En la Baja Edad Media la sociedad cristiana estaba rígidamente estamentada en tres clases sociales, dos de ellas improductivas (los pugnatores, que eran los nobles y caballeros, y los oratores o clérigos) y una tercera productiva que mantenía a las otras dos, la de los siervos (llamados solariegos en Castilla y payeses de remensa en Cataluña).
Los siervos estaban vinculados a la tierra casi como los antiguos esclavos, aunque los había en régimen de behetría, que tenían derecho a escoger señor.
La inmensa mayoría de la población pertenecía a esta clase desfavorecida de campesinos o pastores que habitaban en chozas miserables y se rompían el espinazo trabajando de sol a sol tierras del señor o del monasterio. Incluso los que eran libres y podían labrar su propio pegujal apenas alcanzaban para mantenerse a un nivel de pura subsistencia después de pagar los impuestos. Además de la contribución anual, pagadera en especie (pecho o martiniega), estaban obligados a trabajar para el señor un número de días en el campo (sernas), en las carreteras (fazendera), en los castillos (castellana) y a hospedar a sus tropas o criados (alberga), a alimentarlos (yantar) y a llevar y traer correos (mandadería). En resumen, que estaban bien fastidiados y se deslomaban para sustentar el boato y el gasto de los oratores y los pugnatores, cuyas coartadas respectivas eran velar por los intereses espirituales o por la defensa de la comunidad.
El siervo que deseaba mejorar de estado se ofrecía como colono para repoblar las tierras conquistadas al moro, donde los reyes fundaban pueblos libres o concejos a los que concedían fueros ventajosos.
Estos colonos del rey (realengo) sufrían la contrapartida de vivir peligrosamente. Cuando salían a labrar los campos, andaban con un ojo en el surco y otro en la estaca, por si llegaba el moro.
Es muy natural que el clero y la nobleza se prestaran mutuo apoyo e hicieran lo posible por mantener sus privilegios. También es natural que estas clases improductivas justificaran sus prebendas resaltando los aspectos menos atractivos de sus respectivas ocupaciones. En la Crónica de don Pero Nuño los militares describen su vida dura y difícil en estos términos:
«Los de los oficios comunes comen el pan folgando, visten ropas delicadas, manjares bien adobados, camas blancas, sahumadas; échense seguros, levantándose sin miedo, fuelgan en buenas posadas con sus mugeres e sus hijos, e servidos a su voluntad engordan grandes cervixes, fazen grandes barrigas, quiérense bien por fazerse bien e tenerse bixiosos».
Por el contrario, los pugnatores que luchan contra el moro
«¿Qué galardón e que honra merescen? No, ninguna. Los cavalleros, en la guerra, comen el pan con dolor; los bixios della son dolores e sudores: un buen día entre muchos malos. Pónense a todos los trabaxos, tragan muchos miedos, pasan por muchos peligros, a oras tienen, a oras non tienen nada. Poco vino o no ninguno. Agua de charcos e de odres. Las cotas vestidas, cargados de fierro; los enemigos, al ojo. Malas posadas, peores camas. La casa de trapos o de hojarascas; mala cama, mal sueño. —¡Guarda allá! ¿Quién anda hay? —¡Armas, armas!, al primer sueño, revatos. Al alba, trompetas. —¡Cabalgar, cabalgar! —¡Vista, vista, la gente de armas! Esculcas, escuchas, atalayas, atajadores, algareros, guardas, sobreguardas. —¡Helos, helos! —No son tantos. —Sí, son tantos. —¡Vaya allá! —¡Torne acá! —¡Tornad vos acá! —¡Id vos allá! —¡Nuevas, nuevas! —Con mal vienen estos. —No traen. —Sí traen. —¡Vamos, vamos! —¡Estemos! —¡Vamos! Tal es su oficio, vida de gran trabajo, alongados de todo vicio […]. Que mucha es la honra que los cavalleros merescen, e grandes mercedes de los reyes, por las cosas que dicho he».
En el seno de la Iglesia, cuyos miembros son muy numerosos, se reproducen también las clases sociales del mundo laico: los grandes dignatarios (obispos, abades) proceden de la nobleza. Muchos entienden más de armas y caballos que de latines y gorigoris litúrgicos. Viven como grandes señores, mantienen amantes o barraganas y se les conocen hijos naturales a los que, a veces, dejan en herencia obispados y abadías. A un nivel inferior están los curas de a pie, el proletariado eclesial, que proceden del pueblo y son casi tan ignorantes como él, curas de misa y olla que no aspiran a un ascenso. Finalmente están los monasterios, que son sociedades en pequeño. Probablemente el abad pertenece a la nobleza y vive como un gran señor, pero los últimos legos de las cocinas o los que labran el campo no están mejor que los siervos de una casa nobiliaria.
Con todo, en la Iglesia existe una minoría ilustrada que mantiene y transmite, censurado, el legado cultural del mundo antiguo, como una lamparita que apenas alcanza a iluminar el vasto océano de tinieblas de una mayoría analfabeta, en la que también se incluyen nobles y aun reyes. En este sentido, la apertura del camino de Santiago, que recorre Francia y los reinos cristianos de España, constituye un propicio cauce por el que la cultura medieval, especialmente representada por las órdenes francesas de Cluny y del Císter, fertiliza los secarrales españoles y prepara el camino para otras instituciones más hispánicas, especialmente los frailes franciscanos y dominicos. Hay también sucursales de las órdenes militares más prestigiosas, los Templarios y los Hospitalarios, monjes guerreros a imitación de los voluntarios de la fe islámicos, que inspiran otras órdenes específicamente peninsulares (Calatrava, Alcántara, Santiago y Avís).
La cultura laica comienza su vacilante andadura en el siglo XIII desde las universidades de Castilla (Palencia) y León (Salamanca), pero, no obstante, durante toda la Edad Media se mantiene casi permanentemente sometida a la Iglesia.
Dentro de la aristocracia existen magnates o riscoshombres, grandes señores con enormes propiedades y capacidad para mantener un pequeño ejército personal. Los que se llevan bien con el rey son sus consejeros y él los distingue con honores y mercedes. Los no tan nobles, ni tan ricos, son fijosdalgo (hijos de algo), infanzones en Castilla y mesnaderos en Aragón, vasallos de los grandes señores a los que asisten en la guerra.
Después del siglo X, la pequeña nobleza crece con la incorporación de los caballeros, es decir, con los que tienen hacienda suficiente para mantener un caballo, que entonces valía un buen dinero. Todos estos pugnatores están obligados a participar en las campañas guerreras (fonsado). La campaña puede ser larga, de muchos días (hueste); o mera incursión saqueadora (cavalcada).
A las clases sociales tradicionales hay que agregar dos apéndices importantes: los moros y judíos de los territorios conquistados. En las ciudades más importantes estas minorías disponen de barrios propios, aljamas o juderías y morerías, que gozan de cierta autonomía. Todavía la sociedad hispánica es plural. La xenofobia es una actitud más europea que española. Por eso no es sorprendente que Alfonso VI se titule emperador de las Dos Religiones o que el epitafio de Fernando III se redacte en latín, en árabe y en hebreo.
En tiempos de Roma, el Estado central protegía los derechos del ciudadano, pero en la Edad Media la autoridad se ha atomizado entre magnates, obispos y monasterios que funcionan casi autónomamente, administran justicia y cobran sus propios impuestos, a menudo abusivos, por los más variados conceptos (peajes, portazgos, pontazgos, montazgos). Los más débiles se acogen a la dependencia de algún gran señor, con el que establecen vínculos de vasallaje: a cambio de obediencia y tributos, el señor los toma bajo su protección.
Con la conquista de las grandes ciudades musulmanas a partir del siglo XIII (Toledo, Lisboa, Valencia, Córdoba, Sevilla), el mundo cristiano se urbaniza y los concejos o ayuntamientos establecidos en esas ciudades se hacen tan poderosos como muchos grandes señores. Entonces surgen en España las Cortes, asambleas en las que los magnates y los representantes de las ciudades aconsejan al rey y deliberan sobre asuntos de Estado, las primeras formas democráticas europeas.
Con el crecimiento de las ciudades surge también una clase social más libre, los artesanos y mercaderes, de los que se forma, también, una aristocracia urbana, los caballeros ciudadanos o burgueses, germen de la futura burguesía.
También la administración crece en complejidad a medida que aumentan los reinos y se reactiva la economía. El rey es asistido por un canciller, que controla la emergente burocracia (escribientes, cartas, archivos, correspondencia diplomática); por un mayordomo, que administra el palacio y las finanzas reales, y por un alférez (más adelante condestable) o jefe del ejército (senyaler en Cataluña). El rey nombra, además, gobernadores provinciales o merinos (luego, adelantados).