18. BAÑOS, FONDAS, HOSPITALES

En medio de la anárquica construcción no faltan, sin embargo, algunos servicios comunes esenciales para la vida urbana: fuentes públicas, alcantarillado en las calles principales, baños públicos (hamman), fondas (al-fundaq) y hornos.

En el mercado reina gran animación. Un funcionario, el almotacén (al-muthasib) vigila los precios, los pesos y las medidas. En caso de duda acude a los modelos oficiales que se custodian en la mezquita. Cuando surgen conflictos y reyertas interviene el zalmedina o prefecto de la ciudad, jefe de policía que juzga en faltas leves e impone castigos ejemplares, multa, latigazos, paseo infamante a lomos de un asno llevado del ronzal por el verdugo.

Solo los jueces deciden sobre las penas más graves. Las ejecuciones y mutilaciones son públicas. Se pregonan previamente para que la gente acuda a presenciarlas, lo que hace de muy buen grado por el morbo del espectáculo.

Cuando la ciudad se expande y su caserío desborda las murallas, se forman barrios exteriores o arrabales (al-rabat), que, si crecen en importancia, se amurallan a su vez. Esto explica que en el interior de una misma ciudad puedan existir recintos murados sucesivos.

LOS BAÑOS

Después de una mañana ajetreada, tras visitar los zocos y la mezquita, el cuerpo pide un descanso. Nada más adecuado que un baño reparador.

El árabe procedente de la reseca Península Arábiga aprecia cuanto tenga relación con la cultura del agua. En las ciudades romanas y bizantinas conquistadas, los árabes han encontrado magníficas termas y se han aficionado tanto a ellas que las reproducen en las ciudades de nueva fundación.

Arjona cuenta con varios baños (hamman) a los que acude la población por motivos higiénicos, rituales y sociales. El baño es, además, el casino y mentidero donde se reúnen en tertulia los amigos después del trabajo y los tratantes impulsan sus negocios.

Los baños son públicos (aunque las familias adineradas disponen, también, de baño privado). Cada barrio tiene su baño; a veces, varios. Córdoba, en el siglo X, su época de esplendor, llegó a tener más de trescientos. A los baños públicos acuden los hombres por la mañana y las mujeres y los niños por la tarde.

Como estamos en Arjona, vamos a visitar los baños del barrio bajo, cerca de la puerta de Andújar, en el Pozo del Llano. El edificio es cuadrado, compacto, sin ventanas. La luz y la ventilación proceden de unas lumbreras (midwa) en forma de estrella de ocho puntas, abiertas en los techos abovedados. Para que no escape el calor ni penetre la lluvia, se cubren con un grueso cristal o con placas de alabastro.

La primera estancia es un vestíbulo amplio donde humea un braserillo de aromática alhucema. El encargado cobra su estipendio, una moneda de cobre, poca cosa, porque los baños están subvencionados. Por un óbolo nos alquila una toalla y unos zuecos de madera. También tiene a la venta loción jabonosa, tierra de batán (tafl) para lavar el pelo y perfume, aunque casi todos los usuarios traen esos productos de su casa o del mercado.

Pasamos al vestuario (bait al-maslaj), nos desnudamos en unas cabinas de madera y entregamos la ropa a otro empleado. Cubiertos con la toalla pasamos a la sala fría intermedia (bait al-barid, el frigidarium de los romanos). La amplia sala está presidida por la escultura ibérica de un toro hallada al excavar el hueco de la caldera, que le da nombre a los baños, baños del Toro[39]. Hay una alberca central rodeada de amplios deambulatorios donde los bañistas charlan o pasean.

Después de bañarnos pasamos a la sala templada (bait al-bastani, el tepidarium de los romanos), y de ella a la sala caliente (bait al-sajuni, el caldarium de los romanos). La estancia es muy amplia, sostenida por columnas, con los muros decorados con pinturas geométricas en rojo y en negro. Tiene en el centro una alberquilla de agua caliente de donde los empleados del baño (tayyab) sacan baldes de agua para que los clientes que se han enjabonado y frotado con manoplas de cuerda se enjuaguen el jabón y la grasa. Se percibe un gran trasiego de cubos de madera (kub).

Selim nos señala una puerta: «Ese es el corazón del hamman: la caldera».

Es una estancia de regulares dimensiones con una gran caldera de cobre instalada sobre tabicas. Debajo arde un hornillo (al-burma) alimentado con estiércol, virutas de carpintería y otros desperdicios de la ciudad (en algún caso, ¡ay!, con libros). El agua fría procede de la calle por una tubería que desemboca en un gran pilón de mampostería. Una tubería provista de grifo alimenta la caldera. El agua caliente discurre por una tubería de bronce hasta la alberquilla de mampostería del caldarium.

Selim me explica cómo se aprovecha el calor de la hoguera. El aire de la combustión, encauzado por un complejo sistema de galerías que discurren por el suelo y por las paredes, caldea las salas caliente y templada, una ingeniosa disposición copiada de los baños romanos. Este es un baño lujoso con suelos de mármol, excepto en la sala caliente, que lo tiene de losas de caliza, que soportan mejor las altas temperaturas y el brusco enfriamiento cuando se vierten sobre ellas baldes de agua fría para producir el vapor.

En la sala caliente nos aseamos. Cuando rompemos a sudar pasamos a la sala templada, donde nos tendemos en unos poyos altos para que fornidos masajistas (hakak) apenas cubiertos con un sucinto taparrabos nos froten con guantes de cerda y paño, nos unten de aceite de oliva perfumado y nos revitalicen el cuerpo con un enérgico masaje.

Después pasamos a la sala de descanso, amplia y confortable, donde los usuarios forman tertulias. En un extremo de la sala dos barberos ejercen su oficio. Una puerta lateral cierra el pasillo que conduce a las letrinas. Una óptima sesión de aseo procura limpiar el cuerpo por fuera y por dentro.

En la Península Ibérica se conservan algunos baños de la época musulmana más o menos completos. Los más extensos son los de Jaén, recientemente restaurados, en el subsuelo del palacio de los condes de Villardompardo, una obra de la primera mitad del siglo XI que ocupa casi quinientos metros cuadrados.

Los cristianos también disponen de baños en sus ciudades importantes. Solo a partir del siglo XIII empezarán a considerar el baño un lujo propio de moros medio afeminados y sospecharán que su uso por los moriscos obedece a cuestiones religiosas más que higiénicas, lo que acabará por desacreditarlos. En el siglo XV un clérigo cristiano critica que los moriscos de Granada «se laven aunque sea diciembre».

Nuevamente en la ciudad, cruzamos una plazuela donde juegan los niños fingiendo batallas sobre caballitos de caña, con lanzas y espadas del mismo material y adargas de corteza de alcornoque. De pronto aparece un cortejo nupcial que avanza por la calle empedrada. La gente suspende el trabajo y se asoma a verlo pasar desde las puertas y desde las celosías de las ventanas altas. Acompañan al novio y a los invitados músicos que tañen con entusiasmo flautas y panderetas entre la algarabía de pilludos que abandonan sus juegos para seguir al cortejo. Uno de los familiares del novio lanza al aire, de vez en cuando, un puñado de almendras garrapiñadas que la chiquillería se disputa.

Los juristas malikíes desaprueban el uso de instrumentos musicales, pero la sociedad hispanomusulmana es bastante tolerante en estas materias, cuando los tiempos se lo permiten. A lo largo de los ocho siglos del islam andalusí se da de todo. Hay épocas de más predominio religioso en las que el rigorismo se impone, pero la sociedad en sí es bastante permisiva. Los flautistas y los tocadores de laúd se ganan bien la vida, especialmente en Sevilla, donde son frecuentes las veladas musicales a la luz de la luna, en tiempo cálido, en las quintas o en las barcas de recreo que transitan el Guadalquivir.

Mercado en al-Andalus.

En torno al zoco principal la muchedumbre es compacta y vocinglera. Para hacerse entender, Selim se ve obligado a levantar la voz por encima del ruido ambiente y de los pregones de los vendedores, que alaban, a voz en grito, su mercancía e intentan atraer a los clientes que se han detenido frente a la tienda de la competencia. No faltan astrólogos (munayyim), adivinos (kahín) y echadores de la buenaventura (hasib) que arrojan unas piedrecitas sobre un tablero o remueven el agua en el fondo de una escudilla y por ese medio son capaces de predecir el futuro o los asuntos amorosos del consultante, siempre una persona «de espíritu débil». Los perfumistas ambulantes (bajjar) te hacen un sahumerio de incienso y madera perfumada cuyos agradables efectos contribuyen por un rato a sustraerte del olor a humanidad sudada que te rodea y a los olores a fritanga, a estiércol fresco, a especias, a humanidad que impregnan las ropas y embalsaman el aire. Todo por una moneda de cobre.

En las plazas de los zocos no faltan artistas que entretienen a la muchedumbre. La gente se parte de risa con los bufones (mahhan), que cuentan chistes, o se extasía con los juglares o contadores de cuentos (qass), capaces de cautivar a la audiencia durante horas, o contempla las evoluciones de los titiriteros y malabaristas (mulhi) y se divierte con los ventrílocuos, con los ilusionistas (laib), los especialistas en sombras chinescas con marionetas (ahí al-tajyl). Lo malo es la cantidad de mendigos que continuamente molestan al forastero, especialmente si viste con elegancia y les parece pudiente. Algunos pedigüeños se organizan en auténticas cofradías (tariqa sasaniyya) que prefiguran el patio de Monipodio cervantino. Algunos te tiran de la manga y te cuentan historias lastimeras de familias enfermas y desatendidas, otros te enseñan llagas abiertas, no por falsas menos repugnantes, o se fingen lisiados para aprovecharse de la predisposición caritativa de todo buen musulmán.

Pasamos por un arco ciego en la calle de las putas. Un rufián acodado en un poyete fuma tranquilamente hachís (hasis), una costumbre egipcia llegada a al-Andalus en el siglo XIV. A lo largo de los siglos, los moralistas claman contra el vicio, al parecer sin muchos resultados. La pederastia (hubb al-walad), nos explica Selim, afecta a individuos de todas las clases sociales, incluido el califa al-Hakam II, y es un vicio extendido especialmente durante las disolutas cortes de taifas. La sodomía, a pesar de estar prohibida por el Corán, es también corriente en al-Andalus, aunque en las épocas más rigoristas los homosexuales (hawi o mujannat) padecen persecución por la justicia.

Las putas actúan en ciertos sectores de la ciudad o en las ventas del camino (jan), donde se ofrecen al viajero y a la población rural.

En Arjona existen dos fondas (al-fundaq), donde se hospedan los forasteros y los mercaderes. Son corralas cuyas habitaciones dan a una galería interior en torno a un amplio patio empedrado en el que no faltan un pozo o una fuente, un abrevadero, letrinas y otros servicios comunes. El piso bajo lo ocupan las cuadras de los animales y los almacenes donde se custodian las mercaderías.