10. LA REBELIÓN DE IBN HAFSUN

Por si no había bastantes problemas internos en al-Andalus, dividida entre religiones, clanes, razas, castas y tendencias, se abatió sobre ella, como una plaga, una flota de piratas vikingos. En sus veloces y estilizados navíos, los piratas habían recorrido ya las costas francesas saqueando y pillando poblaciones y monasterios. En 843 desembarcaron en Asturias, donde fueron rechazados por el rey Ramiro I, y en Galicia, donde estragaron unas cuantas aldeas. Luego descendieron por la costa atlántica hasta Lisboa, ya en tierra musulmana, donde volvieron a desembarcar. El gobernador envío correos a Córdoba para avisar a Abd al-Rahman II de la llegada de los piratas, previendo que continuarían hacia el sur. En efecto, al poco tiempo los vikingos alcanzaron la desembocadura del Guadalquivir y se dividieron en dos grupos: mientras uno saqueaba Cádiz, el otro, unos ochenta navíos, remontó el río y atacó Sevilla. El emir reunió a duras penas las tropas necesarias para contenerlos. Al final pactó con ellos y les permitió establecer una colonia en la Isla Menor, donde se ganaron la vida criando ganado y fabricando queso.

En años sucesivos, otras expediciones vikingas alcanzaron la costa norte de África y penetraron en el Mediterráneo. Algunas naves remontaron el Ebro hasta Pamplona, donde capturaron al magnate Sancho García, por cuyo rescate obtuvieron la respetable cifra de noventa mil dinares.

En la segunda mitad del siglo IX, al estado cordobés se le acumulaban las dificultades. A los conatos independentistas de los gobernadores militares de la frontera se sumaron las epidemias y las malas cosechas, la corrupción de los funcionarios y la crisis económica.

La convivencia entre las distintas religiones no era tan idílica como los partidarios de la alianza de civilizaciones, el encuentro de culturas y toda esa bisutería ideológica nos quieren hacer creer.

«Ninguno de los nuestros [de los cristianos] anda confiado entre ellos —se queja el jefe de la comunidad mozárabe—, nadie marcha tranquilo, nadie pasa por un recinto suyo sin recibir afrentas. Cuando cualquier obligación privada nos empuja a salir en público o por una urgente obligación doméstica hemos de abandonar nuestro rincón y salir a la plaza, tan pronto como advierten en nosotros los distintivos de nuestro sagrado orden, nos zahieren con imprecaciones de burla y nos llaman locos o necios. Aparte están las mofas diarias de los niños, que no se conforman con insultarnos de palabra y gastarnos bromas, sino que nos apedrean por la espalda […]. Nos calumnian constantemente y por causa de nuestra religión padecemos sus crueldades, hasta el punto de que muchos de ellos nos consideran indignos de tocar sus ropas y evitan que nos acerquemos a ellos, considerando una gran deshonra que nos mezclemos en cualquier asunto suyo»[29].

A los judíos no les iba mejor. Maimónides, forzado a convertirse al islam, se dirige a los judíos yemeníes en estos términos:

«Ya sabéis, hermanos, que a causa de nuestros pecados Dios nos ha colocado en medio de estas gentes, la nación de Ismael, que nos persigue severamente y que se las ingenia para agraviarnos y degradarnos […]. Ninguna nación le ha hecho nunca tanto daño a Israel, ninguna igual a ésta en la forma de humillarnos, ninguna nos ha debilitado como ellos»[30].

Para colmo, en la numerosa comunidad cristiana de Córdoba florecieron dos fundamentalistas, Eulogio y Álvaro, que comprobaban consternados, día a día, la creciente islamización de sus feligreses, que ya vestían chilaba, parlaban algarabía, se aficionaban a los baños e imitaban otras costumbres islámicas que a ellos les parecían igualmente censurables.

Eulogio y Álvaro convocaron a sus ovejas a una tanda urgente de ejercicios espirituales y consiguieron que trece aspirantes al martirio, entre los cuales había dos mujeres, las vírgenes Flora y María, insultaran a Mahoma delante de la autoridad islámica. Era un modo expeditivo de encontrar el martirio puesto que, como vimos páginas atrás, el islam castiga la blasfemia con la muerte (recuerden la fatwa o sentencia que aún pesa sobre el escritor Salman Rushdie). Los jueces dictaron sentencia y los blasfemos fueron ejecutados. Al olor del martirio, el fundamentalismo cristiano creció y nuevos aspirantes a mártires dieron en presentarse ante los jueces para insultar al Profeta. Como aquel movimiento creaba un problema de orden público y envenenaba las relaciones entre la dos comunidades, el propio Abd al-Rahman II tomó cartas en el asunto y convocó un concilio en Toledo, sede de la máxima autoridad religiosa cristiana, en el que los obispos prohibieron a los fieles que provocasen a los musulmanes. No todos obedecieron, porque, como las actitudes irracionales enseguida encuentran eco, los aspirantes a mártires continuaban haciendo de las suyas. Mohamed I, sucesor de Abd al-Rahman II, actuó con mano dura contra la misma raíz del problema decapitando al predicador Eulogio. Huérfano de su guía espiritual, el movimiento decreció rápidamente. En total habían alcanzado la palma del martirio cincuenta y tres personas. Naturalmente, Eulogio fue proclamado santo por la Iglesia.

Con mártires o sin ellos, la comunidad mozárabe menguaba sin cesar porque, aparte de los que se convertían al islam, muchos emigraban a los reinos cristianos del norte. En la medida en que disminuían los contribuyentes cristianos, la presión fiscal aumentaba sobre los musulmanes, y con ella el malestar de los más desfavorecidos, que, finalmente, estalló en una serie de revueltas.

Los muladíes (descendientes de cristianos convertidos al islam) hartos de ser ciudadanos de segunda, comenzaron a rebelarse contra la clase dominante, es decir, contra los árabes. La revuelta más consistente fue la acaudillada por Ibn Hafsun, nieto de cristiano, aunque musulmán de nacimiento, que mantuvo en jaque, durante treinta años, a sucesivos emires de Córdoba.

El rebelde comenzó sus correrías en la serranía de Ronda, y consiguió atraerse a una numerosa turba de desheredados a la que convirtió en un ejército. Derrotó a varios emires y llegó a dominar un amplio territorio entre Algeciras y Murcia que incluía algunas grandes ciudades (Écija, Priego, Archidona, Baeza y Úbeda). Finalmente, el emir Abd Allah, sintiendo ya amenazada y desabastecida la propia Córdoba, puso toda la carne en el asador y logró derrotar al rebelde aprovechando que su tardía conversión al cristianismo le había enajenado la voluntad de sus seguidores musulmanes. Ibn Hafsun falleció en 917, cuando ya la fortuna le había vuelto la espalda. «Fue columna de los infieles, cabeza de los politeístas, tea de la guerra civil y refugio de los rebeldes —escribe un cronista árabe—. Su muerte fue anuncio de toda fortuna y prosperidad».

La tumba de Ibn Hafsun fue profanada y su cadáver exhumado. Lo encontraron sepultado con arreglo al rito cristiano, la cabeza vuelta hacia oriente y las manos cruzadas sobre el pecho. El macabro trofeo fue exhibido en una puerta de la muralla de Córdoba.

La legendaria e inaccesible capital del rebelde, Bobastro, ha proporcionado muchos quebraderos de cabeza a los historiadores. ¿Dónde está Bobastro? Al Himyan dice: «Bobastro es un castillo inaccesible a ochenta millas de Córdoba […] sobre un cerro peñascoso y aislado […] tiene muchas casas, iglesias y acueductos», pero, a pesar de ello, algunos historiadores se empeñaron en identificarlo con la Barbastro aragonesa, lo que los obligó a hacer auténticos malabarismos con el tiempo y las distancias para que cuadraran los plazos en que, según las crónicas, los ejércitos emirales sitiaban la fortaleza.

Hoy se acepta unánimemente que Bobastro debió estar en las montañas del norte de Málaga. Para algunos se trata de las Mesas de Villaverde, lugar evocador donde existe una enigmática basílica tallada en la roca. Para otros corresponde a las ruinas de Masmúyar, junto al pintoresco pueblecito de Comares, donde, entre olivos, el visitante encuentra abundantes vestigios de loza medieval y hasta un aljibe subterráneo, con arcos de herradura sobre delicadas pilastrillas, casi una mezquita soterrada, muy evocador.