6. LA EXPANSIÓN DEL ISLAM

El valor en la batalla constituía la virtud principal del árabe, que debía demostrar en cuanto se le presentaba la ocasión. Durante siglos, las belicosas tribus habían guerreado entre ellas en estériles luchas internas por un pozo o por cuatro palmeras. De pronto la creencia común en Allah las unía y encauzaba su energía hacia un objetivo común: llevar el islam al resto del mundo. Los árabes abandonaron el confinamiento de su península de origen e invadieron las tierras de Bizancio herederas de Roma y el imperio sasánida, solar de la antigua Persia.

No se conformaron con eso. En el breve espacio de un siglo, se extendieron por los territorios actualmente ocupados por Jordania, Siria, Israel, Iraq e Irán. Después, el impulso conquistador los llevó hacia el este, por Asia Central, hasta cruzar el río Indo y alcanzar Pakistán, y hacia el oeste, por todo el norte de África hasta el Atlántico. Solo Ceuta se mantuvo, al parecer, en manos cristianas porque llegaron a un acuerdo con su gobernador.

¿Por dónde continuar la conquista? Al frente les cerraba el paso el océano Atlántico, que creían poblado de monstruos; al sur el inmenso arenal del Sahara; al norte, cruzando el Estrecho, como al alcance de la mano, se les ofrecía la invitadora cinta verdigris de la costa europea.

Los musulmanes pusieron sus ojos en la Península Ibérica. En Hispania esperaban encontrar grandes tesoros, entre ellos el fabuloso legado de Salomón que los antiguos visigodos habían arrebatado a los romanos. Además, ya dijimos que los viajeros alababan las tierras fértiles, las huertas regadas por caudalosos ríos, los frescos jardines y los espesos bosques. Un sueño para el que procede del árido desierto. Y aquel país de Jauja se hallaba casi indefenso y sumido en una grave crisis provocada por recientes epidemias, malas cosechas y hambrunas.

Después de la derrota del ejército cristiano, Tariq ibn Ziyad se encaminó hacia la capital, Toledo, por las antiguas calzadas romanas, sin encontrar resistencia. Solo se detuvo para ocupar las grandes ciudades que encontraba a su paso, especialmente Écija y Córdoba.

Al año siguiente, el propio Musa desembarcó con un ejército de diecisiete mil guerreros y obtuvo su cuota de gloria ocupando Medina Sidonia, Sevilla y Mérida. Los dos caudillos se reunieron en Toledo y juntaron sus fuerzas para emprender la conquista por el valle del Ebro. La ocupación de Portugal y Levante se encomendó a subalternos. En la euforia de la fácil conquista creyeron que toda Europa era orégano y, traspasando las lindes del reino godo, invadieron las tierras allende los Pirineos. Pero el rey de los francos, Carlos Martel, los derrotó en Poitiers (732). Después de este descalabro se replegaron al sur de los Pirineos y se contentaron con ocupar el reino de los godos. Por otra parte, no disponían de tropas suficientes para controlar tanta tierra.

De la Península Ibérica solo quedó libre la cornisa cantábrica, una región montañosa y pobre habitada por montaraces indígenas cuyo sometimiento hubiera requerido un esfuerzo y un gasto que no estaba compensado por la ganancia.

La historiografía cristiana exalta la batalla de Covadonga como el comienzo de una lucha de ocho siglos por reconquistar la península invadida por el islam. En realidad fue un encuentro de poca importancia en el que un pequeño destacamento musulmán resultó derrotado por los astures capitaneados por un espatario, o jefe de la milicia goda, llamado Pelayo.

Pudo ser solo una escaramuza, pero a los apaleados godos aquella victoria les devolvió el orgullo y la confianza.

Lo cierto es que en menos de dos años había caído la monarquía goda, y un país poblado por unos cuatro millones de hispano-romanos y godos se había sometido, casi sin resistencia, a un ejército de menos de cuarenta mil guerreros. ¿Cómo se explica? La mayoría de la población, los campesinos y abrumados de impuestos, no movieron un dedo para defender el orden godo. Total, peor de lo que estaban no podían estar con los nuevos amos. Se explica también porque los invasores pactaron con los witizianos, con los obispos y con otros grandes señores que, a cambio de colaborar, pudieron conservar sus haciendas y privilegios. Era un gran consuelo por la pérdida de España, porque los condes y los obispos continuaron al frente de sus provincias y de sus diócesis y la organización jurídica y eclesiástica del Estado godo se mantuvo intacta.

¿Y la religión? Los musulmanes respetaban a las gentes del Libro, los cristianos y los judíos, y se contentaban con imponerles un tributo.

Para el pueblo sencillo, el cristianismo era un conjunto de confusas creencias de las que sobresalía la certeza de un Dios único y todopoderoso, absoluto y excluyente. Esa esquemática visión se adaptaba también al Dios del islam, con la diferencia de que éste era más permisivo con los apetitos carnales de sus seguidores y no los abrumaba con las exigencias de un clero abusón.

La gente de las zonas rurales estaba apenas cristianizada y desde luego tenía un conocimiento muy superficial de los principios de la religión cristiana. A muchos les parecería que el islam era algo parecido, ya que coincidía el Dios omnipotente, el Juicio Final, los ángeles que toman nota de lo bueno y de lo malo, el infierno y la gloria después del Juicio Final. Por último hay que considerar la tendencia de los pueblos vencidos a adoptar la religión del vencedor, especialmente en las clases dirigentes, que harán cualquier cosa con tal de conservar sus privilegios y sus fortunas. Los nobles godos se islamizaron del mismo modo que, ocho siglos después, muchos nobles musulmanes se cristianizarían cuando cambiaron las tornas con la conquista de Granada por los Reyes Católicos. En el caso de los godos, los últimos escrúpulos se disiparían cuando notaran las coincidencias del islam con la herejía arriana de la que procedían. Los arríanos rechazaban la divinidad de Cristo, al igual que el islam. El ingreso en el islam les parecería una opción más razonable que la de la religión católica, que habían abrazado simplemente porque así lo hizo su rey Recaredo. Antiguamente los pueblos seguían las religiones de sus reyes.

Según una tesis reciente, que no comparte casi ningún historiador, los musulmanes no conquistaron España, sino que les fue pacíficamente entregada porque sus habitantes abrazaron masivamente el islam. Esto explicaría la sospechosa ausencia de noticias de la conquista en las crónicas musulmanas[27].

La verdad es que, al convertirse al islam, la explotada plebe hispanogoda salía ganando. También ganaban dos importantes minorías oprimidas: los siervos y los judíos. Los primeros porque estaban ligados a la tierra casi como esclavos y al abrazar el islam obtenían la categoría de hombres libres. Los judíos porque el islam solo los obligaba a satisfacer los impuestos religiosos, la yizya (personal) y el jaray (territorial), en paridad con los cristianos.

Expansión del islam.