Pese a lo que asegurara el ofendido Dante Sforza, Sidney Milius no era un bastardo, pero sí que se había convertido casi en un paranoico, ya que vivía eternamente atemorizado por cuantos pedían su cabeza, y motivos le sobraban, puesto que sin empuñar un arma ni mandar asesinar a nadie había causado más daño que la mayoría de los grandes criminales de la historia.
Tanto él como un enorme y seboso alemán afincado en Nueva Zelanda se habían hecho inmensamente ricos a base de despojar de sus derechos a músicos, cantantes, escritores, dramaturgos, guionistas, productores de cine y todo tipo de creadores, burlando las leyes y aprovechándose de la inmoralidad de millones de internautas que consideraban que, si les ofrecía algo gratis o a bajo coste, debían cogerlo aun sabiendo que era robado.
Sidney Milius había descubierto siendo muy joven que los seres humanos eran depredadores por naturaleza, y que quien les proporcionara la oportunidad de saquear sin riesgos siempre contaría con su complicidad.
Ese tempranero hallazgo le había proporcionado ingentes beneficios, sobre todo debido a que poseía la astucia necesaria para hacer creer a los internautas que lo que estaban haciendo no era ilegal. Y nada resultaba más sencillo que acallar la conciencia de quienes no deseaban escucharla.
Empleaba casi un veinte por ciento de lo mucho que ingresaba en mantener a un ejército de «consejeros legales» expertos en cometer toda clase de ilegalidades, con lo que había conseguido que sus empresas apenas pagaran impuestos en casi ningún país, pese a que esquilmaban de una forma u otra a casi todos.
Su portentoso yate, el Milius@.com, estaba abanderado en Liberia, sus testaferros habían conseguido años atrás que el gobierno de un corrupto presidente lo nombrara «embajador itinerante», y pese a que dicho gobierno había caído y el susodicho presidente se encontraba encarcelado, el absurdo nombramiento aún no había sido revocado.
Una vez más el dinero conseguía milagros que despertaban la envidia de los santos milagreros, y gracias a ello el Milius@.com estaba considerado una especie de «tierra de nadie», pese a que la única tierra que se encontraba a bordo fuera la de los parterres de una veintena de rosales.
Su estatus jurídico llegaba a ser tan enrevesado, complejo, farragoso y casi sin sentido, que acababa por provocar ansiedad a cualquiera que pretendía desentrañar el significado de algunos de los párrafos, por lo que las autoridades acababan por adoptar la sabia actitud de los hermanos Marx al enfrentarse a aquel famoso documento en el que «la parte contratante de la primera parte es igual a la parte contratante de la tercera parte, que a su vez es igual a la parte contratante…».
De ese modo, por medio de unas redes legales casi tan complejas como la tupida maraña de argucias de sus redes sociales, podía vivir tranquilo en un barco atracado en el puerto de Montecarlo, rodeado de yates casi tan lujosos como el suyo, algunos de los cuales pertenecían a multimillonarios que incluso habían hecho su fortuna honradamente.
A ese pequeño grupo de «ricos decentes» les molestaba tener por vecino a un individuo tan indeseable, mientras que el resto agradecía la constante presencia de una veintena de malcarados «guardias de seguridad» que mantenían alejados a inoportunos visitantes.
La vida de Sidney Milius, que rara vez ponía los pies fuera de su barco, había sido por lo tanto relativamente plácida y paradisíaca, hasta el día en que un absurdo «Manifiesto», que para más inri estaba firmado por alguien que estúpidamente se hacía llamar «Medusa», había obligado a los aterrorizados gobiernos a romper las reglas establecidas, cerrando de la noche a la mañana los generosos grifos que le permitían bañarse en oro.
Le invadían la ira, la frustración y la impotencia.
Ni la «legalidad» a la que intentó echar mano su pléyade de abogados, ni la presunta ilegalidad de un mafioso tan implacable y reputado como Dante Sforza le habían abierto un camino que le permitiera retornar a los gloriosos tiempos en los que cada noche se sentaba a la mesa de su despacho con el fin de analizar el espectacular aumento de sus ganancias en lo que constituía una ceremonia casi religiosa.
De sumar millones a favor había pasado en poco tiempo a sumar millones en contra, porque cuantos trabajaban para él exigían continuar cobrando, y si no los mantenía en nómina su intrincado entramado se vendría abajo, en cuyo caso quedaría a merced de cuantos aguardaban el dulce momento de la venganza.
Uno de los principales problemas que presentaba el hecho de tratar con corruptos era que dejaban de serlo en cuanto se dejaba de corromperlos, por lo que el día que no recibían un sobre repleto de billetes dejaban a su benefactor con el culo al aire.
Días atrás los medios de comunicación habían insinuado, con un corrosivo y malintencionado sentido del humor, que al parecer las policías de medio mundo habían estado buscando a una actriz española ya fallecida, a la que al parecer habían confundido con la cabecilla del grupo Medusa.
Tamaña metedura de pata venía a demostrar que las policías de medio mundo, y sin duda las del otro medio, no tenían ni la menor idea de a quién andaban buscando.
Esa noticia relacionada directamente con el cine fue lo que al parecer incitó a un cinéfilo tan apasionado como Sidney Milius a tomar una repentina y rocambolesca decisión inspirada en una película interpretada por Glenn Ford, y cuyo remake, interpretado por Mel Gibson, le había impactado tiempo atrás.
En ella, un rico empresario al que le habían raptado un hijo decidía no aceptar las exigencias de su secuestrador, ofreciendo a cambio una gran suma a quien se lo entregase vivo o muerto.
Para Sidney Milius, su «red» era mucho más valiosa que cualquier hijo, sobre todo porque no los tenía, debido a lo cual, y sin detenerse a meditar en las posibles consecuencias de sus actos, decidió imitar tanto a Glenn Ford como a Mel Gibson, proclamando a los cuatro vientos que aquel que le ofreciera una pista fiable sobre el grupo terrorista Medusa obtendría como recompensa doscientos millones de dólares «libres de impuestos».
Lo hizo sin consultar ni con la almohada, y los primeros que se echaron las manos a la cabeza fueron sus asesores, que no dudaron en advertirle que tamaña locura le acarrearía nefastas consecuencias.
—Lo último que debe hacer alguien en su situación es atraer la atención. Ahora todos los gobiernos lo tendrán en el punto de mira, porque al desafiar a quienes ostentan tanto poder les pone en peligro.
—¿Y qué pueden importarme a mí esos gobiernos cuando lo estoy perdiendo todo? Si yo caigo caerán conmigo, porque está claro que pese a disponer de tantos medios no han sabido proteger a sus ciudadanos.
En efecto: estaba claro que en este, como en infinidad de otros casos, los gobiernos no habían sabido proteger a sus ciudadanos, pese a lo cual un portavoz del Gabinete de Crisis reunido en Bruselas se apresuró a declarar que no aprobaban la forma de actuar del señor Milius, instándole a que retirase cuanto antes su absurda, inoportuna y teatral oferta.
Su respuesta fue digna de su carácter:
—No es teatral, sino cinematográfica.
El comentario de Dan Parker fue igualmente escueto:
—Que le peguen un tiro.
—Miles de candidatos estarían encantados de pegarle un tiro a ese malnacido, señor, pero atacar su yate en Montecarlo nos acarrearía problemas logísticos y diplomáticos.
—Para eso entrenamos a las Fuerzas Especiales.
—Como usted mismo ha dicho, son «Fuerzas Especiales», y como también usted mismo ha dicho en varias ocasiones, aquí no se trata de fuerza, sino de inteligencia.
—Pues en ese caso estamos perdidos.
—No hay que desesperar. Deberíamos rogar a las autoridades monegascas que obliguen a ese maldito barco a abandonar sus aguas e instar a los países vecinos a que no le permitan adentrarse en las suyas. De ese modo, en cuanto se encontrase en alta mar lo tendríamos neutralizado.
—Inicie los trámites.
—Llevará algún tiempo, porque si las autoridades monegascas actuasen con demasiada prisa darían una penosa sensación de miedo a las posibles represalias de Medusa.
—Pues no deberían sentir miedo, sino pánico, pero allá ellos. Usted limítese a cursar la petición, porque yo en este caso me lavo las manos.
El siempre eficiente Spencer abandonó el despacho a toda prisa, dejando a su superior sumido en la confusión y el desaliento.
A sus innumerables problemas se unía ahora la necesidad de frenar a un descerebrado al que no se le había ocurrido otra idea mejor que provocar a quienes los tenían agarrado por el cuello, ofreciendo las migajas del pastel a alguien que estaba en disposición de zampárselo entero.
—¡Cretino, cretino, cretino…! Eres un pedazo de cretino.
Observó por enésima vez el retrato que al parecer correspondía a una actriz española ya desaparecida, y añadió sin el menor reparo:
—Y que conste que te lo dice quien ha demostrado ser un auténtico cretino.
Sentía flojera. No furia o indignación; tan solo la invencible flojedad de quien tras mucho pelear deja caer los brazos aceptando una inapelable derrota.
* * *
—¿Dónde está Cristina…?
—En la clínica.
—¿Ha empeorado?
—Ha mejorado, le está creciendo el pelo y ha ido a que le hagan unos análisis.
Claudia permaneció muy quieta, observando a su marido con el gesto de incredulidad que ya empezaba a ser habitual en ella puesto que cada vez que se reencontraban conseguía sorprenderla.
—¿Por qué no la has acompañado?
—Porque no podrían haberle hecho los análisis. Ni a ella, ni a nadie más. ¡Menudo desmadre se habría organizado si aparezco por allí!
—Cierto; esto empieza a ser tan confuso que a veces no sé ni dónde tengo la cabeza. ¿Conseguirás que se cure?
—¿Y qué quieres que te diga? Si tú, que lo ves desde fuera, estás confusa, trata de imaginar cómo me siento yo cuando me despierto sin ni siquiera estar seguro de quién soy. La casa ha vuelto a llenarse de esa especie de seres impalpables que al parecer esperan algo de mí, aunque no sé qué coño esperan. Intento mantener la calma, pero en ocasiones la tensión resulta tan insoportable que temo que el cerebro se me convierta en gelatina.
—No puedes venirte abajo: ya son muchos los que empiezan a creer que el futuro es menos amenazador de lo que temían. Y con eso me basta.
—Me alegro por ti. Y por ellos, pero debes entender que, por mi parte, cada día vea con mayor pesimismo mi futuro, porque la locura es siempre la peor de las opciones.
—No deberías confundir la locura con lo inexplicable. Si a nuestros bisabuelos los hubieran sentado ante un televisor a observar cómo despegaba un cohete rumbo a la Luna, habrían imaginado que se habían vuelto locos, porque se habrían enfrentado a algo que no conseguían entender. Tal vez dentro de un siglo lo que te está ocurriendo sea considerado algo normal.
—«A burro muerto, la cebada al rabo». Lo que quiero es ser normal ahora, aunque debo admitir que se te da bien eso de consolar.
—No será por cuestión de práctica. Que yo recuerde nunca he tenido que consolar a nadie.
—Supongo que a tu madre cuando murió tu padre.
—¿Bromeas…? Tuve que pedirle que dejara de bailar, porque el muy cerdo nos había abandonado al nacer yo.
—Eso no me lo habías contado.
—Sería por vergüenza. Supongo que un niño puede sentirse culpable por el abandono de sus padres al imaginar que el lazo de sangre no fue lo suficientemente fuerte para retenerle.
—Nunca lo había pensado.
—Pues sospecho que muy pronto tendrás que empezar a pensarlo.
—¿Qué has querido decir con eso?
—Imagínatelo.
—¡No jodas!
—Haberlo dicho antes.
Aquella era una inesperada y maravillosa noticia que pareció tener la virtud de alejar a los incómodos intrusos que habían invadido la casa.
Siempre habían sido demasiado individualistas, por no decir egoístas, inmersos cada uno de ellos en sus propios mundos, dados a compartir cama, casa, coche y conocimientos, pero no unos hijos que los encadenarían para siempre.
A su modo de entender, los hijos eran como los eslabones de una cadena; algunos resultaban ser de oro y se lucían con orgullo, pero otros eran de plomo y dificultaban la convivencia. No obstante, ahora, cuando en verdad se sentían felizmente encadenados el uno al otro, un nuevo eslabón de esa cadena parecía pretender reforzarla.
Se abrazaron y se besaron en el colmo de la dicha, pese a que ambos entendían que en aquellos momentos un hijo complicaría mucho las cosas.
Un cincuentón que no podía exponerse en público sin provocar una pequeña catástrofe y una cuarentona embarazada no parecían ser la pareja ideal para intentar conducir a la humanidad por senderos más justos.
—Creo que ha llegado el momento de regresar a casa. Ser primeriza a tu edad…
—¿Qué coño pasa con mi edad?
—Tu edad es ideal para ser la esposa, la amante o la compañera perfecta de un hombre como yo, pero embarazada necesitas un poco más de reposo y tranquilidad que otra mujer que ya haya tenido hijos. Quizá sea nuestra última oportunidad y debemos cuidarla.
—¿Realmente te hace ilusión?
—Mucha, y te juro que hasta que llegue el niño todo lo demás carece de importancia. El mundo no va a ser mejor ni peor dentro de nueve meses.
—Tal vez sí o tal vez no, pero hay algo que tenemos la obligación de hacer antes de retirarnos, tanto sea de forma definitiva como temporal.
Extrajo del bolso un periódico y golpeó con el dedo la fotografía de un desafiante Sidney Milius que miraba a la cámara con gesto retador desde la cubierta de su fabuloso yate:
—Este pretencioso impresentable se ha atrevido a poner en duda nuestra integridad, por lo que si ahora desapareciéramos todos creerían que hemos aceptado su oferta y cuanto hemos conseguido hasta el momento se vendría abajo. No podemos defraudar a quienes empiezan a tener esperanzas.
—¿Y qué pretendes…?
—Demostrarle a él, y a todos, que vamos en serio. Hasta el momento tan solo hemos perjudicado a gente común y corriente, por lo que ha llegado el momento de dejar claro que o las cosas cambian, o cambiarán las cosas.
—Estas parafraseando al Gatopardo.
—¡En absoluto! El Gatopardo afirmaba que las cosas tienen que cambiar para que todo siga igual, y yo quiero que cambien para que nada siga igual. Los realmente poderosos, aquellos que todavía creen que el problema no les afecta de forma directa, deben empezar a entender que serán los más perjudicados.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
—Dando un paseo a lo más profundo de la cueva, no la de Alí Babá, sino la de los cuarenta mil ladrones.
Fue un largo paseo para el que se vieron obligados a reenganchar la vieja caravana y, tras abastecerla con lo mucho y bueno que abundaba en la bodega, partieron a primera hora de la mañana.
Ella conducía sin prisas, él leía tumbado en la cama, y pronto alcanzaron la autopista. A mediodía se desviaron a través de un serpenteante sendero que les condujo a la cima de un altozano desde el que se distinguía el Mediterráneo, y mientras almorzaban a la sombra de los pinos, Claudia acabó de exponer su sencillo plan que nada tenía en común con la astuta «logística digna del desembarco de Normandía», puntualizando que en la zona que pretendía «ensombrecer» residían más de cuarenta mil ladrones, dictadores, defraudadores, políticos corruptos y banqueros sin escrúpulos.
Admitía que allí también residían personas decentes, pero puntualizó que no se proponía matarlos, quemar sus casas, hundir sus yates o causarles un daño irreparable, sino tan solo obligarles a reconocer que por el mero hecho de codearse con tanto indeseable se arriesgaban a sufrir nefastas consecuencias.
En su opinión, quienes aceptaban tener por vecinos a tiranos, mafiosos o jeques árabes que llenaban sus casas de prostitutas mientras en sus países mandaban lapidar a las mujeres ante la simple presunción de adulterio, no tenían derecho a lamentarse cuando la mierda que cubría a sus vecinos los salpicara. Y tampoco tenían derecho a lamentarse los putrefactos y canallescos gobiernos que permitían —e incluso propiciaban— que semejante escoria instalase sus gordos y hediondos traseros en su territorio.
La basura debía acabar entre basura, no entre palacios.
—Si algunos países tuvieran más dignidad y no aceptaran lamerle el culo a tanto sinvergüenza, se delinquiría menos. Hace seis o siete años, Aldo vio a un hijo de Gadafi perder casi once millones de euros en el casino de Cannes. Disponía de una tarjeta de crédito «absolutamente ilimitada», y quienes admiten y comparten tanta inmoralidad no tienen derecho a quejarse si les recordamos cuáles son sus obligaciones.
—Mi pregunta es la de siempre: ¿quiénes somos para decidir lo que es moral o inmoral?
—Somos la gente.
Aquella podía ser una respuesta inconcreta, pero era sin duda la que habría dado la inmensa mayoría de unos seres humanos que padecían el abuso de una minoría que se mostraba abiertamente inhumana.
Los bancos españoles acababan de reconocer con absoluta desfachatez que habían ganado casi ocho mil millones de euros —el doble que el año anterior— en unos momentos en que la tasa de paro alcanzaba el veinticinco por ciento y la de suicidios llegaba a cotas inimaginables.
Al mismo tiempo, un informe de la Comisión Europea puntualizaba que en España uno de cada cuatro euros destinados a contrataciones públicas se dedicaba a sobornos, con lo que su economía perdía cada año cincuenta mil millones de euros en prácticas ilegales. Tales cifras ponían de relieve que se había convertido en el país más corrupto del continente y en el que menos se castigaba a los culpables.
Y muchos de los deleznables personajes que lo habían propiciado no se cortaban al alardear de poseer mansiones en La Riviera, «a las que solían acudir a relajarse tras disfrutar de una excitante cacería en África».
Parecía lógico, por tanto, que alguien les recriminara tan vergonzoso comportamiento, y como parecían ser los únicos de estar en condiciones de hacerlo, habría sido una cobardía no intentarlo.
Llegaron a Saint Antoine a la caída de la tarde, aparcaron a la vista de los muros del estadio del Mónaco, lo cual quería decir que se encontraban ya a menos de quinientos metros de la frontera, y cogidos del brazo como una sencilla pareja de turistas embobados por el portentoso modus vivendi de las clases extremadamente pudientes, iniciaron el paseo más importante de sus vidas, recorriendo sin prisas los dos kilómetros escasos que los separaban del puerto de Montecarlo, en el que, entre cientos de gigantescos yates, se encontraba atracado el fabuloso Milius@.com.
Fue una noche memorable.