Durante mucho tiempo los historiadores han llamado Reconquista a la lenta recuperación del territorio peninsular por los cristianos, una empresa que llevó ocho siglos. Ahora parece que el término está desprestigiado porque a algunos les parece políticamente incorrecto. No obstante, como nos hemos propuesto llamar a las cosas por su nombre, denominaremos Reconquista a ese constante afán de los cristianos por recuperar el reino godo y cristiano de Rodrigo, del que jamás dejaron de sentirse herederos y continuadores[31].
Los primeros reyes de Asturias, conscientes de su propia debilidad, solo se atrevieron a ocupar Galicia cuando los bereberes la abandonaron para buscar tierras menos húmedas y más fértiles al sur. Pero luego, viendo a los musulmanes enzarzados en una guerra civil, comenzaron a colonizar la tierras despobladas al norte del Duero. A pesar de todo, como no las tenían todas consigo, las fortificaron con numerosos castillos, de donde procede el nombre Castilla que se le dio al valle del Mena y sus aledaños, la comarca más expuesta y mejor defendida. Finalmente, el rey García I (911-914) trasladó su capital de Oviedo a León, cambio que psicológicamente mostraba su voluntad de extender el reino hacia el sur a costa de las tierras musulmanas.
Los colonos astur-leoneses poblaron la Tierra de Campos y otra vez se escuchó el familiar tañido de la campana cristiana sobre las espadañas de las nuevas iglesias, modestas y bellas construcciones como las de San Juan de Baños o la cripta de San Antolín, en Palencia, y San Pedro de la Nave, en Zamora.
Juiciosamente los reyes leoneses no intentaron extenderse por el este, que allá estaban los vascos defendiendo ferozmente su independencia.
Los reyes de León se consideraban los legítimos herederos de la monarquía goda y, por tanto, los propietarios legítimos de la Península Ibérica. Pero les salieron primos respondones: por un lado los vascos, que organizaron reino propio en Navarra y comenzaron a ampliarlo hacia el sur con Sancho I (905-926); por otro, los catalanes desde que, en 988, el conde de Barcelona Borrell II aprovechó la decadencia del Imperio franco para proclamarse independiente y ampliar sus dominios a otros condados, el germen de la futura Cataluña.
Todavía Cataluña no había encontrado su nombre, pero ya sus pobladores poseían el espíritu emprendedor que los caracteriza. Veintiún años más tarde se atrevieron a saquear Córdoba devolviendo la visita de Almanzor a Barcelona en tiempos de Borrell II. Con tan autorizados competidores, el rey de León tuvo que abandonar su utópico proyecto hegemónico y contentarse con ser un socio más del club peninsular. Además, le salieron hijos contestatarios. Los indómitos colonos de aquel rincón llamado Castilla actuaban por su cuenta ignorando los formalismos y escribanías que les llegaban de la capital. Bastó que entre ellos surgiera un líder nato, el conde Fernán González (930-970), para que se independizaran y formaran una entidad aparte que, con el tiempo, eclipsaría al tronco del que salió y al resto de los reinos peninsulares. Aquellos primitivos castellanos tenían prisa por crecer y enseguida se diferenciaron hasta en el idioma.
Creció Castilla, creció Navarra, creció Cataluña, y ya no quedó tan clara la hegemonía que pretendían los reyes de León. No obstante, continuaron considerándose legítimos herederos de los godos y hasta se titularon emperadores, es decir, reyes de reyes, para demostrar su primacía sobre los otros reinos cristianos.
Cuando parecía que Córdoba estaba a punto de desmoronarse ante el empuje cristiano, el califato se recuperó y contraatacó. En muy pocos años la situación política se invirtió y los embajadores de León, de Navarra, de Barcelona y de Castilla acudieron a Córdoba para postrarse ante el califa y llenarle las arcas con sus tributos.