Cundió el pánico.
Una pequeña región del sur de Francia había resultado contaminada por un virus al que sus creadores denominaban Detroit, en «honor» a la ciudad que se había convertido en el paradigma de cómo se podía pasar de ser la capital mundial del automóvil y una de las cuatro urbes más ricas de América a un conjunto de enormes fábricas y gigantescas mansiones en ruinas que había perdido en menos de cuarenta años la mitad de sus habitantes y acababa de declararse en quiebra reconociendo una deuda de veinte mil millones de dólares.
Detroit era el mejor ejemplo de hasta qué punto la ilimitada avaricia de ciertos empresarios, unida a la ineptitud de la mayoría de los políticos, podía transformar un emporio de riqueza en una gigantesca escombrera.
Famosos emprendedores contribuyeron a engrandecerla fabricando automóviles tan económicos y perdurables como el Ford-T, algunas de cuyas unidades aún funcionaban un siglo más tarde, pero avariciosos empresarios se empeñaron en imponer el viejo criterio del dinero fácil con la rápida obsolescencia de sus costosas máquinas, haciendo creer a los usuarios que quien tuviera un coche de tres años de antigüedad hacía el ridículo y corría el riesgo de sufrir graves accidentes.
Tal como aseguró por aquellos tiempos un alto ejecutivo de la General Motors: «El objetivo es que nuestros clientes cambien de coche cada año y manden la chatarra al desguace».
Considerar «chatarra» su propio trabajo trajo como resultado que al hacer su aparición marcas extranjeras, económicas, fiables, resistentes y de bajo consumo, nadie quisiera ya aquellas ostentosas carrozas de llamativos colores, porque resultaba evidente que la gallina ya no ponía huevos de oro, sino de latón pintado de purpurina.
Día tras día y año tras año de persistir en el error había conducido a la primera industria norteamericana a la ruina, y por lo tanto el nombre elegido por quienes al parecer pretendían establecer un nuevo modelo de sociedad parecía en verdad acertado.
En el «Manifiesto Reivindicativo» que habían hecho circular por las redes sociales se exponía una larga lista de exigencias que debían cumplirse de inmediato, o de lo contrario el virus Detroit afectaría a las principales ciudades del mundo.
Se trataba de un desafío en toda regla a todas las reglas establecidas; una brutal amenaza que espantaba a muchos, pero hacía concebir esperanzas a otros muchos.
Los problemas que afectaban en ese momento a la humanidad, guerras, hambrunas, paro o corrupción, pasaron a un segundo plano, sobre todo en cuanto se supo que un grupo que se autodenominaba Medusa, no exigía ningún tipo de contrapartida de tipo económico, político o religioso; tan solo justicia social, cualquiera que fueran los idiomas, las creencias o las ideologías.
El simple hecho de no pedir nada para ellos y todo para los demás dejó estupefacta y desarmada a una clase dirigente acostumbrada al soborno, el trapicheo y el cambalache.
¿Cómo se podía luchar contra un enemigo invisible y que no ofrecía puntos débiles?
¿De qué servían los tanques y cañones si no se sabía contra quién disparar?
¿Cuántos miles de millones hacían falta para sobornar a quienes al parecer no se interesaban por el dinero?
Dan Parker fue el encargado de formular ese tipo de preguntas ante un Gabinete de Crisis reunido en Bruselas y del que tan solo formaban parte los directores de las agencias de inteligencia de las principales potencias. Lógicamente, ninguno de ellos supo dar respuestas apropiadas.
No obstante, alguien se atrevió a inquirir:
—¿Cómo consiguen propagar esa especie de «virus»?
—Eso es lo que nos gustaría saber.
—¿Utilizan un artefacto grande o pequeño?
—¿Usted qué cree?
—No es una respuesta convincente.
—Pero es la única que tengo. Exigen que dentro de tres días cien aviones cargados de alimentos, agua y medicamentos estén aterrizando en los países que padecen hambrunas, y quienes nos encontramos aquí reunidos debemos ordenar que empiecen a despegar de inmediato o nos arriesgamos a un nuevo ataque a gran escala.
—Eso es pura extorsión.
Dan Parker se volvió hacia quien había hecho el comentario con el fin de comentar a su vez, pero con marcada intención:
—Me sorprende que sea usted quien lo diga puesto que llevan décadas extorsionándonos con una constante alza de los precios del crudo. Como ya habrá leído en ese dichoso «Manifiesto», a partir del lunes los países de la OPEP se verán obligados a reducir a la tercera parte el precio del barril de petróleo, o todo el dinero que han acumulado en ese tiempo corre el riesgo de desaparecer de sus cuentas corrientes. Y no significará que se lo hayan robado y exista alguna esperanza de recuperarlo, es que literalmente se esfumará como si nunca hubiera existido.
—¡Inaudito!
—Es lo que usted ha dicho: pura extorsión, y como por primera vez nuestra obligación es ser francos, debemos admitir que cuantos nos encontramos aquí la hemos practicado a destajo, o sea que, si ahora nos toca jugar en campo contrario, tendremos que enfrentarnos al problema como mejor sepamos. ¿Alguna idea?
—Aislar España y Francia.
—¿Y quién nos garantiza que no se encuentran ya en Alemania, Suiza, Rusia o Inglaterra? ¿Pretende que vayamos aislando países hasta encerrarnos en una isla del Pacífico? Le recuerdo que son ellos los que pueden incomunicarnos a nosotros; no nosotros a ellos.
—Cuesta creer que con lo que invertimos en defensa no seamos capaces de defendernos de una pandilla de lunáticos.
—El problema estriba en que cuanto más nos protegíamos los unos de los otros a base de misiles, escudos antimisiles y armas nucleares, más desguarnecidos nos íbamos quedando al basarlo todo en un sistema que funciona por medio de unas ondas electromagnéticas, o lo que quiera que sea eso, y que en realidad no vemos. No es que dude de su existencia, ¡Dios me libre! Es que al parecer existen tantas y corren tanto que no sería de extrañar que alguien haya encontrado la forma de que se enreden y entrecrucen unas con otras.
—No estamos aquí para escuchar majaderías.
—Pues a quien se le ocurra una majadería menos majadera que la exponga, porque les juro que por mi parte estoy ansioso por escuchar algo que tenga algún sentido.
Se hizo un largo silencio debido a que en realidad lo que estaba sucediendo carecía de sentido. La mayoría de cuantos se sentaban en torno a la larga mesa se habían enfrentado a extorsionadores, locos, estafadores e incluso megalómanos, pero nunca habían tenido que encarar una situación tan anómala.
Al poco, el representante francés alzó la mano al tiempo que comentaba:
—Hace unos días, dos de nuestros cazas perdieron sus sistemas de navegación al sobrevolar los Pirineos. ¿Cree que fue un atentado por parte de ese grupo?
—Probablemente se trata de un accidente en el que tal vez Medusa estuviera implicado, aunque sin intencionalidad. En mi opinión, y suplico que lo acepten como una simple teoría, debían de estar haciendo comprobaciones cuando esos cazas aparecieron de improviso y no les dio tiempo a desactivar el sistema.
—Pues costaron una fortuna.
—Cacahuetes, comparado con lo que nos va a costar.
—¿Es posible que tengan una base de operaciones en los Pirineos?
—Todo es posible, pero la lógica indica que, si has desarrollado un arma muy poderosa, vas a probarla a un lugar aislado y, sin pretenderlo, derribas un avión que pasaba por allí, te alejes del lugar cuanto antes.
—Los que fueron a recuperar los restos no encontraron nada sospechoso.
—¿Acaso lo buscaban?
—Supongo que no.
—En ese caso pasemos a otra de las exigencias: «Los portales “pirata” de internet que favorecen el acceso a películas, música, libros o todo cuanto se encuentre sujeto a derechos de propiedad intelectual, así como material pornográfico y sobre todo pedófilo, deben ser clausurados de inmediato».
—Algunos van a dejar de ganar muchísimo dinero.
—Ya han ganado bastante. Los que estén de acuerdo que levanten la mano… Aprobado por unanimidad, y que mantengan la mano levantada cuantos aprueben que se retiren del mercado los juegos que inciten a la violencia, y que se sustituyan los contestadores automáticos de empresas y organismos estatales por personas con las que resulte factible dialogar.
—Para conseguir eso último, levanto las dos manos.
—También yo, pero imagino que las bajará frente a este otro punto: «Debe cesar en el acto todo tipo de espionaje electrónico y escuchas telefónicas».
—¿Acaso pretenden que volvamos a los tiempos de Mata Hari?
—Sin duda eran mucho más divertidos y exigían más imaginación.
Un oriental que parecía haberse esforzado por pasar desapercibido decidió intervenir:
—Tengo la impresión de que estamos tomando este asunto demasiado a la ligera.
—Tal como suele decirse, hay que estar a las duras y a las maduras, y lo curioso es que en la vida, al contrario de lo que ocurre con la fruta, las duras siempre llegan después que las maduras. Admito que me siento burlado, furioso e impotente, pero en mi fuero interno reconozco que pronto o tarde algo así tenía que suceder. Si no hemos sido capaces de poner orden en nuestras propias casas, no debe extrañarnos que alguien venga a hacernos comprender que no la barremos hace décadas.
—En cierto modo comparto su opinión, pero mi gobierno ha invertido billones en esas nuevas tecnologías.
—¿Y cuánto cree que ha invertido el mío? Gran parte de nuestra industria está relacionada con la fabricación de armas de última generación, y si las cosas siguen así tan solo servirán para tirársela a la cabeza al enemigo. Y le garantizo que algunas pesan.
—Continúa utilizando un tono inadmisible.
—Pues si no le gusta le invito a que nos pongamos a llorar, porque no veo que nadie aporte soluciones dignas de ser tenidas en cuenta. Supongo que estos dos nuevos apartados se les van a indigestar a su Gobierno: «Todos los paraísos fiscales deben desaparecer en el término de un mes». Y también: «Las Haciendas públicas no podrán utilizar sistemas informáticos para investigar y acosar a la clase media o la pequeña empresa. Tan solo podrán controlar telemáticamente a los considerados “grandes contribuyentes”».
Alguien no pudo contener su indignación:
—Pero ¿quién se creen que son para imponer semejantes criterios…? ¿Dios?
Fue un malhumorado ruso el que se dignó responder:
—Si están en posición de confundir nuestros sistemas de comunicación, deben de ser su representante en la Tierra porque nunca se le había concedido a nadie un poder semejante. Con tanta tecnología descontrolada hemos propiciado que una sola voz pueda llegar no solo hasta el último rincón del planeta, sino incluso a la mismísima estratosfera, puesto que los tripulantes de nuestras naves espaciales se preguntan adónde diablos irán a parar si los sistemas de telecomunicaciones fallan.
* * *
El cataclismo se comparó con el impacto de un meteorito que hubiera resquebrajado la corteza terrestre provocando violentos terremotos y amenazando con nuevas réplicas igualmente peligrosas, al dejar en evidencia que el modelo de capitalismo salvaje basado en la globalización y la inmediata transferencia de datos sobre el que se sostenía en aquellos momentos la economía mundial había dejado de ser fiable.
Ya no se trataba de hábiles hackers que reventaran los sofisticados códigos de seguridad de bancos, empresas o gobiernos, ni de astutos delincuentes cibernéticos capaces de vaciar cuentas corrientes a base de mover ágilmente los dedos sobre un teclado; ahora se trataba de una enloquecida danza arrítmica en la que los datos saltaban de un lado a otro y de un continente al vecino sin que nadie tuviera la menor idea de cómo, ni cuándo, ni dónde recuperar lo que consideraban suyo.
A la exigencia de cerrar «en el acto» los portales relacionados con la piratería se sumaba la de eliminar en un plazo máximo de seis meses todo el sistema de ventas por internet, de forma que quien quisiera comprarse un par de zapatos tuviera que acudir a una zapatería en la que le atendiera un dependiente, y quien quisiera adquirir un reloj fuera a una relojería. De igual modo, quien pretendiera hacer turismo tendría que acudir a una agencia de viajes en busca de su pasaje, y las compañías aéreas estarían obligadas a contratar personal con el fin de atender a los clientes que no estuvieran al tanto de los entresijos de la informática.
Textualmente se aseguraba:
La dignidad del derecho al trabajo debe ser devuelta a las personas, puesto que las máquinas carecen de dignidad.
La desconsiderada guerra que habían desencadenado unos insensibles artilugios de metal manipulados por inescrupulosos empresarios contra desprotegidos ciudadanos a los que sus dirigentes les negaban incluso el derecho a enfrentarse a ellos tenía que llegar a un alto el fuego. Solo así se podría evitar que cualquiera de los bandos, o ambos, resultara irremediablemente dañado.
Las máquinas deben estar al servicio de los hombres, no los hombres al servicio de unas máquinas que a su vez están al servicio de otros hombres.
La ciega confianza en la fiabilidad de las redes se estaba diluyendo a marchas forzadas, debido a lo cual ningún broker de los que dos semanas atrás realizaba una operación multimillonaria se atrevía a decir una palabra por miedo a tener que comerse la lengua.
Los tan traídos y llevados «derivados a futuro» se sumieron en la nada, puesto que tal vez ya no habría futuro para ellos, por lo que inmensas sumas de dinero sin destino aparente quedaron flotando como negros nubarrones que amenazaran con tragarse los gigantescos edificios de acero y cristal de los hasta entonces intocables bancos internacionales.
Invertir ese dinero en bolsa provocaría un disparatado aumento de sus cotizaciones, lo cual llevaría a un crack semejante al del año veintinueve, porque las acciones valían lo que valían y quien las compraba a un precio demasiado alto acababa pagando terribles consecuencias.
Miles de usuarios de las redes se sumaron al párrafo que exigía acabar con la explotación infantil y la semiesclavitud a que algunas empresas sometían a los trabajadores de países del Tercer Mundo, proponiendo un boicot a sus productos con el fin de conseguir una sociedad más justa y ordenada.
Debido a ello, Claudia no pudo ocultar su satisfacción en el momento de depositar sobre la mesa de la cocina un montón de periódicos.
—Los aviones han comenzado a aterrizar en los países más necesitados, se anuncia una fuerte rebaja en el precio del petróleo y se están cerrando miles de portales dañinos.
—Lástima que no podamos verlo.
—Es el precio de la fama. Resulta curioso, porque millones de personas admiran a Medusa, otras tantas lo odian, pero tan solo una sabe quién eres y que tendrás que pasarte el resto de la vida enclaustrado.
—No es un futuro demasiado halagüeño.
—Pero es tu futuro a cambio del de una ingente cantidad de desesperados que están rehaciendo sus vidas. Tan solo en ese periódico hay casi doscientas ofertas de trabajo para telefonistas, y las oficinas de empleo no dan abasto. Deberías sentirte orgulloso.
—El orgullo puede perdernos. Ocurre a menudo.
—Lo sé, y por eso debemos permitir que sean otros los que hablen por ti. De momento lo están haciendo y bien alto.
—¿Durante cuánto tiempo? A menudo los fenómenos de movimiento de masas son como castillos de arena; desaparecen con la subida de la marea.
—En ese caso construiremos un castillo mayor, atacando una gran ciudad.
—No me gusta la palabra «atacar»; significa violencia.
—¿Y qué han estado haciendo ellos, sino utilizar una violencia silenciosa contra los derechos y las libertades de quienes se han quedado sin trabajo? Si conseguimos que una sola telefonista, ¡una sola!, pueda ganarse la vida honradamente, cuanto hagamos habrá valido la pena.
—Me preocupa el daño que puedo causar.
Claudia opinaba que no estaba causando daño, sino que por el contrario limitaba al máximo ese daño, puesto que había elegido sacrificar su libertad al condenarse voluntariamente a un eterno ostracismo.
—Si salieras de aquí y te dieras un paseo por media Europa, a lo cual tienes perfecto derecho puesto que lo que ha sucedido no es culpa tuya, el desastre alcanzaría tales proporciones que, sin sistemas de vigilancia y comunicación, jamás conseguirían saber quién eres. Vivirías de la misma forma que viviría el resto del mundo, y no como ahora, encerrado y con miedo a que te maten. Aceptaré la decisión que tomes, puesto que para bucear no necesito internet ni teléfono móvil, y si me pasé media vida sin ellos me puedo pasar de igual modo la otra media.
—Es un nuevo punto de vista.
—Es el real, y ahora confiésame que has sido capaz de preparar alguna de las maravillosas recetas que dejó la viejecita.
Mientras cenaban, Claudia le contó lo que había ocurrido en París, por lo que él no pudo por menos que chasquear la lengua en un evidente gesto de desaprobación:
—¡Pobre hombre! ¡Menuda decepción…!
—Si quieres que te diga la verdad, me sentí incómoda; era un auténtico caballero. Y viudo.
—¿Acaso ser viudo es un mérito añadido?
—En un caso como este, sí. No hacía daño a nadie.
—Lo tendré en cuenta; si se me presenta una ocasión me haré pasar por viudo.