Capítulo Diecinueve

Golpearon la puerta y en cuanto dio permiso para entrar, Spencer penetró como un vendaval exhibiendo una sonrisa que le iluminaba la cara.

—¡Lo hemos localizado!

El corazón le dio un vuelco, y a punto estuvo de abrazar a su subordinado.

—Es la mejor noticia que me ha dado nunca…

—Muchas gracias, señor. Realmente ha valido la pena.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—El único barco que abandonó el puerto esa noche fue el Sea Rabbit, lo rastreamos y descubrimos que pertenece a una empresa de Sidney Milius y que cuenta con varias matrículas falsas. Ahora es el Vulcano IV, navega con bandera italiana y se encuentra fondeado en una cala al este de la isla de Lipari.

—¡Bien…! Mantenga a ese hijo de puta vigilado cada minuto de cada día, de cada mes, de cada año, porque si lo pierden de vista rodarán cabezas; la suya, la primera. ¿Ha quedado claro?

—Muy claro, pero creo que sería mejor detenerlo.

—Lo necesito libre; preso tan solo es un preso, muerto tan solo es un muerto, pero libre puede ser muchas cosas y casi todas buenas, acérqueme el maletín que encontrará en ese armario.

Spencer obedeció, colocó el pesado maletín sobre la mesa, y ante el gesto de su superior, que le urgía a que lo abriera, observó desconcertado lo que parecía ser un ordenador dotado de docenas de teclas e interruptores, así como una antena parabólica desplegable.

—¿Qué es esto?

—El Meakc Se-/7, más conocido como Pocopedo, un trasto en el que nuestros ínclitos «sabios del Pentágono» invirtieron millones intentando interceptar ondas electromagnéticas, aunque lo único que consiguieron fue que los perros aullaran y los gatos corrieran.

—¿O sea que hemos estado trabajando en ese campo?

—¡Naturalmente! Trabajamos en todos los campos, aunque en la mayoría no obtenemos otra cosecha que misiles que hemos de obligar a que nos compren bajo amenaza de tirárselos encima.

—Eso suena un tanto derrotista.

—Es lógico pasar de terrorista a derrotista al ver que derrochamos fortunas en cacharros que a menudo resultan un fiasco. Aunque espero que en este caso nos sean de utilidad. Quiero que registren «muy a fondo» el Milius@.com y encuentren este maletín oculto tras un mamparo.

—¿Y eso?

—Demostrará que Sidney Milius es el auténtico cerebro del grupo Medusa.

—¿Perdón…? ¿Cómo ha dicho?

—Que Sidney Milius, un famoso pirata informático, poderoso, sin escrúpulos y con una ambición sin límites fue el que diseñó un complejo aparato destinado a controlar las ondas electromagnéticas con la intención de convertirse en el único dueño de los sistemas de comunicación globales. Su gran problema estriba en que no consigue controlar su propio artilugio, a veces se le va de las manos y deja cuanto le rodea hecho un asco.

—Pero usted sabe que eso no es verdad.

—Más vale una mentira útil que una verdad inútil, y por si no lo ha advertido le diré que no estamos hablando de verdades, sino de política. Siéntese, Spencer, que aún me sorprende su ingenuidad pese a llevar tanto tiempo en este oficio.

—Es que no consigo entender adónde quiere llegar.

—Pretendo hacerle comprender que si he recibido la orden concreta, dictada desde las más altas esferas, de proteger a Medusa, la mejor manera de evitar que la busquen para aprovecharse de sus descubrimientos es sacando a la luz su identidad.

—¿Aun sabiendo que Sidney Milius es inocente?

—Puede que en realidad sea culpable, ¡vaya usted a saber!, pero ya nos ocuparemos de hacer notar que su perfil encaja con el papel de hacker prepotente, avaricioso y endiosado que le hemos asignado. O sea que o mucho me equivoco, o de ahora en adelante la mayor preocupación de Sidney Milius se centrará en intentar ocultarse de cuantos querrán cortarle el cuello o aprovechar sus fabulosos conocimientos y su experiencia tecnológica. Y no tardará en comprender que si lo capturan lo torturarán para conseguir que diga cuanto sabe, cuando en realidad no sabe nada.

—Un plan maquiavélico.

—Es que últimamente he tenido buenos maestros.

—De eso no me cabe duda, pero hay algo que se me escapa: si él era Medusa, ¿por qué tenía que ofrecer dinero por la captura de Medusa?

—En primer lugar, porque sabía que nunca tendría que pagarlo; y en segundo, para evitar que sospecharan de quien está considerado uno de los mejores profesionales del ramo. Oficialmente perdía millones, pero era porque a la larga pensaba ganar diez mil veces más. ¿Qué mejor coartada que ofrecer una recompensa por su captura? Ese tipo es muy listo.

—Lo dice como si realmente lo hubiera hecho él.

—La fuerza de una mentira estriba en que quien la diga sea el primero en creerla. Y como el único que podría rebatirla, aunque sin pruebas, es el propio Sidney Milius, lo mejor que puede hacer es desaparecer para siempre.

—Menuda cabronada…

—Él mismo se lo ha buscado, por imbécil. Y ahora recoja el puñetero maletín y póngase en marcha, pero procure no tocar ninguna tecla, porque si lo hace ese trasto se pasará horas lanzando un zumbido que volvería loco a un monje tibetano.

En cuanto su siempre animoso subordinado abandonó el despacho, Dan Parker inclinó hacia atrás el respaldo de su butaca y colocó los pies sobre la mesa lanzando un resoplido con el que parecía querer expresar su profunda satisfacción.

Llevaba mucho tiempo sintiéndose burlado, pero ahora volvía a coger las riendas de tan apasionante diligencia y se sentía capacitado para manejar su tiro de caballos.

Sin duda muchos gobiernos dedicarían ingentes medios a la hora de seguirle la pista de un señuelo que consideraba perfecto, dejándole con ello el campo libre a la hora de intentar localizar discretamente a la hermosa «Sara», a la que siempre había considerado la auténtica cabecilla del grupo Medusa.

Cierto que le habían ordenado que la protegieran y la dejaran en paz mientras se mantuviera inactiva, pero cierto era también que sus largos años de experiencia sobreviviendo en las cloacas de la política le permitían comprender que dicha inactividad duraría poco.

Estaba en juego el control de los sistemas de comunicación de gran parte del planeta, por lo que pronto o tarde alguien descubriría el engaño y se lanzaría de inmediato a la caza de los auténticos «terroristas». Entonces la batalla volvería a empezar, pero lo que importaba era haber conseguido una considerable ventaja.

Tras encajar una sucesiva cadena de golpes bajos que habían estado a punto de derribarlo, comenzaba a recuperar la fe en sí mismo, porque siempre había sido un duro fajador curtido en mil combates.

Le encantaba la idea de empezar de nuevo, y una de las únicas cosas que lamentaba era no poder ver la cara del puñetero Sidney Milius cuando cayera en la cuenta de lo que se le venía encima.

Ciertamente, la cara de Sidney Milius fue todo un poema cuando, tres días más tarde y en el momento de encender la televisión, descubrió, estupefacto, que se había convertido en la sardina más perseguida del océano.

Comprendió que había caído en una trampa que él mismo había contribuido a montar, que todos sus sueños de gloria se esfumaban, y que de nada le servirían los documentos que tan celosamente guardaba en su mansión de la isla porque por muy corruptos que fueran los corruptos, a partir de aquel momento se alejarían de él como de una mofeta en celo.

Digna de ver fue también la cara de Dante Sforza al desplegar el periódico y enfrentarse a la fotografía de aquel que con tanto menosprecio lo había tratado.

—¡Maldito mascalzone! ¡Y pensar que por tu culpa le rompí un dedo a Rugero!

* * *

Al abrir los ojos ya era de día y descubrió a la anciana sentada en un rincón, aferrando con fuerza el manoseado libro del ruso nacido en la tundra.

Evidentemente no podía verlo, pero por alguna razón —¿qué importancia tenían ya las razones en un contexto tan irracional?— la mujer sabía que se encontraba despierto, por lo que señaló en tono conciliador:

—Tus amigos me han contado lo ocurrido y aunque no he conseguido entender muchas cosas, lamento haberte hablado con tanta dureza.

—¿Qué amigos?

Ella movió la cabeza como indicando cuanto la rodeaba:

—Estos de aquí.

—¡Ya empezamos…!

—No seas impertinente tú también. Admito que tienes que soportar una pesada carga, pero no fui yo quien la colocó sobre tus hombros.

—¿Y quién fue?

—No lo sé, pero buenas razones debía de tener, y al parecer te han escuchado hasta en el último rincón del planeta, aunque por lo visto con eso no basta.

—¿Quién lo dice?

—Ellos.

—«Ellos» no son humanos y por lo tanto no pueden saber hasta dónde llegan las fuerzas de una persona. Las mías se han agotado.

—Tal vez, pero no la de millones de infelices que sufren hambre, maltrato e injusticias y que han decidido unir sus fuerzas canalizándolas a través de ti. Eres el hilo central en torno al cual se han ido enrollando otros hasta formar una soga tan resistente que nadie conseguirá romper.

—No es justo.

—Durante años maldije la injusticia de haberme quedado ciega, pero ahora entiendo que ocurrió para que pudiera ser tu guía por unos senderos en los que los ojos de nada sirven, ya que quienes nos gobiernan se comportan como ilusionistas de feria: cuanto más fijamente les miras a la cara, con mayor facilidad te engañan con las manos.

—A mí siempre consiguen embaucarme, y nunca entiendo de dónde diablos sacan el maldito conejo.

—No obstante, estás consiguiendo desmontarles su mayor truco.

—¿Y es…?

—Que la inmensa mayoría de la gente ha accedido a introducirse voluntariamente en una «pantalla de plasma», que si te digo la verdad no sé lo que es, pero que según tus amigos actúa como un espejo mágico, y los que entran en ella viven las fantasías que no se atreverían a vivir en la realidad.

—Es lo que llaman «mundo virtual».

—Explícalo de un modo que consiga entenderlo.

—Es como una falsa vida en la que incluso intentan transformarse en personas ficticias dando rienda suelta a toda su violencia sabiendo que no sufrirán las consecuencias, porque quien más destruye y más mata más puntos gana.

—¡No es posible!

—Lo es.

—Pues Dios no se molestó en crear los mares, las montañas, los bosques, las flores o los animales para que ahora los hombres se olviden de tanta hermosura refugiándose en un disparatado mundo virtual que acabará convirtiéndolos en autómatas.