40. LA GUERRA DE GRANADA

En el siglo XV, Castilla había reanudado esporádicamente la reconquista. Cayó Antequera; cayeron Jimena y Huesear; cayó Huelma poco después, y, finalmente, Gibraltar. En Granada crecía el descontento contra un gobierno incapaz de defender las fronteras. La plebe rechazaba la dura realidad: Granada no podía soñar ya con equilibrarse militarmente con Castilla. Tarde o temprano, los castellanos les arrebatarían sus casas, sus huertos, sus emparrados y sus moreras. En una reacción típicamente fundamentalista (que algunos creen observar también en el islam actual), la impotencia frente a la superioridad cristiana los llevó a refugiarse en una fe fanática. A la larga les fue peor. La relativa tolerancia hacia los cristianos avecindados en Granada, muchos ellos cautivos, se transformó en creciente opresión.

En Castilla se divulgó que los moros maltrataban a los cautivos cristianos. Los nobles y prelados más belicosos plantearon la necesidad de conquistar Granada de una vez por todas. Con las predicaciones de clérigos exaltados, los partidarios de la conquista aumentaron. Solo faltaba un pretexto para reanudar la guerra.

En 1481 el sultán Muley Hacen se lo sirvió en bandeja a los cristianos cuando se negó a pagar el tributo y rompió las treguas conquistando por sorpresa el castillo de Zahara. La leyenda asegura que rechazó al recaudador cristiano arrogantemente:

«Dile a tu rey que Granada ya no acuña moneda para pagar a cristianos; antes bien forja espadas y lanzas para combatirlos».

A lo que el rey Fernando el Católico respondería:

«He de arrancar uno a uno los granos de esa Granada».

Inevitablemente, la guerra de Granada se tiñe de romanticismo, después de que Washington Irving y los escritores de su tiempo pasaran por ella.

Es falsa, naturalmente, la leyenda que atribuye a la reina católica la promesa de no cambiarse de camisa hasta que conquistara Granada[54].

Y Castilla atacó Granada. En realidad, los granadinos llevaban tres siglos soportando expediciones cristianas que les saqueaban y talaban la vega, pero después, en cuanto llegaban los fríos, levantaban sus tiendas y se marchaban. Los Reyes Católicos llegaron esta vez para quedarse y estrecharon el cerco hasta que el hambre y el desaliento hicieron mella en la ciudad nazarí. Los granadinos comenzaron a desmoralizarse cuando comprendieron que esta vez los cristianos estaban decididos a conquistar Granada, aunque tuvieran que rendir uno a uno los castillos y las ciudades fortificadas.

A la postre, se impuso la superioridad militar de Castilla tras una guerra de desgaste y de asedio que se prolongó durante diez años. Para debilitar a los moros, los cristianos atacaron sus fuentes de subsistencia. Invadían el territorio y lo saqueaban al tiempo que talaban los árboles, incendiaban las mieses, destrozaban las norias y las acequias y, en fin, destruían todo lo que no podían llevarse, mientras los moros refugiados detrás de las murallas de sus castillos y ciudades asistían impotentes al estropicio.

Fernando planeó la conquista de Granada con metódica astucia (no en balde Maquiavelo lo tomaría como ejemplo en su ensayo El Príncipe). Primero fomentó las rencillas internas de la familia real granadina y las banderías que se disputaban el dominio del reino. Los Zegríes apoyaban al sultán Muley Hacen empecinado en amores extraconyugales con la bella Soraya; los abencerrajes apoyaban a la sultana Aixa, la esposa engañada. La sultana no cejó hasta que su hijo mayor, Boabdil, se rebelo contra el padre e intentó arrebatarle el trono. Al final resultó un juego a tres bandas: por una parte, el sultán, que quiere conservar su trono; por otra, su hijo Boabdil y su hermano el Zagal, que, cada cual por su cuenta, quieren arrebatárselo. Y el zorro de Fernando, atento a la jugada, apoyando a la parte más débil contra la más poderosa.

Boabdil, el hijo de Muley Hacen, se rebela contra su padre con el apoyo de los abencerrajes, pero el sultán recupera Granada con la ayuda de los zegríes. Entonces el Zagal, lo depone, apoyado por el clan de los Venegas. Muley Hacen, fortificado en la Alhambra, resiste. En esto, Boabdil, el hijo, es capturado por los cristianos en la batalla de Lucena, pero Fernando lo libera para que siga incordiando a su padre y a su tío.

Muley Hacen y el Zagal se unen contra Boabdil demasiado tarde, cuando ya el joven les ha ganado la partida. Muley Hacen hace lo único que le queda por hacer, morirse. El Zagal, desanimado, arroja la toalla y se retira a vivir a Tlemcen, Marruecos. Boabdil, ya sultán indiscutido, se instala en la Alhambra.

Según su tratado secreto con los Reyes Católicos, en el que se declaraba vasallo de Castilla, Boabdil debía entregar la ciudad en cuanto la recuperara, pero el pueblo estaba tan exaltado que temió que lo lincharan si intentaba traspasar la ciudad a los odiados reyes de Castilla. En vista de que no cumplía lo pactado, los Reyes Católicos arreciaron la guerra contra su vasallo felón.

En vísperas de la caída de Granada, se desploma la frontera. A lo largo del mes de junio de 1492 capitulan Íllora, Moclín, Colomera y Montefrío. En pocos días Granada pierde el escudo de fortalezas que protegía la vega. La caída es solo cuestión de tiempo.

Los Reyes Católicos asedian la capital. Construyen un campamento permanente, casas de adobe y piedra, la ciudad de Santa Fe.

Los moros contaban con caballeros de buenos linajes, profesionales de la guerra, con mercenarios africanos (llamados zenetes, gomeres, o de otras maneras, según su origen tribal), y con voluntarios de la fe, los muhaidines, alistados en lejanos países para la guerra santa. A éstos los llamaban fronterizos o zegríes (de tagr, frontera). No obstante, se trataba de un ejército medieval, con todas sus limitaciones, que, a la larga, tenía que sucumbir ante el cristiano, más potente. A lo que hay que sumar la inteligencia práctica de Fernando el Católico, que fue introduciendo, a lo largo de la guerra, una serie de reformas hasta constituir un ejército moderno.

A la tradicional milicia medieval, formada por los estamentos sociales del reino, tropas reales, mesnadas nobiliarias (de órdenes militares, nobles y prelados) y tropas de ciudades y villas, se fueron añadiendo cuerpos especializados, intendencia, sanidad y, sobre todo, artillería de asedio, el arma decisiva de la guerra de Granada.

La artillería inaugura la guerra moderna, aunque quizá sea más razonable suponer que la guerra moderna comienza un cuarto de siglo antes, con la caída de Constantinopla. Al principio de la guerra, en 1479, los Reyes Católicos tienen en nómina solamente cuatro artilleros; seis años más tarde ya son noventa y uno. Fernando emplea técnicos borgoñones, bretones y aragoneses que construyen y manejan lombardas y ribadoquines e instruyen en el oficio a los técnicos castellanos. El parque cristiano supera las doscientas bombardas.

Castillos como los de Cambil y Alhabar, que antes resistían fácilmente los asedios, capitulan en pocas horas tras un bombardeo artillero. Escuadrones de espingarderos, un antecedente de la fusilería, causan estragos con el fuego concentrado de sus armas.

En Granada, la población está dividida entre palomas y halcones: unos quieren entregar la ciudad a cambio de que se respeten sus bienes; otros, quieren resistir a ultranza. Al final Boabdil impone a los halcones el hecho consumado de que ya ha perdido la Alhambra. Para ello entrega secretamente a los cristianos el castillo y las torres principales. Cuando amanece y los sorprendidos granadinos ven ondear el pendón de Castilla sobre la alta torre de la Vela, hasta los más reticentes halcones se rinden ante la evidencia y admiten que no tiene objeto resistir. Claman venganza, pero transigen (algunos, quizá, con alivio).

La capitulación se firma el dos de enero de 1492. Boabdil y los suyos abandonan la Alhambra para trasladarse a las tierras que los Reyes les han concedido en las Alpujarras.

En las cercanías de Granada existe una eminencia llamada El suspiro del moro, desde la que se contempla la ciudad. Allí es donde la leyenda asegura que Boabdil volvió la cabeza a catar con la mirada todo lo que dejaba atrás y, sin poderse contener, rompió a llorar. Entonces dicen que su madre, la noble Aixa, le dijo:

«Llora, llora como mujer por lo que no has sabido defender como un hombre».

España era nuevamente cristiana, toda ella, como ocho siglos antes, en tiempos de los godos. Con una pequeña diferencia: quedaban dos numerosas comunidades que no eran cristianas, los judíos y los moros.