Capítulo Diecisiete

—¿Ha habido víctimas?

—Mortales, no, pero los hospitales no dan abasto a causa de tanto ataque de histeria, vómitos y diarreas.

—¿Alguna pista?

—¿De qué?

—¿Y yo qué sé, Spencer? ¿Nadie vio nada raro?

—Todo el mundo vio cosas raras, porque la gente salía bufando y maldiciendo de sus casas y docenas de yates tendrán que ser remolcados a los astilleros con el fin de que los rehagan de proa a popa, porque funcionaban con instrumental de última tecnología.

—¡Menuda ruina…!

—¡Y que lo diga! En menos de ocho horas el valor de las propiedades en la Costa Azul se ha desmoronado, porque a nadie le apetecerá vivir en un lugar en el que no dispondrá de televisión, teléfono móvil o internet.

—Ciertamente, el lujo deja de ser lujo cuando se vuelve incómodo.

—¿Convoco al Gabinete de Crisis?

—Mejor a un exorcista.

—¿Habla serio?

—¡Y tan en serio! Me negaba a recurrir a ellos, pero está claro que necesitamos exorcistas, brujas, chamanes, hechiceros, médiums, magos, zahoríes o cualquier condenado hijo de perra que tenga la menor idea de cómo combatir a esos hijos de perra que nos están tomando el pelo.

—Buscaré en la guía telefónica.

—Busque donde quiera, pero busque. ¿Dónde anda el cabrón de Sidney Milius? Sabía que iba a complicarnos la vida.

—Ha desaparecido.

—Que lo encuentren.

—¿Cómo?

—¿Y yo qué sé…?

—Ahora no contamos con medios electrónicos para hacerlo, pero tal vez los perros policías sean capaces de seguirle la pista.

—Utilice perros policías, rastreadores comanches o pisteros africanos, pero encuéntrelo, porque si conseguimos que lo encierren, tal vez las aguas vuelvan a su cauce y ese maldito virus desaparezca.

—Perdone que insista, señor, pero creo que eso ya nadie lo conseguirá. A mi modo de ver, cuando el virus Detroit se dispara ni la mismísima Medusa lo detiene.

Ya a solas, Dan Parker extrajo de un cajón el informe donde se afirmaba que el uno por ciento de sus conciudadanos se había aprovechado de casi el cien por ciento de los ingentes beneficios de la última gran crisis, y tras reflexionar un largo rato, abrió el ordenador para conectarse por videoconferencia con aquel a quien prefería no tener que llamar nunca.

En cuanto apareció en la pantalla fue directamente al grano:

—Siento tener que molestarle, señor, pero tras el desastre de la Costa Azul creo que ha llegado el momento de rogarle que me sustituya.

—¿Cómo puede pedirme eso, Parker? ¿Se da cuenta de los quebraderos de cabeza que me acarreará?

—Me doy cuenta, señor, pero me he cansado de un juego que no tiene ni pies ni cabeza y en el que estoy condenado a perder.

—Siempre le he considerado el mejor.

—Dada la situación, ser el mejor no basta, y ya no tengo fe en mi trabajo porque cuando me eligió le juré defender los intereses de la nación, y la nación no es solo Wall Street.

—Esa es una afirmación muy dura.

—La verdad es dura, señor, y si no la dijera faltaría a la confianza que depositó en mí. Usted sabe mejor que nadie, porque lo sufre a diario, que esa gente de Wall Street manipula la democracia y que su avaricia no conoce límite. He hecho muchas cosas de las que me arrepiento y tengo bastante sangre sobre mi conciencia, pero ahora no se trata de unos cuantos cadáveres; se trata de librar a millones de personas de un sufrimiento que en ocasiones es peor que la muerte.

Se hizo un largo silencio que decidió respetar sabiendo que quien le observaba desde el otro lado de la pantalla se enfrentaba a un problema al que no deseaba enfrentarse, y por lo tanto se limitó a aguardar una pregunta que en verdad esperaba:

—¿Qué me aconseja?

—Nombrar a alguien más capacitado.

—No lo hay, y sabe muy bien que no me refiero a esa clase de consejo… ¿Qué me aconseja?

—Admitir que algunas de las reclamaciones de ese dichoso manifiesto son justas y que existen límites que nunca deberían haberse sobrepasado.

—Eso es tanto como aceptar una derrota.

—No sería nuestra derrota, señor. Ser los primeros en reconocer que lo que es justo es justo no sería una muestra de debilidad, sino de grandeza.

—No me venga con rimbombantes patrioterismos, Parker. ¡Me despellejarán vivo!

—Su obligación es permitir que lo despellejen si con ello evita que despellejen a millones de sus conciudadanos. Para eso lo votaron. Y tenga algo muy presente: si no le proponemos una especie de armisticio sin agresiones mutuas, corremos el peligro de provocar un desastre. Somos un gran país capaz de adaptarse a nuevas reglas de juego, pero no lo suficientemente grande para renacer de una debacle.

—¿Tan mal lo ve?

—Mucho. Esa gente posee un poder absoluto que aún no sabe controlar, por lo que si pactáramos con ellos retrocederíamos veinte años, pero si no pactamos tal vez retrocedamos doscientos.

—¿Y qué haremos con nuestra industria armamentista?

—Reconvertirla.

—¿En qué?

—No soy quién para decirlo, pero si durante la Segunda Guerra Mundial fuimos capaces de transformar nuestras fábricas de coches y tractores en fábricas de tanques y cañones, durante la paz deberíamos saber hacer lo mismo pero al revés.

—Empiezo a creer que ha desperdiciado su talento, Parker. Habría sido usted un retorcido político de lo más demagogo.

—Demasiada competencia.

—En ese caso, un predicador televisivo de los que arrastran a las masas.

—No soy religioso, por lo tanto opino que únicamente aquellos que no creen en ningún tipo de dios podrán arreglar un mundo cuyo principal problema estriba en que demasiada gente ha creído en demasiados dioses.

—En ese caso, y como soy religioso, resulta evidente que no seré yo quien arregle el mundo, pero se hará lo que se pueda. Por cierto, ¿qué ha sido del estúpido que provocó este lío desafiando a los terroristas?

—¿Sidney Milius…? Ha desaparecido.

—¿Cómo que ha desaparecido?

—Es un tipo muy escurridizo y, al comprender la magnitud del desastre que ha provocado, se ha esfumado.

—Pues lo siento por usted, Parker, pero eso me proporciona una magnífica excusa para no plantearme su sustitución. Cuando lo encuentre vuelva a pedírmelo.

—¡Pero señor…!

—¡No hay peros que valgan…!

* * *

Durante los primeros minutos de su peculiar «paseo» no pudieron evitar sentirse incómodos y con una casi insoportable sensación de acidez —o tal vez miedo— en la boca del estómago al saberse culpables del apocalipsis social, y sobre todo económico, que estaban desencadenando a su paso.

Su abatido estado de ánimo fue a peor hasta que se detuvieron ante un lujoso escaparate en el que entre otra veintena de modelos de alta gama destacaban un espectacular Greubel Forsey Tourbillon, valorado en setecientos mil euros, y un Richard Mille cuyo precio se aproximaba al medio millón.

Se quedaron allí, muy quietos, como si les hubieran clavado los pies a la acera, casi incapaces de aceptar lo que estaban viendo y que se exhibía con absoluta naturalidad, y sin escandalizar a los curiosos.

Setecientos mil euros era lo que cobrarían por traducir cien libros a cualquiera de los seis idiomas que tanto les había costado aprender, o lo que ganaría un obrero que se deslomara trabajando ocho horas diarias durante más de mil meses, es decir, ochenta y tres años.

Millones de seres humanos habrían conseguido escapar de la desesperación, la miseria o la muerte con la veintena de relojes que se exhibían tan descaradamente en aquel odioso lugar, y fueron aquellos breves minutos de contemplación de cómo la estupidez y la prepotencia podían ser llevadas a sus últimas consecuencias, lo que acabó por animarles a no cejar en su empeño de intentar equilibrar la balanza de las desigualdades.

Entendían que la gente deseara poseer una casa más grande, un yate más cómodo o un coche más rápido, pero un simple reloj no podía ser más grande, ni más cómodo, y mucho menos más rápido, puesto que si era más rápido dejaba de ser reloj y pasaba a convertirse en marcapasos.

Las horas debían tener exactamente los mismos minutos y los mismos segundos en un reloj de diez euros que en uno de setecientos mil, por lo que se llegaba a la lógica conclusión de que con los seiscientos noventa y nueve mil novecientos noventa restantes tan solo se estaba pagando el precio de una desorbitada egolatría.

Quienes los compraban solían ser los aficionados a «jugar a las muñecas», es decir, alzarse la manga de la camisa y colocar la mano sobre la mesa de tal forma que cuantos los rodeaban pudieran admirar una muñeca en la que destacaba un reloj que los convertía en «hombres de estilo», y por lo tanto muy superiores al resto de los mortales.

Claudia recordaba que muchos años atrás una buena amiga le había confesado: «Acabo de mandar al carajo a mi novio porque tiene un descapotable rojo y un reloj de oro macizo y he llegado a una amarga conclusión: la mayoría de los hombres que tienen un descapotable rojo y un reloj de oro macizo lo único que tienen es un descapotable rojo y un reloj de oro macizo, que ni siquiera sirven para masturbarse».

Pero incluso un reloj de oro macizo se les antojaba algo hasta cierto punto «discreto» frente al derroche de prepotencia, a su modo de ver injustificable, que se exhibía en aquel deleznable escaparate.

Tras un par de minutos de silenciosa contemplación, Claudia comentó:

—Sospecho que aquí tendrán que instalar una mercería, porque no creo que vuelvan a vender relojes de setecientos mil euros.

Regresaron sin prisas, durmieron en el mismo altozano desde el que se distinguía un mar que ahora parecía tener un color diferente, como si se encontrara más limpio o su aire estuviera menos contaminado, y tras desayunar desengancharon la caravana para que Claudia pudiera acercarse al pueblo más próximo y hacerse una idea, a través de la prensa, la radio y la televisión, de cuáles habían sido las repercusiones de su «tranquilo paseo».

Y esa repercusión había sido infinitamente más devastadora de lo que nunca imaginaron, habida cuenta de que las enormes cajas fuertes de alta seguridad de la mayoría de los bancos de la zona permanecían bloqueadas. Sus códigos de acceso habían quedado anulados, con lo que gran cantidad de dinero, joyas, obras de arte y sobre todo documentos permanecerían bajo tierra hasta que entre la dinamita, los sopletes y los cerrajeros consiguieran sacarlas a una luz que muchos de sus propietarios nunca hubieran deseado que vieran.

Curiosamente, algunas de las personas más ricas del mundo no disponían en esos momentos de dinero en efectivo o tarjetas de crédito utilizables, al tiempo que aviones, trenes y helicópteros no funcionaban por culpa de sus dispositivos electrónicos.

Se inició por tanto un descontrolado éxodo por carretera que desafiaba la lógica de todos los grandes éxodos que habían tenido lugar a lo largo de miles de años de historia.

Desde los lejanos tiempos en que los hebreos conducidos por Moisés abandonaron en masa Egipto, todos los éxodos habían seguido una misma dirección y habían tenido como meta idéntico objetivo: escapar de la esclavitud, el hambre y la miseria en busca de una tierra mejor.

Pero los que en esta ocasión emigraban no lo hacían huyendo de la esclavitud, el hambre o la miseria, ni mucho menos en busca de una tierra mejor, que según ellos no existía, sino en pos de algo tan invisible e impalpable como unas ondas que surcaban los espacios llegando hasta los mismísimos confines del universo.

Podría decirse que esas ondas se habían convertido en nuevos dioses, tan invisibles e impalpables como los anteriores, pero con idéntica capacidad de encontrarse en todas partes. Sin embargo, había bastado con que alguien anulara localmente su poder para que todo se trastocase.

Cabría imaginar que los verdaderos dioses habían decidido recordar a los humanos quiénes ostentaban el poder, o que la octava plaga había caído no solamente sobre Egipto, sino sobre la totalidad del planeta.

Aquellos que se veían obligados a quedarse porque no tenían otro lugar al que acudir —que los había, y muchos—, así como cuantos entendían que si abandonaban sus lujosas mansiones estas acabarían siendo saqueadas, ya que se encontraban totalmente desprotegidas sin sus sistemas de alarma, se sentían como «aves del paraíso fiscal», inesperadamente enjauladas.

Un sanguinario dictador africano, mundialmente conocido por sus orgías, derroches y extravagancias, descubrió con rabia, amargura e impotencia que su gigantesca residencia tipo búnker se encontraba tan perfectamente blindada que nadie podía entrar, pero, en contrapartida, al descontrolarse los códigos de acceso, tampoco era posible salir.

Como los teléfonos de todas las cerrajerías y talleres de reparación se encontraban colapsados y los bomberos no paraban de ir de un lado a otro, dando prioridad a quienes se encontraban en auténtico peligro, fue cosa digna de ver el espectáculo que ofrecían criados, guardaespaldas e incluso hermosas prostitutas a la hora de golpear un grueso muro de hormigón con cuanto objeto metálico encontraron hasta conseguir abrir un hueco que les permitiera acceder al jardín.

Ciertamente, aquella preciosa costa había dejado de ser el mejor lugar para vivir, y los afectados, que eran muchos y poderosos, culpaban de ello al maldito Sidney Milius y sus delirios de grandeza.

* * *

Sidney Milius no se había convertido en el mejor pirata informático de la historia por pura casualidad, sino debido a que carecía de escrúpulos, tenía una mente clara y sabía ingeniárselas a la hora de evitar rendir cuentas de sus actos.

Tardó muy poco en comprender que había cometido un grave error al dejarse arrastrar por un súbito arrebato de soberbia, y a ello le ayudó el descubrimiento de que varios de sus «asesores legales» se habían apresurado a declarar que no compartían sus métodos.

Al parecer la mayoría daba por hecho que sus días de esplendor habían pasado y ya no era el «almirante en jefe» de la piratería informática, por lo que había llegado el momento de prestar mayor atención a otros clientes, no tan dadivosos, pero mucho menos llamativos.

Tal como Kabir Suleimán aseguraba en su casi olvidado y nunca bien ponderado Manual de las derrotas: «La soberbia de un general suele ser el peor enemigo de su ejército. Su humildad, su mejor aliado».

Y aquella era una máxima medieval aplicable no solo a militares, sino también a políticos, empresarios o gente corriente que en un determinado momento sacaba a relucir un ego que en ocasiones actuaba como una bala de gran calibre que penetrara directamente en la boca de la que había partido.

A la vista del revuelo que había organizado, y tras recibir una llamada de su principal valedor monegasco recriminándole su falta de tacto y rogándole que no volviera a ponerse en contacto con él, consultó durante toda una noche con la misma almohada a la que no había consultado tres noches antes, y decidió que debía prepararse para hacer un discreto mutis por el foro.

En realidad siempre había estado preparado, porque como buen pirata de última generación había aprendido de sus antepasados de parche en el ojo que los tesoros no debían transportarse nunca a bordo, puesto que si durante un imprevisto enfrentamiento se hundía el barco, se perdía todo. Los tesoros debían enterrarse, y siempre convenía disponer de una nave de reserva.

Debido a ello, la malhadada noche en que los televisores, los móviles y los ordenadores comenzaron a volverse locos, Sidney Milius comprendió que no tardarían en ir a por su mala cabeza, por lo que descendió con estudiada naturalidad de su amado Milius@.com, se perdió entre las sombras del puerto y subió discretamente a bordo del Sea Rabbit, un moderno velero propiedad de una compañía inmobiliaria panameña, que en realidad no era más que una de sus incontables empresas fantasmas.

El Conejo de Mar estaba diseñado para correr sobre las olas huyendo de galgos y podencos legales o permanecer oculto en una ensenada disponiendo de tres banderas, nombres, matrículas y nacionalidades diferentes, todas ellas con su documentación en regla.

Ningún delincuente que se preciase de serlo se lanzaría nunca a cometer un delito sin tener prevista una vía de escape, y atendiendo a tan elemental norma de comportamiento, Sidney Milius siempre había tenido a menos de trescientos metros de la proa de su yate su particular vía de escape.

Y absolutamente nadie sabía que estaba allí.

Un marino profesional llegaba de Marsella un par de veces al mes, sacaba el velero a navegar —tanto para tenerlo siempre a punto como para no levantar sospechas— y volvía a marcharse sin hablar con nadie ni hacer una sola pregunta.

Gracias a tan astuta pero elemental precaución, a los quince minutos de haberse organizado el pandemónium cibernético, y aprovechando la confusión que reinaba en un puerto en el que nada funcionaba y nadie se fijaba en nadie, el estilizado Sea Rabbit salió a mar abierto, cargó velas y enfiló rumbo al sur.

Quien lo pilotaba no se sentía feliz por abandonar el principado, puesto que dejaba atrás los esfuerzos de media vida, pero sí satisfecho al saber que tenía por delante otra media, ya que miles de comprometedores documentos se encontraban a salvo en los sótanos de una discreta villa de una remota isla perdida en mitad del océano.

Con su ayuda, y bajo cualquiera de las múltiples nuevas identidades que previamente había tenido la precaución de procurarse, algún día podría regresar a la lucrativa actividad de saquear el esfuerzo ajeno.

Siendo tan hábil como había demostrado ser en cuanto se refería a la informática, conocía mejor que nadie sus puntos débiles, y por lo tanto había sabido protegerse ante la eventualidad de un previsible fallo.

Lo único que tenía que hacer era esperar, porque disponía de una larguísima lista con los nombres y las direcciones de los políticos y funcionarios que se habían dejado sobornar, y era cosa sabida que un asesino podía arrepentirse de sus crímenes y no volver a matar, pero un corrupto seguiría siéndolo hasta que echaran la última paletada de tierra sobre su ataúd.