En la frontera, estable durante varias generaciones, a pesar de las tensiones intermitentes, una serie de útiles instituciones comunes median en los pleitos que afecten a individuos de una y otra comunidad.
Permitamos la licencia de que ellos mismos se presenten:
«Soy el caballero don Pedro Machuca. Procedo de un limpio linaje ennoblecido por el rey. Un antepasado mío, don Vargas, se distinguió en el cerco de Jerez porque se le rompió la espada durante la batalla pero él siguió matando moros con una rama que desgajó de un olivo. El rey lo vio y lo animaba diciéndole: “¡Machuca, Vargas, machuca!” y de ahí nos vino el apellido y la nobleza. Además de caballeros de linaje, como yo, en el ejército real hay también caballeros de cuantía, como llamamos a los villanos que ascienden de estado a cambio de comprometerse a costear el caballo y las armas necesarias. Incluso hay algunos caballeros que se han encabalgado, simplemente matando a un enemigo montado, arrebatándole la montura y aceptando la vida y las obligaciones de un caballero. De todo hay. Lo que nos nivela es la muerte, que es la solícita compañera del caballero. Hay que estar dispuesto a darla y a recibirla con espíritu sereno. Un pariente mío, Pero Afán de Ribera, le comunicó a su señor la muerte de su hijo Rodrigo, en el cerco de Setenil, el año 1407, con estas palabras: “Señor, a esto somos acá todos venidos, a morir por servicio de Dios, e del rey e vuestro. E la fruta de la guerra es morir en ella los fidalgos. E Rodrigo, si murió, murió bien en servicio de Dios e del rey mi señor e vuestro. E pues él avía de morir, no podía él mejor morir que aquí”»[53].
«Me llamo Miguel de Pegalajar y soy almogávar u hombre del campo. También me podéis llamar adalid o almocadén, que a mí me va a dar igual. Vivo de la guerra en la frontera. Sé hablar la algarabía de los moros. Conozco el terreno, los caminos, los vados, los pasos de las montañas. Sé luchar con espada, con cuchillo, con lanza o a cuerpo limpio. Sé ballestear, sé preparar celadas, sé dónde hay que apostar las velas, guardas y escuchas para vigilar el territorio; sirvo de guía a las huestes cristianas en sus cabalgadas, conozco los castillos de los moros y sé por dónde hay que asaltarlos. He participado en más de veinte algaradas. Algunas veces entro en tierra de moros con otros compañeros y robo ganados o cautivos que luego vendo en tierras cristianas, reservando un quinto de la ganancia para el rey. Hay que vivir».
«Me llamo Juan de La Guardia y soy alcalde de moros y cristianos. Mi trabajo consiste en hacer las paces con los alcaldes moros del otro lado, guardar las lindes, repartir los pastos y la leña de la tierra sin dueño, devolver al suyo los ganados extraviados y, en general, cuidar que haya paz y que nadie haga daño a nadie, lo que no siempre es fácil, porque en la frontera vive gente muy airada y de armas tomar como ese Miguel de Pegalajar que habéis conocido».
«Me llamo Simón Abrabaden y soy alfaqueque. Tengo licencia del rey y del sultán para pasar la frontera acordando tratos de uno y otro lado, favoreciendo el comercio, acompañando viajeros y frailes que acuden a rescatar cautivos. Cuando los de un lado roban ganado o personas, hablo con mis colegas los alfaqueques moros, localizo el paradero y me informo de cuánto piden por ellos. Este trabajo no es fácil. Algunas veces sospechan que también somos espías y nos retiran el salvoconducto».
«Me llamo Antón de Alcalá y soy fiel del rastro, o sea un rastreador capaz de seguir sobre el terreno las huellas de cuatreros y reses, hasta indicar el destino final de las presas. Supongamos que una patrulla de almogávares moros ha entrado en los términos de mi pueblo y se ha llevado nueve vacas y al pastorcillo que las cuidaba. Yo sigo el rastro hasta las lindes de mi concejo y al llegar a ellas se lo traspaso a los fieles del rastro del concejo vecino que, a su vez, lo siguen hasta los límites del concejo siguiente. Así se va siguiendo el rastro hasta que se pierde dentro de tierra de moros. Ahora es el alcalde de moros y cristianos el que traspasa el rastro a su colega del otro lado, al fiel del rastro moro, para que localice el paradero de lo robado. Cuando se averigua, un alfaqueque media para que se pueda rescatar pagando una indemnización, lo que no siempre ocurre, claro, pero al menos se intenta. También servimos en la guerra. Los rastreadores observamos las huellas y establecemos el número de enemigos, la dirección y la velocidad de la marcha, el peso (por ejemplo, si van cargados con botín) y hasta si sospechan que los seguimos (para simular las huellas algunos caminan de espaldas; en este caso tienen el tacón profundo y la planta irregular para despistar —la pisada arrastra pequeños residuos en la dirección del movimiento— o buscan terreno pedregoso). Por las hogueras y las heces humanas sabemos el tiempo que hace que se han detenido en un lugar. Observando la huella de un pie calzado podemos determinar la persona; la velocidad (si se mueve deprisa, deja huellas profundas y muy separadas); el tiempo transcurrido (las pisadas recientes en terreno blando no tienen residuos en su interior, pero a medida que pasa el tiempo se secan los bordes y dejan caer tierra en la parte aplanada); si son pisadas de mujer (suelen ser más pequeñas y leves y ligeramente vueltas hacia dentro). Cuando se corre se deja una pisada muy honda en la punta y superficial en el tacón. Por la hierba pisada se la dirección de la marcha, porque la hierba se dobla hacia ella; también se interpretar el barro de la suelas que queda sobre las piedras, los roces en los árboles, las telarañas rotas, las hojas caídas o vueltas que exponen su envés oscuro, las piedras removidas que tienen la cara más oscura al aire… Incluso puedo deducir la clase de herida que lleva un fugitivo observando los rastros de sangre que deja: si es rosada o espumosa procede de los pulmones; si hiede, procede del vientre.
»Yo observo el campo con el viento de cara y recibo sonidos y olores. Si tengo el viento de espalda, mis olores y mis sonidos van al rastreador enemigo».
«Me llamo Mohamed Jalufo. Soy elche o tornadizo. Nací cristiano pero en 1482 me cautivaron unos almogávares moros y estando en cautividad me convertí a la secta de Mahoma. Algunos elches gozamos de la confianza de nuestros amos e incluso ocupamos puestos importantes en la administración o en el ejército. Si los cristianos toman Granada, como parece que pretenden, me espera un porvenir incierto porque la Inquisición me puede quemar por hereje. Algunas cautivas cristianas tienen hijos de sus dueños moros. El sultán Abul Hassan Alí se casó con una de ellas, llamada Cetí, originaria de Cieza, Murcia, y convertida al islam.
»No hay que confundir los elches con los enacidos, que son cristianos que se fingen musulmanes para espiar en territorio islámico y causar daño a los creyentes. ¡Mahoma los confunda!».
«Me llamo Alonso Lapena. Salí al campo a buscar espárragos cerca de Los Villares y en mala hora lo hice porque me cautivaron los moros. De eso hará cinco años. Me vendieron en el mercado y desde entonces sirvo como esclavo a un moro (también hay moros cautivos de cristianos, pero eso no me consuela). Los cristianos cautivos en Granada somos varios miles. Durante el día nos hacen trabajar. La noche la pasamos en mazmorras subterráneas a las que se entra por un agujero del techo. Algunos pertenecemos al Estado y otros a particulares. A veces nuestro dueño nos vende a otro moro que tiene un familiar cautivo en tierra cristiana para que nos pueda intercambiar. También hay frailes de la Merced que nos liberan después de pagar un rescate. Yo, después de todo, no me quejo. Los cautivos más desgraciados son los de Ronda porque allí el trabajo del esclavo es agotador: todo el día subiendo pellejos de agua del río a la ciudad por una escalera interminable. Hay una maldición que dice: “Así te mueras en Ronda, acarreando zaques”. Algunos cautivos se convierten al islam por mejorar su condición, los elches, pero yo no soy de ésos».
«Soy Manuel de Villamanrique. Maté a un vecino que miraba más de la cuenta a mi mujer, en Carrión de los Condes, y la justicia real me dio a escoger entre ahorcarme como a un perro o purgar mi pecado sirviendo al rey en la frontera contra el moro. Los moros también tienen homicianos, además de algunos voluntarios fanáticos que vienen de África para la Guerra Santa o yihad en los ribats o castillos-convento de la frontera. No me quejo. Aquí la vida es dura, pero uno puede también hacer fortuna si le echa valor. Además perdí de vista a mi mujer, que ya me tenía un poco harto. No sé con quién andará ahora la menguada.»
A lo largo de la frontera, tanto los moros como los cristianos disponen de una red de comunicaciones para avisar a la población en cuanto se detectan merodeadores enemigos. Como dice el romance:
has adargas avisaron
a las mudas atalayas;
atalayas, a los fuegos;
los fuegos, a las campanas.
Es la cadena de la alarma. Las adargas son los escudos de cuero bruñido del enemigo. Sus destellos al sol los delatan, los vigilantes o atalayas dan rebato, o sea, la alarma, encendiendo fuego en sus braseros para avisar con señales de humo. Los pueblos repican las campanas para que todo el mundo se ponga a salvo, los que están trabajando en el campo, tras los muros de la ciudad o en la albacara, antes de que llegue el enemigo, sea cristiano o moro.
La albacara es un refugio de fortuna, en algún risco, en el que se resguardan personas con sus ganados hasta que pasa el peligro. Sirve, sobre todo, para defenderse de las incursiones de pequeñas partidas de almogávares, gentes de frontera a mitad de camino entre bandido y mercenario, que entran a robar y saquear y se retiran rápidamente antes de que los atajen los almogávares del bando opuesto.
La resistencia de un castillo al asedio depende de ciertas condiciones objetivas como el estado de sus reservas de agua, alimentos y municiones. Un texto del siglo XIII las enumera:
«acerca de aquellas cosas que son necesarias para el fundamento de un castillo en tiempo de asedio, o encamisada, o guerra muy próxima hice aquí consignar algunas cosas de aquello que yo aprendí y vi.
»Pues deben guardarse allí en el castillo muchos víveres, muchas armas y guarniciones, y todos los pertrechos de casa y cocina; a saber, todo lo escogido por hombre prudente. Además, para abastecer un castillo son muy útiles y convenientes todas aquellas cosas que el largo tiempo no consume; siempre sean guardadas de modo conveniente como pimienta, aceite vinagre y cera para hacer las cuerdas de las ballestas y sal goma como sal de Córdoba.
»Además deben guardarse allí, hierro en abundancia y mucho cáñamo y mucha lana sin lavar, y mucha estopa y mucha cantidad de paño de lino, así nuevo como ya viejo para curar a los heridos. Además téngase un médico cirujano, con todos los instrumentos necesarios a su arte y enüentos y emplastos, y un ballestero con los instrumentos propios de su oficio, y un carpintero y un maestro de obras con los suyos y un arquitecto.
»Guárdese allí mucha tea y mucha cera, y muchas linternas, y muchos hierros que sacan fuego de las piedras, con todos sus pertrechos. Hay allí muelas de mano y ciertos molinos con tornos de hierro, que muelen mucho trigo con fuerza de pocos hombres, y pez de alquitrán y pez griega. Además, miel, sebo y tocino, y almáciga (goma de lentisco). Y haya allí mucha pez y muchas cuerdas y mucho plomo y muchas cadenas.
»Y haya allí sótanos en los cuales estén seguras todas estas cosas y que todos los víveres se encuentren a salvo de golpes de trabuquetes y mangoneles».
La catapulta o mangonel (mandjanik) recibe su fuerza motriz de la torsión de unas cuerdas y de la flexión de unas ballestas, un mecanismo complicado, lento de armar y de limitada potencia porque solo arroja piedras de pequeño tamaño a una corta distancia. En los albores del siglo XIII la sustituye el trebuquete, una máquina desarrollada en Tierra Santa, durante el siglo XII, mucho más simple, rápida, precisa y sobre todo, más potente. El trebuquete basa su potencia en la caída de un enorme contrapeso situado en el extremo de una larga viga, preferentemente un flexible tronco de palmera. El contrapeso, que suele ser un cajón basculante lleno de piedras o de sacos terreros, al liberarse, imprime a la viga un movimiento similar al del brazo cuando lanza una piedra. En el asedio de Jaén, en 1243, tanto sitiados como sitiadores usan trebuchet (así lo escribe la Crónica de Ávila). El trebuquete se carga con una piedra de hasta medio metro de diámetro o, a veces, un cadáver infestado si se pretende provocar una epidemia en la plaza sitiada, un antecedente de la guerra bacteriológica.
En los largos periodos de paz, se establece una relación de vecindad cordial. Hemos mencionado que los cristianos invitaron a bodas al alcaide moro de la plaza fuerte fronteriza de Cambil y Alhabar, lo que no impidió que, a los pocos meses, intentaran arrebatarles los castillos, les devastaran la tierra y les degollaran algunos atalayas, que lo cortés no quita lo valiente.
Aprender el viejo oficio de la guerra y sus técnicas complejas no siempre resulta fácil. Algunas veces fracasan las negociaciones de los alfaqueques, y los almogávares tienen que cautivar moros con los que hacer el trueque. En el archivo de Jaén se conserva una carta que el alcaide moro de Cambil envía a los regidores de Jaén, en octubre de 1480, sobre uno de estos casos. Dice así:
«Mucho honrados y esforzados cavalleros: vuestra carta recebí de esta verdad que tomaron mis moros esos dos christianos por el moro que allá me tenéis. Si enviar moro, luego enviar a los christianos. Saludar al concejo».
También se dan casos de cautivos que reniegan y se resisten a volver con sus familias, como demuestra esta otra carta que envía en 1480 el concejo moro de Colomera al concejo de Jaén sobre un cautivo tornadizo que rehúsa regresar con los suyos:
«Señores: recibimos los dos moros que vosotros nos enviastes, e luego vos enviamos los tres christianos vuestros. E sabed, honrado concejo e caballeros, que el un mozo se tornó moro, e nosotros ovimos mucho pesar de ello, e le diximos que fuese con sus compañeros, e no quiso. Mandad que venga su madre e parientes aqui a Colomera e travajen con el mozo para que se vaya con ellos, y nosotros lo dexaremos yr. Y vengan los que vernan seguros».