En un principio, los invasores de 711 solo aportaron la ruda cocina castrense que corresponde a un ejército en marcha. Comían lo que les venía a mano, muchas gachas de cereal mal molido y carne asada en la hoguera campamental, lo que no es desprecio, porque darle su punto al asado es la ciencia más complicada que tienen los fogones. Hasta es posible que conocieran el truco de agregar retama de romero a las ascuas para aromatizar los solomillos. A falta de hornos de campaña se las arreglaban para cocer pan con masa de trigo fermentado, el jubz al-malla, que horneaban con el rescoldo de las hogueras, en un hoyo excavado en el suelo.
Muchos de los recién llegados se emparejaron con mujeres del país y se convirtieron a la cocina indígena. Por otra parte, no sumaban más de cuarenta mil, una exigua minoría si los comparamos con los cuatro millones de godos e hispano-romanos que poblaban la Península Ibérica.
La principal novedad culinaria que aportaba el islam era la prohibición coránica de comer cerdo y beber vino. Al principio, cuando buena parte de la población autóctona se convirtió al islam, esto perjudicó algo al viñedo y a la cabaña porcina, pero a poco la añoranza de antiguas cuchipandas hizo flaquear la débilmente arraigada fe y los hispanos tornaron, con renovados bríos, a la antigua devoción del churrasco y la jarra de añejo, tan vetados por el moro. Y como eran mayoría, en su pecado arrastraron a buena parte de la minoría conquistadora.
Traían los moros muy buenos hortelanos y sobrados conocimientos de horticultura y regadíos, del Yemen del Sur, que era un vergel hasta que se rompió la presa que irrigaba sus campos (y ellos, torpes, no supieron repararla). Mejoradas por el regadío, las vegas del Guadalquivir, del Ebro y de los ríos levantinos aumentaron su producción. Los árabes mejoraron el bosque nacional aportando variedades desconocidas de algunas especies ya existentes. A ello hay que sumar la aclimatación de nuevas especies orientales: palmeras del Sahara; almendros del sudoeste asiático; el castaño del mar Negro y Turquía; higueras de Berbería; el melocotonero llegado de China a través de Irán; el albaricoque, el granado… La naranja amarga llegó en el siglo X; el limonero originario de Persia, en el XII; la lima, en el XIII; la naranja valenciana, en el XV, hoy desbancada por la naranja guachi (de guachintona o washingtona) que entró en los años cincuenta del siglo XX. Hasta entonces habíamos comido la primigenia naranja china traída por los moros, pequeña y rica en semillas.
También aclimataron plantas de uso industrial, como diversos árboles tintoreros o moreras, con cuyas hojas se alimentaba el gusano productor de la seda, una de las actividades artesanales más saneadas.
En su Tratado de agricultura el almeriense Ibn Luyun (1282-1349) enumera cinco hortalizas con flores (berenjena, calabaza, melón, cohombro y pepino) y otras cinco con raíces (ajos, cebollas, nabos, rábanos y zanahorias). Existen, además, siete verduras comestibles: lechuga, almuelle, bledo, espinaca, col, acelga y coliflor. Las plantas que sazonan los alimentos son: cilantro, arañuela, ajedrea, alcaravea, fenogreco (alhova), anís y comino. Entre las plantas que sirven de recreo cita la rosa, la azucena, el alhelí, los narcisos blanco y amarillo, las diversas clases de albahacas y manzanillas, el mastuerzo, la ruda, el ajenjo, las variadas especies de malvavisco, la adormidera, el cardo, la adelfa real, el toronjil, la mejorana, el sándalo, la hierbabuena, el maro, el cártamo, la sangre de dragón, la rubia, la alhoña y la matricaria. Ibn Luyun menciona también los sembrados de azafrán y caña de azúcar.
Los huertos de al-Andalus producían gran variedad de frutas, pero las más apreciadas eran el higo, la granada, y las uvas, tanto frescas como reducidas a jarabes, con los que se aromatizaban las sopas y las salsas.
De muchas frutas se obtenían refrescos y zumos. La bebida favorita de Abd al-Rahmán III era la granadina, o sea, el jarabe de granada diluido en agua fría. Otras frutas se consumían frescas, secas al sol (cerezas, ciruelas, higos, uvas) o prensadas y curadas en harina (higos, dátiles, melocotones, ciruelas). También se conservaban en almíbar granadas, manzanas, uvas, bellotas, castañas, calabazas y hasta pepinos.
El filósofo Avicena desayunaba higos frescos, a pie de higuera, después de palpar con tres dedos las pancillas negras mientras dictaba a un amanuense su Canon médico. Cuando la cosecha maduraba de golpe y no daba abasto a recogerla, ponía a trabajar al escribiente y transformaba el sobrante en arrope, en turrones (secos y espolvoreados con harina), en pan de higo con nueces y almendra, en higos con queso, en pastas, más o menos diluidas, y en jarabes. Ya en Roma y Bizancio habían descubierto que el higo combina bien con el hígado y con los riñones. Los andalusíes apreciaban un guisado de higos con hígado de ternera. Y, como en los tiempos paganos, los gansos se cebaban con higos para obtener foie gras.
Había muchas variedades de manzana, que se usaban en la culinaria no solo como guarnición de carnes, sino como componente de platos ácidos, y en jarabes y sidra. Y de la mano de la manzana, su primo el membrillo, del que se hacía carne, como hoy.
La sura quinta, versículo 99, del Corán reza:
«El vino, los juegos de azar y las imágenes son una abominación inventada por Satanás; evitad todo esto si queréis ser fieles».
La prohibición de las bebidas alcohólicas solo se respetó en al-Andalus cuando no había más remedio. Mientras los cristianos mozárabes coexistieron con los musulmanes no faltaron vides, ni lagares, ni bodegas, ni tabernas (jana). Los alfaquíes (tan aguafiestas siempre) refunfuñaban de que los musulmanes bebieran vino, pero la población no les hacía mucho caso salvo en los periodos en que conseguían el poder coactivo necesario.
Los musulmanes extranjeros que visitaban España se escandalizaban de la permisividad de las autoridades en lo tocante al consumo de vino. El recurso al vino como metáfora recorre la poesía del emirato, del califato y de los primeros taifas de modo machacón y casi abusivo.
En la época califal, el vino se consumió en abundancia, como refleja la poesía, que está repleta de himnos y elogios al dorado néctar. Veamos cómo canta la belleza de la amada el príncipe omeya Taliq:
«El vaso lleno de rojo néctar era, entre sus dedos blancos, como un crepúsculo amanecido encima de una aurora».
No le faltaba labia al perillán.
El lector poco avisado que frecuente la poesía andalusí sacará la impresión de que los andalusíes eran unos borrachuzos. Quizá sea un juicio excesivo, pero es evidente que disfrutaron de vino doblemente, por sí mismo y por el placer añadido de transgredir un mandamiento de su religión.
En época califal, las mejores bodegas estaban en conventos cristianos, extramuros de la ciudad, fuera de la jurisdicción municipal. Los musulmanes acudían a ellos a beber o a comprar los caldos para consumirlos en casa, especialmente el famoso «vino del convento» (jamr al-dayr).
Los bodegueros mozárabes de Segunda (el mercado estatal a las afueras de Córdoba) abastecían las abundantes tabernas de Córdoba. Algunas estaban regentadas por una tabernera (jammara) más o menos complaciente. Como el sexo va frecuentemente unido al alcohol, el negocio prosperó y los monasterios cristianos ampliaron la gama de sus servicios.
Los jueces cordobeses eran tolerantes y dictaban sentencias veniales contra el bebedor. Sin salirse de Derecho, alegaban la imprecisión del Profeta en lo referente al castigo del que bebe. Para remediar esa laguna, el califa Abu Bark, un abstemio malhumorado, había decretado que los borrachos recibieran ochenta azotes, pero eso fue en Oriente y en otro tiempo. Desde la perfumada lejanía de los jardines de Córdoba, tamaño castigo parecía bárbaro y excesivo.
Hubo épocas en que los religiosos aguafiestas daban la tabarra al califa hasta que conseguían que prohibiera el consumo de alcohol. El piadoso Al-Hakam II ordenó arrancar las viñas, pero el pueblo se indignó de tal modo que suspendió el edicto. Con la llegada de los fundamentalistas almorávides y almohades se impuso la ley seca, aunque, naturalmente, los miembros de la clase alta continuaron consumiendo vino en privado.
Los almohades intentaron suprimir el consumo del vino incluso bajo la forma de zumo de uva (rubb), con el que algunos taberneros expedían lo que, en realidad, era vino. A pesar de las reiteradas prohibiciones, el vino siguió consumiéndose hasta la caída del reino de Granada.
En las zonas rurales donde el vino escaseaba, los campesinos se alegraban con hidromiel, como en los tiempos prerromanos. También se consumían grandes cantidades de arrope (rubb), es decir, mosto concentrado por cocción, a partir del cual se elaboraban algunos licores, entre ellos el jamgun, aromatizado con especias, mostaza, canela, naranja y anís. Otro mosto popular se adobaba con la cocción lenta de miel, harina, almendra molida y peladuras de cítricos. Asimismo había horchatas de almendra y de avena o avenata. Otros, simplemente bebían agua perfumada con azahar.
En jarabes y bebidas no alcohólicas no faltaban antiguas recetas persas, romanas o bizantinas llegadas de Bagdad o Egipto. La pervivencia de la cocina del cerdo y el vino mozárabe realizó un eficaz apostolado en la recuperación de muchos muladíes al seno de la fe de sus mayores.
En verano, moros y mozárabes se refrescaban con la versión primitiva del gazpacho: ajo, pan majado, aceite y vinagre (el tomate se incorporará después del descubrimiento de América) y con el estupendo ajoblanco, de almendras peladas, dos dientes de ajo, dos rebanaditas de pan sin corteza, aceite, vinagre, sal y dos o tres granos de pimienta. La masa resultante es el ajillo cabañil, que acompaña muy bien al asado de choto, pero si no hay choto, como acaece las más de las veces, no se pone pimienta y la porra resultante del majado se diluye en agua fresca de pozo y se miga menudamente con pan candeal. Este es el ajoblanco que, acompañado de huevos cocidos o de uvas, es comida muy refrescante para las noches de verano, aunque luego, de madrugada, pide agua y hay que darle un tiento al botijo, sintiendo salpicar su frescura en la boca, los ojos entrecerrados, bajo el emparrado tachonado de uvas tibias y estrellas frías. Por cierto que si se añade a las almendras la cuarta parte de una amarga, se aumenta el placer con una nota de mucho efecto gustativo.
Regresemos a los años heroicos de la conquista. En pos de la morisma militar, gente morena y jineta, oliendo a bosta y sudor añejo, llegó el funcionariado damasceno y bagdadí, pimpollos rubios azafranados, túnicas de seda bordada y barbitas perfumadas, que se hicieron cargo de la administración de la nueva provincia. La influencia oriental se hizo más patente cuando llegó de Bagdad el ya nombrado músico Ziryab, un Beau Brummel con turbante, que se convirtió en árbitro de la elegancia de la corte cordobesa. El bagdadí aportaba una cultura refinada, quizá también algo snob, que incluía, junto a las nuevas formas de componer poesía, de vestir y de relacionarse socialmente, normas gastronómicas e inéditas recetas, entre ellas la del cordero con albaricoque, cuya acidez dulzona combina bien con la carne. No tardó en surgir una generación de exigentes gastrónomos locales, entre ellos el caíd Ibn Yabqa Ibn Zaik, que estableció el orden en que los manjares se presentan en la mesa, a saber, primero la sopa o el potaje, después la carne y finalmente los dulces. También se fijó el número ideal de comensales. Si en Roma oscilaba entre tres y diez («Ni más que las Musas, ni menos que las Gracias»), Abu Nuwas mantuvo el número mínimo, pero redujo el máximo a cinco («Menos de tres es soledad y más de cinco es el bazar»).
La mesa elegante se vestía con un mantel de cordobán fino el vino se servía en copas de cristal transparente (solo los nuevos ricos horteras seguían utilizando cálices de oro o plata que dificultaban la contemplación de las delicadas tonalidades de un buen caldo).
En la opulenta sociedad cordobesa se reprodujeron famosos banquetes, en los que no faltaron hígados de patos cebados con ajonjolí y gachas de harina. No envidiaban la abundancia de los de la antigua Roma.
La cocina andalusí, incluso en los platos de carne, usaba poca sal y mucha miel, así como carne picada sazonada con especias. El carnero o la oveja se horneaban refregados con una mezcla de aceite, miel, almendras picadas y especias; el pollo se hervía en agua y vinagre y se servía cubierto de una salsa de garum, cebolla, especias y miel. A menudo se agregaban castañas a los rellenos y a las salsas y purés. Se comía con deleite y aprovechamiento.
En un entorno tan amable y civilizado fue inevitable que renacieran instituciones tan entrañables como la del parásito o gorrón. En el libro al-Iqd-al-Farid («El collar único»), de Ahmad ibn Abd Rabí (Córdoba, 867-940), leemos:
«Entre las costumbres censurables se encuentra la de la gorronería, que consiste en apuntarse al convite al que uno no ha sido invitado».
La primera especie de gorrón, del que todos toman nombre, es el gorrón del banquete de bodas. Uno de estos decía a sus colegas:
«Cuando uno de vosotros entre a un banquete de bodas, no debe mirar a un lado y a otro dudando; antes bien debe decidir inmediatamente el lugar donde va a sentarse. Si hay en el convite muchos comensales, que pase y no se quede mirando a la gente, para que la familia de la mujer crea que es pariente del novio y este piense que es uno de los invitados de la novia. Si hubiera en la entrada un portero grosero e insolente, comience al punto por él, ordenándole o prohibiéndole algo, sin enfadarse, sino entre buenos consejos y educados modales […]».
Hay un dicho célebre entre los gorrones:
«No hay en la tienda madera más noble que la del báculo de Moisés, la del púlpito del califa y la de la mesa del comedor».
Otro gorrón célebre llevaba grabada en el anillo esta sentencia: «La avaricia es una maldición», lo cual es el colmo de la gorronería.
En ocasiones los gorrones sufrían contratiempos. Recordemos el modo en que al-Hakam I reprimió la rebelión de Toledo conocida como «jornada del Foso» (797).
Los musulmanes comían a menudo en puestos callejeros (como hoy sucede en Nueva York y pronto ocurrirá en el resto del mundo). No había mucha variedad en tales establecimientos, pero sí la suficiente para alargar un tolerable menú del día hasta donde llegara la bolsa: una taza de sopa, un plato de guiso sencillo, cabezas de cordero asadas, pinchitos de vísceras, tripas y carne de segunda, albóndigas, salchichas picantes (mirgas), pescaíto frito, tortas de queso o almojábanas, buñuelos con miel…, todo ello calentito, confeccionado a la vista del público.
El musulmán que comía en la calle tenía una poderosa razón para hacerlo: la vivienda musulmana de la clase humilde era muy reducida, apenas dos o tres angostas habitaciones en torno a un patinillo. En total, menos metros cuadrados que un apartamento moderno. No quedaba espacio para la cocina. El utillaje se reducía a media docena de cacharros y una hornilla portátil de barro, donde quemaban astillas, pinas caídas, boñigas secas, todo lo combustible, que se instalaba en el patio o en la calle. Solo en los palacios y las quintas de recreo había cocinas bien equipadas con sus fogones de mampostería y sus hornos de ladrillo, alimentados con carbón de encina.
Los que comían en casa lo hacían sentados a la morisca, sobre cojines o esteras, en torno a mesas poco elevadas. El único cubierto disponible era la cuchara, generalmente de madera. La carne llegaba ya cortada en porciones que pudieran tomarse con dos o tres dedos de la fuente común, y la sopa se bebía a sorbos en tazones de loza. En cualquier caso las comidas familiares eran raras. Normalmente, el padre de familia comía primero, solo, escogiendo, si lo deseaba, los mejores bocados; a continuación comían los hijos varones y finalmente las mujeres de la casa.
Los hispano-romanos convertidos al islam prolongaron la cocina romana del vino y la miel. La miel, en cuya producción destacaron Jaén, Sevilla, Coria y Vélez Rubio, solo cedería su importancia a partir del siglo X, cuando el cultivo de la caña de azúcar, una planta procedente de las riberas del Nilo, se extendió por Almuñécar y su costa.
En cuanto al vino, que hasta entonces había sido uno de los más firmes estímulos de la cocina indígena, tuvo que disfrazarse para conservar su puesto entre los pucheros islámicos. Unas veces pasó como jugo de uvas en agraz, ideal para elaborar salsa agridulces, y otras como vinagre, uno más entre los diversos vinagres que ilustran la cocina islámica (de pepino, de limón, de chalote), a menudo equilibrados con el de uva. Los adobos de vinagre se aromatizaban con los avíos y especias tradicionales: ajo, cebolla, cilantro, pimienta, e incluso el inevitable garum, la famosa salsa romana, ahora denominado moni. No obstante, la paulatina decadencia del garum y su eventual desaparición dejaría el campo libre a la pimienta, que todavía señorea nuestras mesas.
La pimienta estaba presente en todos los guisos de carne, y la nuez moscada prácticamente aromatizaba la carne y todo lo demás: quesos, leche, salsas, dulces, verduras. A pesar de las más fluidas relaciones con Oriente, la pimienta y la nuez moscada no se abarataron. En el siglo XII, medio kilo escaso de nuez moscada valía tanto como tres ovejas o un buey.
No fue el garum lo único que decayó. El consumo de algunas verduras antes esenciales, como la col y la lechuga, decreció a favor de los cardos, las alcachofas, el pepino y la berenjena. Con todo, la base de la cocina continuaba siendo el cereal. La comida de los humildes se basaba en las gachas de harina o legumbres, a las que, cuando podían, añadían algo de carne o despojos.
Los cereales andalusíes eran muy variados. En las tierras cálidas del sur se cultivaban el trigo y la cebada; en las frías, más al norte, el centeno, el sorgo o zahína, y el mijo. Perduraban los extensos trigales romanos de Écija, Carmona, Úbeda y La Mancha, cuyos barbechos rotatorios alimentaban también una próspera ganadería lanar, pero a pesar de todo, en los siglos X-XI hubo que importar trigo del Magreb.
La industria harinera alcanzó gran desarrollo: todavía causan admiración las ruinas de la línea de potentes molinos hidráulicos que atraviesan el Guadalquivir a su paso por Córdoba. Incluso se construyeron molinos flotantes, sobre balsas, que podían situarse allá donde fueran necesarios.
Dependiendo de los lugares y de las clases sociales, se consumían panes de diversa calidad, a veces con añadidos de comino, uvas pasas, nueces, azafrán y otros productos. El pan de cebada, moreno y pesado, de laboriosa digestión, era propio de las clases humildes, mientras que las acomodadas consumían el de trigo candeal, pero en épocas de escasez se panificaba cualquier cosa que pudiera reducirse a harina: mijo, alubias, habas, arroz…, incluso garbanzos y bellotas.
Las familias pudientes amasaban el pan en casa, pero casi siempre lo cocían en los hornos públicos, como en tiempos de Roma. El panadero se quedaba con una porción de masa en pago de sus servicios (un puñado por pan aproximadamente), la poya —con «y»—, con la que preparaba bollos o pastelillos que vendía por su cuenta. Este gaje de horno público ha perdurado hasta bien entrado el siglo XIX[44].
El olivar romano se mantuvo en Jaén, en Córdoba, en el Aljarafe sevillano, en Toledo y en Valencia hasta el punto de que se producían excedentes de aceite, el de la primera trituración y decantación, llamado «aceite de agua»; el de la prensa o «aceite de almazara», y el de segundo prensado después de regarlo con agua hirviendo o «aceite cocido».
De la confluencia del pan y el aceite surgía el plato más sencillo y nutritivo de nuestra cocina, el paniaceite: combina maravillosamente con manzanas agrias y, regado con miel o espolvoreado de azúcar, se transforma en exquisita golosina. Otro plato sencillo, pero sabroso, que daba de comer caliente incluso a los más pobres, eran las sopas de pan, con caldo de carne o, por lo menos, algo de manteca rancia y legumbres. En este puchero graso y espeso el toque fundamental lo da un chorrito de vinagre que neutraliza la grasa, como en la sopa del cocido.
Junto al cereal, el moro hispano se alimentaba de garbanzos, lentejas y, en menor medida, de habas y altramuces. El garbanzo, esa socorrida carne del pobre, se presentaba en tres especies: la negra, la blanca y la roja. «Todos ellos engendran ventosidades y son productivos de esperma, por lo que incitan a fornicar», precisa un texto médico. De garbanzos se hacía cierto alcuzcuz y la sopa jarira del Ramadán. Un guiso de garbanzos popular consistía en macerar tacos de carne de carnero en un escabeche de agua, aceite, vinagre y especias y, al cabo de unas horas, ponerlo a hervir a fuego lento con garbanzos remojados. Media hora antes de retirar el guiso del fuego se le añadía un majado de ajo, alcaravea, pimienta y cilantro.
Las lentejas admitían el mismo tratamiento, con los consabidos dados de carnero, pero se adobaban con cebolla, comino y tamarindo.
Por su parte, las habas de temporada se consumían verdes, guisadas o fritas, y el resto del año, ya secas y despojadas del indigesto hollejo, en forma de potajes y purés. Acompañaban bien los guisos de cordero. Con puré de habas, a falta de almendras, también se prepara un exquisito ajoblanco, que sigue vigente en Arjona, la cuna de Selim y del rey Alhamar.
¿Y el benemérito cerdo? El cochino, ese tótem sagrado de las Españas, el rey indiscutible de la mesa hispano-romana, sufrió con paciencia la persecución de que lo hizo objeto la nueva religión y se vio degradado al nivel de los animales inmundos. No por mucho tiempo, ciertamente, que enseguida se impuso la sensatez y el cochino fue rehabilitado y volvió por sus fueros, más pujante que nunca. Al principio, su consumo estuvo restringido al mozárabe y al vergonzante renegado que lo añoraba, pero después, la lógica nos obliga a sospecharlo, una creciente legión de devotos musulmanes debió convertirse al cerdo.
Las gulas públicas del musulmán se extendían al cordero asado, al choto frito, al carnero y la cabra hervida, sin olvidar las cuatro joyas plumadas que adornaban la extensa volatería califal (el francolí, la perdiz, la tórtola y la paloma) y, sobre ellas, presidiendo la corte plumada y colorista, inquieta y diminuta, la pizpireta y entrañable gallina y la oscilante majestad del sabroso pato.
Aves aparte, en la mesa andalusí los estofados de carne se tomaban muy condimentados, quizá para disimular el regusto a sebo rancio que caracteriza al carnero. Había muy buen mercado de especias relativamente frescas, fruto de las excelentes comunicaciones con Oriente. Las más empleadas eran la pimienta, el clavo y el azafrán, pero el que se fiara de los especieros podía comprar también las mezclas preparadas, que eran el comodín de muchos guisos. Una de las más populares era el garam másala, resultado de majar y reducir a polvo fino, en el broncíneo almirez, una medida de semillas de cardamomo, media de canela en rama, media de comino, media de clavo y la mitad de un cuarto de nuez moscada.
Abd Allah, el último rey zirí de Granada, se consoló de la perdida de Toledo metiéndose entre pecho y espalda una olla del famoso plato jamali, que le preparaba un cocinero etíope de su visir Simaza. En el plato jamali los trozos de vaca o cordero, del tamaño de una nuez chica, se maceran en una salsa de aceite, vinagre, garum, comino, cilantro y pimienta. A todo eso se le añaden hojas de cidro y un majado de almendras y se cuece a fuego lento. A última hora se agregan huevos batidos y una pizca de azafrán y canela. Se presenta dorado y escaso de salsa.
Los pobres, sin recursos para adquirir la pimienta y las otras especias orientales, se conformaban con las honradas especias y hierbas del país: ajo, laurel, perejil, hinojo, hierbabuena, tomillo, romero y azafrán de Valencia, de Córdoba o Toledo.
Como no había llegado la patata (que vendría de América), las carnes se acompañaban con nabos, zanahorias y manzanas, siempre hervidos aparte, con nueces y miel. Sin fundamento alguno, pero con gran consuelo de los indigentes sexuales necesitados de placebo, los nabos y las zanahorias se consideraban afrodisíacos. Las zanahorias también se consumían solas, en rodajas, fritas con un poco de aceite y aderezadas con un aliño de vinagre, ajo y alcaravea.
El pescado no contaba con tantos aficionados como la carne. No obstante, ya funcionaban en el Estrecho las portentosas almadrabas del atún, esos mortales rediles que atrapaban bancos de atunes en su anual emigración de primavera. El confiado atún, gordo y satisfecho como un canónigo, se ve de pronto atrapado en un sangriento ruedo de barcas y redes donde lo masacran fornidos matarifes armados de garfios, palos y cuchillas, en una orgía de sangre.
El atún, en conserva o salado, participaba de una serie de guisos junto a la sardina (seca al sol, salada, ahumada, en aceite), de la que había gran demanda en Córdoba.
En cuanto a las leches, con perdón, las más apreciadas eran la de cabra y la de camella, que los médicos recomendaban por sus notorias virtudes terapéuticas tomadas en ayunas. Las de oveja y vaca se consideraban menos sanas. La de burra era mano de santo para la crianza de niños inteligentes y tenaces.