pared, había un rifle MV-3. Lo miró de reojo y se detuvo, recordando por un momento todo lo que aquella antigua arma representaba. Una vez, estuvo preparado para hacer frente a los chinos rojos con aquel rifle. Pero no tuvo necesidad de usarlo, porque los chinos rojos no aparecieron… al menos, en persona. Sus representantes, en forma de Radiaciones Hinkel, llegaron, no obstante, y ningún ejército de hombres californianos armado con rifles MV-3, pudo combatirlas. La radiación, procedente de un satélite Avispa-C, había hecho el trabajo de destrucción esperado y los Estados Unidos habían desaparecido. Pero las gentes de China no vencieron en aquella guerra. Ninguno venció. La radiación, extendiéndose en una gigantesca ola envolvente y distribuida por toda la faz de la Tierra, lo envió todo al diablo.

Pete se aproximó al viejo MV-3 y lo sostuvo en sus manos, como en su juventud lo había hecho. Aquella arma tenía ciento treinta años de antigüedad. ¿Dispararía aún? Quién iba a preocuparse… no había nadie a quien matar. Solamente un psicópata pensaría en buscar a alguien para hacerlo y, aún así, probablemente cambiaría de opinión. Después de todo, apenas sí quedaban diez mil personas en toda California… Volvió a dejar el antiguo rifle en el rincón que antes había ocupado.

Aquella arma no había sido diseñada para atacar personas. Sus diminutos cartuchos A estaban preparados para penetrar en la sólida coraza de los tanques soviéticos TL-90 y pulverizarlos. Recordando las películas de entrenamiento que había visto en aquellos días, Pete pensó que le habría gustado captar la visión de una gran muchedumbre humana, aunque hubiese sido de chinos rojos… «Yo te saludo, Bernhardt Hinkel —pensó cáusticamente—, inventor de las últimas armas indoloras… no, no habían herido a nadie, tuviste razón. No sentimos nada, nadie se dio cuenta. Pero entonces…».

Se estimuló en la medida de lo posible la supresión de la glándula Hynes, y semejante esfuerzo valió la pena, ya que, gracias a ello, aún quedaba gente viva. Y si ciertas combinaciones de varón y hembra resultaban fértiles, no era, por tanto, la esterilidad una condición absoluta, sino más bien un estado relativo. Se podía, en teoría, tener hijos; de hecho, unos cuantos entre ellos los tenían. Como los chicos que gritaban bajo su ventana, por ejemplo.

A lo largo de la calle, un enorme vehículo homeostático se deslizaba recogiendo desperdicios y comprobando el crecimiento del césped, primero por un lado de la calle y después por el otro. El rumor persistente de la máquina sobresalía por encima de las voces de los niños.

«La ciudad continuaba manteniéndose limpia», pensó Pete conforme la máquina emitía unos pseudópodos para hurgar a tientas en un macizo de camelias. La ciudad estaba vacía, o casi vacía, ya que sólo vivía un grupo reducido de personas No-B, al menos según el censo publicado recientemente.

Tras la máquina de limpieza, seguía otra, aún más complicada, parecida a una chinche gigantesca con veinte patas, que se ocupaba de reparar y reconstruir cuantas ruinas encontraba al paso, suprimiendo los antiguos destrozos y recomponiendo nuevamente los edificios caídos por el paso del tiempo. Pero, ¿para qué? ¿Para quién? Buenas preguntas… Quizá a los vugs les gustase más observar desde sus puestos de observación de los satélites artificiales una civilización intacta, que simples ruinas.

Tirando la colilla del cigarrillo, Pete se fue a la cocina con la esperanza de encontrar algo para el desayuno. No había ocupado aquel apartamento desde hacía años, pero le bastó abrir el refrigerador de la cocina para encontrar en su interior leche, huevos y tocino, además de mermelada, todo en buen estado, cuanto necesitaba para un buen desayuno. Antonio Nardi había sido el último residente antes que Pete y, sin duda alguna, había dejado aquello sin saber que iba a perder su título en La Partida y que nunca volvería al apartamento.

Pero había algo más importante que el desayuno, algo que Pete tenía que hacer en primer término.

Se aproximó al vidífono y dijo:

—Me gustaría hablar con Walter Remington, en el Condado de Contra Costa.

—Sí, señor Garden —repuso el vidífono. Y la pantalla, tras una leve pausa, se iluminó.

—Hola —respondió agriamente Remington, apareciendo en la pantalla con una mirada de pocos amigos. Walter aún no se había afeitado aquella mañana, y tenía los ojos enrojecidos y pesados por falta de sueño. Estaba en pijama todavía—. ¿Qué ocurre tan temprano? —preguntó con voz agria.

—¿Recuerdas lo que pasó anoche? —le preguntó Pete.

—Pues claro que sí —dijo Walter tratando de ponerse el cabello en orden.

—Perdí Berkeley y tú lo ganaste. No sé como pudo ocurrir tal cosa. Había sido mi residencia, ya lo sabes.

—Claro que sí.

Tomando aliento, Pete le dijo:

—Te propongo a cambio tres ciudades del condado de Marin: Ross, San Rafael y San Anselmo. Deseo volver a Berkeley, deseo vivir allí.

Walter le apuntó con el dedo.

—Pues sí que puedes vivir en Berkeley. Pero no como notario, por supuesto, sino como residente No-B.

—No podría vivir en tales condiciones —insistió Pete—. Quiero que me siga perteneciendo, no vivir allí como un advenedizo o un intruso. Vamos, Walt, no creo que intentes vivir allí. Te conozco. Hace demasiado frío y demasiada humedad para ti. A ti te gusta un clima propio de un valle cálido y abrigado como Sacramento, o como ese de ahí, Walnut Creek.

—Es cierto —convino Remington—. Pero… no puedo negociar Berkeley para que vuelvas a quedarte con ella. No me pertenece. Cuando anoche volví a casa, me estaba esperando un corredor. No me preguntes cómo sabía que te la había ganado en La Partida; pero lo sabía. Se trata de una gran sociedad financiera del Este, la Matt Pendletton Associates.

¿Y les has vendido Berkeley?

Pete no podía creer lo que esta viendo y oyendo. Aquello significaba que alguien ajeno al grupo se las había arreglado para comprar en California.

—¿Por qué lo hiciste?

—Me propusieron a cambio Salt Lake City —dijo Walt, con orgullo infantil—. ¿Cómo podía rehusar semejante propuesta? Ahora me reuniré con el grupo del Coronel Kitchener, que juega en Provo, Utah. Lo siento, Pete. —Y parecía culpable—. Yo estaba todavía un poco trastornado, supongo. Cualquier cosa me parecía magnífica en aquel momento…

—¿Para quién ha adquirido la ciudad esa firma de Pendletton Associates?

—No me lo dijeron…

—Y tú no preguntaste…

—No —admitió Walter—. No lo hice. Supongo que debería haberlo preguntado.

—Deseo recuperar Berkeley —dijo Pete enérgicamente—. Voy a recuperar el título de propiedad y a volver allá, aunque tenga que entregar a cambio todo el Condado de Marin. Y mientras tanto, haré lo posible por batirte en La Partida y volver a ganártelo todo, no importa a quién tengas por pareja. —Y con un gesto salvaje apagó la pantalla del vidífono.

¿Cómo pudo Walter haber hecho una cosa semejante? Dejar que la escritura de una ciudad como Berkeley pasara a manos del Este…

«Es preciso que averigüe a quién representa Matt Pendletton Associates», se dijo Pete. Y repentinamente sintió que sabía de quién se trataba, con una sensación aguda y desagradable.