Cierto es que la unión hace la fuerza, pero cuando los que se unen son políticos corruptos, el conjunto de la sociedad no es más fuerte y a la larga se debilita. El objetivo actual de los políticos parece centrarse en conseguir que hasta el último ciudadano contraiga una deuda con el Estado, ya que de ese modo le controla, lo cual resulta más práctico que encarcelarlo. Al endeudarlo no solo le cobra intereses, sino que se evita tener que cuidarlo y alimentarlo. Si acaba siendo un mendigo, el único gasto que deberá asumir el Estado, si no decide donarlo a la ciencia, es enterrarlo en una fosa común dentro de una caja de madera contrachapada, mucho menos costosa que mantener a un preso durante tres días.
—¿Qué escribes?
—Un libro.
—¿Eres escritor?
—Lo intento, aunque con escaso éxito. En ocasiones consigo hilvanar algunas ideas, pero son como ladrillos desperdigados aquí y allá, porque carezco de talento para fabricar el cemento que habría de unirlos hasta formar un edificio.
—Pero ¿pretendes escribir un libro o una novela?
—¿Cuál es, según tú, la diferencia?
—Un conjunto de ideas sueltas puede llegar a constituir un buen libro, pero una novela sin ideas siempre será una mala novela, por mucho «cemento» que utilices.
—No sabía que entendieras de literatura.
—Y no entiendo, pero años en el hospital me enseñaron a leer y a reconocer las diferencias; sabido es que una buena imagen vale más que mil palabras, pero a mi modo de ver un buen pensamiento vale más que mil imágenes. Sobre todo cuando sabes que tu tiempo se acaba.
—¿Y si tu tiempo no se acabara…? ¿Y si fuera verdad que poseo un don que no solo consigue aplacar el dolor, sino incluso curar?
—Lo que acabas de decir es lo más cruel que he oído en años.
—No era esa mi intención.
—Lo sé, pero alimentar la esperanza de un desesperado a sabiendas de que no le quedan esperanzas resulta injusto e innecesario.
—Escúchame bien, pequeña, porque empiezo a verte como la hija que tal vez me habría gustado tener pero nunca me esforcé en tener; en estos últimos tiempos me han ocurrido tantas cosas absolutamente fuera de cualquier tipo de explicación que estoy dispuesto a creer incluso en lo impensable, y no serías el primer enfermo terminal que se le escurre de entre los dedos a la jodida muerte, porque nada está definitivamente escrito.
Ella se despojó de la peluca y la depositó con un gesto brusco sobre la mesa mientras se golpeaba la frente con el dedo:
—¡Esto está escrito! ¡Y sellado!
Él la observó casi como si la viera por primera vez e inspiró profundamente y, como si le costara un enorme esfuerzo hablar, le dijo:
—¿Te has mirado al espejo?
—Sabes que nunca lo hago.
—Pues deberías hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque te está creciendo el pelo.
Había recibido muchos golpes en la vida, tantos que nadie se explicaba cómo había conseguido soportarlos, pero sin duda aquel era el más inesperado que le habían propinado nunca, por lo que se quedó sin aliento y a punto estuvo de caerse de la silla.
Al poco se pasó la mano por la cabeza palpando las minúsculas raíces que ensombrecían apenas su antaño reluciente calva y por último emitió un ronco sollozo:
—¡No es posible!
—Lo estoy viendo.
—¡Dios te bendiga!
—Empiezo a creer que lo ha hecho. No me explico por qué razón decidió escoger a alguien tan irrelevante como yo, pero no puedo seguir cerrando los ojos a la realidad; no tengo ni puñetera idea de lo que soy, lo que hago, lo que seré o lo que puedo llegar a hacer, pero aquí estoy.
Allí estaban ambos, solos desde que tres días atrás Claudia comentó que tenía que acercarse a Londres con el fin de «echar unas cartas al correo», y la mayor parte del tiempo lo habían dedicado a hablar, leer, limpiar, pintar fachadas, cocinar y comer hasta reventar.
Cristina incluso había insistido en enseñarle a nadar, pero desde el primer momento resultó evidente que constituía un empeño condenado al fracaso, puesto que más que un ser de carne y hueso, su alumno semejaba un soldado de plomo que en cuanto se introducía en el agua se iba al fondo, y tan solo conseguía emerger trepando desesperadamente por la vieja escalera o aferrándose como un poseso a una de las barcas.
Cuando surgía abriendo la boca como si ya no quedara aire en el mundo, lanzaba bufidos con los ojos dilatados por el espanto, y al verlo, los patos lo increpaban aleteando a su alrededor como echándole en cara su falta de pericia, puesto que se comportaba en el agua con mucha menos gracia que ellos en tierra.
A la muchacha se le antojaba inaudito que alguien tan culto y civilizado no hubiera aprendido a nadar, y la respuesta la dejó ciertamente perpleja.
—Uno de los hombres más cultos y civilizados que conozco tampoco ha aprendido a nadar.
—¿Quién?
—El Dalái-Lama.
—¿Cómo lo sabes?
—¡A ver quién le iba a enseñar en pleno Himalaya…!
—Pero luego ha viajado mucho.
—Casi siempre en avión.
Les encantaba mantener ese tipo de conversaciones que a menudo rozaban el absurdo, ya que sus vidas eran ciertamente absurdas y vivían en unos tiempos en los que el absurdo se había instalado a sus anchas en un mundo que parecía abocado a acabar desquiciado.
En algunos países existían ya más móviles que personas, y algunas los consultaban cada tres minutos como si esperaran encontrar en ellos respuesta a sus ansiedades, protección a sus miedos o compañía a su soledad.
Se aislaban del resto del mundo con los ojos clavados en la pequeña pantalla y los dedos en el minúsculo teclado, y una vez aislados cometían el error de intentar escapar de su aislamiento recurriendo al móvil y cayendo una y otra vez en la misma trampa.
Y si perdían el dichoso móvil, perdían parte de su identidad, puesto que en él guardaban claves de cuentas bancarias, documentos, recuerdos e incluso fotos íntimas, con lo que esa parte de su identidad pasaba a pertenecer a delincuentes que sabían cómo sacar partido de tan valioso material.
Antiguamente hábiles y osados ladrones podían entrar en una casa, forzar una caja fuerte y apoderarse de información de gran valor, pero en la actualidad millones de inconscientes se paseaban con dicha información en el bolsillo, al alcance de cualquier habilidoso carterista.
Cuanto mejores eran sus móviles, más comprimían sus vidas y más facilidades daban a quienes procuraban arrebatárselos. Era como salir a la calle con el alma y la memoria en la mano.
Luego, siempre tarde, llegaban las lamentaciones y los llantos.
Cristina no utilizaba teléfono móvil y su explicación a tan inusual comportamiento resultó harto comprensible:
—No tengo a quien llamar.
—¿Amigos?
—¿Y qué les iba a decir…? «Hola, cielo, mi hermana murió el mes pasado y ya me encuentro en la recta final». En esta situación, lo que tienes que hacer es alejarte de los amigos para evitar que sufran o que te compadezcan. Si hay algo peor que la muerte es que te miren como a una moribunda.
—No te comportaste así el primer día.
—Porque entonces no eras mi amigo, tan solo un señor que mentía.
—¡Bicho raro!
—¡Pues anda que tú…!
Tan peculiar forma de hablar y comportarse cambió a partir del momento en que advirtieron que había comenzado a crecerle el cabello, como sin tan remota esperanza de vida constituyera un punto de inflexión entre el pasado, el presente y el futuro.
—Tal vez sea la luz al final del túnel.
—O tal vez el foco del tren que se me viene encima, pero si es así, mejor que llegue cuanto antes.
—Te propongo un trato; si a partir de ahora hablas y te comportas como si fueras a vivir setenta años, algún día te contaré quién soy y por qué estoy aquí.
—¿Cuándo…?
—¡Algún día…!
—Esa respuesta no me vale; puedo estar esperando medio siglo. Fija una fecha.
—Dentro de un mes.
* * *
Gaston Villard trabajó como de costumbre, salió de casa a la hora de costumbre, se encamino al bar de costumbre, tomó asiento en el taburete de costumbre, y el dueño del local le colocó delante la copa de coñac de costumbre, pero en este caso añadiendo una carta con matasellos de Londres.
—Acaba de llegar para ti y no trae remitente.
Le sorprendió que dentro del sobre hubiera dos billetes de quinientos euros y una escueta nota:
Lamento mi forma de comportarme.
Te ruego que aceptes mis disculpas y que me permitas compensarte los gastos.
Un beso y gracias.
Sara
—¡Maldita sea!
—¿Malas noticias?
—No estoy seguro.
—Mil euros de un donante anónimo nunca pueden ser malas noticias. ¡Ojalá me dieran ese tipo de malas noticias a diario!
—Tú no lo entiendes.
—Ni falta que hace. Si no los quieres, aquí estoy para librarte de ellos. ¡Menudo fin de semana iba a pasar!
—¿Con Monique? Esa chupasangre acabará arruinándote.
—No es precisamente la sangre lo que chupa, y prefiero que me arruine una mujer que el fisco. Por cierto, ándate con ojo, porque la policía ha venido preguntando por una morena muy elegante, vestida de blanco y con sombrero azul, que hace dos semanas pasó un par de horas charlando contigo en aquella mesa.
—¿Y qué les has dicho?
—Que creía recordar que era una morena muy elegante, vestida de blanco y con sombrero azul; es decir, una clienta «no habitual» de las que suelen complicarles la vida a mis clientes habituales, porque o son fulanas de lujo o esposas insatisfechas en busca de un «aquí te pillo aquí te mato».
—Pues te agradecería que no añadieras nada más.
—No podría hacerlo aunque quisiera, pero desde aquí veo todo lo que ocurre en la calle, y no se por qué sospecho que te vigilan. Podría resultar que tu amiguita fuera otra de las amantes del presidente.
—¡Qué tontería…!
—¿Tontería? Por lo visto Hollande, tan poca cosa él, las colecciona como si fueran cromos.
Gaston Villard chasqueó la lengua evidenciando su desacuerdo, se guardó el dinero, paladeó su excelente coñac de costumbre, pidió otra copa como de costumbre, y como casi de costumbre regresó sin prisas a su casa.
Tomó asiento en su mesa de trabajo de costumbre y comenzó a dibujar de memoria un perfil de mujer poniendo en ello todo el empeño que tenía por costumbre.
Luego fue al baño, pero al regresar, y contra su costumbre, no rompió el retrato, sino que le prendió fuego dejando caer las cenizas en la papelera.
No obstante, y pese a semejante precaución, a los pocos minutos Dan Parker podía contemplar en la pantalla de su ordenador las nítidas imágenes captadas por la cámara instalada por el eficiente Jules Carrière.
—¿Qué le parece, Spencer?
—Que se trata de un mujer extraordinariamente atractiva, señor. No me extraña que Villard quisiera tirársela en el Arc-Palace, por mucho que costase.
—¿Usted también lo habría hecho?
—Estoy casado.
—Razón de más, querido amigo, razón de más. Pero no es momento de discutir hasta dónde llega su fidelidad, sino de intentar solucionar el mayor problema al que nos hayamos enfrentado. Quiero que todas las policías amigas comparen este retrato con cuanto tengan en sus archivos. Que lo cotejen con documentos de identidad, pasaportes, hemerotecas y cuanto haga falta, pero que den con la dichosa «Sara» aunque se esconda bajo las piedras.
Hora y media más tarde, el subsecretario, de impoluto traje azul oscuro, impoluta camisa blanca e impoluta corbata a rayas, hizo entrega a su compañero de carrera, que ahora ejercía más como ministro que como compañero de carrera, la habitual carpeta de piel negra al tiempo que comentaba en un tono que pretendía ser comedido y respetuoso pero sonaba a falso:
—Dan Parker ha enviado este retrato suplicando que intentemos averiguar de quién se trata.
El ministro, que se sentía mucho más seguro en su puesto desde que el problema de las comunicaciones se había internacionalizado, abrió sin prisas la carpeta y observó con atención el cuidado dibujo de una mujer de unos cuarenta años y sorprendente belleza.
—¡Vaya por Dios! ¿O sea que, según Parker, esta es «Sara»?
—Eso ha dicho.
—¿Y tú qué opinas?
—Que sin duda lo es.
—Evidentemente.
Levantó el teléfono, ordenó que le pusieran de inmediato con Dan Parker, que al parecer se encontraba en su oficina de París, y en cuanto lo tuvo al otro lado de la línea inquirió:
—Buenas tardes, Parker. ¿Seguro que esta es la mujer que busca?
—Seguro.
—¡Vaya por Dios! Pues ahora sí que tenemos un grave problema.
—¿Por qué? ¿La conoce?
—Personalmente, no.
—¿Pero sabe quién es?
—¡Desde luego! Se trata de la mismísima Sara.
—¿Qué Sara?
—Sara Montiel, la actriz más famosa del cine español.
—¿Quiere hacerme creer que se trata de una persona conocida?
—¡Y mucho! Un mito nacional que por desgracia falleció hace unos años.
—¿Se está burlando de mí?
—Si alguien se burla de usted, no soy yo, Parker, de eso puede estar seguro. Sara Montiel ha sido una de las mujeres más hermosas que ha dado España, aunque este retrato corresponde a una de las películas de sus últimos tiempos como actriz. Desde luego, ya no era la deslumbrante protagonista de La Violetera, pero aún conservaba un atractivo irresistible. ¡Me encantaba!
Dan Parker colgó, soltó el peor exabrupto que le vino a la boca, marcó un número, y cuando le respondieron, comentó casi rechinando los dientes.
—Esa ha sido una sucia jugarreta.
—Sucia jugarreta ha sido colocar una cámara en mi estudio. ¿Con quién cree que está tratando?
—Sabe que puedo obligarle a hacer ese retrato.
—Antes le pego un puñetazo a un muro y me destrozo la mano. Acepte la realidad, Parker; este caso le supera. En realidad nos supera a todos, puesto que no se basa en nada, ni racional, ni científico.
—¿Y por eso vamos a permitir que se salgan con la suya?
—«La suya» empieza a ser la de muchos, Parker. Incluida la de usted mismo.
El cada vez más furibundo Dan Parker dejó sobre la mesa su sofisticado teléfono móvil de última generación, uno de los pocos encriptados de tal forma que supuestamente nadie conseguiría espiar, y lo observó como si se tratara de una alimaña que en cualquier momento podría saltarle a la cara con el fin de inocularle en un ojo una mortal ponzoña.
Aquel maldito y testarudo arquitecto tenía razón: el caso le superaba, ya que no se basaba en nada racional ni científico y él había sido elegido para un puesto de tan alta responsabilidad debido a que poseía una mente profundamente analítica, y a que en teoría sabía utilizar también los recursos de la ciencia.
¡En teoría!
La realidad demostraba que cometía un error tras otro y le preocupaba imaginar que tal vez de modo inconsciente los cometía a propósito.
Toda su vida, desde el lejano día en que ingresó en el ejército y allí descubrieron «sus magníficas actitudes para cierto tipo de operaciones especiales», había trabajado en beneficio de su país, pero con el paso de los años había empezado a plantearse que en realidad había trabajado en beneficio de unos pocos, que además no siempre eran norteamericanos.
Muchos de los muertos sí que lo eran, pero los muertos en poco o nada se beneficiaban de lo que hacía.
Pasó revista a la interminable lista de «operaciones especiales» en las que había tomado parte o que había autorizado, incluidas algunas guerras y revoluciones que dejaron tras de sí un amargo reguero de cadáveres, y le dolió llegar una vez más a una amarga conclusión: los decorados y los actores cambiaban, pero la función y los empresarios que cobraban en taquilla seguían siendo los mismos.