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Había sido una mala noche y, cuando trató de volver a casa, tuvo una terrible discusión con su auto-auto.

—Señor Garden, no se encuentra usted en condiciones de conducir. Le suplico que conecte el mecanismo auto-auto y se recline en el asiento trasero.

Pete Garden se sentó en el asiento piloto y dijo tan claramente como pudo:

—Mira, puedo conducir. Un trago, y aun varios, es un buen estimulante para conducir mejor y estar despierto. No me fastidies y deja de decir tonterías. —Y empujó el botón de arranque; pero no ocurrió nada—. ¡Maldita sea, arranca de una vez!

—No ha colocado usted la llave, señor —repuso el auto-auto.

—Está bien —dijo Pete Garden, sintiéndose humillado. Quizá el coche tuviera razón. Resignadamente, puso la llave de contacto. El motor arrancó pero los controles permanecían mudos. El efecto Rushmore funcionaba en el interior de la cubierta del coche, y él lo sabía; era un caso perdido—. De acuerdo, te dejaré que conduzcas —dijo con la mayor dignidad posible—. Ya que te pones así, qué remedio. Probablemente lo vas a fastidiar todo, como haces siempre cuando yo…, cuando no me encuentro bien.

Se situó en el asiento de atrás, se puso cómodo y el coche se elevó por los aires en la oscura noche, parpadeando con sus luces de posición. Dios, qué mal se encontraba. La cabeza lo estaba matando.

Sus pensamientos se volvieron, como siempre, a La Partida.

¿Por qué tenía que irle tan desastrosamente? Silvanus Angst era el responsable. Aquel payaso, su cuñado, o más bien su ex cuñado. «Bien —se dijo Pete— tendré que recordarlo. Ya no estoy casado con Freya. Ella y yo perdimos; y nuestro matrimonio, de modo que tendré que acostumbrarme a pensar que Freya está casada con Clem Gaines y yo no estoy casado con nadie, porque no he logrado sacar todavía un tres. Pero mañana lo sacaré. Y, cuando lo haga, tendrán que importar una esposa para mí; no voy a seguir en el grupo sin pareja…».

El coche continuaba su vuelo por encima del desierto de California, atravesando tierras desoladas y ciudades abandonadas.

—¿No sabías eso? —le dijo al coche—. ¿No sabías que he estado casado con todas las mujeres que hay en el grupo? Y que no he tenido nunca suerte, todavía, y es indispensable que la tenga. ¿No te parece?

—Es culpa suya —opinó el coche.

—Aunque así fuera, no sería por culpa mía; la culpa la tuvieron los chinos rojos. Los odio.

Y continuó echado sobre el asiento trasero, mirando fijamente a las estrellas que brillaban en el cielo nocturno por encima de la transparente cúpula del coche volador.

—Te tengo cariño, ya lo sabes… te he tenido muchos años. Espero que no te estropees —dijo afectuosamente al coche volador—. ¿De acuerdo?

—Eso depende del cuidado preventivo que siga usted conmigo.

—Me gustaría saber qué clase de mujer importarán para mí.

—Me gustaría, sí —repuso el coche, haciendo eco de las palabras de su dueño.

¿Con qué grupo tenía íntimo contacto el suyo, el de Pretty Blue Fox? Seguramente sería con Straw Man Special, que se encontraba en Las Vegas y representaba a los corredores de Nevada, Utah e Idaho. Cerrando los ojos, trató de recordar qué aspecto tendrían las mujeres del Straw Man Special. «Cuando llegue a mi apartamento en Berkeley —pensó— haré…». Y se detuvo recordando algo desagradable. No podía ir a Berkeley, porque había perdido Berkeley aquella noche en La Partida. Walt Remington la había ganado, al pedir que declarase su envite de farol en el cuadrado 36 de La Partida. Aquello era la causa de haber pasado tan mala noche.

—Cambia la ruta —ordenó con malos modos al coche, en el circuito auto-auto.

Todavía seguía teniendo la mayor parte de la propiedad del Condado de Marin, y allí podría quedarse.

—Iremos a San Rafael —ordenó nuevamente al auto-auto, frotándose pensativamente la frente.

—¿La señora Gaines? —preguntó una voz masculina.

Freya, peinándose los rubios cabellos ante el espejo, no hizo el menor intento de volver la cabeza, imaginando que sería la voz del temible Bill Calumine.

—¿Quieres que te lleve a casa? —volvió a preguntar la misma voz. Entonces Freya cayó en la cuenta de que la voz correspondía a la de su nuevo marido, Clem Gaines—. ¿Irás ahora a casa, verdad?

Y allí estaba el grandote y rechoncho Clem Gaines, con sus ojos azules que parecían cuentas de cristal, que atravesaba la sala de juegos yendo a su encuentro. Indudablemente, le había gustado casarse con Freya. Aunque quizá no sería por mucho tiempo. A menos que tuviera suerte

Ella continuó arreglándose el cabello, sin dedicarle la menor atención al hombre. «Para ser una mujer de ciento cuarenta años —pensó coquetamente mirándose al espejo— tengo un aspecto estupendo. Pero no depende en absoluto de mí, ni de ninguno de nosotros». En realidad, todos estaban preservados contra la ausencia de la edad, gracias a que les habían extirpado la glándula Hynes. El proceso de envejecimiento, por tanto, resultaba imperceptible.

—Me gustas, Freya. Tu presencia es algo fresco y reconfortante —le dijo su nuevo marido—, aunque resulte evidente que yo no te guste a ti. —Y parecía no sentirse molesto en absoluto por aquello; realmente, los tontorrones como Clem Gaines nunca lo estaban—. Vamos a alguna parte, Freya, y tratemos de descubrir si tú y yo hemos tenido suerte… —Y se calló repentinamente, al entrar un vug en la habitación.

Jean Blau protestó, mientras se ponía el abrigo.

—Míralo, deseando ser amistoso. Siempre actúan así —dijo, mientras se apartaba del vug.

Su marido, Jack Blau, buscó con la mirada el palo antivug del grupo.

—Le daré un par de golpecitos y se marchará —opinó.

—No —protestó Freya—. No molesta a nadie.

—Freya, tiene razón —intervino Silvanus Angst, que se hallaba cerca de una mesa preparándose una copa—. Todo lo que hay que hacer es ponerle un poco de sal —concluyó riéndose de su propio chiste.

El vug parecía tener una especial preferencia por Clem Gaines. «Seguramente es que le gusta —pensó Freya—. Quizá podría irse a alguna parte con él en vez de conmigo».

Pero aquello no era justo para con Clem, porque ninguno de ellos tenía tratos con sus antiguos adversarios; era algo que nadie osaba hacer, a despecho de los esfuerzos de los titanios para apagar el viejo odio de la guerra pasada. Eran unas criaturas cuyos organismos vivientes estaban basados en el silicio, en vez de en el carbono; su ciclo vital era lentísimo e implicaba el metano en lugar de oxígeno como catalizador metabólico. Y eran bisexuales…

—Dale —dijo Bill Calumine a Jack Blau.

Jack pinchó al vug en el citoplasma, que como una suave jalea formaba el componente de sus tejidos orgánicos.

—Vete a tu mundo —le dijo ásperamente. Miró a Bill Calumine haciendo un guiño—. Quizá pudiéramos divertirnos con él. Vamos a charlar con él. ¡Eh, vug! ¿Te gustaría parlotear un poco con nosotros?

En el acto, vivamente, los pensamientos del titanio llegaron a todos los humanos de la estancia.

—¿Hay informes de algún nuevo embarazo? De ser así, todos nuestros grandes recursos médicos están a vuestra disposición, y os urgimos a…

—Escucha, vug —dijo Calumine—, si tenemos alguna suerte la guardaremos muy bien para nosotros. Trae mala suerte decírtelo a ti, todo el mundo lo sabe. ¿Cómo es que no lo sabes todavía?

—Lo sabe —intervino Silvanus Angst—. Lo que ocurre es que no le gusta pensar en la cuestión.

—Bien, ha llegado la hora de que los vugs se enfrenten con la realidad —dijo Jack Blau—. A nosotros no nos gustan. Vamos —dijo a su esposa—, vámonos a casa. —Y con un gesto de impaciencia hizo señas a Jean.

Los miembros del grupo fueron desfilando hacia la salida y en dirección a donde sus coches voladores estaban aparcados. Freya se encontró sola con el vug.

—No ha habido embarazo alguno en nuestro grupo —le dijo.

—Es trágico —murmuró el vug.

—Pero los habrá —continuó Freya—. Yo sé que pronto tendremos suerte.

—¿Por qué es tan hostil a nosotros su grupo?

—¡Vaya! Ya sabe que les hacemos responsables de nuestra esterilidad —respondió Freya. «Especialmente Bill Calumine», pensó.

—Pero eso fue a causa de sus armas —protestó el vug.

—No, no nuestras. De los chinos rojos. El vug no captó la distinción.

—En cualquier caso, nosotros estamos haciendo todo lo posible y…

—Es algo que no deseo discutir —dijo Freya—. Por favor.

—Dejen que los ayudemos —suplicó el vug.

—¡Vete al infierno! —Y Freya dejó el apartamento y bajó la escalera en dirección a la calle.

La fría y oscura noche de Carmel, California, la revivió; aspiró una buena dosis de aire fresco y miró las estrellas, mientras percibía el olor de las nuevas esencias del campo. Se dirigió a su coche y le ordenó:

—Abre la puerta; me marcho.

—Sí, señora Garden. —Y el coche volador abrió inmediatamente la puerta.

—Ya he dejado de ser la señora Garden, ahora soy la señora Gaines. —Entró en el coche y tomó asiento en el control—. Recuérdalo bien.

—Sí, señora Gaines. —Tan pronto como Freya insertó la llave de contacto, el motor se puso en marcha.

—¿Se ha marchado ya Pete Garden? —Y se volvió en todas direcciones para mirar en la oscura zona que la rodeaba sin ver el coche de Peter—. Sí, supongo que ya se ha ido. —Y se sintió triste. Habría resultado encantador permanecer allí sentada, bajo las estrellas, a aquella hora tardía de la noche, y charlar un poco. Sería como si todavía estuviesen casados… «¡Maldita Partida y sus complicaciones…! —pensó—. Condenada suerte, es realmente la peor suerte concebible; eso es lo que todos parecemos tener… Somos una raza marcada».

Se puso el reloj de pulsera en el oído y la diminuta máquina le contestó enseguida con una vocecita apenas audible:

—Son las dos y cuarto de la mañana, señora Garden.

—Señora Gaines —corrigió Freya.

—Las dos y cuarto de la madrugada, señora Gaines.

«¿Cuánta gente —pensó Freya—, vive sobre la superficie de la Tierra, en este momento? ¿Un millón? ¿Dos millones? ¿Cuántos grupos hay jugando La Partida? No creo que sean más que unos pocos cientos de miles. Y cada vez que ocurre un accidente fatal, la población decrece irrevocablemente en un individuo humano».

Automáticamente Freya rebuscó en la guantera del coche y cogió una tira de papel sensible, papel-conejo, como se lo llamaba. Se la puso entre los dientes y la mordió. En el resplandor de la cúpula del coche, Freya examinó el efecto causado sobre la tira de papel-conejo. «Un conejo muerto», pensó, recordando los antiguos tiempos anteriores a su nacimiento, cuando aquel animalito debía morir para poder comprobar el embarazo de una mujer. La tira de papel estaba de color blanco y no verde. No estaba embarazada. Arrugando el papel lo tiró desilusionada por la ranura de desperdicios del coche, que lo incineró instantáneamente. ¡Qué mala suerte! Bien…, ¿qué otra cosa podía esperar?

El coche despegó suavemente del suelo y puso proa a su hogar, en Los Ángeles.

«Demasiado pronto para decidir si tenía suerte con Clem», reflexionó. Naturalmente. Aquello le dio algún aliento. Esperaría una o dos semanas más y quizá entonces habría algo.

Pobre Pete… Todavía sin sacar un tres en la Partida… ¿Qué tal si se dejaba caer por el Condado de Marin y veía si estaba allí? Pero Pete estaba tan trastornado, tan intratable… Tan amargamente desagradable aquella noche… Pero no había ley ni reglamento que impidiera verse fuera de La Partida. Y con todo, ¿para qué servía? «No tuvimos suerte —pensó Freya—, ni Pete ni yo… A despecho de lo que sentíamos el uno por el otro…».

La radio del coche volador se puso repentinamente en funcionamiento, y Freya pudo oír la llamada general de un grupo de Ontario, en Canadá, radiando en todas las frecuencias, con la mayor excitación:

—«Aquí el grupo Pear Book Hovel —declaró loco de alegría el anunciante—. ¡Esta noche, a las diez, hora local, hemos tenido suerte! Una mujer de nuestro grupo, la señora de Don Palmer, mordió la tira de papel-conejo, sin más esperanzas que la de innumerables veces anteriores, y comprobó loca de alegría que…».

Freya tocó un botón y la radio quedó muda en el acto.

Cuando Pete Garden llegó a su antiguo apartamento de San Rafael, lo encontró abandonado y oscuro. Se dirigió hacia el botiquín del cuarto de baño y rebuscó para ver qué medicina encontraba a mano. Parecía que nunca conseguiría conciliar el sueño. Para él, aquello ya era una vieja historia. ¿Tomaría Snoozex? Tendría que tomar tres tabletas de 25 miligramos del producto para que le hiciera algún efecto; había tomado demasiadas durante mucho tiempo. «Necesito algo más fuerte», pensó. Tenía, en todo caso, fenobarbital; pero aquello lo dejaría fuera de combate un día entero. Tomaría hidrobromuro de escopolamina, sí, probaría con aquello. O quizá, incluso, algo mucho más fuerte: el emfital. Tres píldoras de aquello… y nunca más volvería a despertarse. Sostuvo en la palma de la mano las tres cápsulas, considerando la posibilidad. Nadie más volvería a molestarlo, nadie intervendría…

El botiquín dijo:

—Señor Garden, estoy estableciendo contacto con el doctor Macy en Salt Lake City, debido a su estado.

—No me ocurre nada —repuso Pete—. ¿Ves? —Y puso nuevamente las cápsulas dentro del frasco de emfital—. Ha sido sólo un gesto momentáneo.

Y de pronto se encontró discutiendo con el efecto Rushmore de aquel botiquín… macabro.

—¿Está bien así? —preguntó, esperanzado. Se oyó un clic. El armario se cerró solo. Pete suspiró con alivio.

En aquel momento sonó el timbre. ¿Quién sería ahora? Se dirigió hacia la puerta, con la mente todavía preocupada por encontrar un somnífero que pudiera tomar sin activar el efecto Rushmore en su circuito de alarma. Pete abrió la puerta.

En el umbral apareció su última esposa, Freya, con sus bellos cabellos rubios sueltos.

—¡Hola! —saludó ella fríamente, entrando en el apartamento, segura de sí misma como si fuese la cosa más natural ir a buscarle allí estando casada con Clem Gaines—. ¿Qué es eso que llevas en el puño?

—Siete tabletas de Snoozex.

—Te daré algo mejor que eso. —Y rebuscó en el bolso—. Es un nuevo producto manufacturado en Nueva Jersey por un laboratorio automático de aquella ciudad —dijo. Y extrajo un tubo—. Es Nerduwel —continuó, echándose a reír.

—Ja, ja —repuso Pete, sin pizca de diversión. Era un juego de palabras. Ne’er-do-well (no hacer nada a derechas)—. ¿Y has venido para eso?

Habiendo sido su esposa y su compañera de juego y de envite durante tres meses en La Partida, ella conocía, por supuesto, su insomnio crónico.

—He tenido una mala racha esta noche, Freya. He perdido Berkeley, que me ganó Walt Remington, ya lo sabes. Comprenderás que maldita la gana que tengo en este momento de bromear.

—Entonces, podías prepararme un poco de café. —Y se despojó de su chaquetón de pieles que dejó sobre una silla—. O quizá será mejor que yo te lo haga a ti. —Añadió con simpatía—: Pareces tan triste…

—Berkeley —murmuró Pete—. ¿Por qué tendría que apostar ese título? Ni siquiera recuerdo por qué… Fue algo fuera de mi control, me sentí impulsado por un empuje destructor. —Permaneció unos instantes silencioso y finalmente añadió—: Por el camino he oído lo que estaban radiando desde Ontario.

—Yo también lo he oído —dijo Freya.

—La noticia de ese embarazo, ¿te ha entusiasmado, o deprimido?

—Pues no lo sé —repuso su antigua esposa, sombríamente—. Me alegro por ellos, de todas formas, pero…

—A mí me deprime —opinó Pete. Y llenó una cafetera de agua en la cocina.

—Podríamos tener relaciones fuera de La Partida —le dijo Freya—. Hay quienes lo han hecho.

—Eso no sería leal para Clem.

Sintió un impulso de camaradería hacia Clem Gaines que eclipsó —al menos temporalmente— sus sentimientos respecto a ella.

Además, se sentía intrigado sobre la que sería su futura esposa; más pronto o más tarde, tendría que sacar un tres.