Los moros nunca superaron sus divisiones tribales o étnicas. Sumisos a la autoridad central cuando era firme y no admitía individualismos, aprovechaban la menor ocasión para rebelarse y obrar por cuenta propia.
Almanzor había reclutado grandes cantidades de mercenarios bereberes y había mimado a sus jefes hasta provocar los celos de la aristocracia de sangre árabe. Mientras la victoria le sonrió, todo fue bien, pero el mantenimiento de tan costosa máquina militar pesaba tremendamente en la economía del Estado. Por otra parte, la agresividad musulmana contribuyó a que los reinos y condados cristianos superasen sus diferencias y se uniesen contra el enemigo común. A la muerte de Almanzor se dibujaban negros nubarrones en el horizonte.
En Córdoba, el poder omnímodo del dictador se había transmitido primero a su hijo primogénito Abd al-Malik y después al hermano de éste, Abd al-Rahman, llamado Sanchuelo, que obligó al califa, ya reducido a mero objeto decorativo, a abdicar en él.
Era más de lo que los legitimistas omeyas estaban dispuestos a permitir. Se levantaron en armas, saquearon y destruyeron la ciudad de Almanzor y asesinaron a Sanchuelo. Fue el comienzo del fin. El brillante Estado cordobés quedó en manos de los bárbaros, como antaño Roma, porque los jefes bereberes eran unánimemente despreciados por la aristocracia andalusí. La situación se tornó tan inestable que en el espacio de veinte años hubo en Córdoba diez Califas.
Los mercenarios bereberes destruyeron y saquearon Madinat al-Zahra, la ciudad omeya, y la despojaron de sus mármoles y de sus columnas. El último califa fue derrocado por un motín popular y se refugió entre los cristianos, en Cataluña, donde murió en dorado exilio.
El poder del califato se fragmentó en una serie de comunidades autónomas o taifas (naciones o pueblos) casi coincidentes con la antigua división en coras o provincias, algunas con predominancia de un determinado grupo social o económico: Sevilla, Granada, Almería, Badajoz, Toledo, Valencia, Zaragoza, Denia, Murcia, Albarracín o Lérida. Nacen o crecen ciudades como Carmona, Ronda, Arcos o Niebla. Los jeques árabes, los generales bereberes y los caudillos de mercenarios eslavos fundaron hasta veinte fugaces dinastías.
A lo largo del siglo XI, las taifas más poderosas devoran a las más débiles y los reinos se reducen a tres: el de Sevilla, regido por árabes; el de Granada y Málaga, en manos de bereberes, y el de Almería.
«Los reyes de taifas —leemos en Sánchez Albornoz— fueron insaciables allegadores de riquezas, que alcanzaban mediante la explotación cruelísima de sus súbditos, e incluso mediante brutales rapiñas».
«La ola de las habituales crueldades siguió subiendo durante la época de los taifas. El rey de Sevilla, Al-Mutamid, tenía adornado su jardín con las cabezas de sus enemigos convertidas en tiestos. Son inenarrables las atrocidades de los ziríes granadinos. El sevillano al-Mutamid mató a hachazos, personalmente, a su antiguo favorito»[36].
A pesar de esa barbarie, los reinos de taifas continuaron las refinadas formas culturales de la Córdoba califal y rivalizaron por rodearse de poetas, músicos y artistas. Como hoy los presidentes de las autonomías, aquellos flamantes magnates se gastaban alegremente los dineros públicos en boatos y relumbrones culturalistas, mucho poeta, mucho músico, mucho monumento para prestigiar a la dinastía, mientras otros capítulos fundamentales quedaban desatendidos. Sobre todo el principal en los tiempos difíciles, el militar. Cada reino disponía de su diminuto e inoperante ejército, y como no existía Liga Árabe que los coordinara, eran incapaces de hacer frente al enemigo común.
La balanza del poder se desequilibró. Les llegaba el turno a los envalentonados cristianos de exigir impuestos anuales a los moros. Parecía que el viento de la historia soplaba a favor de leoneses, navarros y catalanes y que solo era cuestión de tiempo que expulsaran al islam de la Península Ibérica. Desde Abd al-Rahman, Córdoba había sido martillo de los cristianos, pero en cuanto el poder central se desplomó, los antaño acogotados reyes cristianos se crecieron y tomaron cumplida revancha. Fue una decadencia tan rápida que el mismo conde catalán al que Almanzor había derrotado y destruido Barcelona pudo darse el gustazo de saquear Córdoba unos años después.
No había prisa por continuar la magna obra de la Reconquista. Por supuesto, los cristianos no ignoraban que las tierras musulmanas eran más fértiles que las suyas, pero preferían explotarlas indirectamente a través de los impuestos o parias.
Las parias se convirtieron en un recurso regular, con el que contaban las haciendas reales. Algunos reyes incluso las incluyen en sus testamentos. Fernando I (1037-1065) dejaba a su hijo Sancho II el reino de Castilla y las parias del rey moro de Zaragoza; a su segundo hijo, Alfonso VI le dejaba León y las parias de Toledo, y al hijo tercero, García, Galicia y las parias de Sevilla y Badajoz. La explotación de las parias explica que los cristianos pudieran acometer, más adelante, las grandes construcciones románicas y acuñar moneda propia en lugar de trocar ovejas, cerdos y bueyes como sus abuelos.
Junto al esplendor fugaz de las cortes de los reyezuelos taifas, donde se bebe en abundancia el vino tan prohibido por el Corán, destaca, en poderoso claroscuro, el colectivo de los alfaquíes, es decir, los doctores de la ley musulmana. Aquellos varones severos se escandalizaban de la decadencia de las buenas costumbres, de las fiestas, de las chanzas, y hasta de los poetas que en lugar de componer obras edificantes dedicaban su arte a pergeñar poemas de amor o a recitarlos en los festines cortesanos a la luz de la luna, noches cálidas y propicias a la embriaguez y a la carne, noches embalsamadas por jazmines y damas de noche mientras el bello efebo, al que apenas renegrea el bozo, escancia vino dulce en la copa tendida y sonríe. Aquello no podía acabar bien.
Por escapar de aquella tiranía, los andalusíes se vieron obligados a pedir ayuda a sus correligionarios del Magreb. La historia de los godos que solicitaron ayuda a los moros se repitió: a los africanos les gustaron las tierras de al-Andalus y decidieron quedárselas. De este modo los moros peninsulares cayeron bajo el dominio de los sucesivos imperios norteafricanos, primero los almorávides y luego los almohades, que fue como escapar de la sartén cristiana para caer en el fuego del fundamentalismo islámico.
La Península Ibérica en el año 1050.
La Península Ibérica en el año 1075.