SERAFÍN FANJUL GARCÍA[82]
La poesía suele ser mala compañera de las piedras: la mixtura de ambas alumbra con demasiada frecuencia poemas ramplones (en prosa o en verso) y cursis interpretaciones del significado posible de los restos arqueológicos. Todas las literaturas arrastran un lastre de poemas tópicos y rutinarios hasta el bostezo dedicados a las ruinas de este o aquel lugar: Numancia, Itálica, Medina Azahara pueden servir —de hecho, han servido— para apuntalar mitos fundacionales de tal o cual signo, reinvenciones de la historia útiles, si alguien las creyera, para fijar los pilares de una u otra patria, más o menos chica. Así encuentran su cuna el indómito espíritu de los celtíberos, la plausible romanidad de nuestra cultura o el alma de nardo del árabe español, evidentísimo en cualquier andaluz, como todos sabemos.
Viene esto a propósito de una vistosa exposición recientemente inaugurada en Córdoba, que nos recuerda de nuevo —aunque su objetivo sea el sueño de representar algo en la política mediterránea y de Oriente Medio a través del arrobo laudatorio— la gran confusión reinante en cuanto se roza la palabra al-Andalus. Como dice el historiador Miguel Ángel Ladero Quesada:
«cuando las realidades sólidas en la tardía Edad Media eran ya pasado, el fluido de lo imaginario que había surgido de ellas tendió a expandirse y a recrear una Granada y una Berbería casi utópicas, a partir de unas situaciones ciertas pero capaces de segregar desde el primer momento sus propias fábulas».
Y, en efecto, una de las más graves distorsiones corrientes respecto a la sociedad y la cultura andalusíes consiste en representarlas implícitamente como un todo homogéneo, de características continuas a lo largo de todo el período y como si los invasores del siglo VIII, bárbaros hasta la médula y a medio islamizar, hubieran sido desde el primer instante destacados científicos, notables constructores y peregrinos poetas que «nos trajeron» esto y aquello, equiparables a los hispanoárabes de cuatro o cinco siglos más tarde.
La confusión alimenta la lluvia granizada de anacronismos que anega las llamadas novelas «históricas», como presentar a Abderrahmán II, en pleno siglo IX, comiendo mangos entre azulejos y jardines lujuriosos de buganvillas y chumberas, sin molestarse los tales «novelistas» en aprender, por ejemplo, que la llegada del azulejo es posterior, como la de esos frutos y plantas, que nada tienen que ver con árabes antiguos ni modernos: la proliferación de ejemplos parejos aburre. El problema reside en poder explicar —y que alguien quiera entender— que la hegemonía política y militar (la del Califato en el siglo X) no significa por fuerza peso cultural paralelo en todos los campos, gran desarrollo técnico (todavía en 960 el geógrafo Ibn Hawqal se burla de la poca destreza de los andalusíes en el uso de los estribos) o sublimes exquisiteces literarias. En el totum revolutum no se percibe que la gran belleza ornamental y decorativa —como saben perfectamente los arquitectos e historiadores del arte— de las grandes construcciones hispanomusulmanas enmascara y oculta una escandalosa pobreza constructiva, en parte responsable de su fácil ruina: véase, verbigracia, la misma Medina Azahara arrasada por los bereberes dos siglos y medio antes de la llegada de la Reconquista a Córdoba; del mismo modo que la importación cultural y literaria de Oriente no implica gran creatividad local. Así, los poetastros y poetas menores de los siglos VIII y IX que la tenaz generosidad de don Elías Teres rescató del olvido, no son comparables a la ya granada —y nutrida— pléyade de orientales coetáneos. Sin riesgo de ser injustos podemos afirmar que —con la excepción de Ibn’Abd Rabbihi (860-940) y su obra enciclopédica El collar único— en al-Andalus hasta el siglo XI no hay autores de primerísima línea capaces de rivalizar con iraquíes y sirios. Abu al-Majsi, Hassana At Tamimiyya, ‘Abbas ibn Nasih, Ibn al-Samir, ‘Abbas ibn Firnas, Mumin ibn Sa’id y al-Qal-fat son nombres cuyo interés es más histórico y social que literario y de los cuales conocemos más anécdotas (verídicas o apócrifas) que versos. Pero es que otros no hay. Y en el plano estrictamente poético sus obras, en lo posible reconstruidas por el profesor Teres a partir de fragmentos recogidos en antólogos muy posteriores, ofrecen poca o ninguna novedad frente a los modelos orientales, planteándonos por enésima vez la cuestión de la sinceridad o insinceridad del poeta hispanoárabe, desconocedor en directo de una realidad social y física —la oriental— que sin tregua trataba de imitar y reproducir en sus poemas. Y también se nos pone de manifiesto algo muy evidente en el conjunto de la gran literatura árabe: el carácter no solo secundario, sino periférico de esta producción, por más que en nuestra contemporaneidad un cierto chovinismo hispano —y ahora andalucista— haya pretendido su carácter central y decisivo —claro: era «lo nuestro»—, si bien se elude con cuidado, o ignorancia, acudir a la única realidad tangible a nuestra disposición: los textos. Enriquece poco la historia de la literatura saber que a Abu al-Majsi el príncipe Hisam le hiciera cortar la lengua y sacar los ojos, que Abbas ibn Firnas se diera tremenda costalada intentando volar en la Rusafa de Córdoba o que Ibn al-Samir ejerciera de «negro» literario del emir Abderrahmán II. Algunos de ellos fueron cadíes, astrólogos, conocedores de la jurisprudencia y de las tradiciones del Profeta; y todos, panegiristas de la dinastía omeya y fieles seguidores e introductores de las corrientes científicas y literarias que triunfaban en Bagdad, lentos importadores de cultura en al-Andalus, un país menor en el islam de la época. El mismo Ibn ‘Abd Rabbihi, autor de la magna obra de adab antes mencionada, como poeta no pasa de panegirista, neoclásico y bastante amanerado.
Y ya en el siglo X, el de Abderrahmán III, al-Hakam II y Almanzor, en la fase de mayor apogeo político, el panorama no es mucho mejor con el sevillano Ibn Hani (muerto en Oriente en 972), aficionado a la Filosofía, panegirista del sultán al-Mu’izz de Egipto y autor de una «casida de las estrellas» que concitó la admiración de Ibn Jallikan y al M’arri; o con Ibn Darray (958-1030), natural del Algarve, aplicado compositor de alabanzas y elegías incapaces de disimular su amaneramiento formal y su pobreza intelectual. Habrá que esperar a los siglos XI y XII para que los polemistas, poetas, filósofos y cronistas de al-Andalus, las formas poéticas nuevas (moaxaja y zéjel) y la maduración general de la sociedad andalusí lleguen a producir resultados de verdad relevantes, cuando ya se había iniciado de forma inexorable el declive histórico.
Es bueno intentar conocer el pasado y debemos difundir cuanto consigamos aprehender, pero no para adormecernos evocando fantasías lánguidas, como iba Zaydun entre las ruinas de la misma Medina Azahara:
Desde al-Zahra con ansia te recuerdo.
¡Qué claro el horizonte!
¡Qué serena nos ofrece la tierra su semblante!
La brisa con el alba se desmaya,
los arriates floridos nos sonríen
con el agua de plata, que semeja
desprendido collar de la garganta.
Fue un tiempo oscurantista y duro para todos, despiadado y brutal, sin embargo, las actuales ocurrencias políticamente correctas de la España oficial (que no es solo el gobierno de Madrid) rechinan al confrontarlas con las realidades históricas. Si nos tomamos el trabajo de repasar las crónicas árabes, hallamos por doquier, en cualquiera de ellas, noticias que ningún político en ejercicio se atrevería a leer en voz alta, incómoda parte del pasado condenada al silencio, aplicados como están salmodiando cánticos y aleluyas al cénit glorioso del califato de Córdoba, pero la realidad es todo: «Daba cuenta de que había arrasado el llano del enemigo y había talado los panes de los infieles, destruido sus bienes, quemado sus casas y matado a cuantos cogió, tanto al entrar como al salir el ejército se había apoderado de las cosechas de la ciudad de San Esteban, ¡Dios la aniquile!» (julio de 975, Anales palatinos); «irrumpió con ellos el chambelán de Badr en terreno enemigo, hollándoles los sagrados y asolando el país, con la destrucción de cosechas, edificios y recursos» (Muqtabis, V); «la fortaleza fue tomada al asalto el 29 de julio de 920, los combatientes fueron pasados a cuchillo en presencia de Al-Nasir (Abderrahmán III)» (Muqtabis, V). Y etcétera.
Y hoy, como ayer, una sola imagen de los pescadores de Barbate en paro es más descriptiva de la verdad de la «tradicional y fraterna amistad hispanoárabe» que todos los reportajes y filmaciones de las ruinas de Medina Azahara o de las maravillosas salas de la Alhambra. Poesías aparte.
SERAFÍN FANJUL GARCÍA, Mercurio,
Sevilla, julio-agosto, 2001, págs. 12-13.