43. EL MITO DE AL-ANDALUS

A lo largo de este libro hemos constatado que nunca existió ese al-Andalus tolerante y culto en el que moros, cristianos y judíos convivían armónicamente.

Esa imagen falsa de al-Andalus no es nueva. Ya la tenían algunos moros peninsulares como Ibn Jafiya, quien escribe en 1138:

«¡Andalusíes! ¡Qué felices sois! Tenéis agua, sombras, ríos, árboles. El paraíso eterno está en vuestras moradas. Si pudiera escoger, éste sería el que eligiera. No creáis que habéis de ir al infierno. Después de estar en el paraíso, no se puede ir al fuego».

Palabrería hueca, retórica, autoindulgencia y exaltación retórica propia de pregón de fiestas patronales. Pero la hipérbole poética se reproduce en el siglo XIX en la pluma de viajeros románticos y publicistas bienintencionados, y, finalmente, cunde entre algunos musulmanes actuales que idealizan el islam peninsular y creen que constituyó la sociedad avanzada y feliz a la que idealmente aspiran. En realidad, los andalusíes no fueron tan cultos ni tan tolerantes. Como los otros pueblos islámicos, vivieron en una sociedad tan desprovista de libertades individuales y tiranizada por el poder como hoy viven, en mayor o menor medida, esos musulmanes que añoran al-Andalus.

El arabista Serafín Fanjul ha denunciado repetidamente ese mito a partir del cual «los árabes abrigan y ceban respecto a España una imagen por completo irreal, que pueblan con inexistentes mezquitas y fantasmagóricas poetizaciones de Al-Andalus»[66]. A lo que el medievalista Miguel Ángel Ladero Quesada añade: «A los españoles se les quiere hacer creer hoy que hubo convivencia y simbiosis cultural en los siglos medievales […] cuando en realidad predominaron los motivos y factores de enfrentamiento, “antibiosis”, desconocimiento mutuo y forja de imágenes hostiles y deformadas del otro»[67].

«Faltaba a las sociedades hispanomulsulmanas —leemos en Sánchez Albornoz—, y en general a todas las sociedades islámicas, algo que triunfaba en la España cristiana norteña. Una concepción jurídica de las relaciones entre los hombres basada en el respeto a sus propios y recíprocos derechos. La ciencia, las letras, la técnica, el desarrollo económico no lo son todo en la vida de los hombres y de las naciones. Nunca conocieron los pueblos islámicos, nunca conoció la España musulmana, el sentido y el valor de la libertad política que los cristianos concibieron y lograron»[68]. Libertad política que, por cierto, brilla por su ausencia en los actuales países islámicos.

El de al-Andalus culto pacífico y tolerante es solo un mito moderno que alimentan intelectuales y políticos bienintencionados o simplemente ignorantes mal informados. No obstante, podemos preguntarnos: ¿Si una vez fracasó la convivencia, por qué había de fracasar ahora, cuando un nuevo mundo de tolerancia, comprensión y mutuo conocimiento alborea en las olas de emigrantes que llegan a Europa para renovar y enriquecer su población?

A muchos los alarma que Bin Laden advierta «que todo el mundo sepa que la tragedia de Andalucía no se va a repetir en Palestina» y que algunos exaltados pregonen un islam que aspira a recuperar lo que cree suyo, o sea, al-Andalus.

Al tiempo de redactar estas líneas leo en el periódico:

«Al Qaeda sueña con un califato panislámico desde Al-Andalus hasta Irak».

Ayman al Zawahiri, mano derecha de Osama Bin Laden desde hace más de diez años, hace votos para que Allah conceda a los yihadistas «el favor de pisar con pies puros el usurpado Al-Andalus».

Los expertos subrayan que la reivindicación de Al-Andalus es un precepto de la ley islámica, que obliga a la recuperación de los territorios que un día fueron musulmanes. Fernando Reinares, posiblemente el mayor entendido español en la materia, en un análisis publicado por el Real Instituto Elcano, en marzo de 2007, considera preocupante la insistencia de Ayman al Zawahiri «en la recuperación de Al-Andalus». Este hecho, unido a la creciente influencia de Al Qaeda en el norte de África y el Sahel, le permite llegar a esta conclusión:

«España es hoy más blanco de Al Qaeda que antes de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Incluso es probable que nuestro país sea ahora más blanco del terrorismo internacional que nunca antes y, por la naturaleza de los indicadores que lo ponen de manifiesto, en modo alguno se trata de una situación pasajera»[69].

Mientras tanto nadie parece advertir la existencia de un problema añadido: ¿hasta dónde llega el al-Andalus que reivindican estos musulmanes, hasta Córdoba, hasta Toledo, hasta Gormaz o hasta Poitiers?

El panorama puede parecer preocupante, pero ¿qué culpa tiene la inmensa mayoría de esos musulmanes pacíficos, cordiales, sinceros, laboriosos y honrados que llegan a nuestras ciudades sin más ánimo que ganarse la vida enriqueciendo, de paso, con la diversidad cultural que aportan, a la sociedad que los acoge? ¿Qué culpa tienen ellos de que en el mundo islámico algunos exaltados reivindiquen al-Andalus como territorio islámico? Las personas razonables —y la inmensa mayoría de los musulmanes lo son— se dejarán convencer por la razón cuando se les argumente que la Península Ibérica era un reino hispano-romano cuando los moros lo invadieron y lo conquistaron, y que los cristianos, arrinconados al principio en las montañas del norte, lo recuperaron a lo largo de ocho siglos.

Con el mismo argumento podrían los cristianos reclamar como suyo todo el norte de África que un día formó parte del Imperio romano y después del bizantino (allí nació san Agustín, del que nadie dice hoy el santo tunecino; desde allí irradió el cristianismo a España). Sin embargo, Túnez pertenece ahora a los moros y a ningún europeo o cristiano en su sano juicio se le ocurriría reclamarlo. Dejemos las cosas como están, conozcámonos mejor y discurramos por el sendero del coloquio y de la concordia.

El punto fundamental donde el islam entra en conflicto con el Occidente demoliberal es en lo referente a la doctrina de los Derechos Humanos, que el islam no comparte. Es sabido que las organizaciones musulmanas de Francia se negaron a suscribir la Convención Europea de Salvaguarda de los Derechos del Hombre y Libertades Fundamentales (4-XII-1950), en desacuerdo con varios artículos y especialmente con el que consagra «el derecho de toda persona a cambiar de religión o de convicción»[70].

Se ha señalado que el multiculturalismo suministra un resquicio ideológico por donde puede introducirse la intolerancia y el fin de la igualdad ante la ley. Por decirlo con las palabras del presidente francés Jacques Chirac:

«El estado laico no es negociable. No se puede aceptar que algunos se amparen en una concepción desviada de la libertad religiosa para desafiar las leyes de la República o cuestionar los logros fundamentales de la sociedad moderna, como la igualdad de los sexos y la dignidad de las mujeres»[71].

Algunos se preguntan si es posible la convivencia armónica de una democracia occidental y la teocracia islámica. ¿Debe un estado moderno, con sus leyes igualitarias, admitir y respetar a emigrantes que no respetan esas leyes ni la igualdad de todos los individuos ante la ley? La respuesta es sí. Los que recelan que teocracia y democracia convivirán solo mientras la teocracia se encuentre en inferioridad de condiciones deberían considerar su postura. Es cierto que, a la larga, si los partidarios de la teocracia fueran más numerosos podrían acabar con la democracia usando los propios resortes legales que ésta les suministra: la ciudadanía, el voto, la elección de los políticos y los legisladores, pero para cuando su imparable crecimiento demográfico les otorgue la mayoría, es de esperar que los musulmanes hayan considerado las ventajas objetivas de la democracia, hayan gustado de la libertad que ésta les concede y sean los primeros defensores del sistema.

Algunas voces advierten de las funestas consecuencias de la tolerancia practicada con los intolerantes. La filósofa Rosa María Rodríguez Magda escribe:

«El multiculturalismo acrático, el antirracismo manipulado por la victimización de quienes en el fondo no defienden sino un neorracismo diferencialista representa una gran trampa en la que las administraciones caen para no ser acusadas de ultraderechismo. […] la debilidad de una derecha que no quiere ser acusada de racista y la complacencia de una izquierda que busca nueva savia que revitalice su desorientación ideológica conforman un estado teórico de fragilidad extremadamente susceptible al chantaje moral y al descalabro político»[72].

Otros consideran el multiculturalismo y el encuentro de culturas la coartada para la admisión de costumbres y usos contrarios a la democracia y a la declaración de derechos del hombre:

«No podemos renegociar ninguna de las libertades que tanto ha costado consolidar. La Declaración Universal de Derechos Humanos, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, el pacto social fundamental».[73]

«La imagen de los pueblos islamitas de hoy es turbadora —acusa Sánchez Albornoz—. No puedo detenerme a registrar su todavía triunfante barbarie. Es cruel el desnivel entre su vida cultural y su estatus político respecto a los que gozamos los occidentales. Del Irán hacia Occidente hallamos pueblos tristemente sojuzgados por caudillos o tiranos, crueldades, estulticia, barbarie. Desconocen todo lo que constituye la esencia del demoliberalismo, básico en la vida de los pueblos de Occidente»[74]

Por su parte, la polémica periodista Oriana Fallaci arremete en su particular cruzada contra el islam, con la que intenta despertar la conciencia dormida de Occidente:

«¿No comprendéis que se creen verdaderamente autorizados a mataros a vosotros y a vuestros hijos porque bebéis vino o cerveza, porque no lleváis la barba larga o el chador o el burka, porque vais al teatro o al cine, porque escucháis a Mozart y canturreáis una cancioncilla, porque bailáis en las discotecas o en vuestras casas, porque veis la televisión, porque lleváis minifalda o pantalones cortos, porque en el mar o en la piscina estáis desnudos o casi desnudos, porque jodéis cuándo y dónde y con quién os da la gana?»[75]

Estos textos u otros similares pueden alarmarnos. Es fácil subrayar las diferencias y demonizar al que no piensa como nosotros. El contraste es mayor cuando se considera el desnivel ideológico existente entre las personas dispuestas a morir por sus ideales, los fundamentalistas islámicos, y aquellas otras que carecen de ideales, esa juventud nuestra hedonista y materialista.

«El islam tiene la fuerza de los que están dispuestos a morir y matar por sus creencias —leemos en Rosa María Rodríguez—, frente a un Occidente acomplejado que apenas tiene arrestos para defender sus valores de libertad».[76]

Es fácil despreciar a los jóvenes fundamentalistas tildándolos de fanáticos frustrados por la pobreza, es fácil señalar que porque saben que jamás disfrutarán los bienes de consumo occidentales que ven en los anuncios de la tele, se inmolan, convencidos de que sirven la causa de Allah haciendo estallar una mochila en un tren de Madrid o en el metro de Londres.

Es fácil, desde la óptica occidental, desautorizar a la civilización islámica y meter en el mismo saco de sospecha y rechazo a todos los musulmanes que se incorporan a Europa. Cada día nos cruzamos con ellos en nuestras ciudades y los observamos, a veces con un punto de recelo. ¿Qué es lo que vemos? Vemos padres de familia laboriosos, educados, tolerantes, que han emigrado a Europa en busca de trabajo y de un porvenir para sus hijos. Vemos a jóvenes inquietos, inteligentes, serviciales, que se adaptan rápidamente a una cultura que no es la suya sin por ello renunciar a las virtudes del islam. Vemos personas que vienen a nuestro país a realizar tareas que los españoles rechazan.

Es cierto que hay sustanciales diferencias entre las dos maneras de considerar la vida, la occidental y la que ellos preconizan, pero la convivencia puede anudarse si les tendemos una mano cordial. Démosles tiempo a asimilar la idea de que el hombre (y sobre todo la mujer) deben ser libres e iguales ante la ley, démosles tiempo a desarrollar ese puente entre sus leyes y las nuestras. Lo que hoy puede parecer una empresa utópica tiene que ser factible con buena voluntad.

Solo tenemos que esforzarnos en superar la historia. Islam y cristiandad fueron, durante siglos, adversarios irreconciliables. Luego la cristiandad evolucionó hacia formas laicas y cambió religión por doctrinas de convivencia, liberalismo y democracia. El islam está ya en Europa. Pasó la hora de plantearse si Occidente acepta la pacífica invasión de los inmigrantes que traen el islam en la maleta o si les cierra las puertas y allá se apañen con su religión y con sus costumbres. Ahora solo queda aceptarlos en armoniosa convivencia, brindarles nuestros logros sociales y aceptar de ellos la riqueza de diversidad cultural que nos aportan.

Hace cincuenta años, el erudito Juan B. Bergua escribía en la introducción de su traducción del Corán:

«el islamismo durará poco. El unir el poder temporal y el espiritual en una sola mano haciendo a los califas sumos sacerdotes y representantes de Dios en la tierra, si bien tuvo la eficacia de levantar un imperio, tiene el inconveniente de hundir al mismo tiempo que el poderío temporal, el espiritual, que por naturaleza ha de permanecer inmutable […], pero no importa, aunque el mahometanismo desaparezca como religión y aunque en un día quizá no muy lejano los pueblos árabes hayan sido invadidos tanto material como espiritualmente por otros […]. Mahoma seguirá siendo considerado como grande entre los más grandes».

No se puede decir que Bergua estuviera dotado de poderes proféticos. El islam es hoy la religión más activa de la tierra, la que más prosélitos hace, especialmente en África y en Asia, y el único credo que se expande continuamente cuando las otras grandes religiones están en crisis. En cuanto a los musulmanes que la profesan, lejos de verse invadidos por otros pueblos, son ellos mismos, con su potencia demográfica, los que se trasladan por cientos de miles a territorios vecinos.

El islam se percibe hoy, desde la óptica occidental, como una religión intransigente que amenaza nuestra forma de vida basada en la libertad de pensamiento y en los derechos humanos. Pero este islam tan temido es solo una manifestación virulenta de la religión de Mahoma. A lo largo de la historia ha habido muchas interpretaciones del islam (como de cualquier otra religión),

«se han dado estilos muy diferentes de islamismo (tolerantes, intransigentes, científicos, irracionalistas, etc.). […] se puede ser musulmán de formas muy diferentes […] si se pretende recuperar un relativo optimismo comprobaremos que los más fanáticos pueden ser doblegados y que siempre les es posible a los humanos salir de los cepos ideológicos más asfixiantes; no hace falta repasar la historia del islam, sino que basta con la del cristiano Occidente»[77].

Por el estrecho de Gibraltar fluye hacia Europa, con papeles en regla o ilegalmente, una muchedumbre de moros que muchos consideran el caballo de Troya con el que una cultura medieval, intolerante y agresiva invade Europa. Incluso algunos musulmanes lo admiten así:

«¿Que no creemos en la democracia? —pregunta el converso Alí González—. ¿Pero, cómo si no con el voto pacífico y democrático de nuestra creciente población en vuestros países, creéis que os vamos a arrebatar el gobierno de Europa?»[78]

El historiador García Bellido señalaba que las invasiones moras son un factor periódico de nuestra historia con el que hay que contar porque

«el estrecho de Gibraltar no fue nunca, ni será, un Estrecho que separe sino un camino que une y enlaza […] no sabemos si los avatares de la historia nos llevarán, andando el tiempo, a ser de nuevo dominados por gentes del norte de África. Sería ver la historia con ojos de hormiga y medir el tiempo con el cronómetro de la vida efímera si creyésemos que lo que es hoy será siempre»[79].

Aceptemos que las tres culturas —cristianos, musulmanes, judíos— nunca convivieron, sino que meramente coexistieron. Aceptemos incluso que siempre hubo una dominante, la cristiana o la musulmana, que abusó de las otras dos, más débiles, con impuestos y limitaciones sociales cuando no persecuciones. Eso fue en el pasado. Borrón y cuenta nueva. Lo que nos importa es el futuro. Hoy hay cerca de veinte millones de musulmanes en Europa y pronto serán muchos más. Están aquí para quedarse. Nos traen otros mundos, una manera renovada y fresca de considerar las relaciones familiares y sociales, antiguas cualidades que un día florecieron en lejanos desiertos y ahora pueden crecer vigorosas en esta sociedad abotargada y exhausta del Occidente industrializado que ha perdido el pulso de la vida y no sabe en qué jardines se mete.

Es cierto que la demografía y la democracia favorecen a medio plazo la implantación del islam en Europa. ¿Es un motivo para preocuparse? Pensemos positivamente. Descartemos viejos recelos ante el africano. Juzguemos a los musulmanes por lo que son, por su comportamiento, por lo que de ellos vemos en el trajín diario de nuestras ciudades, no por meros prejuicios. Desterremos los viejos odios y las barreras históricas edificadas con la sangre y el sufrimiento de nuestros antepasados y de los suyos para que florezca el entendimiento y la concordia entre el moro que desembarca en nuestras playas, con su equipaje cultural prieto de costumbres y usos exóticos, y el español que lo recibe comprensivo y fraternal. El moro nos trae mundos, como reza el eslogan, mundos que, en parte, quizá creíamos superados, pero mundos, al fin, con toda su compleja diversidad.