Capítulo Catorce

—Le estoy pagando una fortuna para que encuentre a esa gente y ponga fin a este estropicio de inmediato. Tal como suele suceder, ese estúpido Gabinete de Crisis ha acabado en fracaso y nadie tiene la menor idea de lo que ocurre, o sea que, por mucho que me cobre, lo consideraré una minucia en comparación con lo que estoy perdiendo. Corte las cabezas que tenga que cortar, pero hágalo ya.

—No es tan sencillo, porque los grandes problemas, como los grandes árboles, parten de una pequeña semilla, por lo que la solución casi siempre se encuentra en sus orígenes. Mis hombres han ido al pueblo donde empezó todo, y, aunque mucha gente lo ha abandonado, otra ha acudido en busca de trabajo, lo cual complica las cosas, ya que las informaciones resultan un tanto confusas.

Sidney Milius, ideólogo, fundador, presidente y en la práctica único accionista de la mayor red de piratería informática de ámbito mundial, observó con gesto de desagrado a su interlocutor, considerado el jefe indiscutible de una de las más reputadas y peligrosas familias del crimen organizado también a nivel mundial.

Bajo la cobertura de una cadena de periódicos, que en realidad tan solo era una de las muchas ramas de sus empresas, Dante Sforza se encontraba siempre al corriente de cuanto sucedía, vendiendo información, difundiendo falsas noticias comprometedoras y eliminando de forma harto expeditiva cualquier obstáculo que pudiera interponerse en el camino de sus muy exclusivos clientes.

Solía decirse que allí donde no llegaban los servicios de inteligencia de las grandes potencias, llegaban sin el menor problema los sicarios de Dante Sforza.

Ambos hombres, casi tan conocidos por sus actividades delictivas como por sus ejércitos de abogados sin escrúpulos que se las ingeniaban para evitar que se sentaran en los banquillos de los acusados, solían ser extremadamente precavidos, y por dicha razón se habían citado en un área de descanso de la carretera que unía Niza con Montecarlo, un mirador solitario y alejado de miradas indiscretas o escuchas inoportunas.

El que se preciaba de saber cuanto ocurría en cualquier rincón del planeta encendió con estudiada calma un corto pero robusto Cohiba recién importado de Cuba, antes de señalar:

—Nunca he creído en altruismos, me consta que usted tampoco, y por lo tanto no es cuestión de tragarse esa historia de exigirlo todo para los demás a cambio de nada para sí mismo.

—Pero está ocurriendo.

A posteriori.

—¿Qué pretende decir con eso?

—Que mis hombres han estudiado el modus operandi de ese grupo, Medusa, o comoquiera que se haga llamar, y han llegado a una sencilla conclusión: lo único que están haciendo es tender una cortina de humo.

—Lo siento, pero no le sigo.

—Pues está muy claro; lo que querían ya lo han conseguido y ahora alardean de altruismo con el fin de confundir a los imbéciles.

—¿Y qué es lo que querían?

—Lo que quieren todos; dinero.

—Estaría dispuesto a darles cuanto pidieran para que me dejaran trabajar en paz, o sea que, sintiéndolo mucho, continúo sin entenderle.

El hombre del Cohiba, orgulloso de llevar el apellido de su bisabuelo Fabio, que había montado su imperio empezando como matón a sueldo allá en Sicilia, lanzó al límpido cielo de la Costa Azul un espeso chorro de humo y al fin añadió:

—Si aceptaran dinero, los servicios secretos del mundo, que son tontos pero no tanto, les seguirían la pista y pronto o tarde acabarían por atraparlos.

—Seguirle la pista a ese dinero cuando las redes de comunicación se encontraran descontroladas les iba a resultar imposible. Lo sé porque ese es mi negocio y me consta que en los lugares que han contaminado no queda nada. ¡Absolutamente nada!

—Cierto, pero no creo que les gustase vivir en un mundo con las redes de comunicación descontroladas. Sin duda prefieren jugar a ser desinteresados héroes anónimos porque de ese modo nadie recordará que el día en que comenzó este maldito embrollo cientos de millones desaparecieron sin que nadie tenga la menor idea de a dónde fueron a parar.

—¿Y, según usted, adónde fueron a parar?

—A la caja de ahorros de un pueblo español.

—¡No me diga…!

—Según mis hombres, esa es la única explicación razonable y asumible; algo extraño sucedió, los ordenadores se volvieron locos, el director advirtió que por un curioso problema informático el dinero les estaba entrando a espuertas, y decidió desviarlo a una cuenta anónima a la que tan solo él tenía acceso.

—¿El director de la sucursal?

—El mismo.

—¿Ha confesado?

—Ha desaparecido.

—Pero usted tiene fama de encontrar a quien sea dondequiera que se oculte… ¿O no?

—Así es, pero oficialmente le correspondían las vacaciones; al parecer se ha ido a Ibiza, y allí resulta muy difícil localizarle porque en esta época la isla se encuentra totalmente abarrotada de turistas.

Sidney Milius, mente preclara e indiscutible almirante de la flota de piratas informáticos que se dedicaba a despojar a millones de seres humanos de los frutos de su esfuerzo, dudó un segundo a la hora de mostrar su escepticismo.

—Si quiere que le diga la verdad, a mí toda esa historia se me antoja un tanto rebuscada.

—¿Prefiere imaginar que el caos se organizó como una especie de milagro para el que nadie tiene explicación, y que alguien con muy buen corazón y libre de toda culpa lo está aprovechando para reorganizar la sociedad a su manera?

—Más lógico me parece que esa lluvia de dinero que, según usted, le cayó del cielo a la sucursal de un banco pueblerino.

—No sea iluso; nadie hace nada por altruismo.

Quien perdía millones a cada minuto que pasaba, y que por unos días había confiado en que el mafioso siciliano pusiera fin a tan angustiosa sangría a base de emplear la astucia o la violencia, recorrió con la vista el incontable número de yates de todas las formas, tamaños y colores que abarrotaban el puerto de Montecarlo, entre los que destacaban los casi cien metros de eslora y el negro azabache de su Milius@.com, considerado uno de los veinte más lujosos del mundo, antes de mascullar:

—En efecto, nadie suele ser tan altruista, pero de todo lo expuesto deduzco que, por grande que sea su organización, mucha gente que tenga a su servicio y muy capaz que le crea de volarle la cabeza a la gente sin pestañear, en lo que se refiere a Medusa está usted tan en la higuera como el resto, o sea que olvide nuestro acuerdo y devuélvame mi dinero, porque para hacer el ridículo me basto solo. Lo haré a mi manera.

Se encaminó al Rolls-Royce blanco que le aguardaba a un centenar de metros de distancia y, mientras lo hacía, añadió sin tan siquiera molestarse en volverse:

—Y más vale que no mencione lo ocurrido o haré que todas las redes sociales proclamen que la famosa y temida Familia Sforza es una mierda. ¡Habrase visto! Mafioso de pacotilla…

El así tratado, al que en la vida le habían dicho de todo menos «mafioso de pacotilla», se quedó de piedra mientras observaba el lujoso vehículo que se alejaba rumbo a Montecarlo seguido por un todoterreno ocupado por tres impasibles guardaespaldas cuya principal obligación parecía ser proteger a su jefe de sí mismo, dado su conocido mal carácter. Tras meditar sobre cuanto acababa de escuchar, indicó a su lugarteniente que se aproximara para preguntarle:

—¿Quién ha llevado este jodido asunto?

—Rugero.

—Que le aten una piedra al cuello y lo tiren al mar.

—¡Pero si es tu primo…!

—Aunque fuera mi hermano. Me ha hecho quedar en ridículo delante de ese bastardo paranoico poniendo en entredicho nuestra credibilidad. Quiero que a partir de este momento todos, ¡absolutamente todos nuestros hombres!, se ocupen de averiguar qué está pasando con la dichosa Medusa y acaben de una vez con esos malditos terroristas cibernéticos.

—¡Escucha, Dante, por favor! Sabes que nunca discuto tus decisiones, pero te suplico que reflexiones. Esto no es cosa de seres humanos, incluso puede que se trate del Altísimo, que al fin ha decidido conceder un respiro a los más necesitados.

—¿Del Altísimo? ¿Y por qué no del mismísimo Satanás?

—¡Del que sea! ¡Tanto da! Lo que importa es que la pelea es contra los muy ricos, y por lo visto van perdiendo, o sea que en estos momentos no conviene aliarse con ellos porque por mucho que te pagara ese cerdo, que en cuestión de informática se las sabe todas, podría ocurrir que a los pocos días hiciera desaparecer tu dinero de los bancos.

Dante Sforza arrojó lo que le quedaba de habano al precipicio, observó cómo caía girando sobre sí mismo, y tras lanzar un bufido con el que pretendía dejar de manifiesto sus dudas, admitió:

—Eso no lo había pensado, ya ves tú.

—Pues deberías hacerlo. La nuestra siempre ha sido una organización tradicional, con negocios basados en el juego, la prostitución, la coca, o ajustes de cuentas cuando no queda otro remedio, y durante los cuales nos pueden volar la cabeza, pero ese retorcido gusano electrónico roba impunemente a todo el mundo, destrozando a diario millones de vidas sin moverse de su yate y sin arriesgar el pellejo. Tanta modernidad nos perjudica, porque nuestra gente no está preparada para hacerle la competencia como delincuentes cibernéticos.

—Lo cierto es que el negocio ha bajado mucho desde que se juega al póquer, se venden armas e incluso se contratan putas por internet.

—¿Adónde vamos a llegar y cómo se puede controlar a semejante escoria? En uno de sus portales, pagas con tarjeta de crédito y unas chicas se masturban ante tus narices por videoconferencia.

—¿Y están buenas…?

—Hay de todo y depende del precio; las hay rubias, morenas, africanas, orientales e incluso se asegura que menores de edad que montan un numerito porno entre dos y te llaman por tu nombre invitándote a que te reúnas con ellas.

—Es que hay mucho tarado…

—No lo sabes tú bien. Y ese hijo de puta es de los que procuran que aumenten a diario.

—¡De acuerdo! Ocúpate de sacar el dinero de los bancos y guardarlo en las bodegas.

—¿Y si nos roban?

—Prefiero que nos robe un buen profesional a que el dinero se esfume. Y para robarnos necesitarán camiones, mientras que para hacer que se esfume a ese cabrón le basta con un suspiro.

—¿Y qué hacemos con Rugero?

—Que le rompan una pierna para que aprenda a no decir tonterías. ¡El director del banco…! ¿A quién se le ocurre?

Subió al vehículo, buscó un nuevo Cohiba y mientras le cortaba la punta señaló, como si se tratara de una sentencia incuestionable:

—Se supone que los enemigos de nuestros enemigos deben ser nuestros amigos, o sea que haremos bien en dejarlos en paz… —No obstante, cuando encendía el cigarro con estudiada parsimonia pareció meditarlo mejor—: ¡Está bien! Que se limiten a machacarle a Rugero ese dedo que siempre se mete en la nariz y que continúe investigando discretamente. Medusa ha demostrado ser muy poderosa, pero tal vez necesite que le eche una mano alguien en quien pueda confiar.

—¿Y tú crees que confiarían en nosotros?

—¿Más que en los políticos?

* * *

La masiva concentración de los recursos económicos en manos de unos pocos abre una brecha que supone una gran amenaza para los sistemas políticos y económicos, porque favorece a una minoría en detrimento de la mayoría, por lo que para luchar contra la pobreza es básico abordar el tema de la desigualdad.

Esta es la conclusión del informe Gobernar para las élites que ha hecho público Intermón Oxfam.

El estudio parte de datos de varias instituciones oficiales e informes internacionales que constatan la excesiva concentración de la riqueza mundial en pocas manos, sin contar que una considerable cantidad de esta riqueza está oculta en paraísos fiscales.

El informe de la organización, presentado en el Foro Económico Mundial, pretende que se adopten compromisos para frenar la desigualdad y advierte de que «las élites están secuestrando el poder político para manipular las reglas de un juego económico, que socava la democracia».

«Los inversores se han aprovechado de los rescates», afirma el informe, que va acompañado de datos que plasman con nitidez el aumento de la concentración de riqueza en pocas manos desde 1980 hasta la actualidad, o cómo la concentración y la brecha siguen aumentando pese a la gran recesión del año 2008. En Estados Unidos, el 1% más rico de la población ha concentrado el 95% del crecimiento posterior a la crisis financiera.

La tibieza en la presión fiscal a los ricos, los recortes sociales o el rescate de la banca con fondos públicos son ejemplos de un fenómeno tan visible que crece la conciencia pública del aumento de este poder. Una encuesta realizada en Brasil, India, Sudáfrica, Reino Unido, España y Estados Unidos revela que la mayor parte de la población cree que las leyes están diseñadas para favorecer a los ricos.

La crisis económica, financiera, política y social tiene buena parte de su origen en esas dinámicas perniciosas donde el interés público y los procesos democráticos han sido secuestrados por los intereses de una minoría.

Entre las políticas diseñadas en los últimos años que favorecen a la minoría de ricos, la organización enumera la desregulación y la opacidad financiera, los paraísos fiscales, la reducción de impuestos a las rentas más altas o los recortes de gasto en servicios e inversiones públicas.

El informe constata cómo, en el caso de Europa, «las tremendas presiones de los mercados financieros han impulsado drásticas medidas de austeridad que han golpeado a las clases baja y media, mientras los grandes inversores se aprovechaban de los planes de rescate públicos».

Por todo ello es necesario que se adopten compromisos en áreas como los paraísos fiscales, que se hagan públicas las inversiones en las empresas y que se respalden sistemas fiscales progresivos, que exijan a los gobiernos que los impuestos se destinen a servicios públicos o se inviertan en atención sanitaria y en educación.

Dan Parker dejó el documento sobre la mesa admitiendo que tales informes le obligaban a sentirse incómodo, sobre todo cuando, como en aquellos momentos, se encontraba rodeado de costosísimos aparatos de tecnología punta que parecían sacados de una película de ciencia ficción, así como de técnicos que se consideraban genios por el mero hecho de ser capaces de detectar desde qué punto exacto del planeta procedía una llamada telefónica en cuanto se marcaban los tres primeros dígitos del Arc-Palace.

Y como el lujoso hotel tenía clientes muy importantes que recibían infinidad de conferencias internacionales, las malditas máquinas no paraban de parpadear, escudriñar, analizar e incluso determinar la nacionalidad de quien llamaba, de qué región provenía e incluso si parecía estar mintiendo.

Los servicios de seguridad se habían gastado millones en un programa que denominaban «Penetrador de Objetivos Difíciles», basado en una tecnología cuántica que al parecer se diferenciaba de la clásica en que mientras que la normal usaba el sistema binario de unos y ceros, la nueva utilizaba bits cuánticos, que eran simultáneamente unos y ceros.

Los expertos le habían aclarado que mientras que un ordenador «del sistema antiguo» debía hacer un cálculo cada vez, uno cuántico evitaba los que no fueran imprescindibles, lo cual permitía encontrar respuestas en un abrir y cerrar de ojos.

A decir verdad, no le habían aclarado gran cosa, y lo único que sabía era que se trataba de unos trastos extremadamente sofisticados que parecían capaces de determinar incluso el número de orgasmos que había tenido la clienta de la suite presidencial.

Le constaba que alguien debía de estar espiándole de la misma o parecida forma en que él lo hacía, por lo que llegó a una dolorosa conclusión: pronto tan solo los más miserables tendrían derecho a la intimidad y a la vida privada, y a su modo de ver quien no disfrutara de intimidad y vida privada se convertía en un miserable.

Reflexionaba sobre ello, y sobre que estaba contribuyendo de forma muy directa a que la brecha de las desigualdades sociales aumentase día tras día, por lo que tal vez había llegado el momento de retirarse a criar caballos, cuando el fiel Spencer se detuvo ante su mesa y le tendió un sobre al tiempo que comentaba en un tono de manifiesta preocupación:

—Ha llegado una carta.

—¿Una carta…? ¿Quién diablos envía cartas en estos tiempos?

—Me da la impresión que alguien muy listo.

Observó el sobre con aprehensión; tenía matasellos de Londres, no llevaba remitente y estaba destinada «A los ocupantes de la habitación 412 del hotel Arc-Palace».

Su texto era corto pero explícito:

Estimados señores:

Entendemos su deseo de saber que nuestros mensajes son auténticos, y por lo tanto todos los que recibirán les llegarán por este medio, tal vez un poco anticuado, pero absolutamente seguro.

Las nuevas reivindicaciones son muy concretas.

Primera: Deberán dejar de espiar por el sistema cuántico o pronto no podrán espiar por ningún otro.

Segunda: Los bancos que han estafado a sus clientes con acciones preferentes devolverán el dinero con los debidos intereses y cada uno de ellos pagará una multa de quinientos millones destinados a paliar el hambre en los países del Tercer Mundo.

Tercera: Los políticos inmersos en casos de corrupción deberán ser apartados de sus cargos y sometidos a un juicio justo y rápido.

Si estas exigencias no se cumplen en el plazo de quince días probablemente la próxima ciudad en quedarse sin comunicaciones será Londres.

Atentamente: Medusa.

—¡Qué hijos de puta tan retorcidos…!

—Me lo estaba temiendo desde que entregaron la carta. ¿Busco huellas o rastros de ADN?

—¿Le gusta perder el tiempo? Si son tan listos habrán usado pinzas y guantes; lo que tiene que hacer es desmontar este maldito quiosco y mandar a esos genios de vuelta a casa, porque se van a quedar en el paro. ¿Quién coño puede determinar quién coño ha enviado una carta por correo normal desde cualquier buzón de cualquier barrio de cualquier ciudad del mundo?

—Quienquiera que lo hiciera ya puede estar en Singapur.

—Lo malo no es que esté en Singapur, sino que continúe en Londres. Si incomunican Londres, nos hunden.

Sabía bien de lo que hablaba, porque la City constituía la cabeza de puente de Norteamérica en Europa, y cuanto le afectara afectaba de igual modo a Nueva York, y por lo tanto al resto del país.

Dan Parker conocía la vieja leyenda que afirmaba que, en el año mil ochocientos treinta y cinco, el profesor inglés Rowland Hill almorzaba en una posada escocesa cuando vio que el cartero entregaba una carta a la dueña. Esta la examinó atentamente y la rechazó alegando: «Soy pobre y no puedo pagarle por lo que le ruego que la devuelva al remitente». Al oírlo Hill ofreció al cartero el importe de la misiva para que la buena mujer no se quedara sin noticias de su familia. El cartero cobró y entregó la carta a la posadera, que la dejó sobre una mesa sin preocuparse de su contenido, pero al rato comentó: «Le agradezco el detalle, señor; soy pobre, pero no tanto. Dentro no hay nada escrito. Mi familia vive en Edimburgo y para saber que estamos bien nos enviamos cartas procurando que cada línea de la dirección esté escrita por una mano diferente. Si aparece la letra de todos, significa que no hay malas noticias. Así sabemos unos de otros sin que nos cueste nada».

Fue entonces, gracias a la tradicional tacañería escocesa, cuando a Hill se le ocurrió la idea de crear el sello de prepago, que casi dos siglos más tarde seguía siendo tan extremadamente útil como entonces.

Una simple hoja de papel, un sobre y un sello de apenas dos dólares habían vencido a tecnologías de última generación.

—Por muy inteligentes que sean las máquinas que fabriquemos, siempre habrá alguien capaz de superarlas.

—¿Qué ha dicho, señor?

—¡Nada! Cosas mías; creo que ha llegado el momento de presentar mi dimisión. Estoy harto de tanto abuso de poder y tanta tomadura de pelo.

—Con todos los respetos, señor, usted es el único capaz de atrapar a esos malnacidos.

—¡No me adule, Spencer! Sabe que lo detesto, y tenga muy presente que, si me voy, le ofrecerán mi puesto.

—Eso es lo que me preocupa, señor; eso es lo que realmente me preocupa.

Observó cómo comenzaba a ordenar que «desmontaran el maldito quiosco», y no pudo por menos que admitir que le sobraba razón, puesto que a nadie le apetecería convertirse en el hazmerreír de cuantos consideraban que quien disponía de un presupuesto superior al de muchas naciones debía saber cómo desenmascarar a un puñado de terroristas de poca monta.

Aquel último y humillante «golpe bajo» de utilizar un simple cartero para eludir un dispositivo de localización que había costado millones había acabado de convencerle acerca de la necesidad de olvidarse de las nuevas tecnologías y regresar a las tradicionales argucias de los viejos «espías preinternet», porque tan feroz e implacable guerra cibernética no se estaba librando en el espacio sideral sino a nivel de la calle.

La experiencia demostraba que por muy certeros que fueran los misiles teledirigidos, de poco servían en una lucha de guerrillas.

Cuando las grandes pantallas se oscurecieron y mientras quienes las habían utilizado comenzaban a empaquetar sus costosos instrumentos con la incrédula y amarga expresión de quien no entiende las razones por las que sus esfuerzos no son apreciados, Dan Parker llamó con un gesto a su ayudante.

—¿Contamos con alguien que sepa hacer algo más que hablar por teléfono o apretar una tecla…? —inquirió—. ¿Algún auténtico profesional de los de la vieja escuela?

—Jules Carrière.

—Pues que aproveche los ratos que Villard pasa en el bar y registre su estudio procurando no mover ni un solo papel. O yo no conozco a la gente, o ese pobre hombre, que está fascinado por la misteriosa dama que le tomó el pelo, habrá caído en la tentación de hacerle un retrato. Que lo busque y me envíe una copia sin que se entere… ¿Cree que lo conseguirá?

—Carrière siempre ha hecho muy bien su trabajo.

—Pues sorprende que siga trabajando para nosotros.

Jules Carrière era, en efecto, un auténtico profesional de la vieja escuela que siempre había hecho muy bien su trabajo, y al comprobar que el arquitecto parecía ser un hombre tan extremadamente meticuloso que no tardaría en advertir que un intruso había estado hurgando en sus papeles, decidió no tocarlos.

Le constaba que el hombre era un animal de costumbres, y pensó que si alguien llevaba toda una vida dibujando sobre el mismo tablero raro sería que lo hiciera en cualquier otro lugar.

Debido a ello, lo único que hizo fue ocultar entre unos libros una pequeña cámara de alta definición que enfocaba directamente la mesa de dibujo y que estaría grabando hora tras hora y día tras día hasta que en aquel espacio hiciera su aparición el rostro femenino que al parecer manejaba los hilos de una peligrosa organización terrorista.