Tras la derrota de las Navas de Tolosa el imperio almohade se deshizo y al-Andalus se desmembró nuevamente en un mosaico de poderes comarcales que quedaban a merced del enemigo cristiano, más poderoso que nunca. En esta coyuntura aparece la figura de Fernando III, un rey activo, prudente, sagaz y ambicioso que se propone conquistar al-Andalus de una vez por todas. Cuando Fernando III ascendió al trono, en 1217, su reino apenas rebasaba los ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados. En 1230 heredó el reino de León, lo que vino a añadir a sus posesiones otros cien mil kilómetros. En veinticinco años de campañas y conquistas casi ininterrumpidas arrebató a los musulmanes cien mil kilómetros cuadrados de fértiles tierras y populosas ciudades regadas por el Guadalquivir.
Fernando III era hijo del rey de León, Alfonso IX, y de Berenguela de Castilla, matrimonio anulado por la Iglesia, lo que determinó que la infancia de Fernando III transcurriera junto a su padre en León. A la muerte del rey de Castilla, Berenguela consiguió que reconocieran como sucesor a su hijo Fernando. No le fue fácil al joven rey mantenerse en el poder, porque una facción nobiliaria se oponía por las armas y, por otra parte, su padre Alfonso IX de León invadió Castilla para combatir a los partidarios de su hijo. Fernando III pacificó su reino y lo hizo prosperar. Un cronista dice que en su reinado no se conoció año malo.
Desde 1214 Castilla estaba en paz con los moros, ocupada cada parte en sus propios problemas internos. En 1223 falleció el califa almohade al-Mustansir sin dejar heredero, lo que encendió una guerra dinástica que aceleró la descomposición del imperio almohade. Al-Adil, gobernador de Murcia, se sublevó y consiguió que muchos magnates andalusíes y africanos lo reconocieran. Había pasado a África para proclamarse califa del imperio, cuando otro aspirante al trono se alzó en armas a su espalda, Abu Mohamed al-Bayasi (el Baezano), al que reconocieron inmediatamente las ciudades del Alto Guadalquivir.
«Las discordias y mortales enemistades, sectas y nuevas rivalidades habían nacido entre los moros», anota el cronista castellano.
Los reinos cristianos aprovecharon la caída del imperio almohade y el surgimiento de nuevas taifas para hacer su agosto. Los aragoneses conquistaron Mallorca y el Levante, Valencia incluida; los leoneses, Mérida y Badajoz. Y los castellanos se llevaron la gran tajada, más de media Andalucía y Murcia.
Fernando III reanudó la reconquista aprovechando que, en aquella hora difícil, los moros no estaban en condiciones de defender sus fronteras. Pero la conquista de Andalucía era empresa ardua. En el pasado las armas castellanas habían sufrido importantes reveses en este intento.
Una de las condiciones necesarias para consolidar cualquier conquista en el sur era aislarlo del Magreb. El único camino para conseguirlo era dominar sus puertos y, en definitiva, las aguas del Estrecho de Gibraltar.
La estrategia de Fernando III repetiría los pasos de su predecesor Alfonso VII, aunque evitando sus errores. Al final de su reinado, Alfonso VII se había propuesto conquistar el sur aprovechando la desintegración del imperio almorávide. Desde 1144 lanzó incursiones más allá de Sierra Morena y llegó a tomar Almería. Pero fracasó en algunos de sus planteamientos: no logró ocupar Jaén, la plaza fuerte de la cabecera del Guadalquivir, imprescindible para asegurar las comunicaciones de Castilla con la tierra conquistada; tampoco repobló debidamente las tierras y ciudades tomadas a los moros; ni logró consolidar sus conquistas antes de que el imperio almohade ocupase, con renovadas fuerzas, el vacío político y militar que dejaban los almorávides. Alfonso VII murió en Sierra Morena bajo una encina del puerto de Fresneda, a las puertas de Castilla, cuando regresaba de una expedición. Todas sus conquistas se perdieron poco después.
Fernando III repetiría el plan con mejor fortuna. Por una parte puso sus ojos en el Guadalquivir, arteria esencial de la región, que llevaría a sus tropas a las más ricas ciudades musulmanas y al mar, y por otra parte en el río Guadiana Menor: remontando su curso y cruzando la hoya de Baza, podría dominar el puerto de Almería, como hizo Alfonso VII. Una poderosa tenaza penetraría en dos direcciones por la tierra de los moros y, llegada al mar, se cerraría a lo largo de la costa privando al-Andalus de todo contacto con el Magreb. Este bien urdido plan falló porque el arzobispo de Toledo, al que el rey había encomendado la penetración por el eje Quesada-Baza-Almería no cumplió su parte.
Además, la ciudad de Jaén resultó un hueso duro de roer y Fernando III, deseoso de conseguirla, aceptó el vasallaje del nuevo rey moro de Granada, Alhamar, lo que, a la postre, suministró un balón de oxígeno a los baqueteados moros andaluces, porque permitió la formación del reino musulmán de Granada dentro de fronteras naturales seguras, un reino abierto al mar y a los teóricos auxilios del norte de África. El último dominio musulmán en al-Andalus prolongó su existencia durante dos siglos y medio, hasta su conquista por los Reyes Católicos.
Para emprender la conquista del sur, Castilla necesitaba establecer una cabeza de puente al otro lado de Despeñaperros; es decir, dominar el reino de Jaén. Este reino, correspondiente aproximadamente a la actual provincia, ha sido, por su situación de paso obligado entre Andalucía y la meseta, una tierra de gran valor estratégico en manos de cuantos se han disputado el dominio de la Península Ibérica. Las batallas de Baécula, las Navas de Tolosa y Bailen dan fe, en tres épocas muy distintas, de la importancia estratégica de la zona.
En 1224 Fernando III atravesó los pasos de Sierra Morena y penetró en al-Andalus, en principio como aliado del rey de Baeza al-Bayasi, que acudió a rendirle pleitesía y le cedió sus propias tropas. Fernando III atacó los territorios que no reconocían a al-Bayasi, tomó la importante plaza de Quesada y asoló el curso del Guadalquivir hasta las cercanías de Jaén, saqueando, cautivando esclavos y talando las huertas. A partir de entonces, los castellanos emprenderían una expedición anual de conquista y saqueo, por primavera o a principios del verano, a tiempo para rapiñar o destruir las cosechas.
En 1225 los cristianos atacaron la región murciana y el Alto Guadalquivir. Al-Bayasi, que unos meses atrás se había visto peligrosamente cercado por las tropas de su rival al-Adil, decidió ponerse definitivamente bajo la tutela de Fernando III. El rey de Castilla lo aceptó por vasallo a cambio de la entrega de sus más poderosas fortalezas en la región: Martos, Andújar y Jaén (esta última condicionada a su eventual recuperación, ya que estaba rebelada). En garantía, una guarnición castellana ocupó —y retuvo para siempre— el alcázar de Baeza. Con la ayuda de los cristianos, al-Bayasi derrotó a su rival al-Adil y mejoró su suerte hasta verse reconocido por casi todos los magnates de al-Andalus. Sin embargo, distaba mucho de ser popular: los nacionalistas andalusíes lo consideraban un traidor aliado de Fernando III que estaba favoreciendo la invasión castellana. Después de tres campañas consecutivas, los castellanos dominaban ya todas las plazas estratégicas del Alto Guadalquivir, a excepción de Jaén, y además se habían asegurado puntos intermedios en Sabiote, Jódar y Garcíez.
Los moros eran conscientes de que sus gobernantes, obsesionados con la idea del imperialismo islámico, solo ambicionaban el califato, cuyo centro de gravedad se situaba en Marruecos, y a esta meta sacrificaban los intereses del al-Andalus, provincia marginal. En este clima de resistencia y desencanto Córdoba se rebeló contra al-Bayasi, y éste tuvo que huir de la ciudad para refugiarse en el castillo de Almodóvar, pero sus perseguidores lo alcanzaron en la cuesta de la fortaleza y allí mismo lo decapitaron.
Cuando al-Adil recibió la cabeza de su rival, en el consabido odre de salmuera, creyó seguramente que sus problemas en la difícil provincia andalusí habían terminado. Pero en medio de la efervescencia política de aquella tierra, agravada por hambres y malas cosechas, solo los proyectos de los conquistadores castellanos parecían encontrar cauce seguro. A al-Adil lo asesinaron al año siguiente, mientras que al-Andalus reconocía a un nuevo pretendiente en su hermano al-Mamún. Aprovechando el desconcierto y la confusión del campo musulmán, Fernando III proseguía implacablemente sus planes de conquista ocupando los lugares fuertes de la loma de Úbeda que domina el primer curso del Guadalquivir.
Tampoco el califato de al-Mamún iba a ser tranquilo. En Murcia apareció un caudillo popular, ibn Hud, al que pronto siguieron muchos partidarios. Al propio tiempo, otro caudillo rebelde, ben Nasir, creaba problemas en Marruecos, y una tercera facción sublevada, la de los hafsíes, amenazaba su autoridad en las tierras de Túnez. Al-Mamún no sabía a dónde acudir. En estas circunstancias Fernando III sitió Jaén, la plaza clave, y arrasó sistemáticamente las huertas y campos de la ciudad. Al-Mamún se vio obligado a solicitar una tregua de un año, que Castilla aceptó a cambio de trescientos mil maravedíes.
Al-Mamún pasó a Marruecos y derrotó a los rebeldes. Este leve respiro apenas mitigaba la impresión de los desastres que ocurrirían pronto en al-Andalus. Arreciaron los ataques cristianos por Extremadura y en 1230 Fernando III sitió Jaén de nuevo. En ello estaba cuando murió el rey de León, su padre y, aunque había designado para sucederle a sus hijas, Fernando III consiguió la renuncia de las infantas a cambio de una renta de treinta mil maravedíes anuales. Con ello el rey de Castilla recibía también León y unía bajo su cetro las fuerzas de los dos reinos.
Casi toda la tierra de al-Andalus estaba ahora en manos del rebelde Ibn Hud. La situación volvía a repetirse. A medida que aumentaba su poder el caudillo andalusí, perdía popularidad. Aben Alhamar de Arjona, un nuevo pretendiente, aglutinaba a los descontentos. Éste sería el último rebelde de al-Andalus y el fundador de la dinastía nazarí de Granada.
En este ambiente de guerra civil y endémico desorden político de al-Andalus, Fernando III lanzó su anual expedición hasta la tierra de Córdoba, asaltó Palma, pasó por Sevilla y sitió Jerez. Los problemas internos y las banderías andaluzas favorecían sus planes. De otro modo, la empresa de la conquista de Andalucía se habría revelado demasiado ambiciosa para las fuerzas de Castilla. La hacienda real tenía que apurar sus arcas para financiar las campañas, particularmente cuando entrañaban el asedio de alguna ciudad importante. Por esta razón encontramos a Fernando III deseoso de pactar treguas que entrañen la entrega de parias o tributos en moneda. La economía de los moros estaba más desarrollada que la de Castilla.
Córdoba, la rica y prestigiosa capital del antiguo califato, cayó en manos cristianas por un audaz golpe de mano. Los fronteros cristianos supieron que la muralla de la Axarquía, el arrabal oriental de la ciudad, estaba desguarnecida y tomaron la muralla mediante un golpe de mano nocturno. Cuando amaneció se habían fortificado en el barrio dispuestos a resistir hasta que recibieran refuerzos de las plazas fronterizas más próximas. Fernando III se apresuró a sitiar la ciudad que tan providencialmente se le ofrecía. Ibn Hud, atacado por los aragoneses en Levante, no pudo acudir en auxilio de Córdoba. La antigua capital del califato, en su día la ciudad más brillante y poderosa de Europa, se entregó a los cristianos el 29 de junio de 1236.
Al año siguiente el gobernador de ibn Hud en Almería, hombre de su absoluta confianza, asesinó a su jefe. La muerte de ibn Hud yuguló la débil tentativa de nacionalismo andalusí y supuso, una vez más, la desaparición de un asomo de poder central suficientemente enérgico como para enfrentarse a los cristianos en aquella hora difícil.
Córdoba arrastró en su caída a todos los pueblos de su fértil región, que se entregaron a Fernando III mediante pactos. Al recibirlos, el rey castellano daba muestras de gran sagacidad política: respetaba las leyes y costumbres de los moros y se aseguraba la colaboración de la población sometida y una saneada fuente de ingresos. Únicamente en ciudades y plazas fuertes militarmente significativas y tomadas por fuerza de armas, se sustituyó a la población musulmana por repobladores cristianos. Por otra parte, la escasa densidad de población de Castilla dificultaba la repoblación de los territorios ocupados.
Desaparecido Ibn Hud, el pretendiente Alhamar de Arjona vio su camino libre de obstáculos y fue reconocido por toda la región oriental de al-Andalus (Granada, Málaga, Almería y Jaén), mientras Castilla acrecentaba sus dominios por las tierras de Córdoba y coronaba felizmente su conquista del reino de Murcia.
En 1244 Aragón y Castilla decidieron los límites de sus respectivas conquistas de Valencia y Murcia. Poco después los castellanos alcanzaron el Mediterráneo por Cartagena. Cumplidos sus objetivos en esta región, Fernando III volvió a fijar su atención en Andalucía, donde un grave obstáculo se oponía tenazmente a sus planes: la ciudad de Jaén.
Después de la caída de Córdoba, Fernando III veía abrirse ante él los llanos ubérrimos del valle del Guadalquivir, que le llevarían, sin graves contratiempos, a Sevilla y al mar. Pero la existencia de una Jaén musulmana en su retaguardia seguía preocupándolo. En palabras de la Crónica general, Jaén era
«villa real y de gran población y bien fortalecida y bien encastillada, de muy fuerte y tendida cerca y bien asentada y de muchas y muy fuertes torres, y de muchas y muy buenas aguas y muy frías dentro de la villa, y abundada de todos los abundamientos que a noble y rica villa conviene tener. Y fue siempre villa de muy gran guerra y muy recelada y de donde venía siempre mucho daño a los cristianos».
En 1245 vuelve Fernando III sobre Jaén para el asedio definitivo. El cerco se prolongó durante todo el invierno y causó gran número de bajas e infinitas penalidades a sitiados y sitiadores. La Crónica de Ávila cuenta una anécdota ocurrida en el cerco que ilustra la fiereza de los combatientes: en el campamento cristiano disputan una partida de ajedrez el abulense San Muñoz y su amigo Tello Alfonso. De pronto, los moros sitiados hacen una espolonada por sorpresa y ponen en apuros a un grupo de cristianos. Otros cristianos acuden raudos a la lucha para defender a los primeros.
Viendo la escena, don Tello Alfonso pregunta a su amigo: «Oye, ¿qué compromiso tienen esos caballeros que fueron en ayuda de los primeros?» San Muñoz los reconoce y responde: «Compromiso ninguno, los unos son los García y los otros son los Blázquez, sus mortales enemigos». Don Tello, no sale de su asombro: «¡Por Dios que no haría yo lo mismo, porque si un enemigo mío estuviese en semejante estrechura me alegraría de que lo matasen y no iría yo a socorrerlo!» San Muñoz casi se ofende al oír a su amigo: «¡Por Dios, don Tello, eso no lo hacen los de Ávila, porque en esta coyuntura ninguno se tendría por vengado con la muerte de su enemigo si no le mata por su propia mano como debe ser!» Don Tello reconoce que los de Ávila están bien acostumbrados.
Alhamar de Granada comprendió que Fernando III no levantaría el cerco sin haber cobrado la plaza. Jaén, estrechamente asediada y falta de recursos, tendría que rendirse por hambre. El astuto Alhamar decidió entregar la plaza en las condiciones más ventajosas y se presentó en el campamento cristiano para ofrecerse como vasallo al rey de Castilla, reconociendo su autoridad. A cambio, entregaría Jaén, pagaría ciento cincuenta mil maravedíes anuales y auxiliaría con sus tropas a Fernando III. Con este trato, Alhamar de Arjona aseguró la supervivencia de su reino dentro de fronteras seguras durante los dos siglos y medio que perduraría la presencia musulmana en la Península Ibérica.
Con Jaén en su poder, Fernando III emprendió la conquista de Sevilla y del resto del Guadalquivir. Aquel mismo año, 1246, los castellanos devastaron los campos de Carmona, Alcalá de Guadaira, el Aljarafe y la campiña de Jerez, como preparación del cerco de Sevilla, al año siguiente.
El asedio de Sevilla duró dieciséis meses. Fernando III, cuya trabajada salud se resentía, llegó a temer que moriría antes de conquistarla. Sevilla cayó el 23 de noviembre de 1248. Con ella se apagaron las últimas esperanzas. Tras dos años de campañas y saqueos, los cristianos liquidaron los centros de resistencia restantes: Jerez, Sidonia, Alcalá y otras grandes ciudades. El fértil Guadalquivir era presa castellana desde su nacimiento hasta el mar. Fernando III había visto coronada su ambición de tantos años. Cuando lo sorprendió la muerte, en 1252, preparaba una expedición a Marruecos para proseguir sus conquistas al otro lado del Estrecho.
«La rápida ocupación militar de Andalucía» —escribe el historiador Gabriel Jackson—, «culminada en solo treinta años, planteó a los conquistadores tremendos problemas políticos y económicos. Habían conquistado unos territorios densamente poblados, con un complejo sistema económico, tanto rural como urbano. Carecían completamente de una artesanía de metales, pieles y tejidos, así como de los conocimientos de botánica y sistemas de irrigación necesarios para mantener el funcionamiento de esta economía. Su mentalidad de soldados los llevaba a esperar la recompensa a sus hechos de armas y muchos consideraban su vida como una emigración permanente del duro clima de la meseta castellana. En los primeros tiempos, tras la conquista, las prósperas explotaciones agrícolas musulmanas pasaron a manos de propietarios cristianos, que esperaban vivir de sus beneficios sin tener que desplazar a la población que las trabajaba. De las ciudades, en cambio, se expulsó a los habitantes musulmanes, en parte como medida de seguridad militar y en parte para conceder bienes raíces a los soldados conquistadores. Esta expulsión de los artesanos y mercaderes moros provocó una terrible decadencia de toda la economía urbana de la España del sur».
De las palabras de Jackson resaltaríamos especialmente las que se refieren a la decadencia de toda una sociedad comparativamente sofisticada, y el traumático desarraigo de la población, cuyas secuelas no mitigaría el tiempo. La falta de cohesión política de Al-Andalus, y la ceguera de sus gobernantes, precipitó su caída en manos de una Castilla militarmente superior. Sin embargo, Castilla se vio incapaz de sostener un esfuerzo bélico continuado por su propia escasez de población y el raquitismo crónico de su economía. La gran virtud de Fernando III fue sacar partido de la descomposición política de al-Andalus para medrar hasta donde en cada ocasión permitían las fuerzas de sus reinos.
La historia del gran rey tiene un epílogo genuinamente castellano: Fernando III subió a los altares en el año 1671. Su cuerpo momificado se venera en la catedral de Sevilla, donde se expone a los fieles una vez al año.