7. EL CALIFATO DE CÓRDOBA

Bajo el islam, la Península Ibérica tornó a ser, como en los tiempos de Roma, la lejana provincia occidental de un gran imperio, esta vez con sede en Damasco. Los moros llamaron al-Andalus a la tierra que ocupaban, e Isbaniya (Hispania), a la parte cristiana no conquistada, en principio un estrecho corredor en la costa Cantábrica y los Pirineos que se extendería hacia el sur con la Reconquista.

A los árabes les resultó más fácil conquistar un dilatado imperio que superar su mentalidad tribal originaria, con sus conflictos entre kalbíes y quisíes. Desde las predicaciones de Mahoma se observa en el islam una contradicción que los musulmanes nunca han superado, ni aún hoy parecen camino de lograrlo. De un lado, la tendencia centrípeta que el Profeta inculcó en el credo musulmán, la idea de fraternidad religiosa cimentada en la solidaridad y superadora de razas, fronteras y condiciones sociales; del otro, la tendencia centrífuga, las discordias que se heredan de generación en generación, la división, las luchas intestinas, la inestabilidad política, los clanes, las tribus y tendencias que continuamente se enfrentan en el dilatado mapa islámico, cada cual obrando por su cuenta a pesar de las solemnes declaraciones de hermandad y cohesión.

En al-Andalus, el reparto de las tierras no había sido equitativo: a los verdaderos conquistadores, los bereberes de Tariq, les habían asignado las parcelas más improductivas, la meseta, Galicia y las montañas, mientras que la aristocracia árabe, los baladíes (baladiyyun), llegados con Musa en 712, cuando el trabajo estaba hecho, se habían repartido las regiones más feraces (Levante, el valle del Guadalquivir y el Ebro).

El malestar de los bereberes, que se consideraban estafados, degeneró en franca rebelión entre los años 741 y 755. Los árabes, que eran minoría, llamaron en su auxilio a militares sirios, unos diez mil guerreros, encuadrados en tribus (yund), quienes, después de pacificar a los bereberes, se establecieron en Andalucía y el Algarve.

¿Qué fue de los hispanogodos que vivían en tierras musulmanas? Ya hemos dicho que el islam permitía a cristianos y judíos (las gentes del Libro) el libre ejercicio de su religión siempre que pagaran tributos. Por el contrario, los que abrazaban el islam «se eximían del pago de la yizya y del jaray, de las contribuciones personal y territorial»[28].

Ocurrió lo que cabía esperar: una gran masa de población se convirtió al islam para librarse de cargas fiscales, reacción quizá egoísta, pero comprensible y muy humana.

Pensemos en lo que ocurriría en España si a los ciudadanos que no consignaran su condición de católicos en la Declaración de la Renta se les eximiera del pago de un impuesto religioso considerable. Es razonable suponer que un elevado porcentaje de la población se declararía nominalmente agnóstico.

Los hispanogodos conversos al islam se denominan «muladíes»; los que se mantuvieron cristianos, «mozárabes». Para completar el panorama de las creencias habría que agregar a los judíos, de los que existía una comunidad numerosa e importante.

Durante cerca de un siglo, el clan de los omeyas controló el imperio desde Damasco, la nueva capital, pero en el año 750 el hachemí Abd Allah dio un golpe de estado, derrocó al califa omeya y exterminó a su familia. Hasta borró de las lápidas sepulcrales el nombre de los omeyas difuntos.

Abd Allah trasladó la capital a Bagdad y cambió su propio nombre en Abu al-Abbas (para subrayar que descendía de al-Abbas, tío de Mahoma). La nueva dinastía se denominó abbasí (a veces escrito abasida).

Un joven omeya de veinte años de edad, Abd al-Rahman, logró escapar de la matanza de su familia, y, poniendo agua por medio, desembarcó en la lejana al-Andalus. La al-Andalus que encontró estaba nuevamente al borde de la guerra civil entre kalbies, qaisíes, bereberes y sirios, cada cual con sus reivindicaciones, sus filias y sus fobias. El joven Abd al-Rahman se erigió en mediador, pacificó a los bandos descontentos y se proclamó emir de al-Andalus.

Un omeya al frente de la provincia española. ¿Obedecería al califa abbasí exterminador de su familia? El califa era el jefe espiritual del islam (del mismo modo que el Papa lo era de la cristiandad). Los califas de Damasco, y posteriormente de Bagdad, ostentaban la doble autoridad civil y religiosa sobre todas las tierras islámicas, pero el joven Abd al-Rahman no estaba dispuesto a someterse al califa que había asesinado a sus parientes. Solo lo acató como jefe religioso. En lo político, Abd al-Rahman se independizó de Bagdad y reunió bajo su mano los tres poderes, militar, administrativo y judicial. A partir de entonces capitaneó su ejército, recaudó sus impuestos y gobernó a sus súbditos como le plugo, aunque continuara usando el título de emir, o delegado del califa. Cuando uno de sus sucesores se atrevió a asumir también la jefatura religiosa, al-Andalus dejó de ser emirato para constituirse en califato.

Abd al-Rahman gobernó como rey absoluto de un estado que recaudaba tributos e imponía la ley islámica según la doctrina malikí. El territorio estaba dividido en seis provincias, cada una gobernada por un walí, y en distintos distritos cástrales (qura) que agrupaban pequeñas aldeas y alquerías, a veces protegidas por castillos estratégicos (hisn) con pequeñas guarniciones. La oficina de palacio redactaba las cartas y órdenes para los gobernadores provinciales y toda la documentación que debía llevar el sello del emir o de su ministro. Los documentos oficiales requerían una pulcra caligrafía y una redacción elegante que imitara el árabe del Corán.

El de Córdoba es un estado bien organizado. La justicia de cada ciudad está en manos de un hombre justo y conocedor de la ley, el cadí, que celebra sus sesiones en la mezquita mayor, rodeado de secretarios y picapleitos. La instancia superior de justicia es el cadí de Córdoba, también llamado cadí de la Aljama, un cargo de gran trascendencia política.

El cadí debe aplicar la chari‘a o ley coránica y, además, decide en los pleitos, ejecuta los legados píos, y vela por los huérfanos y los consejos de menores. Teóricamente su autoridad en cuestiones legales es absoluta, incluso por encima de las decisiones del soberano. No es un cargo fácil porque debe resistir las presiones de los alfaquíes, los doctores de la ley, que insisten en aplicar rigurosamente los preceptos coránicos.

Una fuente de conflictos es el consumo de vino. Según el precepto coránico, debe castigarse con una tanda de latigazos al musulmán que bebe vino, pero la sociedad andalusí es muy tolerante con la bebida, por lo que los jueces tienden a hacer la vista gorda. Se dan casos de jueces que se desvían de su camino para no encontrarse con un borracho al que deberían castigar.

Los funcionarios palatinos ocupan un barrio entero de Córdoba, en la orilla izquierda del Guadalquivir, frente al puente romano. Los funcionarios de mayor rango acuden cada día a las oficinas del alcázar. En el alcázar trabajan varios miles de funcionarios y servidores organizados según rangos y autoridades.

El mantenimiento de un estado tan complejo, con tanta gente que vive de la administración, requiere una Hacienda eficaz. Los recaudadores de tributos disponen de censos de la población y aplican distintos baremos dependiendo de la raza y situación social del contribuyente. Los inspectores del Tesoro vigilan a los recaudadores y velan para que nadie meta la mano en las arcas públicas.

La Península Ibérica en el año 1000.