6. ¿ANDALUCES O MOROS?

EMILIO GARCÍA GÓMEZ[83]

Por razones archisabidas se ha escrito últimamente y se sigue escribiendo mucho sobre Andalucía. Cuando esta literatura se decante y los árboles no estorben ver el bosque habrá que emprender una «teoría de Andalucía». Hasta ahora la mejor que tenemos es la iniciada con ese título por Ortega en dos artículos, muy discutidos, que aparecieron por primera vez en 1927.

Compara Ortega, con reservas bien explicadas, a Andalucía con la China: 1.°, por su vetustez (supone que la civilización andaluza es anterior a la griega y que viajó hacia Oriente); 2.°, por su esencial carácter agrario; 3.°, por su tono antiheroico y su escasa intervención en la historia cruenta del mundo y, por tanto, su aceptación elástica de las conquistas extrañas; 4.°, por su frugalidad y su capacidad de alimentarse sin mucho comer, manteniendo una vitalidad mínima, casi vegetal, y 5.°, por cierta conciencia de superioridad y privilegio, que produce una especie de narcisismo colectivo y una perceptible sensación de inmutabilidad. Más adelante insiste sobre la vida vegetativa andaluza, no holgazanería, sino paradigma cultural del mínimo esfuerzo, que aboca en un ideal paradisíaco, en el que se goza del clima y de la comunión del hombre con la tierra, cuando todo es fiesta y nada lo es del todo, dentro de una escéptica pereza que impregna de rara y elegante gracia todo lo cotidiano.

Merece párrafo aparte su afirmación de que mientras «un gallego sigue siéndolo fuera de Galicia, el andaluz trasplantado no puede seguir siendo andaluz», porque queda fuera de las «gracias cósmicas» y de las «inspiraciones atmosféricas» de su tierra. Perfectamente. Entonces valdrá lo inverso, o sea, que el forastero, al entrar en esa maravillosa ínsula geográfica y climática de Andalucía, se convierte automáticamente en andaluz. Esta reciprocidad aclara, de un lado, la cuestión de las invasiones: «El feroz invasor no encuentra fuerza donde apoyar su ímpetu y cae por sí mismo en el colchón». Pero, de otra parte, es a veces tentador —aunque Ortega ponga en guardia contra «la explicación trivial que considera a una cultura como efecto mecánico del medio»— que incurramos precisamente en esa trivialidad, y que, frente a las interpretaciones históricas en boga, que todo lo basan en la psicología o en la sangre, volvamos a la concepción del viejo señor Taine, el que nos describió Barres en Les déracinés. Al fin y al cabo en estos mundos de Dios impera lo cíclico. Tan poco asible es la idea de raza como la de ambiente, las dos difícilmente comprobables.

En los modernos métodos clínicos hay criaturas y enfermos a quienes periódicamente se les vacía de toda su sangre para llenarles las venas con otra que se les transfunde. El individuo sigue siendo el mismo en cuerpo y alma, aunque la sangre sea distinta. Este símil explica para mí la historia andaluza mejor que los demás. Porque pensar que en el tibio «colchón» se han ido hundiendo tartesios, iberos, fenicios, griegos, romanos, visigodos, árabes y gitanos, sin que haya salido ninguno, me parece convertirlo en cama de galgos y, por supuesto, hacerlo menos muelle. ¿Hay que imaginar un «cuerpo de baile» titular cuyas componentes, como en las revistas musicales, saldrían en un cuadro de danzarinas fenicias, en otro de puellae gaditanae, en el siguiente de almeas arábigas y en el último de «bailaoras» flamencas? Si en las Andalucías tartesia, romana, árabe y decimonónica siempre ha habido garbo y elegante gracia, vale más atribuirlo a un mismo «medio» que a un mismo «pueblo». A lo mejor es cuestión del «aire». No hay que evitar por sistema los lugares comunes.

En fin, como decía Jorge Manrique, «dexemos a los Romanos, / aunque oímos y leemos / sus historias…». Vengamos más cerca. Hoy parece abrirse paso una concepción histórica que grosso modo, con la caricatura que entraña toda abreviación, sería más o menos así. Los hispano-romanos de la Bética, nunca calados por los visigodos y deseosos de quitárselos de encima, abrieron sus brazos a los árabes. Como venían solo hombres, les dieron mujeres. Ellos, salvo el grupo mozárabe, islamizaron y se hicieron «muladíes». A pie firme aguantarían luego todos juntos eso que llamamos «reconquista». Y ahí estarían ternes, como redivivos «moros» (empleo «moro» en su mejor sentido tradicional español). Es decir, lo estarían si esta hipótesis no se cuarteara por más de una esquina.

La osmosis sanguínea entre musulmanes y cristianos siempre fue dificilísima en uno de los dos sentidos. Antes de seguir diré que no hay que dejarse influir, y acaso inconscientemente se hace, por el ejemplo «judío», actualmente tan en boga, ya que los judíos eran —digamos— más «sutiles», se infiltraban por las mujeres y sentían otro tipo de solidaridad internacional. Nada de esto se daba con los árabes. Veamos lo esencial.

Los árabes pueden casarse con cristianas, dejándolas incluso practicar su fe (lo cual sucedió en el harén del profeta y ocurre en nuestros días), pero ninguna musulmana puede casarse con un cristiano, por ser delito religioso y social sancionado con la muerte. Hasta en una república laica con cincuenta años de vida, como la turca, una cosa así es rarísima y siempre abominada. Lo de la leyenda de los Infantes de Lara de que a Gonzalo Gustioz, cautivo en Córdoba, lo casaron con una «fijadalgo» o una hermana de Almanzor es purísima patraña épica. Se sabe, sí, que cuando los almorávides tomaron Córdoba y mataron en ella al hijo de al-Mutamid, de Sevilla, llamado Mamún, su viuda (la «mora Zaida») acudió a Alfonso VI, quien la hizo su manceba y tuvo de ella al infante don Sancho, muerto aún niño en la batalla de Uclés (1108). Ya se ve que es un caso singular. Habría, claro está, uniones por esclavitud o violencia, pero siempre excepcionales y limitadísimas. Por este lado la masa musulmana era una muralla ciclópea.

Además, y es lo importante, esa masa se volatilizó (en lo que sigue me limito a Andalucía, que es de lo que se trata). Tras la venida de los africanos, y por iniciativa de éstos, se rompió la convivencia confesional. Los almohades desterraron a África a los últimos mozárabes. Y los reyes de Castilla y León, desde la batalla de las Navas (1212), decidieron quitarse de delante a todos los moros y no dejar ninguno detrás. Su hoz segaba implacable, dejando apenas nada a los espigadores. Los moros se iban a la ciudad más cercana (de la cual iba a echarlos el rey siguiente), o se pasaban a Berbería, o contribuían a la superpoblación de Granada, donde fundaban nuevos barrios (Albaicín, Antequeruela). Las ciudades conquistadas se repoblaban con hombres del Norte. Ahí están, casi todos publicados, los Repartimientos, desde los grandes de Córdoba y Sevilla (luego, Málaga), hasta los mínimos, como el de Comares. Las «morerías» rezagadas eran insignificantes. Un documento publicado por Romero de Lecea dice que en 1495 quedaban en Córdoba cuarenta y cinco vecinos moros, pronto treinta y luego nada. De la ridícula exigüidad de la «morería» de Sevilla nos ha hablado Collantes de Terán. Sobre lo que pasó en Granada no hace falta insistir, y también disponemos, bien publicados (C. Villanueva), de los Libros de Habices. ¿En las montañas? Después de la gran rebelión de los moriscos, Gómez-Moreno dice que «no quedó uno solo de los cuarenta y ocho mil que vivían en la Alpujarra», sustituidos con gentes «de todas las comarcas españolas, extremeñas en gran parte, y con gallegos en las cumbres de más duro clima, al pie de Sierra Nevada». No juzgo: narro.

Y luego vinieron los gitanos; y las flotas de América; y los desperados, que dicen los ingleses, especie de «hippies» de la época, como aquel Carriazo de la ilustre fregona, doctorado en las almadrabas de Zahara; y los taberneros cántabros que abrían en Cádiz sus «tiendecillas de montañés», y los románticos franceses…

Toda mi vida he exaltado las glorias de la civilización arabigoandaluza. Antes, con otras personas, lo hicieron, mejor y en materias más importantes, los maestros de mi escuela científica, que murieron con los brazos llenos de cicatrices polémicas (yo todavía las luzco). Pero el famoso péndulo español se ha pasado a la otra banda. Ahora hay quienes añoran no estar bajo un Estado musulmán y quienes se han convertido o están medio convertidos al islamismo. Respeto tales ideas, aunque no las comparta. Ahora bien: una cosa son las ideas y otra la historia. Si alguien además sostiene tener sangre árabe, y no es por pura fantasía romántica, tiene que probarlo, y por dificilillo lo tengo. Caso de pertenecer a esas familias conocidas que antes llamaban nobles, es posible que, al revolver viejos papeles, pergaminos o repartimientos, encuentre que no procede de las ilustres tribus de Tamim o de Zais, sino que sus antepasados bajaron a la maravillosa Andalucía de Cintruénigo, de Mondoñedo, de las Encartaciones, de Almendralejo o de Frómista.

EMILIO GARCÍA GÓMEZ, ABC,

26 de enero de 1982.