Gaston Villard trabajó como de costumbre, salió de casa a la hora de costumbre, se encaminó al bar de costumbre, tomó asiento en el taburete de costumbre, y el dueño del local le colocó delante la copa de coñac de costumbre, pero antes de que tuviera tiempo de humedecerse los labios un gigantón le aferró por el brazo y le condujo a la apartada mesa desde donde Dan Parker observaba con aire distraído a un grupo de colegialas que cruzaban la calle al otro lado del amplio ventanal.
—¿Otra vez usted?
—Otra vez yo.
—¿Y qué demonios quiere ahora? Ya tiene un culpable.
—¿A qué culpable se refiere?
—A Sidney Milius.
—Usted es de los pocos que saben que ese cerdo no es el cabecilla de Medusa, yo soy de los pocos que saben que usted lo sabe, y por lo tanto se ha convertido en un cabo suelto que me veo en la desagradable obligación de «neutralizar».
—¿Me está amenazando?
—Naturalmente, querido amigo. ¡Naturalmente! ¿Ve ese furgón de cristales oscuros que está aparcado al otro lado de la calle? Desde el interior le están apuntando, por lo que tan solo necesito llevarme la mano a la nariz para que le vuelen la cabeza. Y si fallaran, cosa que dudo, puesto que se trata de un magnífico tirador, el grandullón que le ha traído le remataría antes de llegar a la puerta.
—¡Vaya por Dios! ¿Y cuál es la mala noticia?
—Me encanta su sangre fría, pero por desgracia se ha convertido en una china en el zapato, y ya sabe lo que se hace cuando se tiene una china en el zapato.
—¿Cambiar de zapatos…?
—Deshacerse de la china a no ser que descubramos que se trata de un diamante.
—¿Acaso tengo aspecto de diamante?
—Bien mirado… no.
—En ese caso debería haberse limitado a ordenar que me pegaran un tiro al salir de mi casa. ¿O es que le gusta ver morir a la gente?
—Nunca me ha gustado matar a personas decentes, y usted lo es, o sea que vistas las circunstancias no me queda más que una opción: convertirle de peligroso testigo en eficiente aliado.
—¿Qué está insinuando?
—Le estoy proponiendo que trabaje para mí.
—Antes muerto que formando parte de una hedionda banda de matones que lo único que hace es provocar desgracias y conflictos, o sea que llévese la mano a esa enorme narizota, que más bien parece francesa que americana, y acabemos con esto.
Dan Parker hizo un ademán instintivo como si pretendiera constatar el tamaño de su apéndice nasal pero se contuvo justo a tiempo, indicando a quien se encontraba en el interior de la furgoneta que tuviera un poco de paciencia.
—¡Maldito inconsciente…! Casi consigue que le maten.
—Pues le hubiera manchado de sangre la camisa, con lo cual tal vez saldría ganando, porque lo cierto es que ese horrendo amarillo limón hiere a la vista.
—No continúe haciéndose el duro y preste atención porque no se entera de lo que quiero; no le he pedido que trabaje para mi «empresa»; le he pedido que trabaje para mí.
—¿Y cuál es la diferencia?
—En estos momentos, mucha.
—¿Acaso ha estallado un conflicto de intereses?
—No es un «conflicto de intereses»; es que lo que ahora le interesa a mi «empresa» ya no me interesa a mí, y lo que ahora me interesa a mí, nunca le ha interesado a mi «empresa».
—Esa sí que es una buena noticia.
—No estoy tan seguro, pero si quiere que le sea sincero le aclararé que no le estoy pidiendo que trabaje para mí, sino que me eche una mano porque es la única persona en la que confío.
—Repita eso…
—Se lo repito. Tengo un proyecto de suma importancia entre manos, cuento para llevarlo a cabo con magníficos profesionales, pero por el mero hecho de ser profesionales se ven obligados a anteponer su fidelidad a la «empresa», lo cual es digno de alabanza pero va contra mi proyecto.
—¿Remordimientos de conciencia…?
—¡No diga tonterías! En mi «empresa» el primer día te sirven de almuerzo tu propia conciencia con patatas fritas, y o te la tragas íntegra o no continúas en ella. No se trata del pasado, que ya está bajo tierra, sino del futuro.
Hizo un gesto indicando al conductor del furgón que se alejara calle abajo, lo cual pareció tener la virtud de relajarle permitiéndole exponer con absoluta sinceridad las razones por las que a partir de aquel día estaba dispuesto a actuar siguiendo únicamente sus criterios personales.
Adujo que, con razón o sin ella, consideraba que en el momento de tomar posesión de su cargo había jurado defender ante todo los intereses de los Estados Unidos, y como ese cargo le investía de un inmenso poder pensaba continuar utilizándolo de la forma que le pareciera más apropiada pese a que muchos no se mostraran de acuerdo.
A su modo de ver, una pléyade de desvergonzados senadores y congresistas sin escrúpulos se las ingeniaban a la hora de promover leyes injustas que tan solo beneficiaban a unas insaciables minorías en detrimento de las cada vez más desesperadas mayorías, y no estaba dispuesto a permitir que ocurriera lo mismo con las indiscutibles mejoras sociales que había traído consigo el «Manifiesto» impuesto por el grupo Medusa.
Y es que habían impresionado notablemente las últimas declaraciones del famoso catedrático de la universidad de Tufts, Dan Dennett, quien había asegurado categóricamente:
Internet se vendrá abajo y cuando lo haga viviremos oleadas de pánico mundial de tal modo que nuestra única posibilidad de sobrevivir será reconstruir el antiguo tejido social de organizaciones de todo tipo que se han visto casi aniquiladas con la llegada de internet. Algunas tecnologías nos han hecho demasiado dependientes, e internet es el máximo ejemplo de ello: todo depende de la red. ¿Qué pasaría si se viniera abajo?
Su tocayo Dan Dennett, famoso por sus teorías sobre la conciencia y la evolución, y considerado como uno de los grandes teóricos del ateísmo, no quería ser acusado de catastrofista pero aseguraba que cualquier experto sabía que era cuestión de tiempo que la red cayese.
Internet es maravillosa pero tenemos que pensar que nunca hemos sido tan dependientes de algo. Jamás, y que lo que nos ha traído hasta aquí nos puede llevar de vuelta a la edad de piedra.
Desde la invención de la agricultura, hace diez mil años, el ser humano ha evolucionado de un modo puramente darwiniano, pero la llegada de la tecnología ha acelerado ese proceso hasta un punto impredecible.
¿Tiene esto solución? Por supuesto, los hombres somos increíbles previniendo catástrofes, pero lo que ocurre es que nadie recibe una medalla por algo que no ha pasado. Los héroes son siempre los que actúan a posteriori.
Dan Parker siempre había admirado a Dan Dennett y sus argumentos habían acabado de decidirle a tomar cartas en tan espinoso asunto intentando evitar que entre internet y un puñado de empresarios y políticos destruyeran aquella «cultura de diez mil años».
Le constaba que podía hacer cosas con las que su presidente estaría de acuerdo pese a que nunca las apoyaría públicamente, pero también le constaba que si las llevaba a cabo no tardarían a salir a la luz debido a que, por desgracia, lo que más abundaba en su «empresa de espionaje» eran espías.
Más allá del insobornable Spencer comenzaba un universo plagado de «agujeros negros», y no deseaba que se lo tragaran como a tantos otros que en un determinado momento habían tenido la mala ocurrencia de enfrentarse a las grandes corporaciones multinacionales.
Necesitaba unas «armas» muy especiales con las que neutralizar a quienes lo controlaban todo, pero sospechaba que desde su posición, por muy alta que fuera, jamás conseguiría tener acceso a ellas sin que alguien le delatara, con lo que le pararía los pies antes de tiempo.
Sabía lo suficiente sobre corrupción y había corrompido a tantos, que le constaba que su propia casa se encontraba infestada de corruptos.
Tan solo podía confiar en alguien que ni siquiera tenía una multa de tráfico, aunque tan solo se debiera a que no tenía coche, por lo que tras mirarlo fijamente señaló:
—En este asunto me hace falta un hombre decente que se haga pasar por canalla, porque ya he utilizado a demasiados canallas que se hacían pasar por hombres decentes. Y no siempre me ha dado buenos resultados.
* * *
—¿Me permite? Será solo un momento.
—Si pretende venderme algo pierde el tiempo.
El desconocido tomó asiento, colocó una bolsa de deportes sobre la mesa, y en el mismo tono monocorde señaló:
—No he venido a venderle algo, sino a comprar su casa.
—No está en venta.
—¡Oh, sí que lo está!
—Le repito que no.
—Y yo le repito que sí, o que al menos lo estará desde el momento en que se sepa que su dueño no es otro que Sidney Milius, el aborrecido y perseguido cerebro del grupo Medusa.
El mundo se vino abajo y todas las estrellas del universo le cayeron encima, por lo que permaneció tan mudo como si le hubieran cortado la lengua de raíz mientras observaba cómo el intruso entreabría la bolsa y le hacía ver que se encontraba atestada de billetes:
—Aquí hay casi un millón de dólares, un pasaje de avión con destino a Rio de Janeiro y un pasaporte. Puede hacer dos cosas: tomar un taxi y llegar a tiempo de subirse a un avión que despegará dentro de una hora, o quedarse en una isla de la que me temo que no volverá a salir. Usted decide.
—¿Por qué hace esto?
—Porque sabemos que en la caja fuerte del sótano de su casa oculta infinidad de documentos que comprometen a una gran cantidad de hijos de puta, así como una fabulosa información de última tecnología que tan solo usted conoce, y que nos será de gran utilidad. Todo eso bien vale una vida, pese a que en mi opinión la suya no vale mucho.
—¿O sea que lo que buscan es hacer chantaje?
—¡En absoluto! Lo que pretendemos es disponer de instrumentos adecuados con los que combatir a los innumerables corruptos con los que usted se ha relacionado durante sus fabulosos años de gloria.
—No pienso traicionarlos.
—Recuerde que traicionar a los traidores siempre ha sido una sana costumbre. Piénselo bien; usted es un hombre increíblemente inteligente, un auténtico genio de la informática que durante años hizo un trabajo excelente en provecho propio, pero últimamente ha perdido todas las partidas y ya no le quedan cartas que jugar. Lo único que le queda es el pellejo y cinco minutos para tomar una decisión e intentar salvarlo.
—Pero usted sabe que yo no soy Medusa.
Gaston Villard extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un documento que colocó sobre la mesa:
—¿Y qué importa lo que yo sepa…? Lo que importa es lo que los demás no saben. Si firma aquí y me entrega las llaves de su casa y de la caja fuerte podrá coger aquel taxi y llegar a tiempo al aeropuerto. Si no firma, lo que estará firmando será su sentencia de muerte.
—¿Será capaz de asesinarme aquí, en la terraza de un restaurante y a la vista de todos?
—¡Ni por lo más remoto! Yo tan solo he disparado con escopetas de feria y rara vez le acertaba al pato, pero supongo que alguien que está acostumbrado a hacerlo se ocupará de liquidarlo; tal vez el señor de la última mesa, aquel otro que está leyendo la misma página del periódico desde que llegué o esa gordita que ha pasado dos veces empujando el carrito de la compra. Ese es su oficio, no el mío.
—¿Dejarán de perseguirme?
Le alargó un bolígrafo al tiempo que advertía:
—Eso me han asegurado. Le quedan tres minutos. Firme, deme las llaves y escriba en el reverso la clave de la combinación de la caja fuerte. Si todo está en orden le dejarán en paz; si no lo está le matarán en cuanto ponga el pie en Rio de Janeiro.
—¡Es una canallada!
—Usted sabrá, puesto que está acostumbrado a hacerlas. Para mí es la primera vez, aunque admito que no me desagrada. Ha arruinado a miles de personas, y el hecho de saberle oculto durante el resto de su vida en un sucio villorrio de la selva brasileña me produce un extraño placer.
* * *
—¿Qué estás leyendo?
—Un libro que la editorial me ha pedido que traduzca.
—¿De qué trata?
—Aún no lo sé; lo estoy empezando.
—¿Quieres algo de Madrid?
—Películas.
Claudia tomó asiento a su lado y le acarició cariñosamente el muslo al tiempo que señalaba:
—Cristina pasará la noche en la clínica para que a primera hora puedan hacerle las pruebas, y si no te importa yo cenaré con un ingeniero naval que puede darme una nueva opinión sobre el minisubmarino de ese amigo tuyo. ¿Qué te parece?
—Prefiero mantenerme al margen porque no sé nadar y no entiendo ni una palabra de náutica.
—Siempre tan sensato.
—Para ser sensato no hace falta saber nadar, aunque demostraría ser mucho más sensato si hubiera aprendido. Lo que sí que veo claro es que te estás involucrando demasiado en un asunto que acabó amargando al pobre viejo.
—¿Y cómo no iba a involucrarme? Hace siete años se ahogaron seiscientos inmigrantes intentando llegar a las costas europeas y el año pasado la cifra superó los mil quinientos. ¿Qué pretendes que haga?
—Lo que haces, pero pasas mucho tiempo fuera y te echo de menos.
—¿Más que cuando sabías que me estaba divirtiendo en una playa?
—Será porque me estoy haciendo viejo…
Fue a decir algo más, pero en ese momento hizo su aparición Cristina, que se apresuró a aferrarle la mano al tiempo que señalaba:
—Dame fuerzas, porque me van a pinchar en el culo, en el brazo, en la columna e incluso en el carnet de identidad.
—No me importará dónde te pinchen si mañana vuelves diciéndome que estás curada.
—Quizá mañana nos quedemos a dormir en el hotel. Son las fiestas del pueblo.
—Quizá no, ¡seguro! ¡Golfas, que sois un par de golfas!
—Porque se puede…
Observó cómo se alejaban riendo y cuchicheando, y una vez más le admiró la rapidez con que Claudia había recuperado su espléndida figura, así como la portentosa belleza de Cristina, cuya roja melena le llegaba casi a media espalda, con lo que volvía a ser la viva imagen de la Venus de Botticelli.
Cuando el coche se perdió de vista por el sendero flanqueado de higueras, se enfrascó en el libro, pero a los pocos instantes volvieron a interrumpirle:
—Déjese de tanta lectura y ocúpese de darle el biberón al crío, que tengo mucha faena y quiero que el Ceferino me lleve a la verbena. No todo va a ser deslomarse.
Le había colocado el niño en el regazo arrebatándole el libro sin el menor miramiento.
Darle el biberón a su hijo constituía uno de sus grandes placeres y en cualquier otra circunstancia ni siquiera hubiera abierto la boca, pero no pudo evitar que se le escapara un leve lamento:
—¡Pero mujer…!
—¡Ni mujer, ni gaitas! También una tiene derecho a darle gusto al cuerpo. Que usted sea un ermitaño no quiere decir que los demás tengamos que serlo. Y no se olvide de darle unas palmaditas en cuanto acabe.
—¡Está bien, pero devuélvame el libro!
Según su costumbre, el niño dio buena cuenta del biberón en un abrir y cerrar de ojos, por lo que lo sujetó sobre el pecho y le golpeó suavemente la espalda hasta que dejó escapar un sonoro eructo.
—¡Que aproveche…!
Lo acunó canturreando en un vano intento de conseguir que se durmiera, pero el crío no parecía dispuesto a colaborar puesto que no paraba de alargar las manos buscando que le mordisqueara la punta de los dedos, lo cual le hacía reír a carcajadas.
Jugueteó con él, haciéndole todas las carantoñas y cosquillas que suelen hacer los padres a sus hijos y sintiéndose feliz en su tranquilo anonimato porque sabía que gracias a su esfuerzo el mundo había mejorado. No cuanto habían soñado que mejorase, pero tampoco se le podían pedir milagros mientras se encontrara habitado por seres humanos.
La mayoría respetaba las nuevas reglas aceptando que se había llegado al borde del abismo, pero otros, que en realidad no eran otros sino los mismos de siempre, continuaban negándose a renunciar a sus desmesurados privilegios.
En ocasiones Claudia se alteraba y sentía la tentación de provocar una nueva exhibición de fuerza para que su «Manifiesto» no quedara en el olvido, pero siempre conseguía calmarla haciéndole notar que cuanto habían conseguido era mucho más de lo que hubieran podido soñar.
Y es que, en realidad, tenía miedo; no miedo a lo que pudiera ocurrirle, sino a lo que podía hacer que ocurriera si decidían reanudar la lucha.
En el fondo de su alma continuaba siendo un ratón de biblioteca; una termita que devoraba palabras, las digería y las expulsaba en seis idiomas diferentes; un apasionado traductor que amaba introducirse en maravillosos universos en los que los sapos se convertían en príncipes y los príncipes en sapos.
Le horrorizaba la idea de volver a recorrer caminos y atravesar cordilleras intentando evitar ser descubierto, o temer que en cualquier momento hiciera un daño irreparable a quien no se lo merecía.
Cuando al fin el niño se durmió, volvió a la lectura del desconcertante libro que le habían pedido que tradujera:
Se presentó a traición, sin la menor advertencia, tan súbita e inesperadamente que incluso cogió desprevenido a quien había pasado gran parte de su vida vagabundeando por aquellos parajes y se preciaba de conocerlos bien.
Cabría imaginar que las negras nubes, densas, espesas, casi palpables y cargadas de electricidad, habían permanecido ocultas al otro lado de las montañas, aguardando la ocasión para tender su brutal emboscada. Era como si quisieran que el solitario senderista confiara plenamente en el límpido cielo de una hermosa tarde veraniega para sorprenderlo surgiendo de improviso sobre la cima de un picacho, antes de precipitarse pendiente abajo al tiempo que se transformaban en agua y relámpagos.
Ni siquiera el retumbar del trueno llegó a modo de apertura sinfónica a la apocalíptica orquesta; corría con segundos de retraso tras los primeros rayos que surcaron el cielo trazando garabatos para acabar estrellándose contra torres de acero que se doblaban al instante mientras gruesos cables eléctricos se comportaban como gigantescos látigos que desparramaran chispas a diestro y siniestro.
Cerró los ojos intentando introducirse en la piel de un indefenso senderista al que la naturaleza atacaba de improviso con inusitada violencia, y tal como le ocurría a menudo con las novelas que traducía, lo consiguió.
Él era ahora el sorprendido y casi aterrorizado caminante que no tuvo oportunidad de correr desalentado en busca de un inexistente refugio, por lo que se limitó a dejarse caer cubriéndose la cabeza con las manos, como el reo…
Alberto Vázquez-Figueroa
Marzo 2014