Capítulo Dieciocho

Llegaron al viejo restaurante a media tarde, y fue para encontrarse con una Cristina alicaída, melancólica y algo distante debido a que uno de sus mejores amigos y compañero de fatigas había muerto el día anterior.

—Sabía que no tenía solución, pero me consoló advertir que al cogerle la mano experimentaba un gran alivio, por lo que me quedé hasta que se fue en paz y sin dolor. Si hubieras estado allí tal vez lo habrías salvado.

—Lo dudo, y no es un tema que se preste a discusión en un momento como este. Lo que ahora importa es saber qué conclusión han sacado los médicos de los análisis.

—Están desconcertados y no se explican lo que me ocurre.

—¿Les hablaste de mí?

—No.

—¿Por qué?

—Porque tú no quieres que lo haga.

La observaron, evidentemente confundidos, y fue Claudia la que inquirió:

—¿Qué te hace pensar eso?

—¿De verdad quieres saberlo?

—¡Por favor!

—Ya que insistes, te aclararé que puedo ser una jovencita moribunda y caprichosa que a menudo se comporta como una inconsciente, pero eso no quiere decir que sea estúpida y no esté muy atenta a cuanto de sorprendente ocurre a mi alrededor.

—¿Y qué es, según tú, cuanto de sorprendente ocurre a tu alrededor…?

—No me obligues a intentar explicar lo inexplicable, cuando ni vosotros mismos tenéis ni idea de cómo explicarlo… ¿O la tenéis?

—No.

—Lo imaginaba, y en lo que a mí respecta, me basta con no experimentar el dolor que me atormentaba hasta que llegué aquí y con saber que Jean Pierre murió sin sufrir todas las penas del infierno… ¿Quieres que continúe después de lo que cuentan los medios de comunicación?

—No creo que sea necesario. ¿Qué piensas hacer?

—¿Y quién soy yo para decidirlo…? A lo único que aspiro es a tener cerca a tu marido, cogerle de la mano y advertir cómo me alivia, aunque supongo que al no estar en mi pellejo no puedes entenderlo.

—¿Quieres decir que apruebas lo que hacemos?

—Si no lo hicierais no estaría ahora aquí; me encontraría tendida en una cama, con morfina hasta las cejas y pidiendo a Dios que me llevara cuanto antes, tal como pedían mis hermanas y mis padres. No sé quiénes sois en realidad pero no tengo intención de averiguarlo porque cuando estás con un pie en la tumba y alguien intenta ayudarte a salir de ella no le preguntas en qué trabaja, dónde vive y a qué dedica el tiempo libre.

—Pero lo supones…

—Según las estadísticas, «supongo» es el término que más se utiliza en los juicios orales, dado que nunca compromete a quien lo emplea. No quiero saber nada, puesto que mientras no lo sepa soy libre de «suponer» lo que me dé la gana y nadie puede culparme por ello.

Claudia la observó con sincera admiración y, tras extraer de la nevera la mejor botella de champán que les quedaba, señaló:

—Eres la última criatura que una mujer desearía ver cogida de la mano de su marido, pero así están las cosas. Y ahora brindemos por nosotros y empecemos a decidir qué carajo vamos a hacer, porque tanto trajín me tiene agotada, cada vez más a menudo siento náuseas, y lo único que quiero es volver a casa con el fin de poder tener a mi hijo sin sobresaltos.

No resultaba una tarea en absoluto sencilla, puesto que para «volver a casa» tenían que resolver incontables asuntos, entre ellos revender un viejo restaurante en el que Claudia había invertido la totalidad de sus ahorros.

Puede que ciertamente fueran la todopoderosa Medusa que ponía de rodillas a las grandes potencias, pero estaba claro que no eran más que una pareja de sencillos traductores que no tardarían en enfrentarse a insalvables problemas económicos.

Tal como la propia Claudia confesó en un arrebato de sinceridad:

—Esto de arreglar el mundo cuesta un ojo de la cara, y tengo entendido que los potitos y los pañales están por las nubes.

Intentaban tomárselo con humor, pero tanto ella como su marido sabían muy bien que el futuro no se mostraba en absoluto halagüeño.

Con el control de la piratería informática tal vez el mundo editorial recuperara parte de su perdido esplendor y volvieran los viejos tiempos en los que nunca les faltaba trabajo, pero les constaba que vivirían siempre aterrorizados porque los realmente poderosos no se resignarían a la pérdida de sus inconcebibles privilegios.

Alguien, en alguna parte, continuaría empeñado en destruirlos, y sacar a un hijo adelante en tales circunstancias no iba a resultar tarea fácil.

Por si todo ello no bastara, su preocupación aumentó de forma muy notable cuando dos días más tarde Claudia trajo un periódico que publicaba en primera página un editorial del Times:

Fuentes fidedignas aseguran que algunos gobiernos parecen dispuestos a llegar a un acuerdo de «no agresión» con el grupo llamado «Medusa», comprometiéndose a no perseguirlo siempre que cese en sus actividades.

En realidad se trata de una rendición incondicional que recuerda la aceptación de la inapelable derrota por parte de Japón cuando comprendió que podían ser víctimas de un tercer ataque nuclear.

El desastre ocurrido en el Principado de Mónaco obliga a pensar que tal vez la decisión de solicitar un «alto el fuego» sea la más correcta, sobre todo si el contendiente, que en este caso lleva clara ventaja, renuncia a imponer condiciones.

Alcanzar la paz ha demostrado ser siempre lo más sensato y por nuestra parte resultaría una insensatez oponerse a ello.

No obstante, es necesario plantearse ciertas cuestiones de innegable importancia:

¿Respetarán todos los gobiernos dicho acuerdo?

¿Quién garantiza que otros países menos complacientes o meras organizaciones criminales no emplearán todos los medios a su alcance con el fin de apoderarse de un arma que aparentemente no es letal pero que destruye la capacidad defensiva del enemigo?

¿Cuánto pagarían los comunistas norcoreanos o los extremistas islámicos, por citar tan solo dos ejemplos, por disponer de una nueva tecnología que convierte en obsoleta cualquier otra?

¿Está Medusa en condiciones de proteger dicha tecnología, o deberíamos protegerla con el fin de protegernos a nosotros mismos?

¿Dónde esconde las fórmulas o los instrumentos que le permiten desafiar las leyes de la naturaleza?

Desde el momento en que un hipotético «acuerdo de paz» entre en vigor comenzará una nueva guerra, no sabemos si «fría» o «caliente», pero probablemente silenciosa, en la que, tal como sucede en todas las guerras, todos perderán.

A nadie le apetece la idea de vivir temiendo que de improviso el entorno en que ha nacido y se ha criado sufra un colapso.

Aquella era una posibilidad que no habían contemplado debido a que eran los únicos que sabían que no existía ningún tipo de «instrumento» o «fórmula» que les permitiera desafiar las leyes de la naturaleza.

Eran las leyes de la naturaleza las que se habían desafiado a sí mismas y eso parecía ser algo que no les entraba en la cabeza a quienes habían redactado tan incisivo editorial.

Por ello, cuando se encontraban a solas en la cama, puesto que Cristina dormía en la caravana, Claudia no pudo por menos que comentar:

—Según ese artículo, puede que haya alguien que intente «robarte» para intentar joder a los demás sin tener en cuenta que sería el primero en joderse. Por lo visto te has convertido en «ese oscuro objeto del deseo».

—Pues por mucho que admire a Buñuel no me apetece convertirme en «ese oscuro objeto del deseo» ni en «el ángel exterminador», o sea que, al igual que tú, lo único que quiero es irme a casa.

—¿Y qué hacemos con Cristina?

—Si quiere venir, que venga. Ya es parte de la familia.

La animosa muchacha no lo dudó un instante:

—Si tengo que elegir entre quedarme y sufrir hasta que llegue mi hora o irme con vosotros conservando una esperanza de vida, no seré tan estúpida como para planteármelo. ¿Cuándo nos vamos?

—En cuanto consiga vender este puñetero restaurante.

—No lo llames puñetero; aquí celebré casi todos mis cumpleaños y fui muy feliz remando, nadando y pescando con mis hermanas. Y por si no bastara, aquí han renacido mis esperanzas…

—¡De acuerdo! No es puñetero; es precioso, pero se cae a pedazos y chupa pintura que arruina.

—Te lo compro. Mis padres no solo me dejaron de herencia una enfermedad; también me dejaron dinero.

—¿Y para qué quieres un restaurante?

—Para nada, pero lo convertiré en mi nueva casa. Aquí me siento mucho más a gusto que en la otra, que tan solo me trae malos recuerdos. El único defecto de esta estriba en los «fantasmas» que siguen a todas partes a tu marido, pero confío en que se vayan con él.

—¿Los has visto?

—No, pero los he olido.

La peregrina respuesta no pudo por menos que desconcertarlos.

—¿Y a qué huelen?

—Uno apesta a ajo y otro deja un tufo a sobaco que marea.

—No es verdad…

—Si los fantasmas no existen tengo el mismo derecho a decir que los he olido que cuantos aseguran que los han visto u oído. Y si existen, lo lógico es que huelan tal como olían en vida.

—En eso puede que tengas razón.

—¿Podríais dejar de decir majaderías y empezar a mover esos preciosos culos para que podamos marcharnos cuanto antes? Vosotras haréis el viaje en coche, pero yo debo atravesar los Pirineos mientras aún no haga frío.

* * *

Aún no hacía frío, por lo que emprendió sin prisas el camino a través de las montañas, preguntándose a cada paso si lo mejor que podría hacer sería no llegar nunca, puesto que de ese modo la mujer a la que amaba hacía ya mucho tiempo, y el hijo que iba a nacer y al que ya amaba, tendrían una vida tranquila sin saberse continuamente acosados por cuantos pretendieran eliminarlo o utilizarlo.

No se imaginaba envejeciendo sin poder abandonar el aislado caserón y sus alrededores, teniendo como límite de sus actividades un pequeño pueblo o una horrenda ciudad desangelada, sin disfrutar del simple hecho de acompañar a su hijo ni tan siquiera a la orilla del mar, obligado a mentirle hasta que estuviera en edad de comprender lo incomprensible, y con el eterno miedo —los sesenta minutos de cada hora de cada día de cada mes de cada año— de ver llegar por el sendero flanqueado de higueras un automóvil que tal vez fuera a llevárselo para siempre.

Y lo que sería mucho peor, llevarse a su familia.

No. No se le antojaba un futuro en absoluto apetecible.

El hecho de haberse transformado en el todopoderoso «rey del mundo» planteaba graves problemas de índole doméstico, similares a los del desgraciado rey Midas, que, por el hecho de convertir en oro cuanto tocaba, murió, no de hambre, sino debido a que las pepitas de oro solían provocarle perforaciones intestinales.

No obstante, el hecho de no regresar significaba condenar a Cristina a un amargo final. A la muchacha le horrorizaba la idea de recurrir a la morfina hasta que se reuniera con ellos al otro lado de la frontera, por lo que consideraba inhumano dejarla aguardando a semejanza de una ansiosa drogadicta que necesitara desesperadamente una nueva dosis de heroína.

¿Hasta cuándo tendría que continuar aferrándole la mano?

Quizás hasta el momento de verla marcharse para siempre pero con tanta placidez como lo había hecho su amigo Jean Pierre.

No se sentía preparado para ello, de la misma forma que no se sentía preparado para la inmensa mayoría de las cosas que le estaban sucediendo.

Mientras mordisqueaba un pedazo de queso y se remojaba los doloridos pies en el remanso de un riachuelo, intuyó que quienes se empeñaban en seguirlo a todas partes le habían alcanzado y se acomodaban a su alrededor.

No podía verlos, oírlos, tocarlos —y mucho menos olerlos—, por lo que estaba a punto de gritarles que lo dejaran en paz cuando advirtió que un hombre de casi dos metros de estatura ascendía a buen paso por el empinado senderillo.

Le alarmó su porte marcial, por lo que cuando se sentó a su lado y le preguntó qué hacía en un lugar tan alejado de la mano de Dios, se limitó a responderle con la mayor naturalidad posible que iba a visitar a unos amigos que vivían al otro lado de la frontera, en un pequeño villorrio perdido entre las montañas llamado «Abandonado».

—No lo conozco, aunque he oído hablar de él. También yo voy a visitar a un viejo amigo, pero este se encuentra mucho más cerca; allí, en el fondo de aquel barranco.

—No parece un buen lugar para vivir.

—Es que cayó desde mil trescientos metros, pero antes de estrellarse aún tuvo fuerzas para expulsar mi asiento y permitir que me salvara. Salí bastante magullado, pero ahora que ya estoy bien he venido a darle las gracias y llevarme un recuerdo.

—¿Acaso es usted el piloto…? ¡Vaya por Dios! ¡Enhorabuena!

—Enhorabuena ¿por qué? Me habían entrenado para salvar un avión, no para que el avión me salvara a mí.

—Nunca se está lo suficientemente entrenado para escapar de la muerte, y la mejor prueba está en que hasta ahora nadie lo ha conseguido.

—Eso es muy cierto.

—¿Y qué se siente volando a tanta velocidad?

—Nada.

—¿Cómo es posible?

—Empiezas volando en avionetas y la velocidad aumenta con los años, de la misma forma que no experimentas emoción por el hecho de ir creciendo.

—Pues a mí me habría emocionado alcanzar su estatura. ¿Qué sentirá al volver a subirse a uno de esos trastos?

—No lo haré, porque desde que averigüé que el combustible que consume en una hora de entrenamiento equivale a trescientos kilos de leche en polvo, me sentí incómodo.

—De poco sirve un piloto de combate si no se entrena.

—¿Y de qué sirve cuando se entrena? Nuestro futuro se limita a defender los intereses de las multinacionales, bien sea el uranio de Níger, el petróleo de Chad, el coltán del Congo o los diamantes de Liberia. El accidente me ha servido para comprender lo absurdo que resulta matar o arriesgarse a morir para que los índices de las bolsas suban o bajen.

—Supongo que volar debe de ser muy bonito, pero volar para matar no debe de serlo tanto.

—Le aseguro que no lo es… ¿Usted a qué se dedica?

—Soy senderista.

—No sabía que fuera una profesión.

—Y no lo es, pero se conoce gente y no se hace daño a nadie.

—Eso también es cierto. Bueno, me gustaría seguir charlando, porque es usted un tipo un tanto peculiar, pero quiero estar de vuelta esta misma tarde. Bajaré por entre aquellas rocas aunque me rompa la crisma.

—¿Me permite una pregunta propia de un profano? ¿Qué piensa llevarse de recuerdo?

—Algo que no pese.

Lo observó mientras descendía por el empinado barranco y se sintió en cierto modo estúpido, puesto que la respuesta era obvia teniendo en cuenta que el regreso sería en verdad dificultoso.

Reanudó la marcha seguido por su fiel escolta invisible y al atardecer alcanzó Abandonado, donde el hombretón de la coleta, el violinista enamorado, el viejo inventor y el resto de la comunidad, incluidos los zalameros perros, lo recibieron con las mismas muestras de afecto que la primera vez, excepción hecha de la anciana, que no dudó en inquirir visiblemente molesta:

—¿Qué hacéis aquí? Vuestro trabajo apenas ha empezado.

—¿Qué quiere decir?

—Que las ranas del libro continúan croando, lo cual significa que no habéis terminado lo que quiera que tuvierais que hacer. Y no pararán hasta que lo terminéis.

—¡Pero madre…!

—Tú te callas; sé bien lo que digo porque las oigo a todas horas. Hasta las de la laguna han emigrado cansadas de tanta competencia.

—Eso es cierto… Las de la laguna ya no cantan.

Se encontraba agotado, dolorido, con los pies destrozados y muerto de hambre, por lo que renunció a cualquier tipo de argumentación sobre ranas que cantaban, probablemente en ruso, misiones que al parecer no había cumplido o seres impalpables que lo seguían a todas partes y que tal vez fueran dejando tras de sí una leve pestilencia a sudor y ajo.

Su capacidad de asombro se había agotado hacía tiempo y lo único que deseaba era dormir durante muchas, muchas horas.

Quizás al despertarse descubriría que todo había sido una horrenda pesadilla, que el mundo continuaba siendo igual de injusto y que él era tan solo un simple traductor que odiaba el mar y amaba la montaña.