Año 711. En los días claros, cuando abren las banderas del día al aire limpio de la mañana, Musa ibn Nusayr, gobernador musulmán (walí) de Ifriquiya y el Magreb, pasea solitario por la playa, que huele a yodo y a algas marinas, y contempla la franja verde de la tierra al otro lado del Estrecho, la antigua Hispania romana ahora convertida en reino godo.
Los mercaderes que han visitado aquella tierra elogian sus riquezas, la variedad de sus regiones, la abundancia de sus cosechas, la dulzura de sus aguas y la belleza de sus mujeres.
Reflexiona, Musa. Una tierra así resulta muy apetecible para los árabes, el pueblo que ha conquistado medio mundo y que, en menos de un siglo, ha forjado un imperio más extenso que el de Alejandro Magno y el de los cesares romanos.
San Isidoro de Sevilla, un erudito cristiano, ha escrito:
«¡España, de todas las tierras que abarcan desde Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, tierra bendita y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos! ¡Con justo título brillas ahora como reina de todas las naciones…! ¡Tú eres la gloria y el ornamento del orbe, la porción más ilustrada de la Tierra!»[1].
El reino godo, propietario de aquel paraíso, se halla debilitado por recientes hambrunas y epidemias y dividido por las luchas de los clanes que se disputan el trono. El pueblo, abrumado por la presión fiscal, está descontento.
La monarquía goda no es hereditaria, sino electiva. Cuando un rey muere, los clanes aristocráticos eligen al siguiente. Este sistema determina que, a menudo, los aspirantes a la sucesión destronen o asesinen al rey para acelerar el trámite.
A la muerte del rey Witiza, el clan pretendía que lo sucediera su joven hijo Aquila, pero otra facción impuso a su propio candidato, el duque y general Rodrigo. Ahora los dos bandos guerrean entre ellos y los witizianos han solicitado la ayuda de Musa.
La ocasión parece propicia. Los propios godos lo invitan a trasladar tropas al otro lado del Estrecho. La apetitosa fruta está en su punto. Basta alargar la mano y recogerla.
Musa le ha expuesto el asunto a su superior el califa de Damasco, y éste le concede permiso para conquistar Hispania.
Julio de 710. Musa procede con cautela. Primero envía al jefe bereber Tarif ibn Malluk a explorar la tierra con cuatro navíos y unos cuatrocientos guerreros. Cuando se cerciora de que el territorio está despejado, ya que Rodrigo tiene a sus tropas en el norte, reprimiendo una rebelión de los vascos, se decide a enviar la fuerza principal, unos nueve mil bereberes (tribus apenas islamizadas del norte de África), al mando de Tariq ibn Ziyad, gobernador de Tánger. Los africanos desembarcan en Tarifa o en Gibraltar (Yebel Tariq, el peñón de Tariq) y se unen a las milicias witizianas. Juntos derrotan al rey Rodrigo en la batalla de Guadalete o de la Janda, una jornada tan sangrienta «que parecía que se acababa el mundo».
Vencido Rodrigo, Musa muestra sus cartas a los witianos: tiene órdenes de Damasco de conquistar el reino godo e incorporarlo al Imperio islámico. Los godos poco pueden hacer por evitarlo, ya que no disponen de fuerzas suficientes para resistirse. La mayoría opta por pactar con los invasores para salvar lo salvable; otros, por el contrario, deciden luchar aunque de antemano sepan que llevan las de perder.
Musa negocia con la aristocracia goda: respetará las propiedades y privilegios de los que no opongan resistencia a su conquista. Los witizianos aceptan el trato. Para librarse del oprobio de haber arruinado el reino al facilitar la invasión a los moros, hacen propalar el bulo de que fue el conde don Julián, gobernador de Ceuta, el que les facilitó el paso[2]. De este modo se vengaba del rey don Rodrigo, que había seducido o violado a su hija Florinda[3].
Los moros invaden la Península Ibérica y la ocupan en poco más de dos años. Los cristianos emplearán ocho siglos en recuperar lo perdido[4].
Quizá antes de proseguir convendría ver quiénes son los musulmanes y en qué consiste su doctrina.
La región de Algeciras y el campo de batalla del río Barbate.