En los primeros siglos medievales, la cultura cristiana decayó, mientras que el mundo islámico se enriquecía con las aportaciones de Persia y Bizancio. Muchos andalusíes estudiaban en Bagdad o peregrinaban a La Meca. Los que sabían abrir los ojos y aprender regresaban con importantes aportes culturales.
Bagdad era entonces el centro formativo más prestigioso del islam, el lugar adonde acudían estudiosos de todas partes a cursar sus masters. Bagdad competía en esplendor con Bizancio e irradiaba cultura y civilización a todo el mundo islámico. Aquellos viajeros y aquellos estudiantes se convirtieron en eficaces inseminadores de ideas. Por otra parte, la grandeza de un emir o de un califa se calculaba en razón de las mezquitas, palacios, obras públicas y fiestas que costeaba, y en los artistas, en los músicos, en los poetas que amparaba con su mecenazgo. Eran inversiones propagandísticas, pero al fin y al cabo favorecían la cultura.
¿Hasta qué punto irradió en Córdoba este renacimiento cultural del islam oriental? Algunos historiadores románticos se complacen en ofrecer una idealizada imagen de la Córdoba islámica como una sociedad culta en la que componían versos hasta los muleros que araban en el campo y las lavanderas de las playas fluviales. Esa imagen idílica no se corresponde con la realidad. Serafín Fanjul ha señalado que los invasores islámicos que conquistaron España eran «bárbaros hasta la médula y a medio islamizar» y que la hegemonía política y militar que impusieron durante el califato «no significa por fuerza peso cultural paralelo», que «la importación cultural y literaria de Oriente no implica gran creatividad local de los poetastros y poetas menores de los siglos VIII y IX», lo que cataloga al-Andalus como un país menor en el islam de la época.
No obstante, es evidente que el contacto con el islam oriental aportó avances culturales en la época califal. El caso más claro lo constituye el famoso músico bagdadí Ziryab, que se convirtió en árbitro de la elegancia de la corte de al-Hakam.
Ziryab contribuyó poderosamente a divulgar la música, la poesía y la etiqueta social de Oriente. Desde que se estableció en Córdoba, la vida cultural y social de la capital de los califas ganó en complejidad y riqueza. Por influencia suya muchos cordobeses se aficionaron a refinamientos exóticos, a las sedas, los perfumes, los versos, la música.
La capital de al-Andalus, como una pequeña Bagdad implantada en Occidente, creció y se hermoseó con mezquitas, fuentes públicas, bellos edificios y largos acueductos. Se edificaron lujosas mansiones, se trazaron huertas, paseos y jardines botánicos. Se abrieron baños, fondas, hospitales, mezquitas y zocos en cuyos tenderetes se exhibían exóticos productos llegados de todo el mundo a través del activo comercio mediterráneo y africano.
La robusta economía de Córdoba se apoyaba en una inteligente explotación agrícola y minera y en una floreciente industria especializada en manufacturas pequeñas y caras de fácil transporte: tejidos de seda o de algodón, perfumes, medicinas, repujados, cordobanes, piezas de marfil, etcétera.
Es evidente que la Córdoba del siglo X superaba en refinamiento al Occidente cristiano, donde la vida material alcanzada con Roma había retrocedido notablemente. Algunos estuches de marfil diseñados para guardar cosméticos y potingues de belleza de las damas cordobesas se exportaban al norte cristiano, donde los utilizaban como relicarios o vasos sagrados en las iglesias y abadías, lo que sugiere el abismo existente entre el norte cristiano y el sur musulmán.
La moneda cordobesa era tan fuerte que circulaba en el mundo cristiano con el prestigio que hoy tiene el dólar en los países subdesarrollados. Incluso se falsificaba en Cataluña (y, para que se vea lo que es la mudanza de los tiempos, cuatro siglos después serán los moros granadinos los que falsifiquen la prestigiosa moneda catalana).
Pacificado y ordenado su reino, el flamante califa andalusí dirigió su mirada a los reinos cristianos del norte, cuyos reyes, envalentonados por la debilidad de los últimos emires cordobeses, se habían vuelto muy osados y saqueaban las fronteras musulmanas.
En verano de 939, Abd al-Rahman llevó a su gran ejército contra los cristianos, pero cayó en una celada no lejos de Simancas y resultó derrotado. Abd al-Rahman comprendió que su ejército era escasamente operativo y que las tropas voluntarias resultaban más un estorbo que una ayuda.