41. LOS MORISCOS

Vimos, páginas atrás, que los califas de Córdoba toleraron la existencia de comunidades cristianas y judías de las que obtenían sustanciosos tributos. Moros, cristianos y judíos no convivían, sino que coexistían, en barrios separados, cada cual con sus instituciones de gobierno. Esta aparente armonía se rompía a veces cuando los musulmanes perseguían y maltrataban a los cristianos.

El panorama cambió por completo cuando cayó el califato de Córdoba y los fundamentalistas africanos (primero almorávides y después almohades) agregaron al-Andalus a su imperio. Bajo los magrebíes, las condiciones de vida de las comunidades cristianas empeoraron tanto que se produjo una desbandada de mozárabes a los reinos cristianos del norte. Los almohades deportaron al Magreb otras comunidades. En el siglo XII, los cristianos habían desaparecido prácticamente de al-Andalus.

Cuando la decadencia del imperio almohade facilitó la reanudación de la Reconquista, tampoco quedaron grandes comunidades musulmanas en las tierras recuperadas por los cristianos. Fernando III de Castilla vació de moros, literalmente, el valle del Guadalquivir. A medida que avanzaban los cristianos, las ciudades quedaban desiertas y sus moradores tenían que replegarse a vivir a tierra musulmana, de donde, a los pocos años, eran nuevamente desalojados por el avance cristiano. Las morerías o barrios moros que quedaron atrás eran insignificantes, apenas un par de docenas de vecinos. Casas, alquerías y campos se repoblaban con colonos cristianos gallegos, leoneses, castellanos, vascos y navarros.

De los escasos moros que quedaron atrás, Alfonso X expulsó a muchos después de la rebelión de 1264. Puede decirse que entre 1225 y 1266 casi toda la población musulmana de Andalucía fue expulsada o se exilió voluntariamente, lo que el historiador Ibn Jaldún llama «la gran emigración». Unos andalusíes se acogieron a la superpoblada Granada; otros pasaron al Magreb. El historiador González Jiménez ha calculado que a finales del siglo XV solo quedaban, en toda Andalucía, unas trescientas veinte familias mudéjares.

Cuando los Reyes Católicos conquistaron el reino de Granada, también procuraron que los moros desalojaran la ciudad y dieron toda clase de facilidades para los que quisieran pasar a África. De los que optaron por permanecer en la península, la mayoría se concentró en las Alpujarras.

Los Reyes Católicos habían prometido respetar la religión y las costumbres de los moros, pero en cuanto ocuparon Granada enviaron misioneros y predicadores que los evangelizaran. Como este proselitismo fracasó, se les convirtió por decreto. A los que se negaron a abrazar el cristianismo se les expulsó del país en 1502. Las mezquitas se transformaron en iglesias.

Muchos moros prefirieron representar la comedia de su conversión antes que perder sus bienes y arrostrar un incierto futuro entre sus atrasados correligionarios del norte de África.

Aquella conversión en masa planteó grandes problemas. La Iglesia no disponía de clero necesario para catequizar a tanto converso y sabía que los conversos no habían sido instruidos en los dogmas cristianos. Por lo tanto se les concedió una moratoria de cuarenta años antes de que ingresaran, como el resto de los cristianos, en la jurisdicción inquisitorial. Mientras se cumplía ese plazo, la represión fue solamente cultural, concentrada en el idioma, las costumbres y el atuendo.

Sucesivas leyes prohibieron hablar árabe, vestir a la morisca, los baños, la cocina sin cerdo, el baile, el folclore… Las más inocentes actividades de los moros parecían sospechosas a los suspicaces misioneros cristianos. Cuando había boda de moros, las puertas de la casa debían permanecer abiertas para que la autoridad se cerciorase de que no practicaban ritos prohibidos. En los partos tenía que asistir una comadre cristiana por los mismos motivos. Y en los libros de bautismo se señalaba el nacido con la nota morisco o moriscote.

Los aperreados moriscos continuaron practicando en secreto la fe de sus padres con la esperanza de que algún día diese la vuelta la tortilla. Unos creían que el Gran Turco conquistaría España; otros estaban convencidos de que un mítico e invencible caudillo llamado Alfatim reconquistaría la Península Ibérica a lomos de un caballo verde y los liberaría de la opresión cristiana.

Hasta 1550 se practicó una cierta tolerancia, pero después, el acoso de la Inquisición y de la Chancillería de Granada se hizo tan insoportable que los moriscos se rebelaron en la Navidad de 1568. En vista de que las milicias señoriales y concejiles no bastaban para reducirlos, Felipe II trajo los tercios de Italia. La guerra de las Alpujarras duró tres largos años. La crueldad de una parte y de otra superó cuanto se había visto hasta entonces. No faltaron empalamientos, ni iglesias atestadas de refugiados que eran incendiadas con ellos dentro, ni poblados enteros pasados a cuchillo sin respetar mujeres o niños. Los moriscos resultaron derrotados, a pesar del apoyo que recibieron del mundo musulmán, de los turcos, de los berberiscos y de la incordiante Francia.

Cien mil moriscos se desterraron de las Alpujarras y se repartieron en pequeños grupos por distintas comunidades. Las autoridades pensaban que, de este modo, se integrarían en la sociedad cristiana. En vano.

Los moriscos se establecieron preferentemente en las ciudades y se emplearon en oficios como la horticultura, la construcción y la arriería. Jamás se asimilaron. En su carácter, en sus costumbres y en su atuendo seguían siendo moros que adoptaban una actitud defensiva y recelosa frente a la sociedad cristiana dominante.

Un refrán antiguo decía: «quien tiene un moro, tiene un tesoro». Los grandes terratenientes que empleaban en sus aparcerías a hortelanos moros y explotaban su fuerza de trabajo hacían la vista gorda en lo referente a las costumbres y usos de la religión prohibida.

«Empezaron los moriscos a congojarse demasiadamente y a endurecerse con su mala intención —escribe Luis de Mármol, coetáneo de aquellas guerras— de donde les crecía cada hora más la enemistad y el aborrecimiento del nombre cristiano; y si con fingida humildad usaban de algunas buenas costumbres morales en sus tratos […] en lo interior aborrecían el yugo de la religión cristiana, y de secreto se doctrinaban y enseñaban unos a otros en los ritos y ceremonias de la secta de Mahoma […] acogían a los turcos y moros berberiscos en sus alcarrias y casas, dábanles avisos para que matasen, robasen y cautivasen cristianos, y aun ellos mesmos los cautivaban y se los vendían y así venían los corsarios a enriquecer a España como quien va a la India»[55].

Otro factor que preocupaba a las autoridades era la alta natalidad de los moriscos.

«En Valencia, en 1569, los 135.000 moriscos constituían un cuarto de la población, con tendencia a aumentar. Entre 1533 y 1609 la población morisca creció un 70%, frente a solo un 45% de los cristianos viejos»[56a].

Llegará el día en que los moriscos serán más numerosos que los cristianos y se harán otra vez con España sin disparar un tiro, advertían los alarmistas. Más o menos lo que hoy temen algunos a la vista de la creciente y lenta invasión de magrebíes que se establecen en Europa.

¿Cómo resolver el problema morisco? Muchos se inclinaban por la expulsión, como antaño se hizo con los judíos, pero Felipe II el Prudente ya había constatado en sus carnes lo desastrosa que había resultado aquella medida. Los moriscos eran excelentes agricultores, artesanos laboriosos, dóciles y frugales obreros y, lo más importante de todo, pagaban impuestos en un país donde, entre privilegios, fueros y franquicias, la Hacienda se las veía y se la deseaba para extirpar su óbolo a la ciudadanía. La comunidad morisca, esa verruga peluda que afeaba la blanca epidermis de sus reinos, repugnaba a Felipe II, pero renunciar a sus impuestos le causaba una repugnancia aún mayor. Optó por mantenerlos. Fue su hijo y sucesor, Felipe III, el que decidió expulsarlos. Quizá en lo más profundo de su pacata conciencia anhelaba dedicar a su celoso Dios un sacrificio propiciatorio para hacerse perdonar por haber pactado con los herejes protestantes, pero también podemos aducir razones de seguridad nacional. La «quinta columna» morisca estimulaba y favorecía los ataques que piratas berberiscos y turcos perpetraban en las costas españolas para saquear, incendiar y cautivar cristianos. El trato infligido a los moriscos «pudo ser riguroso y hasta cruel, pero no injustificado», escribe Serafín Fanjul[56b].

En unos pocos años, unos trescientos mil moriscos abandonaron España, un tres por ciento de la población total, «pero esta proporción se elevaba al dieciséis por ciento en Aragón y al treinta y ocho por ciento en el reino de Valencia»[57].

La expulsión de los moriscos produjo los desastrosos efectos económicos que se preveían. Es posible que el fisco perdiera la mitad de sus ingresos. Muchos nobles valencianos cuyas tierras cultivaban aparceros moriscos protestaron por la medida. El gobierno los apaciguó prometiéndoles los bienes de los expulsados y facilidades para traer colonos de otras tierras.

Los moriscos valencianos cultivaban caros productos de regadío, especialmente caña de azúcar. También había numerosas comunidades en Murcia, casi todas dedicadas al lucrativo cultivo de la seda. Algunas regiones tardaron siglos en reponerse de la sangría económica que supuso la expulsión, especialmente en algunas zonas de Aragón, donde los moriscos representaban cerca del cincuenta por ciento de la población agraria.

Por el contrario, la afluencia masiva de individuos técnica y culturalmente más avanzados revitalizó la economía del Magreb. En Túnez se establecieron unos ochenta mil procedentes de Castilla y Andalucía que solo hablaban castellano. En Argelia se asentaron unos cien mil moriscos valencianos que contribuyeron poderosamente al progreso del país.