En las comunidades islámicas, el mundo femenino se divide en mujeres decentes y mujeres de placer. La mujer decente es jurídicamente libre y se eleva a la categoría de esposa, pero permanece enclaustrada en el harem, la parte de la casa de acceso reservado al marido, a los hijos y a los eunucos, si los hubiera. Este encierro es garantía de honor del linaje, de que los hijos que la mujer conciba habrán sido engendrados por el marido y no por otro. Por el contrario, las esclavas y mujeres de placer son relativamente libres y pueden moverse en la calle sin vigilancia.
Al igual que sus vecinos cristianos, el andalusí espera y exige que su esposa llegue virgen al matrimonio. Como la boda suele ser un arreglo entre las familias de los contrayentes, la primera experiencia sexual de los dos perfectos desconocidos no siempre resulta placentera. Veamos cómo acaba una noche de bodas que relata Ibn Hazn:
«Cuando se quedaron solos, habiéndose él desnudado […] la muchacha, que era virgen, lo miró y se asustó del tamaño de su miembro. Al punto salió corriendo hacia su madre y se negó a seguir junto a él. Todos los que la rodeaban porfiaron para que volviera; pero ella rehusaba y casi se iba a morir. Por esta causa el marido se divorció de ella».
En algunos periodos de la historia de al-Andalus, la mujer goza de considerable libertad y estima social, una situación mucho más halagüeña que la de la mujer en los países árabes actuales. Esto se debe por una parte a la influencia del componente hispano-romano, base de la población, y, por otra, a las pervivencias matriarcales de los pueblos bereberes, muy recientemente islamizados, que constituían el grueso de los invasores.
De algunos textos se deduce que las musulmanas españolas eran casi tan libres como nuestras compatriotas actuales: callejeaban, se paraban a hablar con sus conocidos e incluso se citaban con ellos; escuchaban los piropos de los viandantes (¡y los contestaban!) y hasta se reunían en lugares públicos de la ciudad. Ésta fue más bien la excepción que la regla y se aplicó a mujeres de clase superior que por cuestión de herencia o linaje habían alcanzado independencia económica.
La famosa Wallada, poetisa y mujer de mundo, mantuvo sucesivos amantes de uno y otro sexo. Wallada era admirable «por su presencia de espíritu, pureza de lenguaje, apasionado sentir y decir ingenioso y discreto», pero «no poseía la honestidad apropiada a su elevada alcurnia» y era dada «al desenfado y a la ostentación de placeres». Su poesía resultaba femenilmente delicada, pero cuando descendía a terrenos más prosaicos no tenía pelos en la lengua. Lo demuestran las invectivas que dirigió contra uno de sus amantes, el poeta Ibn Zaydun, al que apostrofa de «sodomita activo y pasivo, rufián, cornudo, ladrón y eunuco que se prenda de los paquetes de los pantalones».
Los altos mandatarios y los musulmanes de posición desahogada en general apreciaban mucho a las mujeres cristianas, especialmente si eran rubias, de piel blanca y tirando a gordas. Debe ser por la novedad, igual que los desteñidos anglosajones se prendan de las morenazas mediterráneas. Casi todos los califas de Córdoba eran hijos de esclavas de origen cristiano instaladas como favoritas en el harén del califa anterior.
En los mercados de esclavas se produjo un intenso tráfico de cristianas rubias con los ojos claros procedentes principalmente de Galicia y del Cantábrico, pero también del norte de Europa. Abu-l Baqa de Ronda (1204-1285) determina las cualidades de la esclava perfecta: «blanca como la plata, que llene el corazón y la vista, una tierna flor en un arriate lleno de hermosura». O sea, cualidades meramente físicas, nada de que sea inteligente, tenga buen carácter y algunos conocimientos de cocina.
Algunos mercaderes desaprensivos daban gato por liebre vendiendo una musulmana libre como si fuera esclava cristiana. Estos sujetos disponían de mujeres ingeniosas y muy bellas que hablaban a la perfección la lengua romance y se vestían como cristianas. Pedía el cliente esclava cristiana y después de darle largas (para aumentar su deseo) se la presentaban diciéndole que acababan de recibirla de la «frontera superior». Ella se iba con el comprador y luego, si estaba satisfecha del trato y de la casa, le pedía que la libertara y se casara con ella. En caso contrario, manifestaba ante la justicia su condición de mujer libre y el cuitado perdía a su falsa esclava sin recuperar el precio que pago por ella.
A la caída del califato, la situación de la mujer empeoró cuando los fundamentalistas almohades y almorávides impusieron su estricta moral.
Las moras gustaban de las joyas y los abalorios. En los tiempos del emirato se aficionaron a los adornos de los artesanos godos o judíos, de rica tradición joyera; después, a las joyas que llegaban de Bagdad con las modas. Supongamos que nuestro amigo Selim nos introduce en el gabinete de una dama de alta sociedad o, por lo menos, de familia de posibles. A la media luz de las espesas celosías (desde las que la dama vigila el menudo acontecer de la calle) contemplamos la recargada alcoba, el lecho de almohadones, los tapices de abigarrados colores, las esteras bordadas, la lámpara de bronce con veinte luces, un baúl para los vestidos, pequeñas gavetas… No falta el estuche de madera fragante o incluso de marfil en el que la dama guarda collares (i’iqd), sortijas (jatam), zarcillos (qurt), brazaletes para los brazos (situar), o para los tobillos (jalajil), diademas (tay), cadenillas, colgantes y toda clase de adornos a veces incrustados de esmeraldas (zumurrud) o topacios (zarbaryad).
En una cajita de madera preciosa se alinean diversas clases de peines, unos de madera, otros de marfil, de púas más o menos espesas, con los que la señora peina su cabellera larga hasta la cintura que solo desplegará en la intimidad del lecho conyugal.
La señora se acicala en casa, donde dispone de jofainas, zafas y diversos jabones perfumados, pero, además, acude al baño público dos tardes por semana, a la hora de las mujeres. Allí la atienden peluqueras y masajistas que amasan sus preciosas carnes con aceite perfumado de algalia (galiya). Después actúan las maquilladoras (masito) especialistas en depilación, con cenizas de nuez y otros productos.
En el gabinete de la bella no faltan botes de cerámica o de cristal (sammama) con ungüentos y polvos de olor y con alheña para las uñas, las manos y los pies. Destapamos unos cuantos: el perfume huele a limón, a violetas, a rosas y a ámbar gris (anbar) y no falta el almizcle (misk). En un botecito de madera pintado de vivos colores que se cierra con una barra de palo descubrimos el secreto de los insondables y bellos ojos de las andalusíes: se los tiñen con polvo de antimonio (kuhl, los castellanos dirán: ojos alcoholados). El antimonio no solo se agrega a las cejas y a las pestañas. Da un poco de dentera verlas aplicarse el palito untado de negro antimonio al ojo abierto, cierran el párpado sobre el palito y lo retiran lateralmente. La parte interior de los párpados queda teñida de negro, lo que da gran vivacidad a la mirada. Los hombres elegantes se tiñen también. Resulta que el antimonio es un desinfectante natural que contribuye a purificar el ojo y lo mantiene a salvo de las afecciones oculares, entonces tan frecuentes. Los hombres de cabello gris suelen teñirlo con alheña o cártamo.
El pensamiento masculino dominante en al-Andalus es, ¡ay!, machista. Graves autores consideran que la mujer padece un deficiente desarrollo psíquico y le atribuyen malas inclinaciones congénitas. Para ellos la mujer es una criatura sospechosa, una deficiente mental inclinada a la lujuria, a la que hay que vigilar y atar corto. Ibn Hazn aconseja:
«Jamás pienses bien, hijo mío, de ninguna mujer. El espíritu de las mujeres está vacío de toda idea que no sea la de la unión sexual […], de ninguna otra cosa se preocupan, ni para otra cosa han sido creadas».
Otra flor del mismo tratadista:
«Nunca he visto, en ninguna parte, a una mujer que al darse cuenta de que un hombre la mira o escucha no haga meneos superfluos, que antes le eran ajenos, o diga palabras de más, que antes no juzgaba precisas».
El sagrado Corán abunda en la misma idea cuando ordena a las mujeres:
«bajar los ojos, conservar su pureza, no mostrar sus cuerpos sino a aquellos que deban verlos. Que tengan cubierto el seno, que no dejen ver sus rostros más que a sus padres, a sus abuelos, a sus maridos, a sus hijos, a los hijos de sus maridos, a sus hermanos, a sus sobrinos, a sus mujeres, a sus esclavas, a los servidores que les son de absoluta necesidad y a los niños que no conocen lo que debe ser cubierto. Que no crucen las piernas de manera que se vean sus adornos ocultos (Sura XXIV, 31)».
Mano firme es, evidentemente, lo que precisa este ser veleidoso. A pesar de ello, el islam tasa generosamente sus parvos merecimientos y se muestra compasivo con ellas.
Naturalmente, algunos perspicaces ingenios protestaron contra el envilecimiento institucional de la mujer, pero ¿qué son estas denuncias sino breve gota de agua en el inmenso arenal del fanatismo machista? Señala Averroes:
«Las mujeres parecen destinadas exclusivamente a parir y amamantar a los hijos, y ese estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes cosas. He aquí por qué no se ve entre nosotros mujer alguna dotada de virtudes morales; su vida transcurre como la de las plantas, al cuidado de los maridos».
Esta mujer socialmente postergada se rebela echando mano de las escasas armas que tiene a su alcance, supera al marido con ingenio y astucia y se convierte en una criatura despótica e intrigante que a menudo se venga del tirano doméstico hiriéndolo donde más le duele; es decir, se las arregla para eludir la vigilancia carcelaria de que es objeto y comete adulterio. Para hacer frente a esta pavorosa eventualidad, el dueño y señor recurre a veces a un drástico remedio: extirparle el clítoris para privarla de toda posibilidad de experimentar placer sexual. De esta manera, la mujer queda reducida a lo que funcionalmente es: un orificio destinado a procurarle placer y una matriz destinada a darle descendencia. Otras veces la bárbara cirugía se justifica con fines estéticos, en mujeres afectadas de hipertrofia. Un cirujano cordobés del siglo X escribe: «Algunas tienen un clítoris tan grande que al ponerse erecto semeja un pene viril y hasta logran copular con él» (lo que alude a la homosexualidad femenina tan frecuente en los harenes, aunque el islam la prohíbe).