¿Qué novedades aportaron almorávides y almohades a la alimentación andalusí? Cayeron los reinos de taifas, con sus cortes de algodón y papelina, y llegaron los austeros hombres del desierto, pero la berenjena y la alcachofa conservaron su liderazgo en el viaje de los bordados manteles libertinos a los toscos tableros fundamentalistas, sin más amenaza que la del espárrago y la lechuga, que recuperaban el aprecio.
Los bereberes llegados del Magreb eran muy polleros y conejeros; se conoce que ya estaban hartos de la cecina de camello y de la cabra correosa secada al sol. Al principio se pirraron por el pollo con salsa de almendras, cilantro y especias, pero luego, cuando sucumbieron por completo a los refinamientos del país y descubrieron los placeres del colchón, solo querían comer zirbaya: un pollo o ave tamaña, macerada en una salsa de aceite, vinagre, sal, pimienta, canela y azafrán y asada lentamente. Cuando está casi a punto, se embadurna con una salsa espesa de agua de rosas, almendras majadas y algo de azúcar.
Podemos imaginar que, en la víspera de la batalla de Alarcos, el emir Yaqub al-Mansur cenó un conejo campestre, manchego, de siete libras cumplidas, asado al horno con relleno de pan y especias y de postre media docena de buñuelos plegados, de esos que se ahuecan en la sartén y por eso se llaman «esponja» (isfanch), y otra media docena de buñuelos de queso, de los que se siguen haciendo en Jerez de la Frontera, los famosos muchabbana, que se han españolizado en «almojábana». Al levantarse de la mesa, al-Mansur se palpó la panza prieta y proclamó: «Barrunto que mañana tendremos una jornada gloriosa».
Al-Nasir, el hijo mediocre y tartaja del gran Yaqub, se consoló del descalabro de las Navas de Tolosa comiendo en la alcazaba de Jaén (donde se había acogido después del desastre) el afamado asado de carnero a la moda de allí, con puré de membrillo de las huertas del Guadalbullón y una salsa en la que entraban alcaravea, cilantro, cebolla, vinagre y agua del manantial de la Malena. Antes de servirla, se la espesaron con huevos y se la espolvorearon de pimienta y azafrán. Al-Nasir, emocionado, dejó escapar un suspiro y atacó el asado, que era para dos, sin convidar a su visir. Se ayudaba con la diestra, que hasta entonces había llevado vendada y en cabestrillo.
La mudanza de los tiempos aportó algunos cambios en la cocina andalusí. La influencia culinaria norteafricana de los siglos X-XI, necesariamente limitada, la cocina de cereales tostados insistía en el alcuzcuz o sémola de trigo duro, o qame, que fue labrándose un lugar en el siglo XII junto a las antiguas sopas de pan con caldo de carne. La clave está, como saben bien los soperos, en neutralizar la grasa con garum o con vinagre. Fue una especie de comodín que servía las guarniciones y rellenos de muchos platos. De alcuzcuz aderezado con manteca y aromatizado con nuez moscada, canela y nardo, era el relleno de un famoso cordero al horno. Abu Mohamed al-Adil le perdonó la vida a un sargento murciano que tenía fama de prepararlo como nadie. Abd al-Kader Habib, que así se llamaba el miliciano, se esmeró (la vida le iba en ello) y presentó al emir una bandeja con el relleno en el centro y la carne trinchada en trocitos alrededor.
Por las mentadas ordenanzas municipales de Sevilla, siglo XII, nos hacemos una idea de los fraudes que, ya entonces, aquejaban el mundo de la alimentación. A pesar de la vigilancia del almotacén, los tenderos trucaban los pesos, daban gato por liebre, metían más grasa de la permitida, añadían agua a la leche, disimulaban higos de mala calidad debajo de los buenos, y cometían otras trapacerías que no han perdido vigencia y resisten al paso de los siglos, a las normas gubernativas y a las asociaciones de consumidores. «Las perdices y las aves de corral degolladas» —leemos en la ordenanza 112— «solo se venderán con la rabadilla desplumada, para que puedan distinguir las pasadas y echadas a perder de las buenas»; «Los recoveros tendrán delante unos cacharros llenos de agua para que el cliente pueda distinguir los huevos buenos de los podridos», dispone el artículo siguiente.
La prohibición del vino y las penas a los borrachos iban ya en serio, no como en los dorados tiempos del califato. «No se vendan muchas uvas a quien se sospeche que las va a exprimir para hacer vino. Vigílese este asunto» —ordenanza 129—; «que los barqueros no pasen a nadie con envases de comprar vino a donde los cristianos» —se refiere a la comunidad mozárabe establecida en Triana, al otro lado del río—, «y si se coge rómpasele el envase» —ordenanza 204—. «Deberá prohibirse a los vidrieros que fabriquen copas destinadas al vino, y lo mismo a los alfareros» —ordenanza 116—. En la ordenanza 124 leemos: «Las salchichas (mirkas) y las albóndigas (asfida) han de hacerse de carne fresca y no con carne de animal enfermo o muerto sin degollar, porque esta sea más barata». La palabra mirkas (hoy mergaz en el Magreb) es de origen hispánico, lo que delata que se trata de una venerable receta de chorizo en la que la oveja ha sustituido al cerdo. Los otros ingredientes son manteca, especias, ajo, vinagre y sal.
En la ordenanza 127 leemos: «Las cazuelas de cobre de los que hacen harisa, así como las sartenes de los buñoleros y freidores no han de estar estañadas, porque el metal en contacto con el aceite cría un cardenillo venenoso».
La harisa se convirtió en uno de los platos más populares de al-Andalus, de los que se vendían en puestos callejeros. Era un guisado de trigo y carne picada (carnero o pollo), con una salsa de la grasa que hubiera a mano (manteca o mantequilla) espesada con harina. También se hacía con migas de pan blanco o sémola expuestas al sol y fermentadas.