Capítulo Trece

El pequeño restaurante abría sus puertas sobre un desvencijado embarcadero de madera al que aún permanecían atadas las dos barcas que solían utilizar algunos clientes cuando querían darse un baño lejos de la orilla o perderse entre la arboleda de la ribera opuesta.

Aquel constituía un lugar ciertamente paradisíaco, aunque en esos momentos, con el local cerrado, era francamente aburrido.

Mientras Claudia se encontraba de viaje, que por desgracia solía ser la mayor parte del tiempo debido a que, según sus propias palabras, tenía que desplegar «una logística digna del desembarco de Normandía», su esposo se entretenía en repintar el exterior del vetusto edificio, leer o intentar llevar a la práctica las recetas que tan amablemente había dejado anotadas la anterior propietaria.

Sin radio, televisión ni conexión a internet, dejaba pasar largas horas sentado en el columpio que colgaba de las ramas de un castaño, reflexionando sobre cuanto le estaba sucediendo y sobre que tal vez había llegado el momento de vencer sus reticencias y comenzar su propio libro, aunque continuara abrigando serias dudas sobre su capacidad de contar su historia e incluso sobre la utilidad de hacerlo, puesto que jamás conseguiría publicarla.

Quizá resultara interesante expresar, si es que era capaz de hacerlo con palabras escritas —que demasiado a menudo poco tenían que ver con las habladas—, lo que experimentaba en su fuero interno un ser humano que se veía investido de unos poderes que superaban todo lo imaginable, pero que lo convertían en rehén de ellos.

Nadie que él recordara había pasado de no ser nada a serlo todo, pero condenado al anonimato y a sentirse harto incómodo en un papel que jamás había deseado.

Nada más lejos de su ánimo que renegar de un anonimato al que estaba acostumbrado, puesto que como traductor siempre se había mantenido en un discreto segundo plano, preocupado más por acrecentar el brillo del autor que del suyo propio, pero ansiaba volver a los tranquilos tiempos en que podía iniciar largas caminatas sin destino aparente, sin temor a que le fuera en ello la vida.

Algunos descerebrados habían elevado ya al desconocido líder de Medusa a la categoría de futuro emperador del mundo, pero su trono lo constituía un viejo columpio que colgaba de un castaño, y su corte, una docena de patos que lo seguían a todas partes y a los que en ocasiones descubría durmiendo a los pies de la cama.

Días atrás una bandada de gansos había sobrevolado la casa en su migración anual, pero casi a los pocos instantes las aves dieron media vuelta, se posaron en el lago y acudieron a concentrarse en el punto donde se encontraba, observándolo con curiosidad mientras intercambiaban sonoros graznidos.

Media hora después reemprendieron la marcha, con lo cual resultó evidente que atraía a la mayoría de los animales, excepto a las truchas, puesto que seguía sin capturar ninguna, y a las vacas, que por alguna extraña razón procuraban mantenerse a distancia.

Alguna explicación debía de haber, pero hacía ya tiempo que había renunciado a hallar cualquier tipo de razón sobre lo que le acontecía, al igual que había renunciado a intentar descubrir la identidad de quienes se empeñaban en acompañarlo a todas horas pese a que jamás hicieran acto de presencia.

Por allí pululaban, sin ayudarlo a regar las plantas o pintar las fachadas, pero sin molestarlo, como mudos espectadores que acudieran a un programa televisivo en el que ni siquiera se les exigiera aplaudir.

A veces incluso se ausentaban.

Una calurosa tarde en que se encontraba inmerso en la dura tarea de intentar concluir la cuarta página de un libro del que presentía que no llegaría a finalizar ni el primer capítulo, le desconcertó advertir que por la orilla del lago se aproximaba una espectacular muchacha. La joven se cubría con un sencillo vestido que resaltaba aún más la esplendidez de su figura, a la par que lucía una larga y alborotada melena roja que enmarcaba la perfección de un rostro dominado por unos inmensos ojos de un azul de mar profundo.

Tuvo la sensación de verla surgir de una revista de modas o de una publicidad de perfumes navideña, y cuando se aproximó, su sonrisa parecía formar parte de un anuncio de dentífrico que hubiera sido grabado cien veces antes de conseguir que quedara perfecto.

—¡Hola! ¿Dónde están los Gisclar?

—En Córcega.

—¿Y tú quién eres?

—El nuevo dueño del restaurante.

—Tienes cara de cualquier cosa menos de dueño de restaurante de la campiña francesa, pero si dices que lo eres, no tengo por qué dudarlo. ¿Puedo usar tu embarcadero? Cuando salgo del agua por otra parte me ensucio de fango.

—Naturalmente.

La observó, asombrado, mientras dejaba caer el vestido quedando con los firmes pechos al aire, casi como una reproducción viviente de la diosa Venus que aguardara a que el mismísimo Sandro Botticelli renaciera para volver a pintarla, destacando aún más su espectacular melena color fuego que caía en libertad por su espalda desnuda.

No pudo evitar que la sangre se le alterara y el corazón comenzara a latirle con inusitada fuerza, le invadió la ansiedad, intentó en vano apartar la mirada de sus muslos, que parecían tallados en mármol, y casi se cayó de espaldas cuando sin previo aviso la excepcional criatura alzó la mano y se despojó con desconcertante naturalidad de la peluca para colocarla sobre la mesa.

Su cabeza, perfecta, aparecía no obstante absolutamente calva, y al advertir el desconcierto de quien la observaba boquiabierto, comentó mientras se introducía en el agua:

—Tengo cáncer, pero no debes compadecerme; no tendré que soportarlo durante mucho tiempo.

—¿Te estás curando?

—¡Oh, no! ¡Ojalá fuera así! Es que me moriré dentro de un par de meses.

—¡Bromeas…!

—¿Bromearías con algo así? Mis padres han muerto y mis tres hermanas, dos de ellas gemelas, también, por lo que hace tiempo que me hice a la idea. Es algo genético, así que no tengo derecho a quejarme; si mis padres me proporcionaron las razones para nacer, debo aceptar que también me las dieran para morir. En el fondo, siempre ha sido así; cada cual es la suma de sus padres y de sí mismo.

No respondió, sabiendo que cualquier cosa que dijera carecería de sentido, puesto que ni él ni nadie estaba preparado para hablar con naturalidad de la vida y la muerte con una muchacha semidesnuda y calva que se bañaba entre una docena de patos, y que al poco inquirió, tras lanzar al aire un chorro de agua:

—¿Te importaría traerme mi toalla? Madame Gisclar la guarda en un cajón de la cocina, entrando a la derecha; es una azul con rayas blancas.

Fue a buscarla, aún negándose aceptar que lo que estaba sucediendo fuera cierto. Admiró a tan deslumbrante personaje mientras se sumergía y volvía a emerger como si se sintiera más a gusto en el agua que en tierra firme, y en el momento de tenderle la mano con intención de ayudarla a salir, experimentó un violento escalofrío que le recorrió de la nuca a los talones.

A ella debió de ocurrirle algo semejante, puesto que se quedó muy quieta, inspiró profundamente y al poco lanzó lo que parecía un largo suspiro de placer.

—¡Dios Santo! Es como si acabaras de inyectarme morfina. Aseguran que hay gente que cuando impone las manos alivia a los enfermos, pero siempre supuse que eran paparruchadas.

—Tampoco yo creo en esas cosas.

—Pues me has calmado el dolor. ¿No sabías que tienes el «don»?

—¡Tonterías!

—¿Tonterías…? ¿Qué sabes tú de dolor? Hace años que convivo con él y es como si un incansable ratón me royera las entrañas hora tras hora, día tras día, año tras año. Tan solo la morfina lo aplaca, a costa de dejarme atontada, pero tú lo has conseguido y me siento más lúcida que nunca.

Aún con el agua a la cintura y rodeada de patos, le aferró con fuerza la mano, lo obligó a tomar asiento en el primer escalón del embarcadero y cerró los ojos inspirando profundo, como si estuviera experimentando un fabuloso y silencioso orgasmo.

—¡Dios Bendito! Había olvidado lo que es vivir sin dolor. ¿Quién eres y de dónde has salido? ¡No! No hace falta que me lo digas; aunque fueras el hombre más poderoso de la tierra no obtendría esta sensación de alivio que jamás supuse que volvería a experimentar.

Y lo que decía era cierto; aquella deslumbrante mujer con cuerpo de diosa, ojos de mar profundo y cabellos de fuego que parecía llamada a convertirse por méritos propios en una indiscutible estrella de la moda o la pantalla, había perdido tiempo atrás cualquier esperanza de futuro al ver cómo todos los miembros de su familia iban cayendo como los pétalos de un capullo que nunca acabaría por convertirse en flor.

La enfermedad maldita, aquella que al parecer portaban en la sangre o en los huesos, se había mantenido oculta y al acecho durante largos años, dulces años en los que cuatro preciosas niñas se fueron transformando en cuatro bellas adolescentes mientras compartían los sueños que esperaban que se hicieran realidad cuando se hubieran convertido en cuatro hermosas mujeres.

Fue entonces cuando el mal, el más odiado entre todos, decidió entrar a saco en un hogar feliz y machacarlo.

«Machacar» no era tal vez la palabra apropiada para expresar el inmenso sufrimiento que el cáncer causaba a los seres humanos, pero sí para describir cómo iba golpeando a toda una familia con la fuerza y la insistencia del martillo de un cruel herrero que se divirtiera trasladándola del fuego al yunque y del yunque al fuego.

En el corto transcurso de tres años había muerto de pena antes de sentirse plenamente preparada para morir de cáncer, puesto que con cada miembro de su familia que enterraba, enterraba también una parte de sí misma. Se convirtió por ello en asidua visitante de clínicas y hospitales, en los que se prestó a toda clase de pruebas, ofreciéndose como conejillo de Indias a fin de que los especialistas estudiaran en profundidad las razones de tan envenenada herencia familiar.

También pasó a ser impagable consuelo de abatidos enfermos cuando debía ser ella la consolada. Los ocho meses anteriores los había dedicado a intentar transmitir a otros su entereza, pero ahora, sabiéndose ya en la última singladura de tan difícil travesía, había decidido regresar al lugar donde había pasado los únicos diecinueve veranos de su vida.

Ya no la acompañaban sus hermanas ni sus padres, y al parecer tampoco estarían con ella los amables ancianos que cada once de agosto le preparaban una preciosa tarta de cumpleaños, pero en su lugar había encontrado a un hombre cuya piel parecía constituir un auténtico regalo de los dioses.

Ninguna persona que no estuviera tan enferma como ella o padeciera el malestar que sufría día y noche estaba en situación de imaginar lo que significaba un minuto de descanso o un segundo de relajación.

Aquel tipo de dolor gritaba interiormente sin que nadie pudiera oírlo o tan siquiera imaginar hasta qué punto rugía, y su repentino silencio era como internarse en el reino de los cielos tras una larga marcha entre los aullidos de cuantos ardían entre las llamas del infierno.

—Quiero morir aferrada a tu mano.

—¿Por qué la gente tiene tanto empeño en morir prematuramente?

—Será porque la vida los ha abandonado sin haber abandonado antes su cuerpo. Vivir no solo significa respirar; también significa esperar, y si no esperas nada es como si no respiraras. Ese es mi caso.

La obligó a salir del agua y a continuación la cubrió con la enorme toalla azul y blanca para acabar por acomodarla en una silla.

—Tal vez lo que has dicho sea cierto; no puedo saberlo, porque jamás me he encontrado en semejante tesitura. Pero si ya no esperabas nada, y tal como aseguras el hecho de tocarme te alivia, significa que estabas en un error y siempre cabe esperar una sorpresa.

—¿Te gusta jugar con las palabras?

—En cierto modo es mi oficio, pero no viene al caso.

Le secó con brío la cabeza, le colocó cuidadosamente la peluca y se apartó un poco a fin de observarla con atención.

—No sé si estás más guapa con ella o sin ella —añadió—, pero al menos evitará que se te enfríen las ideas. Y ahora intentemos explicarnos de una forma racional por qué se supone que consigo aliviarte.

—No sé por qué te preocupa tanto encontrar la lógica a las cosas cuando sospecho que cuanto te rodea carece de lógica. Sin embargo, te aclararé que está demostrado que el contacto humano es terapéutico, aunque no al extremo de hacer desaparecer de inmediato el dolor. Si no acumulara tantas horas de hospital sopesaría la posibilidad de considerarte una especie de placebo que me obliga a imaginar que alivias mi enfermedad, pero lo cierto es que no creo que hayas mejorado mi salud; tan solo has reducido mi sufrimiento.

Carecía de argumentos con los que rebatir los argumentos de alguien que, evidentemente, era experta en lo que hablaba, por lo que se limitó a inquirir:

—¿Por qué crees que cuanto me rodea carece de lógica?

—Tú sabrás; yo tan solo lo presiento, pero no es cuestión de ponerse a discutir, y como además tengo un hambre de lobo, cosa que no me ocurría desde hace años, lo mejor que puedes hacer es invitarme a cenar.

—¿A estas horas?

—En Francia, cualquier hora es buena para desayunar, almorzar, cenar o merendar.

Fue en realidad una pantagruélica merienda-cena bajo la luz de un sol que comenzaba a declinar, regada con un excelente vino de Burdeos y toda clase de apetitosos manjares excepto paté, visto que en cuanto hacía su aparición los patos solían ponerse nerviosos y comenzaban a revolotear, protestar y cagarse por todas partes.

—Ya había advertido que no les agrada que me coma el hígado de sus congéneres. Quizá lo reconozcan por el olor.

—Pues menos mal que no son gorrinos, porque con tanto jamón y chorizo como hay por aquí lo pondrían todo hecho un asco… —Al advertir que su anfitrión tenía la intención de levantarse a limpiar la suciedad que había dejado una de las aves, lo retuvo aferrándolo por el brazo—. ¡Déjalo! Llevo años en un entorno tan aséptico que no me vendrá mal un poco de mierda de pato, puesto que está claro que el exceso de limpieza no ha conseguido salvarme la vida. En realidad echaba de menos ciertos olores.

—Pues por olores que no sea, porque este queso apesta a diablos.

Cierto era, y cierto también que la muchacha parecía disfrutar de cuanto le ponía delante, devorándolo como si fuera la primera vez que comía o como si pensara que sería la última vez que lo hiciera sin que «un insaciable ratón» le estuviera royendo continuamente las entrañas.

Cuando al fin se dio por satisfecha, pese a lo cual aún siguió picoteando un poco de aquí y allá, colocó los pies sobre una silla y, mientras mantenía una mano apoyada sobre la de su acompañante, en la otra sostenía una enorme copa de coñac que aspiraba con delectación y sorbía a pequeños tragos.

—Esto es tan fabuloso que se me ponen de punta hasta los pelos de la peluca… ¡Te compro!

—No estoy en venta.

—¿Y en alquiler…?

—Es posible.

—No creo que fuera por más de un par de meses, y a cambio te dejaría en herencia la casa de la colina. Podrías convertirla en un hostal.

—¿Te importaría dejar de decir tonterías?

—No es ninguna tontería. ¿Estás casado?

—Un poco.

—¡Lástima! Aunque bien pensado le pediré tu mano a tu mujer advirtiéndole que se puede quedar con el resto.

Al comprobar la profundidad del desconcierto de su acompañante no pudo por menos que sonreír al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Deberías dejar de sorprenderte por mi forma de expresarme; la muerte es como esos políticos que se toman muy en serio a sí mismos y lo que más les molesta es que los menosprecies. Cierto es que siempre acaban venciendo, pero lo consiguen no por ser quienes son, sino porque son lo que son. La muerte siempre vence, pero la suya es una victoria que no tiene ningún mérito, y me encanta hacérselo comprender.

* * *

Prensa, radio, televisión y la inmensa mayoría de los canales de internet recogieron con gran despliegue de medios un sorprendente comunicado, respaldado por un gran número de gobiernos, por el que se rogaba a la organización autodenominada Medusa que proporcionara pruebas sobre la autenticidad de sus comunicados con el fin de desechar los chantajes, amenazas o disparatadas exigencias del incontable número de impostores que habían surgido de la noche a la mañana.

Para ello ponían a su disposición el teléfono, el fax y el ordenador de una habitación que al parecer tan solo los miembros de Medusa conocían, en un hotel que al parecer tan solo los miembros de Medusa conocían, en una ciudad que al parecer tan solo los miembros de Medusa conocían. Era a ese lugar concreto al que debían llamar o enviar sus mensajes, por lo que ninguna otra demanda hecha en su nombre sería tenida en cuenta viniera de donde viniera y la firmara quien la firmase.

Y es que el abrumado Dan Parker había llegado a una lógica conclusión: únicamente el burlado Gaston Villard y la elegante dama que se hacía llamar «Sara» podían saber a qué demonios se estaban refiriendo.

El arquitecto se había comprometido a guardar silencio siempre que le permitiera «continuar participando en el juego», aunque no obstante había señalado a modo de advertencia:

—Y no intente apartarme por la fuerza, porque si algo me ocurriese, un amigo abriría una caja fuerte y desvelaría cuál es esa misteriosa habitación y cuál es ese misterioso hotel.

—¿Me cree capaz de hacerle daño?

—Rotundamente sí… ¿O no?

—Desde luego, en este caso hay demasiados intereses en juego y si me lo exigieran me pondrían en un dilema, porque usted me cae bien.

—Pues ahí lo tiene. Si me ocurre algo, se quedará sin canal de comunicación y en ese caso nunca podrán saber cómo va a reaccionar Medusa. Entiendo que lo que yo diga carece de importancia, pero como soy el único que conoce a «Sara», opino que la confianza mutua es lo único que conseguirá que no salgamos malparados.

—¿Y en qué se basa?

—En que mientras la consideré «un ligue fallido» intenté olvidarla, pero posteriormente me he esforzado por recordar cada palabra de una conversación durante la que pude percibir que dudaba entre el miedo y la convicción. En aquellos momentos lo atribuí a que se estaba planteando irse a la cama con un extraño, pero empiezo a comprender que el tema iba mucho más allá; se estaba planteando acabar o no con un modelo social equivocado.

Evidentemente Gaston Villard se había dejado embaucar por una hermosa mujer, pero eso no significaba que fuera estúpido, y la mejor prueba estaba en que las estadísticas demostraban que eran más los embaucados por mujeres hermosas que los auténticos estúpidos.

Su comprensible deseo de pasar una tarde inolvidable en la suite de un fabuloso hotel en compañía de una elegante dama le había nublado momentáneamente el sentido, pero la nueva situación le había obligado a recapacitar, por lo que pasaba mucho tiempo anotando detalles de aquella sorprendente tarde e incluso realizando algún que otro pequeño esbozo del rostro de quien lo había utilizado para unos fines tan extraños. Se consideraba un magnífico dibujante, pero casi de inmediato rompía lo que había hecho.

Aquella «apasionante aventura» de la que había entrado a formar parte como mero figurante le estaba permitiendo escapar de la diaria rutina del trabajo y las tardes perdidas en el bar de la esquina, debido a que además compartía bastantes de las reivindicaciones exigidas.

Había sido feliz en otros tiempos pese a que sus comienzos fueran difíciles, y siempre estuvo satisfecho con el trato y el respeto que recibió de su esposa y sus hijos, mientras que ahora le amargaba advertir que esos hijos no conseguían seguir adelante por mucho que se esforzasen y, además, no se sentían respetados por sus propias familias.

Aceptaba que «lo nuevo no es siempre lo mejor», y siendo como era un hombre equilibrado pese a que se hubiera gastado una pequeña fortuna pagando una habitación que nunca llegó a usar, consideraba que, en efecto, había llegado el momento de detenerse a elegir, aunque solo fuera porque aún estaba en edad de hacerlo.

Los jóvenes siempre buscaban guerra, y los ancianos, paz, o sea que debían ser los cincuentones los que equilibraran la balanza.

Empezaba a estar harto de la repetitiva cantinela de los políticos, «seguiremos trabajando», que parecía ser lo único que eran capaces de decir a la hora de justificar sus rapiñas y fracasos, y agradecía que alguien intentara enviarlos a «dejar de seguir trabajando», lo que venía a ser lo mismo que impedirles robar y manipular.

Una vez más se concentró en la difícil tarea de conseguir un retrato aceptable de la mujer que comenzaba a obsesionarle.

En aquel mismo momento el objetivo de tan comprensible obsesión circulaba por una solitaria carretera, y lo hacía despacio no solo porque se encontrara cansada, sino sobre todo porque no quería llegar de noche a su destino, sabiendo por experiencia que en la oscuridad solía perderse por los intrincados caminos que conducían al restaurante.

Llegó por tanto a poco de amanecer, subió al dormitorio procurando que los deteriorados escalones no crujieran, y le desconcertó descubrir a su marido tendido en la cama y asido de la mano de una hermosa muchacha.

Ambos estaban vestidos y la escena le recordó el famoso mausoleo de los Amantes de Teruel. Estaba a punto de abandonar la estancia cuando él abrió los ojos, sonrió y le hizo un gesto rogándole silencio.

Salieron de puntillas cerrando la puerta a sus espaldas, y mientras comenzaba a prepararle el desayuno comentó:

—Es la primera vez en años que consigue dormir toda la noche.

Cuando hubo concluido un breve relato de cuanto había sucedido durante el sorprendente día anterior, Claudia no pudo por menos que señalar:

—Lo tuyo empieza a ser preocupante.

—Es posible, pero prefiero aliviar a los enfermos que provocar el caos.

—¿Conseguirás curarla?

—¿Y yo qué sé? ¿Acaso crees que tengo la menor idea de lo que hago, por qué lo hago y hasta cuándo lo haré? Desde que comenzó este maldito embrollo me siento como el globo que se le hubiera escapado a un niño y flotara de aquí para allá, dudando entre llegar a la estratosfera o desinflarse.

—Curiosa comparación.

—No es mía; la saqué de un libro.

—¿Hay algo que no hayas sacado de un libro?

—A ti. Y ciertamente eres digna de haber salido de uno.

—Eso te ha quedado muy lindo y muy romántico. Te demostraría mi agradecimiento tal como te mereces, pero la única cama de la casa está ocupada.

—Ya no.

Se volvió a mirarla, recortada en el quicio de la puerta y con la roja melena iluminada por un sol tempranero, por lo que no pudo por menos que exclamar:

—¡Dios santo! ¡Eres preciosa!

—Por fuera, porque por dentro estoy hecha un asco. ¡Tengo hambre!

Tomó asiento y mientras Claudia le colocaba delante una taza, inquirió:

—¿Por cuánto me alquilas a tu marido?

—Un euro al día me parece un precio razonable.

—¿Siempre habéis sido así?

—Últimamente, y si tú siempre has sido así nos obligarás a serlo siempre.

—Fui caprichosa y engreída hasta que llegó y me bajó los humos.

—¿Quién llegó?

—¿Quién va a ser…? La muerte.

A Claudia le tembló el pulso, por lo que derramó el café que estaba sirviendo, y mientras secaba el hule que cubría la mesa se disculpó:

—¡Lo siento!

—Más lo siento yo, porque debería ser más comedida. Me enfurece no tener a quién echar la culpa de lo que ocurre, lo que en ocasiones me induce a hablar demasiado. Será mejor que me marche.

—¡De eso nada! Te quedarás aquí y os ayudaréis mutuamente, porque este mentecato también tiene graves problemas y he de marcharme.

—¿Y eso…?

—Eso lo explicaré luego, querido.

La muchacha se apoderó de la taza de café y del sándwich que se estaba comiendo y se encaminó a la salida mientras señalaba:

—Ya había notado que también tenéis problemas, por lo que creo que es momento de dejaros a solas.

En cuanto hubo desaparecido, Claudia apuntó:

—¡Y además es lista…!

—Mucho.

—¿Te enamorarás de ella?

—Probablemente… ¿Por qué tienes que irte?

—Porque las cosas se están complicando.

Le hizo un pormenorizado relato de cuanto había ocurrido durante los últimos días, haciendo hincapié en el mensaje que habían reproducido los medios de comunicación ofreciendo un número de teléfono, un fax o un correo electrónico a los que tan solo ella estaba en disposición de acceder, porque era la única que sabía a qué hotel hacía referencia. Como colofón señaló, segura de sí misma:

—Y me temo que pueda tratarse de una trampa. He leído que los servicios de seguridad americanos disponen ahora de «ordenadores cuánticos» que detectan de inmediato cualquier señal que parta de cualquier lugar del mundo y que son infinitamente más rápidos que los normales, abarcando todo el espectro de señales y códigos y descifrando incluso los de alta seguridad que se emplean para proteger secretos de estado.

—Pronto no podremos tirarnos un pedo sin que se enteren.

—Sobre todo los tuyos, que despiertan a una marmota. Me parece lógico que quieran estar seguros de la autenticidad de nuestros mensajes, pero sospecho que los utilizarán para localizarnos.

—¿Y qué pretendes hacer?

—Ser más lista que ellos.

—Si disponen de unos sistemas tan sumamente sofisticados para detectar desde dónde llamas, lo veo difícil. Siempre hemos estado de acuerdo en que no eres ninguna experta en tecnología.

—No lo soy, pero piensa… Ya sé que no es lo tuyo, pero piensa.