26. EL AMOR Y SUS DERIVADOS

¿Quién se libra de esa dulce locura que prende entre dos personas, lo que llamamos amor? Si juzgamos por los textos, los andalusíes sucumbían fácilmente a «esa dolencia rebelde cuya medicina está en sí misma […], esa dolencia deliciosa, ese mal apetecible», es decir, el amor. El collar de la paloma, tratado sobre el amor compuesto por el cordobés Ibn Hazn hacia 1022, contiene muy bellas páginas. Se trata de un amor puramente platónico, el que emana de la unidad electiva de dos almas eternas que se reconocen y se unen. Leemos:

«La unión amorosa es la existencia perfecta, la alegría perpetua, una gran misericordia de Dios. Yo, que he gustado los más diversos placeres y que he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni el ser algo tras no ser nada, ni el retorno después del exilio, ni la seguridad después de la zozobra, ejercen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa».

Pero, ¡ay!, la sed del amor no se sacia fácilmente:

«He llegado en la posesión de la persona amada a los últimos límites, tras los cuales ya no es posible que el hombre consiga más, y siempre me ha sabido a poco […]. Por amor, los tacaños se hacen generosos, los huraños desfruncen el ceño, los cobardes se envalentonan, los ásperos se tornan sensibles, los ignorantes se pulen, los desaliñados se atildan, los sucios se lavan, los viejos se las dan de jóvenes, los ascetas quebrantan sus votos y los castos se tornan disolutos».

¿Cuáles son las señales del amor?

«Insistencia en la mirada, que calle embebecido cuando habla el amado, que apruebe cuanto diga, que busque pretextos para estar a su lado, que estén muy juntos donde sobra espacio, que se acaricien los miembros visibles a la menor ocasión […], el beber lo que quedó en el fondo de la copa del amado, escogiendo el lugar mismo donde él posó sus labios».

Otros detalles no son menos entrañables:

«Jamás vi a dos enamorados que no cambiasen entre sí mechones de pelo perfumados de ámbar y rociados con agua de rosas […] se entregan uno a otro mondadientes ya mordisqueados o goma de masticar luego de usada».

También en Ibn Hazn encontramos el relato conmovedor de un primer amor y de una primera experiencia sexual:

«Un hombre principal me contó que en su mocedad se enamoró de una esclava de la familia. Una vez —me dijo— tuvimos un día de campo en el cortijo de uno de mis tíos, en el llano que se extiende al poniente de Córdoba. De pronto el cielo se encapotó y comenzó a llover. En las cestas de las viandas no había mantas suficientes para todos. Entonces mi tío mandó a la esclava que se cobijara conmigo. ¡Imagínate cuanto quieras lo que fue aquella posesión, ante los ojos de todos y sin que lo advirtieran! ¿Qué te parece esta soledad en medio de la reunión y este aislamiento en plena fiesta? ¡Jamás olvidaré aquel día!»

Han pasado mil años y los recuerdos de aquel anciano todavía nos conmueven. Cuando ya los protagonistas no son siquiera polvo enamorado, parece que todavía percibimos el olor de la tierra mojada, el acre ahogo de la lana que se va empapando mientras la lluvia rebota en ella como en un tambor, la sal ardiente de los voraces labios y la dulce congoja de los cuerpos abrasados por la pasión.

Hacia el siglo IX, en Córdoba y en otras grandes ciudades andalusíes, encontramos una refinada y hedonista sociedad urbana en la que la relajación de las costumbres era tal que por doquier se escuchaban agoreras advertencias de los rigoristas anunciando la ruina del califato. Uno de ellos escribe, en una carta de pésame a un amigo cuya hija ha fallecido:

«En los tiempos que corren, el que casa a su hija con el sepulcro adquiere el mejor de los yernos».

FRAILES ALCAHUETES

De los textos se desprende que el clero cristiano interpretaba bastante liberalmente los votos del celibato, lo que, por otra parte, no es ninguna novedad ya que los curas pederastas y acosadores sexuales siempre existieron. Es lo que nos sugieren las ordenanzas municipales de Sevilla, compiladas por Ibn Abdun cuando establece que:

«debe prohibirse a las musulmanas que entren en las abominables iglesias de los cristianos porque sus curas son libertinos, fornicadores y sodomitas. También debe prohibirse a las mujeres cristianas la entrada en las iglesias fuera de los días de oficios o fiestas porque allí comen, beben y fornican con los curas y no hay uno de ellos que no tenga dos o más de estas mujeres con quienes acostarse. Han tomado esta costumbre por haber declarado ilícito lo lícito y viceversa. Convendría, pues, mandar a los clérigos que se casaran, como ocurre en Oriente, y que si quieren lo hagan […] no debe tolerarse que haya mujer, sea vieja o no, en casa de un cura, mientras éste se niegue a casarse».

AMOR UDRÍ

«Aunque estaba dispuesta a entregarse, me abstuve de ella, y no caí en la tentación que me ofrecía Satanás […] que no soy yo como las bestias sueltas que toman los jardines como pasto».

No son los versos de un perturbado. Se trata de un celebrado poema de Ahmed ibn Farach, poeta de Jaén, en el que contemplamos la más acabada enunciación del amor udrí, un amor desprovisto de sexo, un amor contemplativo, puramente platónico, «que se goza en una morbosa perpetuación del deseo», evitadora del fracaso de la realización (García Gómez).

Lo llamaron «udrí» por aludir a una mítica tribu de Arabia, los Banu Udra, que exaltaban la castidad, quizá pervertidos por el monacato cristiano.

Las primeras manifestaciones de este amor se detectan en el siglo X y proceden de Oriente. El amante prefiere la muerte a profanar el cuerpo del ser amado.

Diferente del amor udrí es el amor caballeresco, santificador del amor sexual. El hombre es atraído por la mujer porque, en la perfección de la unión, se acerca a Dios. Es una especie de mística del erotismo. El hombre tiene una visión total de la perfección divina en su propio reflejo de la mujer. Por consiguiente eleva a la mujer a símbolo perfecto de su comunicación con Dios y máxima perfección terrena, lo que, en Dante, dará la donna angelicata, la mujer angelical.

Los musulmanes españoles, aunque facultados para tener hasta cuatro esposas, en realidad raramente se casaban con más de una, si exceptuamos a sultanes y potentados para los que la posesión de varias esposas era cuestión de prestigio. Los ciudadanos pudientes adquirían esclavas de placer, de las que existía activo comercio. Ya hemos visto que eran muy apreciadas las cristianas del norte, especialmente si eran rubias. En ciertas épocas estas esclavas concubinas formaron una categoría similar a las geishas japonesas. Además de dominar las artes del amor —que llegaban al islam desde la India por intermedio de los persas—, tenían que atesorar otro tipo de calidades sociales: ser cultas, mantener una conversación amena sobre temas diversos, tañer con virtuosismo el laúd o tocar la flauta, recitar poemas, dominar la caligrafía, y entretener a los invitados recitándoles poemas, narrándoles cuentos, o proponiéndoles acertijos o juegos de palabras. La famosa Rumayqiya era excelente poeta en árabe clásico y «tañía el laúd a maravilla».

PROSTITUTAS Y EUNUCOS

En una escala inferior están las humildísimas e inevitables putas de la casa llana. En las grandes ciudades se albergan en prostíbulos (dar al jarach, la casa del impuesto), donde entregan una parte de sus ganancias al fisco, pero también en alhóndigas, fondas y ventas del camino. Como en los tiempos de Roma, la autoridad competente se empeña en que vistan de manera especial para distinguirlas de las mujeres honestas, pero inevitablemente las decentes adoptan el atuendo de las perdidas por imposición de la moda, con gran escándalo de las personas de orden. El tratado de Ibn Abdun, cuando los almohades restablecieron, aunque por poco tiempo, el rigor islámico, establece que:

«debe prohibirse a las mujeres de la casa llana que se descubran la cabeza fuera de la alhóndiga, así como que las mujeres decentes usen los mismos adornos que ellas. Prohíbaseles también que usen de coquetería cuando estén entre ellas, y que hagan fiestas, aunque se les hubiese autorizado. A las bailarinas se les prohíba que descubran el rostro».

Los eunucos constituyen una clase distinta. Generalmente son prisioneros de guerra cristianos. La delicada operación de castrar la realizan médicos especializados en Pechina, Lucena y otros lugares. Al Muqaddasi describe la operación:

«Se les corta el pene de un tajo, sobre un madero, después se les hienden las bolsas y se les sacan los testículos […], pero a veces el testículo más pequeño escapa hacia el vientre y no se extirpa, por lo que éstos mantienen apetito sexual, les sale barba y eyaculan […]. Para que cicatrice la herida se les pone durante unos días un tubo de plomo por el que evacúan la orina».

Existen dos clases de eunucos: los castrados antes de la pubertad, que no podían disimular su aspecto femenino (nalgas voluminosas, voz atiplada, ausencia de caracteres sexuales secundarios), y los castrados después de la pubertad, que conservan cierta apariencia viril. Los eunucos constituyen el servicio doméstico de las casas nobles y se especializan en felación y cunnilingus. Los que han perdido los testículos pero conservan el pene pueden alcanzar, teóricamente, una erección suficiente para el coito, pero estos casos eran raros en al-Andalus. Algunos de ellos, emancipados y ricos, se empeñan patéticamente en guardar las apariencias de su virilidad y mantienen un harén.

De una esclava no se exige que sea virgen inexperta, puesto que lo normal es que el dueño la desflore incluso antes de alcanzar la pubertad, que es el plazo legal:

«Si la esclava no es núbil hay que esperar un mes después de la primera menstruación. Si lo es, hay que esperar a que tenga una vez sus menstruos, y si está enferma aguardará tres meses lunares».

Un buen caballo o una esclava doncella constituyen un delicado presente; tres esclavas, un regalo principesco. Almanzor envió al juez Abu Marwan tres muchachas vírgenes, «tan bellas como vacas silvestres». En la misiva versificada que acompañaba al regalo, el dador expresaba sus mejores deseos:

«¡Que Allah te conceda potencia para cubrirlas!»

Allah se mostró providente, puesto que el venerable anciano, aunque no carcamal, estuvo robusto en la lid venérea y las desfloró a las tres aquella misma noche. Al día siguiente, con temblorosa pero satisfecha mano, escribió a Almanzor:

«Hemos roto el sello y nos hemos teñido con la sangre que corría. Volví a ser joven a la sombra de lo mejor que puede ofrecer la vida…».

Nos queda la duda de si el provecto juez ha recurrido a alguna de las argucias de la farmacopea amorosa musulmana. En todos los zocos de perfumistas se venden afrodisíacos. Ofrecemos gustosamente al lector la fórmula de alguno de ellos: mézclense almendra, avellana, piñones, sésamo, jengibre, pimienta y peonia, májese en un mortero hasta que resulte una fina pasta que se ligará luego con vino dulce. El jarabe resultante se debe ingerir al menos una hora antes del proyectado coito.

Otra receta menos complicada:

«El que se sienta débil para hacer el amor que se beba, antes de encamarse, un vaso de miel espesa y que se coma veinte almendras y cien piñones, observando esta dieta tres días».

Existe también una pomada «para estimular la erección», compuesta de euforbio, natrón, mostaza y almizcle ligados en pasta de azucena. Debe friccionarse suavemente por el pene y la espalda. Quizá resulte un poco complicado hacerse con todos sus ingredientes. En este caso se puede recurrir a otra fórmula más simple que garantiza los mismos efectos: los sesos de cuarenta pájaros cazados en época de celo se secan, se trituran y se mezclan con esencia de jazmín. El polvo resultante es mano de santo. Otra receta:

«para preparar la vulva y estimular el apetito sexual hay que juntar a partes iguales quince elementos, a saber: espliego, costo, calabacín, jengibre, jancia, flor de nuez moscada, flor de granado, canela, almizcle, ámbar, incienso, sandáraca, uñas aromáticas, nuez moscada y ácoro falso».

Se nos antoja en exceso prolijo y además no se garantizan sus efectos, porque el texto advierte que «su resultado será maravilloso, si Allah quiere».

De más fácil obtención y más fiables frutos parece la noble trufa, esa maravilla subterránea, esa delicada joya. El tratado de Ibn Abdun avisa:

«Que no se vendan trufas en torno a la mezquita mayor, por ser un fruto buscado por los libertinos».

Y, finalmente, cabe citar la cantaridina, extracto resultante de machacar y reducir a polvo moscas cantáridas (mosca española). Es un afrodisíaco contundente que provoca dilatación de los vasos sanguíneos de la zona genitourinaria, lo que facilita una rápida erección, aunque no se sienta deseo sexual alguno. En la actualidad lo siguen usando paganos africanos y cristianos poco temerosos de Dios que no temen quedarse como un pajarito durante la consumación del acto.

En los mismos anaqueles destinados a remedios amorosos encontramos los anticonceptivos. Entre los más primitivos figuran los pesarios de estiércol de elefante. Las personas escrupulosas quizá recurrieran al poético expediente de colocar un ramo de petunia bajo el colchón. También se evita el embarazo si la mujer lleva pendiente del cuello, en una bolsita, ciclamen, un colmillo de víbora y el corazón de una liebre.

Todos estos remedios concitarán dudas en el descreído lector, lo sé. Es evidente que se producirían algunos embarazos no deseados, para los cuales habría que recurrir a los abortivos. Un método consistía en «golpear suavemente tres veces al hombre con el que se va a cohabitar con una rama de granado» o fumigarse las partes verendas con estiércol de caballo. Si a pesar de ello no se remediaba la embarazosa situación, el último remedio era confiarse a un cirujano experto o a una partera.

Un tratado del siglo XV (El jardín perfumado de al-Nefzawi) describe once posiciones para el coito, probablemente derivadas de las veinticinco del Kamasutra hindú. No obstante, como algunas requieren destrezas de contorsionista, lo más probable es que la pareja prudente se limitara a practicar las cuatro o cinco más asequibles: pecho contra pecho; tendidos; por el dorso; la mujer a horcajadas sobre el hombre; levantando una pierna; de lado, y en pie, con la mujer alzada. Estos árabes, madurados por la filosofía amorosa del sensual Oriente, reconocen que el placer completo es el compartido y que lo importante no es la posición coital, sino sus resultados. Es lo que se deduce de las sabias recomendaciones de Ibn al-Jatib para prevenir las distonías neurovegetativas que suelen aquejar a las esposas:

«Causas de amor y dicha son que el varón satisfaga la necesidad de la hembra antes que la suya, pues lo corriente es que a la mujer le quede el fracaso y la desilusión […] y conduce a muchos males en las que necesitan satisfacción».

Para ello el varón ha de tener en cuenta que:

«los placeres no dependen de la profundidad de la vulva, sino de su oquedad y superficie».

Antes de llegar al momento decisivo se supone que precede la fase aproximativa: el marido debe aludir al acto sexual antes de empezar. Por eso dice el libro sagrado:

«Vuestras mujeres son vuestros campos. Cultivadlas todas las veces que os plazca, pero haceos preceder» (Corán II, 223).

La expresión «haceos preceder» se ha interpretado como licencia para gozar a la mujer de cualquier forma excepto sodomizándola. Un comentarista lo expone en términos más precisos:

«Quiere decir de pie, sentados, de lado, por delante y por detrás».

El proceso entraña:

«juegos, succiones, unión, olfación, trenzado de dedos y manos, besos por todo el cuerpo y en forma descendente, también en mejillas, ojos, cabello y pechos y el dejar caer los cabellos, luego el encabalgamiento y el contacto de unos miembros con otros y finalmente la toma de posesión del sitio…».

Ibn al-Jatib completa el cuadro con una esclarecedora descripción técnica:

«Si acaece la entrega, se consolida la situación de penetración completa para dar lugar a la eyaculación y derramamiento, luego viene la calma y la laxitud antes de la separación, después la alegría, el reconocimiento de los ojos por la consideración de lo bueno y la desaparición de la abstinencia. Facilitan el coito la mejor calidad de los alimentos, la vida muelle, la satisfacción, los perfumes, la buena vida, los baños equilibrados y los vestidos suaves. Los efectos del coito son: reduce la plétora, vitaliza el espíritu, restablece el pensamiento alterado y sosiega la pasión oculta».

Por el contrario, la privación del coito

«produce vértigo, oscuridad de la visión, dolor de uréteres y tumores en los testículos».

Otros tratados médicos del siglo XIV explican el modo de «hacer las vulvas placenteras estrechándolas y preparándolas para la unión, y la manera de agrandar los penes con el mismo objeto».

En su obligada brevedad, estos tratados omiten toda referencia a los instrumentos auxiliares del amor; por ejemplo, el ingenioso anillo cosquilleador que se fabricaba desecando un párpado de cabra en torno a un palo tan grueso como el pene del usuario. En el momento de la erección, se insertaba en la base del pene de manera que las largas y sedosas pestañas caprinas produjeran en el clítoris un agradable cosquilleo durante la cópula[45].

En contraste con estos refinamientos observamos que el cunnilingus brilla por su ausencia. A los árabes les repugna esta práctica que, por otra parte, solo produce placer a la mujer. No obstante, fue muy usada por los eunucos o entre mujeres confinadas en harenes.

Otras reglas de aplicación más o menos unánime prohibían el coitus interruptus y el coito con mujer menstruante «aunque no se eyacule y solo se penetre hasta el anillo de la circuncisión». En este caso estaba permitido que la mujer masturbara al hombre, pero los rigoristas no se ponían de acuerdo sobre si era correcto que el hombre se aliviara manualmente.