9. EL ESTADO CORDOBÉS

El contacto con Persia y Bizancio elevó el nivel cultural de los árabes de Oriente, que pronto superó el de la cristiandad europea, lo que redundó también en el estado cordobés, porque en el mundo islámico, las ideas y las mercancías circulaban con cierta fluidez.

Córdoba contaba con un ejército incomparablemente mejor organizado que el de los cristianos del norte, lo que durante mucho tiempo le permitió mantenerlos a raya. Sus tácticas militares, copiadas de Bizancio, resultaron superiores a las que empleaban los cristianos de tradición goda.

En su situación de inferioridad, los reinos cristianos se vieron obligados a pagar tributos al moro. Abd al-Rahman ni siquiera se planteó la posibilidad de conquistarlos. Le resultaba más productivo cobrarles el impuesto anual como el que ordeña una vaca. Al llegar el buen tiempo, por primavera, mandaba su ejército contra los cristianos para recordarles quién mandaba en la Península Ibérica y sangrarlos un poco más.

Córdoba robusteció también sus fronteras del sur con fortificaciones en Almería y Ceuta para frenar la presión expansiva del califato fatimí. La plaza norteafricana fue, además, centro de acogida de las caravanas que hacían la ruta desde Sidjilmasa trayendo el oro del África negra a través del Sahara.

Mantener el proyecto autárquico de Abd al-Rahman, con sus plazas militares, sus regimientos mercenarios, su estado burocrático y su corte imitada de la bizantina, costaba mucho dinero. A medida que aumentaban los impuestos, crecía el malestar de los contribuyentes.

Los califas de Córdoba imitaron a los de Bagdad, que a su vez imitaban a los emperadores bizantinos y a los monarcas sasánidas. El califa se sacralizó, se convirtió en un autócrata inaccesible cuyos actos se adornaban con un recargado ceremonial ante una corte numerosa en la cual el harén ocupaba destacado lugar. No es que los califas fueran especialmente lascivos, que a menudo el ejercicio del poder atempera la lujuria, sino más bien que el harén se había convertido en símbolo de estatus y poder. También se erigía en grupo de presión nada despreciable. Hay que tener en cuenta que en el harén convivían varias generaciones de mujeres de sangre real y una cohorte de eunucos amujerados que las custodiaban y servían y que, a falta de mejor pasatiempo, se consagraban a intrigar y espiar.

A menudo las más altas decisiones políticas se fraguaban en el harén, entre ambiciones personales, odios africanos, venganzas y pasiones desatadas.

Un Estado tan complejo como el cordobés precisaba de una nutrida burocracia, cuyo mantenimiento generaba ingentes gastos, pero el califato vivía tiempos de gran prosperidad económica, con un comercio mediterráneo tan intenso como en los tiempos del Imperio romano, lo que redundaba también en un notable desarrollo de la agricultura. Los que más tributaban eran los judíos, naturalmente, y los cristianos, aunque su número mermaba constantemente a causa de las numerosas conversiones al islam, como queda dicho, quizá más atraídos por las ventajas fiscales y por el prestigio de una cultura superior que por la doctrina de Mahoma.

A Abd al-Rahman I le sucedió su hijo Hicham I al-Rida (788-796), que llegó en sus campañas estivales (aceifas) a Oviedo, Astorga, Álava, Gerona e incluso Narbona.

Su hijo al-Hakam I al Rabadí (796-822) heredó el trono a los veintisiete años y tuvo que hacer frente a numerosos conflictos internos. Dos rebeliones fueron especialmente sonadas, una en Toledo y otra en la propia Córdoba. La de Toledo es conocida como «jornada del Foso» (797).

Los toledanos constituían una población levantisca, protestona y conspiradora. Decidido a escarmentarlos de una vez por todas, al-Hakam I concibió un ambicioso plan. Conocedor de que en este país la gente es capaz de correr cualquier riesgo con tal de comer de balde, atrajo al alcázar a los prohombres de la ciudad con el señuelo de un banquete y los hizo ejecutar según iban entrando.

«Los verdugos —escribe el cronista— se colocaron al borde del foso y allí los degollaban. Cuando habían ejecutado a más de cinco mil trescientos, un hombre prudente dio la voz de alarma. Viendo el vapor de la sangre que ascendía por encima de los muros barruntó la causa y gritó:

»¡Toledanos, es la espada, por Allah, la que causa ese vapor y no el humo de las cocinas!»

El futuro Abd al-Rahman II, jovenzuelo imberbe, que asistió a la matanza, se llevó tal impresión que le quedó de por vida un tic nervioso en un ojo.

La matanza de Córdoba (818), conocida como Jornada del Arrabal, fue menos cruenta. Los vecinos del arrabal se amotinaron porque un guardia del emir había matado a uno de los suyos, un bruñidor de espadas, y fueron bárbaramente reprimidos. Los cuarenta amotinados más notorios fueron ejecutados y sus cuerpos se exhibieron en cruces a las afueras de la ciudad.

Al-Hakam I sobrellevó las intrigas de los alfaquíes (teólogos musulmanes), incomodados porque les recortaba el poder alcanzado en tiempos de su padre. A pesar de sus problemas internos, el emir realizó victoriosas aceifas contra Castilla y llegó hasta la costa cantábrica, pero no pudo evitar que los cristianos tomaran Lisboa y Barcelona.

Lo sucedió Abd al-Rahman II (822-852), que fue «mecenas de médicos, filósofos, astrólogos, químicos, poetas y músicos y no solo amó el fasto, la caza y las mujeres. Al-Andalus le debe la organización política y palatina […] y la introducción de las artes, las letras, la música, las modas, las joyas y la cocina orientales» (Sánchez Albornoz).

Abd al-Rahman II era muy amante de la vida al aire libre, de las mujeres y de la caza (le encantaba cazar grullas con halcón en el valle del Guadalquivir). En una ocasión, yendo al frente de una expedición guerrera contra los cristianos del norte, sufrió una polución nocturna. Cuando despertó añoraba tanto a su favorita que delegó el mando del ejército en su hijo al-Hakam y se volvió a Córdoba con su amada. Con ese carácter fogoso no es de extrañar que engendrara ochenta y siete hijos: cuarenta y cinco varones y cuarenta y dos mujeres.

Abd al-Rahman II reorganizó la administración sobre el modelo de la de los califas abbasíes de Bagdad. El máximo cargo del gobierno era el de primer ministro o canciller (hayib), que repartía el trabajo entre varios ministros o visires, encargados de diferentes divanes o ministerios (Ejército, Tesoro, Correspondencia…). A otro nivel diversos funcionarios velaban por los asuntos palatinos: el jefe de protocolo, el halconero mayor, el gran matarife, el copero real, el jefe de los escuderos, a los que podríamos sumar los cargos meramente honoríficos, como poeta oficial y jefe de los músicos. Los emires y califas de Córdoba no vacilaron en escoger para estos cargos a las personas más idóneas independientemente de su origen, raza o religión. Entre ellos hubo mozárabes e incluso judíos.

Los visires formaban una especie de consejo de ministros que acordaba las decisiones de gobierno y las elevaba al emir para que las aprobara o denegara, según el caso.

Un visir famoso, el historiador Ibn al-Jatib, que estuvo al servicio del sultán Mohamed V de Granada, ya en época nazarí, explica la importancia de su cargo:

«El visir es pieza clave y palabra tajante en vuestro Estado: os preserva de los errores, aprovecha las ocasiones y soporta los malos tragos en vuestro lugar, se entera de lo que pasa y os recuerda lo que podéis olvidar; convence con elocuencia a vuestros detractores y no ceja hasta conseguir lo que os conviene. Por ello no descuidéis nunca la tarea de escoger a vuestro visir. Tiene que ser fiel al Estado, satisfecho con lo que tiene, alejado de la codicia y de las ansias de poder, templado con vuestra templanza, presto ante lo que os enoja, activo, de alta alcurnia, preocupado por la justicia, hábil con las armas, conocedor de los entresijos financieros, piadoso y honrado».

La más alta institución era el Consejo de Estado, del que formaban parte el canciller, los visires, los príncipes de sangre real y algunas personas de prestigio designadas por el emir.